17.3.15

Tejidos oníricos, de Santiago Castro Gómez

(publicado en Res Pública. Revista de Historia de las Ideas Políticas. Vol 17, Núm 2, 2014)




Santiago Castro Gómez, profesor de la Universidad Javeriana, se reconoce discípulo de aquél Grupo de Bogotá (Marquínez, Salazar, Herrera Restrepo…)  que a finales de los setenta y principios de los ochenta representó la variante colombiana de la Filosofía Latinoamericana. Eran una serie de profesores de la Universidad de Santo Tomás que convocaron la por entonces pionera Maestría en Estudios Latinoamericanos, y a partir de ahí construyeron un discurso latinamericanista propio, mientras también recuperaban un archivo de pensamiento colombiano del que nadie había querido, o podido, hacerse cargo hasta ese momento.
En otros países del continente el peso de Ortega y Gasset era fundamental debido a su influencia en José Gaos o Leopoldo Zea. En Colombia, empero, los trabajos de Gutiérrez Giradot contra el filósofo madrileño y a favor de Xavier Xubiri habían inclinado a estos profesores hacia el segundo. Por ello los textos que escribieron tienen un carácter metafísco singular, xubiriano, frente a los de sus pares mexicanos o argentinos. Castro Gómez, en su inevitable ruptura con sus antecesores, les acusará entre otras cosas de, precisamente, tener un discurso metafísico sin un análisis político real. Además tampoco le convencía el maniqueísmo sociológico, muy de la época por otro lado, en la que se consideraba al pueblo como portador de verdades incontestables y a la revolución como episodio próximo inexorable.
Fue con la llegada a Colombia de los textos de Foucault y su asimilación cuando Castro Gómez y otros jóvenes pensadores empezaron a consideran que el Grupo de Bogotá no se había distanciado del logos occidental, y que si había que desarrollar una razón latinoamericana había que bucear en la “arqueología del pensamiento latinoamericano” (según la fórmula de Roberto Salazar Ramos).


El Grupo como tal se disolvió, y los libros que publicaron con la mítica editorial El Búho casi no han sido reeditados desde entonces. Queda la Revista de Filosofía Latinoamericana, que todavía hoy se publica y es un referente, y la impagable labor de rescate de autores colombianos de la Colonia y del siglo XIX, del que se nutren todos los historiadores de las ideas en Colombia. También la preocupación por una “razón latinoamericana”, que perdura en Castro Gómez, aunque ha optado por una la línea de investigación foucaultiana, frente a la triada Marx-Ricoeur-Zubiri sobre la que se basaban los estudios de sus maestros.
El pensador bogotano es hoy un autor que, dentro de las varias ramificaciones de lo que llamamos "teoría postcolonial", se encuadra en la red "modernidad/colonialidad". Este colectivo se formó en torno a Walter Mignolo, si bien Castro Gómez insiste en que es una “red” de autores que mantienen su independencia, no un “grupo” uniforme intelectualmente.
Castro Gómez adquirió cierta notoriedad con la publicación en 1996 de la Crítica de la razón latinoamericana, que se vio reforzada en el 2005 con La hybris del punto cero. Ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816), donde se aproxima al Virreinato desde una perspectiva postcolonial. Y en el 2009 publicó una continuación de éste, Tejidos Oníricos. Movilidad, capitalismo y biopolítica en Bogotá (1910-1930), donde investiga los dispositivos de poder que favorecieron en la capital de la República el tránsito de una economía latifundista a otra más aparentemente industrial.
Dividido en cinco capítulos independientes, pero con clara unidad temática, Tejidos Oníricos busca analizar unos años cruciales del pasado para encontrar en ellos experiencias que determinan nuestro presente, tal y como proponía Foucault. Estudia así las exposiciones y festejos que conmemoraron el primer centenario de la independencia, creando una “ilusión de modernidad”; la irrupción de la publicidad y su reformulación de los roles de género; el imaginario de la velocidad y el transporte como base de un capitalismo industrial; la reestructuración urbana atendiendo a necesidades higiénicas y del mercado; y el estado nacional y el control de poblaciones racialmente diversas.
Los “tejidos oníricos” a los que alude el título serían toda la red de dispositivos desplegados para transformar la sociedad bogotana y adaptarla al capitalismo. Más que poderes racionales y planificadores, de lo que se trata es de un cambio en el imaginario que busca llegar por los afectos y deseos: un poder molecular. La locomotora o los cosméticos trasfiguran las experiencias vitales como una nueva forma de control social que transformará, al menos superficialmente, las relaciones feudales que se venía arrastrando desde la época colonial. 
Este libro no consiguió tener la repercusión de los anteriores de Castro Gómez, sobre todo en comparación con La hybris, que se ha convertido en un libro de referencia del pensamiento colombiano moderno. Tal vez su foco exclusivo en la capital, y solo en una época muy breve y determinada, hicieron que mermara un poco el interés, o sencillamente ha quedado ensombrecido por las obras precedentes. Pero Tejidos Oníricos es, sin duda, un libro de referencia para entender las metrópolis latinoamericanas en general y Bogotá en particular.
Hay poco estudios tan clarificadores como éste sobre lo que fue la llegada de capitales norteamericanos a principios del siglo XX como indemnización por la pérdida de Panamá, y cómo las élites económicas, a raíz de esto, dejaron de querer ser europeas –Menéndez Pelayo llamó a la Bogotá decimonónica la “Atenas sudamericana”, frase que casi fue el motto de la ciudad-  y pasaron a querer ser norteamericanas, o neoyorquinas, replanteando todo el urbanismo y arquitectura citadinos, justo cuando paralelamente empezaba un crecimiento irrefrenable y caótico que todavía hoy perdura.
Un pensador que ha influido notoriamente en este libro es el uruguayo Ángel Rama, y concretamente su libro La ciudad letrada. No es baladí que en esta obra se citara Bogotá como ejemplo de capital latinoamericana paradigmática de poseer una “ciudad letrada” en su interior. Todavía hoy su antiguo y bellísimo barrio histórico, La Candelaria, exhibe varias universidades, una de las mayores bibliotecas del mundo –la Luis Ángel Arango, financiada por el Banco de la República- e incontables museos, fundaciones culturales,  archivos… y la redacción el El Tiempo, el diario más importante del país y donde publican las firmas más célebres.
Hasta principios del siglo XX estuvo prohibido el tráfico de carruajes en este distrito: se temía que estropearan el empedrado. Así que allí vivieron, entre agradables paseos y cafés literarios, los letrados bogotanos decimonónicos. El estímulo de las palabras de Menéndez Pelayo fue enorme, y el interés por lo que venía de Europa abrumador. En la mayoría de crónicas y memorias de la época se describe una ciudad culta -aunque “más culta que civilizada”, dirá Hernando Téllez-.
En el envés de esta idealización del Bogotá del siglo XIX encontramos el libro La miseria en Bogotá de Miguel Samper, autor liberal decimonónico felizmente rescatado por el Grupo de Bogotá y explícitamente citado por Castro Gómez,  que describe la ciudad en la que vivió lejana de cualquier idealización: mendigos por todas partes, robos, y atraso generalizado. Y no olvidemos que las continuas guerras civiles entre liberales y conservadores, que aunque menos ferozmente,  tenían su correlato en la capital
El final de esta “ciudad letrada”, nos recuerda Castro Gómez, tiene un fin simbólico en la muerte de Marco Fidel Suárez, “un humanista” bogotano autor de Sueños de Luciano Pulgar, que fue atropellado por un camión en 1923: la ciudad había cambiado, había irrumpido la velocidad y el mercado; los letrados ya no eran necesarios.
Rama explica que con la llegada del desarrollo industrial los letrados dejaron de ser necesarios, y excluidos y coléricos, se volvieron contra el poder contra el que hasta entonces había colaborado. Tal vez Colombia siguió siendo un buen ejemplo de esto, ya que muchos de sus intelectuales viven en continua rebelión, armada o no, ya sea en la extrema izquierda –como las guerrillas-,  o en la extrema derecha –como “Los leopardos” en los treinta, o el círculo de intelectuales que se aglutinó en torno a Gómez Dávila en las décadas siguientes.
En el libro de Castro Gómez encontramos también un despliegue impagable de conocimientos y explicaciones sobre la Bogotá de hoy. Podemos usarlo a modo de cartografía urbana: entendemos el crecimiento en espiral, cómo de un centro que recuerda a Sevilla o Cádiz, pasamos a una Avenida Séptima que trata de ser un Manhattan cachaco -sin por supuesto lograrlo- y en sus bordes abundan las edificaciones ilegales que constituyen el sesenta por ciento de las construcciones capitalinas.  
El imaginario de la velocidad, del que tanto habla Castro Gómez, sigue vigente en las ilusiones de desarrollo que tanto venden las autoridades bogotanas desde hace decenios. Hay, por ejemplo, una sempiterna promesa de construir por fin un Metro que nunca se concreta; de hecho voces bastante autorizadas dicen que no hay dinero para financiarlo, que es imposible debido a la estructura geológica de la ciudad, y que en caso de hacerse solo habría una línea, insuficiente para mejorar el problema del tráfico. Pero la promesa y los anhelos ciudadanos siguen: lo que significa el Metro en el  imaginario bogotano va más allá. Es la ilusión de dejar atrás lo caótico, el subdesarrollo, de ser por fin “modernos”.
Algo así como las líneas de Transmilenio, esos autobuses rojos y nuevos, similares a los autobuses urbanos que ruedan por cualquier ciudad europea sin necesitar un calificativo tan rimbombante. En Bogotá, empero, tienen un nombre que durante los noventa simbolizó el renacer urbano: Transmileno, “a través” del milenio, o hacia el próximo milenio. Autobuses normales que en lugar de tener sencillos paraderos al uso, utilizan estaciones futuristas más propias de trenes o metros. Son pocas líneas y su billete resulta caro, pero aparecen en todas las postales y promociones turísticas como ejemplo de lo mucho que ha evolucionado la ciudad.
Todo un simulacro de modernización, que sin embargo en la actualidad se encuentra colapsado, con boicots continuos de los usuarios. No tardaron muchos años estos autobuses en mostrarse inseguros e ineficaces, y ni siquiera cubren la ciudad entera y millones de bogotanos no los pueden utilizar, y los millones que sí pueden lo hacen como un suplicio. De las muchas ideas que repite Castro Gómez es que los imaginarios de modernidad no tienen que corresponder con una modernización real.
TEJIDOS ONÍRICOS. MOVILIDAD, CAPITALISMO Y BIOPOLÍTICA EN BOGOTÀ (1910-1930) de Santiago Castro Gómez. 1ª ed. Bogotá. Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2009. 

11.3.15

exclusión

A Podemos, desde la admiración, les pongo algunos reparos. 

Hay algo en los movimientos rebeldes, populistas o antisistema en general que me chirría. Cuando están en la clandestinidad y sufriendo represiones más o menos violentas, les creo; cuando controlan el poder o se aproximan impunemente, hay algo que no cuaja. Está claro que si alguien amenaza de verdad a la oligarquía, o es legalmente anulado antes de que llegue lejos o recibe tiros en la cabeza directamente, por muy democrático que sea el Estado donde sucede. 

Así que estos populismos que en América Latina y Europa tienen a gala ser combativos, pero copan espacio en las televisiones, se presentan a elecciones sin trabas, se manifiestan tranquilamente por las calles, e incluso, se les permite hacerse con el gobierno, tienen un punto de sospechosos. Hay algo desde dentro del Cotarro que les favorece. No por conspiraciones, ni maquiavelismos políticos, sencillamente porque sintonizan con necesidades de parte de complejo económico-político de sus respectivos países.

El problema aquí es la irracionalidad económica, que se enriquece el que se aproxima a los políticos, el que medra con dinero público, no el que es inteligente y trabaja. El ideal de empresario español es Florentino Pérez, no Bill Gates. Y creo que este capitalismo cortesano prefiere a intervencionistas antes que a liberales. Florentino Pérez duerme más tranquilo con políticos que controlan la economía y en consecuencia le hacen apetitosos contratos a tipos como él; y le intranquiliza desenvolverse en una economía dinámica e innovadora, donde se premie la buena gestión y no los compadreos comisionistas en el palco del Bernabéu.  

Otro de mis reparos a Podemos es su no disimulada voluntad de hegemonía. Yo no quiero excluir a nadie de mi sociedad –salvo a los corruptos, claro-. No necesito que quien no piense como yo se sienta fuera del círculo social. No olvido la advertencia de Julián Marías, que decía que la gente tolera ser expulsada de un sistema político pero no de un sistema social. Debemos cambiar el sistema político, pero sin inmiscuirnos en los hábitos y creencias de nuestros compatriotas, que ya cambiarán gradualmente al haber modernizado las estructuras socioeconómicas. La religión, el fútbol, los nacionalismos, el clasismo…todas estas lacras no se combaten con decretos gubernamentales, se hace con reformas educativas y dinamizando a la sociedad.