30.8.18

Ética libertaria




Los libertarios tenemos dos vertientes: capitalistas y anticapitalistas. Desde ambas riberas compartimos el anhelo de un horizonte sin Estado donde la libertad individual sea un fin en sí mismo. Por supuesto la diferencia estriba en pensar cómo llegaremos allí, si con turbocapitalismo y tecnología o con obrerismo y asamblearismo.

También compartimos ciertas deficiencias. Como una relación un tanto complicada con el día a día de la lucha política y cierta incapacidad para concebir cómo será la mañana siguiente después de la derrota de Estado.

Para los liberales capitalistas, habría una serie de movimientos secesionistas en la que grupos de individuos libres se separarían para autoconstituirse según leyes propias y así se desfondaría la autoridad estatal, y entonces lloverá prosperidad y abundancia. 
Para los anticapitalistas, organizaciones obreras autogestionadas tomarían el control de los medios de producción y automáticamente llegaría la promisión y ya seríamos todos guapos y felices.

La cuestión que arrecia en ambos casos es la de las relaciones personales antes y durante; o sea, cómo se organizaría la convivencia social estando en retirada los sempiternos poderes externos que se han encargado de hacerlo durante milenios.


Es decir, falta plantearse radicalmente la cuestión ética.

Esta disciplina es denostada desde hace más o menos un par de siglos. Y en las últimas décadas ya se ha desfigurado hasta convertirla en algo grotesco. Que universitarios postmodernos se lo pasen pipa predicando a Nietzsche es comprensible, porque al final saben que si aparece la celebrada amoralidad para quitarles la merienda o herir sus sentimientos siempre pueden llamar a las autoridades competentes para que enchironen a quien haga falta e implementen políticas metomentodo a costa del contribuyente.

Pero nosotros no tenemos esa opción. Nosotros hemos jurado que no pediremos auxilio, que no protestaremos cuando el papá Estado no acuda raudo a protegernos al oír nuestros llantos. En consecuencia a nadie le debería interesar más la ética que a nosotros, los libertarios de todo pelaje.

Hay que pensar cómo se relacionará el yo con la colectividad, cómo un individuo conllevará vivir cerca de otros individuos con los que seguramente pueda tener intereses opuestos o incluso una abierta enemistad personal.


Los libertarios capitalistas son muy dados a citar como referente moral las palabras de Ayn Rand, esa Bruja Avería del pensamiento libertario que parece regocijarse en el “¡qué mala soy, pero que mala soy!”. Para el objetivismo randiano el egoísmo y una indiferencia militante hacia los demás serán la base de una futura sociedad de hombres libres. Es paradigmática esa frase de El manantial cuando el arquitecto macho alfa protagonista le replica a otro personaje que le ha preguntado que qué piensa de él aquello de “yo nunca pienso en ti”. Pues disculpe, señora mía, pero todos los seres humanos nos afectamos, y es imposible e indeseable que no nos importe lo que piensen los demás; de hecho ésa es la respuesta que daría un sociópata.        


Para los libertarios anticapitalistas la cuestión en un poco más kitsch, y con la caída del Estado vendrá la era de acuario y todo será alegría y fornicio. Pero la realidad ha demostrado que con bellas palabras no se hace que una docena de campesinos renuncien a sus pocas posesiones, o que las cuestiones de la carne no provoquen resentimientos y enfrentamientos. Y no sabemos cómo sería una sociedad sin leyes estatales. Eso es dejar a la fraternidad la función de arbitrar, lo que resulta muy siniestro. Las leyes sirven para conciliar las diferencias cuando el amor y el sentido común no consiguen hacerlo; o sea, muy a menudo. Sostener que éstas son innecesarias es asumir que la comunidad va a ser homogénea, lineal, sin conflictos; que el buen rollo va a imperar. Pero eso significa que quien no pase por el aro, quien no se camufle con el paisaje y mantenga sus diferencias, será expulsado, perderá su condición de ciudadano.

Algo es inquietante en todo ello. Los utopismos dan un poco de miedo y uno solo quiere que lo pensemos todo un poco mejor.



Alguien que se plantea estas cuestiones es Félix Rodrigo Mora, un libertario del sector anticapitalisa que lleva años publicando libros en voz baja, pero cuya influencia empieza ya a notarse. Él insiste mucho en que sin una nueva manera de relacionarse cualquier iniciativa libertaria está condenada a acabar en fracaso. Este año acaba de salir Ética y revolución integral, que contiene varios textos de ética de distintos autores. El de Félix es el más largo y en el que nos centraremos, lo que por supuesto no quiere decir que los demás desmerezcan atención.

“El yo y la ética. Manifiesto a la juventud” tiene algo de carta moral a los jóvenes, lo que haría su lectura bastante grata si no fuera por el exceso innecesario de citas y alguna carencia tipográfica muy habitual, por otro lado, en las editoriales modestas. Dicho esto, se trata de un ensayo en el que se señala las deficiencias morales de la sociedad postindustrial. Sin temor a ser estigmatizado como poco enrollado, el autor defiende las bases cristianas de nuestra sociedad, el esfuerzo individual, el trabajo bien hecho, que las mujeres sean libres sin feminismos oficialistas, y que renunciemos al victimismo y nos hagamos responsables de nuestras vidas.   

Como se puede leer entre líneas, el libro sostiene tenemos que ser conservadores precisamente porque no queremos autoridades estatales que lo sean por nosotros. Queda menos divertido que las provocaciones al ciudadano medio y el nihilismo de pandereta, pero igual es más sustancial.

6.8.18

Lo que esconde el agujero, de Analía Iglesias y Martha Zein


Lo que esconde el agujero, escrito por dos autoras, Analía Iglesias y Martha Zein, es una obra que resume las grandezas y desatinos de la corriente del feminismo que se siente incómoda con la pornografía.
De entrada hay que decir que está muy bien escrito y documentado; la lectura es grata. Además en el prólogo las autoras invitan cortésmente a disentir con ellas, “sin moralina, ni red”.
Eso voy a hacer.
Lo que esconde el agujero tiene cinco capítulos donde se revisa la historia, evolución y naturaleza de la pornografía, para terminar en “los tiempos obscenos” actuales en los que hay una generación de “pornonativos”,  los millenials, que han nacido con internet en casa y cuya educación sexual se debe a este género cinematográfico.
Todo muy sugestivo; pero a la vez hay un subtexto de prejuicios que acaba resultando bastante irritante.
Las autoras no hablan casi de pornografía para gays y lesbianas. Se centran exclusivamente en el porno heterosexual, y más concretamente en su variante más misógina y agresiva. Para ser unas señoras que aborrecen este material, hay que decir que tienen una particular facilidad para encontrar en la red películas extremas, con violaciones reales y hasta supuestos snuffs. Confunden estas aberraciones e ilegalidades con el grueso del género, en el que hay mal gusto y misoginia, sin duda, pero también muchas mujeres manejando el cotarro, historias creativas y, sobre todo, una indudable liberación de deseos.
O como dice Hakim Bey, la pornografía “es capaz de cambiar nuestras vidas al descubrir verdaderos deseos”. 
Ante las imágenes pornográficas descubrimos quiénes somos. Vemos escenas que deberían excitarnos y nos dejan fríos, y luego un detalle secundario, como un gesto fuera de foco, es el que nos encandila. El porno nos ayuda a entender qué deseamos. Y al contrario de lo que sostienen las autoras, no impone esos deseos como haría la publicidad, sino que despierta los que ya estaban en el subconsciente.
Por supuesto, allí, en el subconsciente -masculino en este caso- no habitan solo anhelos de aniquilación contra las mujeres, o si están se quedan en meras fantasías. Porque como el reverso de la fantasía de la violación de las mujeres, que todos entendemos que no significan que realmente ellas quieran sufrir ese horror, que a un hombre le guste ver cómo se interpreta -muy notoriamente de metirijillas, por cierto- un abuso sexual,  no significa que se vaya a unir a la Manada en los San Fermines, como se dice textualmente en este libro. 
Por otro lado, Iglesias y Zein sufren de lo que Clément Rosset llamaba la “mística de la autenticidad”: para ellas la pornografía es un imperio de la falsedad que ha invadido nuestras vidas íntimas. Quieren liberarnos, ya que sin él seremos libres, prístinos, más auténticos. De hecho, en su glosario final definen el porno como: “Epidemia que se desató en Estados Unidos, en la década de los setenta (…) Daño que se ha expandido en forma intensa e indiscriminada entre la población mundial, afectando especialmente a los nacidos en los últimos 30 años”.
Lo que nos lleva a preguntarnos qué había antes de la mentada epidemia. Por lo general, todos estos místicos que creen que vivimos en el peor de los mundos posibles, que en otras calendas todo era autenticidad y promisión, no son capaces de describir qué había antes de tan abismal decadencia.
Estas autoras datan en treinta años el inicio de la plaga y localizan al paciente cero en Estados Unidos. Perfecto, ¿acaso eran más sanos hace medio siglo, cuando una chica que aleatoriamente era etiquetada como “puta” en su pueblo ya quedaba condenada para siempre, o ahora, en que cualquiera puede subir a la red sus selfies en pelota sin que le pase nada?¿La gente es más libre en China, donde internet está capado por el gobierno y es imposible ver porno, o en Estados Unidos, donde es de libre producción y visionado? ¿Tras miles de años de represión sexual los “pornonativos” no son la primera generación que ha podido elegir con quién y cómo tiene relaciones sexuales?¿Cuándo ha habido en la historia de la humanidad, desde las cavernas, y en cualquier rincón del globo, una sociedad más libre sexualmente hablando que hoy en Occidente?  
Es muy frívolo, creo yo, estar siempre con la matraca de que cualquier tiempo pasado fue mejor, o con eso de que el neoliberalismo, continuamente evocado en este libro, es el origen de todo mal.
Se podría argumentar que nuestras autoras llevan el paraíso no tanto al pasado, sino sobre todo a un futuro inconcreto. Lo que ellas proponen es -spoiler alert- ¡un horizonte en el que triunfe el amor como sanador de todos los males de la pornografía!  Esto nos lleva a pensar que puede que el porno manipule nuestros deseos, pero desde luego Corín Tellado también ha hecho estragos en el imaginario de muchas personas.
No creo que haya muchos consumidores de porno en el planeta a los que si le dan elegir entre pajearse ante una pantalla o experimentar sexo afectuoso con un ser humano prefieran lo primero. Es evidente que el porno suple de alguna manera las carencias afectivas (aunque como hemos dicho también puede ser alegre, formativo y compartido con amor) y desde luego poca gente lo tendrá como su primera opción.
Además las autoras reducen el amor al ámbito sexual, como si fuera el único donde puede haberlo, obviando cualquier otra forma de relación. Hablan de vincularnos con “hilos”, de ayudarnos a curarnos las heridas con la pareja. La cuestión es si eso no lo hacemos ya, solo que fuera de la relación sexual, donde el porno no tiene nada que decir. Este género se refiere exclusivamente al sexo, nada más. Y el sexo se da solo con un fragmento muy reducido de nuestros semejantes. El porno, de pervertir, solo lo haría con una forma de amor, dejando intactos las demás. Hay que saber separar esferas. Distinguir realidad y ficción. Controlar, saber dónde y cómo amar. Ser, en suma, adulto.  
Igual el problema de las autoras es que esperan demasiado del Otro salvífico.

CODA
Fui adolescente en la época del éxito Historias del Kronen. En la televisión los viejos hablaban de cómo la juventud se perdía entre tanto sexo casual y compulsivo. Yo, que como todos mis amigos estaba perpetuamente a dos velas, solo podía pensar que ojalá eso fuera cierto. En Lo que esconde el agujero las autoras hacen referencia, escandalizadísimas, a un juego llamado “el muelle”, en que se supone que las chicas y los chicos actuales mantienen relaciones sexuales todos con todos, a la vez y en una misma sala. No sé si será cierto, pero supongo que se tratará de algo minoritario, y que la mayoría de los jóvenes actuales que lean el libro mirarán ávidos si en la bibliografía indican dónde suceden tales bacanales, más que nada para correr a apuntarse. Y si lo es, si esos juegos son reales y generalizados, pues brindemos por ello; la participación es libre. Bien por la muchachada, que lo disfruten. Y alabado sea el porno, si es lo ha hecho posible, como se malician estas autoras, representantes de una nueva hornada dentro de la ya vieja estirpe de los metomentodo.