20.9.22

Buscando un camino, de Jesús Larrañaga

 

Wikipedia dice que la Corporación Mondragón es el primer grupo empresarial del País Vasco y el décimo de España. Sin embargo no hay mucha bibliografía sobre ella. De hecho, el único libro que he encontrado disponible en internet es Buscando un caminoDon José María Arizmendi-Arrieta y la experiencia cooperativa de Mondragón de Jesús Larrañaga, que es del año 1981.

Que un fenómeno tan curioso de la economía nacional no despierte más interés resulta extraño. Se supone que en su momento fue una iniciativa innovadora, por lo que amerita al menos que se hable más de ella. De hecho sigue funcionando con más o menos éxito y tiene presencia en otros países.

Wikipedia enumera dos grandes inconvenientes de la Corporación. El primero es  que carece de agilidad para adaptarse a nuevos desafíos (pero lo mismo podríamos decir de El Corte Inglés, que no supo prever el mundo del delivery y ahora cierra tiendas y sobrevive como puede).  El segundo es la acusación de que algunas subcontratas no responden a la filosofía participativa, (pero aun así es mucho más amable y democrática que Amazon). Ambos reproches nos parecen interesados y no justificarían el silencio que ha caído sobre Mondragón.

Tiene un pecado original de nacimiento, y es que sólo pudo ser posible en la autarquía franquista, que le permitió crecer sin competencia inicial, y que se le debe a un sacerdote, lo que puede hacer que despierte inquinas. Tampoco es una empresa unicornio que cotice oceánicamente en la Bolsa, algo que entusiasmaría a muchos, y a la vez sigue siendo una manera de domesticar al capitalismo, no de destruirlo, como sueñan desde sus casoplones de lujo tantos progres que están al mando de los media.

Su querencia vasquista también puede llevar a pensar que es un fenómeno vinculado a la tramontana cantábrica, pero de hecho esto queda desmentido en el propio libro, que se contradice en este sentido. La primera parte es, en efecto, una oda al imaginario aranista, y da a entender que Mondragón sólo es posible en el País Vasco, pero luego en la segunda parte explica que el valle donde se ubica era carlista y hostil a la industrialización, que tuvieron que ser los ingleses los que metieron con calzador las fábricas, y que los trabajadores de las mismas fueron siempre maketos de ideología socialista.

 

Arizmendiarrieta (1915-1976), el creador del invento, no escribió ningún tratado. Pero si expuso su pensamiento en varios panfletos y hojas internas de la Corporación. En este libro aparecen bastantes citas suyas que son interesantes; semejan a las del libro rojo de Mao, pero sin anunciar genocidios, solo eficacia empresarial y participación social.

El sacerdote era lector de Mounier y trató de llevar el personalismo cristiano a la producción industrial.

Insistió mucho en la formación permanente de los trabajadores para poder lidiar con los inevitables cambios de paradigma. También propugnaba que la democracia era el triunfo de la mayoría, y que no se podía estar siempre pendiente de las inevitables minorías revienta asambleas. Hay un párrafo en el que dice que no hay que caer en el individualismo, pero sí exigir la máxima responsabilidad individual; aunque en general es partidario de unir a la sociedad en proyectos ilusionantes como éste, en crear una comunidad cohesionada. Más adelante Arizmendiarrieta argumenta que para que la Corporación sea viable económicamente tiene que tener una caja de ahorros que no funcione como un banco normal. También tiene unas líneas un poco unamunianas, en las que insinúa que más que invertir en investigación, lo que hay que hacer es copiar lo que otros investiguen, o sea, que inventen ellos    

 

El modelo Corporación Mondragón es exportable a otros puntos de la geografía; en este libro queda claro que no parece que tenga que ver con el RH negativo. La pregunta entonces es por qué no crear dos, tres, muchos Mongragón, que esta forma de economía se expanda por el país. Al menos, creo yo, merece la pena pensar sobre ello.

15.9.22

¡Crear o morir!, de Andrés Oppenheimer

 

Andrés Oppenheimer es un liberal iberoamericano, o sea que es un tipo que no se deja mecer por los vientos hegemónicos de la región. Trabaja como periodista en la rama hispana de la CNN. También escribe libros; todos recomendables, todos muy claros y pedagógicos. El que nos traemos hoy entre manos es ¡Crear o morir!, pero muchas de las cosas que digamos de éste se pueden aplicar a otros de su catálogo, como Basta de historias o Cuentos chinos.

El género al que pertenecen es uno que nos vamos a inventar ahora mismo: “la apologética liberal”. Consiste en explicar las virtudes del liberalismo a lectores supuestamente hostiles e incrédulos, y confiar en que tanta revelación les transforme súbitamente de colectivistas en individualistas, de populistas en ilustrados, de comunistas en defensores del libre mercado.

La táctica para ello consiste en usar el sentido común, argumentar racionalmente, y dar datos demostrables sobre cómo las ideas de la libertad favorecen la democracia, el progreso económico, y salvaguardan los derechos individuales más y mejor que cualquier otro sistema de organización social.

Por ejemplo, Crear o morir empieza con una pregunta muy pertinente “que debería estar en el centro de la agenda política de nuestros países: ¿por qué no surge un Steve Jobs en México, Argentina, Colombia, o en cualquier otro país de América Latina, o en España, donde hay gente tanto o más talentosa que el fundador de Apple? ”.  Un par de páginas más adelante menciona que un español le respondió en un chat que en nuestro país es inimaginable un Steve Jobs porque es ilegal iniciar un negocio en un garaje. Esta respuesta no es completamente satisfactoria, ni para el autor ni para el lector, pero sí señala un camino por el que va a transitar todo el libro, el del análisis de los impedimentos culturales y políticos que hacen que los países de habla hispana no exporten productos de alta tecnología ni hagan del registro de patentes un negocio próspero.  

Oppenheimer dedica ocho de los diez capítulos en entrevistar a emprendedores que hay desperdigados por el mundo para que le cuenten sus secretos. Algunos de ellos son hispanos pero viven en Estados Unidos, subrayando así que no es un problema de nuestra genética, sino del contexto en el que nos desenvolvemos.

El periodista defiende ideas aparentemente lógicas. Propone que si se concentra gente talentosa en un lugar, y se les da libertad creativa, suelen salir cosas muy buenas, y que eso repercute positivamente en la sociedad en su conjunto. También dedica mucho espacio al sistema educativo, afirma que el actual está basado en el prusiano del siglo XIX, y lo que busca es crear ciudadanos dóciles y obedientes al gobierno, mientras que hay constancia de que formas más libres de educación fomentan la autonomía individual y el pensamiento crítico. Más adelante da mucha importancia al imaginario cultural, que puede ser proclive a la innovación o no, y delega en los políticos la misión de cambiar el rechazo social hacia los emprendedores que hay por nuestras latitudes.      

Oppenheimer da argumentos de peso que favorecerían un incremento de la calidad de vida y con ello una ampliación de los horizontes existenciales, y lo hace como si estuviera ilustrando a pobres legos que desconocen la solución a los problemas, y que una vez que consiga abrirles los ojos todo irá como la seda. Pero como pasa casi siempre con la apologética liberal, evita lo esencial, que es preguntarse por qué el poder no quiere la prosperidad económica. No es que no sepa cómo hacerlo, es que no quiere.

¿Tan difícil sería replicar un Valle del Silicio en Monterrey, Quito o Jaén en, pongamos, menos de diez años? Una legislación apropiada, ventajas fiscales e invertir un poco en infraestructura parece todo lo necesario. ¿Es imposible una ley educativa que en lugar de fomentar el adoctrinamiento favoreciera la ciencia, el trabajo en equipo y la liberación de subjetividades? Por lo que cuentan, ya hay países en los que esto sucede y los resultados son palpables. ¿Se antoja absurdo cambiar el imaginario social para que los jóvenes en lugar de querer ser futbolistas y funcionarios aspiren a dejar huella en la sociedad mejorándola? Entre determinadas capas sociales ése es ya el imaginario, sólo faltaría democratizarlo.

En youtube hay un fragmento de una vieja entrevista del propio Oppenheimer a la líder estudiantil chilena Camila Vallejo, hoy portavoz del gobierno de Gabriel Boric, en la que dice que el problema de Chile no es la pobreza sino la desigualdad. No le parece prioritario evitar que haya pobres, sino que haya ricos. De esta mujer dependen decisiones políticas que marcarán el futuro de su país. O también podemos encontrar una entrevista al entonces candidato presidencial de la República de Colombia Gustavo Petro, que le hace Carolina Sanín, en la que advierte que “cuando los pobres dejan de ser pobres se vuelven de derecha”, por lo que es mejor educarles en el ser y no en el tener. O sea, que acaten su miseria material como un imperativo estoico. Petro ganó las elecciones aun habiendo dicho tal cosa.

Parece bastante innegable que el globalismo financiero favorece de facto a este tipo de líderes. Desde luego así lo hacen sus medios de comunicación, que son casi todos los generalistas, y que crean las narrativas que encumbran a estos políticos “progresistas”, “defensores del decrecimiento” y que “combaten la ebullición climática”. Lo vemos en estos días en la Argentina, donde Javier Milei es tachado de perturbado que habla con su perro muerto mientras que el peronismo, principal responsable del hundimiento de la economía nacional, se nos muestra como el baluarte de la democracia.  

Además de hacer apologética liberal, que tiene algo de epopeya de lo obvio, habría que analizar qué tipo de poderes rigen nuestro mundo.  Evidentemente que el liberalismo es la mejor garantía de acabar con la pobreza y favorecer el desarrollo económico. Pero que esto no sólo no sea una verdad de Perogrullo sino que tribute como una visión minoritaria en nuestra Iberosfera se debe a que los ricos y poderosos, con sus aparatos ideológicos, trabajan para crear mentalidades pobristas en la población.

Existe un riesgo de quedarse en una forma de mesianismo político que espera una Saturnalia de conciencias emancipadas, una Era de Acuario liberal súbita surgida tras años de batalla cultural, y descuide la acción política concreta de una contraélite activa y dinámica que aspire a suplantar a la actual (y que habrá de lidiar con el bueno de Michels cuando toque, pero no hay por qué anticiparse).

Mientras no se apunte hacia ese problema, todo el catequismo de la libertad será una delicia gourmet en un horizonte de carestía. El objetivo liberal tiene que ser el poder. Podemos soñar con una conversión masiva en la población, anhelar una rebelión randiana de emprendedores, pero mientras perdure la alergia liberal al uso discrecional del poder no hay nada que hacer. Las ideas están claras, ahora hay que pasar a la acción. Demostrar con hechos que la libertad trae una civilización mejor. Nosotros tenemos a Oppenheimer; ellos tienen televisiones y leyes. Hay que ambicionar tener lo suyo sin perder lo nuestro.

No hay nada que hacer fuera del poder; sin la capacidad real de modificar las condiciones materiales sólo hay declamación y melancolía. No hay nada hermoso en perder teniendo la razón de nuestro lado. Llevamos demasiados años haciéndolo.