15.4.21

¿Para qué servimos los filósofos?, de Carlos Fernández Liria


Quien visite hoy la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid corre el riesgo de caer en un error si se deja llevar sólo por el sentido de la vista. Podría confundir el imaginario hegemónico con el sentir de la mayoría. Al ver las sempiternas algaradas anunciadas y las omnipresentes pancartas tirapiedras podría asumir que es una facultad monotemática, pero no es así. O lo es sólo epidérmicamente por insistencia de una minoría excesivamente politizada e hiperbólica. Pero el espray de las pintadas no traspasa a la mayoría de las pieles, que se han hecho impermeables a él. La Complutense es plural.   

Dicho esto, sí es cierto que hay una serie de profesores izquierdistas que, sin ser mayoría, sí han conseguido capitalizar grandes espacios de la universidad. Tanto es así que Podemos surgió en gran medida allí.

La malhadada hegemonía no se la regalan a nadie, y hay que reconocer que la sorpresiva irrupción del partido morado en el parlamento europeo allá por el 2014 vino precedida por muchos años de trabajo intelectual y construcción de redes de poder.

 

Uno de los más destacados profesores marxistas de la facultad es Carlos Fernández Liria (n. 1959). Su influencia filosófica en el primer Podemos fue enorme y, como bien aseguraba él mismo, había perdido la cuenta de cuántos ex alumnos suyos eran altos cargos del partido. Frío con los que no se mueven en su cuerda ideológica, cariñoso y leal con los que sí lo hacen, su pensamiento es en cualquier caso interesante y elaborado. Liria no se mueve entre tópicos y simplificaciones como la mayoría de sus correligionarios.

Afortunadamente para los que vemos a Podemos como adversarios, la deriva sectaria y autocrática de sus líderes ha espantado también a este profesor, por lo que han perdido un activo intelectual de gran importancia. Sin Liria los morados son intelectualmente más débiles.

En el año 2016, cuando el asalto a los cielos parecía viable, Liria publicó En defensa del Populismo y reeditó con nuevo prólogo un libro suyo escrito cuatro años antes, ¿Para qué servimos los filósofos? El primero se centra en la política y tiene un título engañoso, ya que es más bien un ataque al populismo y una apuesta por la herencia republicana e ilustrada. El segundo es una propuesta filosófica para sustentar este marco político.  Ambas obras se pueden leer realmente como si fueran una sola, y aunque los tiempos aceleran que es una barbaridad, sobre todo el segundo libro sigue teniendo vigencia.  

 

En defensa del populismo es altamente recomendable para quien quiera reconstruir la apuesta inicial de Podemos, o lo que Podemos pudo ser. No se proclaman extravagancias, como hacen ahora, sino defender la Ilustración y secundar las demandas populares. La política se entiende todavía aquí como una mejora de la institucionalidad democrática y de la calidad de vida de la gente, no como meterle a diario el dedo en el ojo al ciudadano medio.

Pero nos queremos centrar en el segundo de los libros, ¿Para qué servimos los filósofos?, por ser menos circunstancial y más propiamente filosófico. Es un texto bien escrito, se entiende fácilmente incluso para quien sea ajeno a la disciplina. No tiene la jerigonza habitual de los profesores fascinados por el postestructuralismo y otras banalidades parisinas. Además es breve, no derrocha páginas con contenidos de relleno.  Su público son sus estudiantes y Liria se los quiere ganar para su causa; no aspira a epatarlos con erudiciones, prefiere reclutarlos.   

Son diez capítulos en los que trata diversos temas. De hecho se podría decir que no tiene una unidad clara, y que, como suele ser habitual en las publicaciones de los profesores universitarios, son conferencias y artículos reunidos en un libro por imposición editorial. Pero no merma su calidad. Los argumentos que plantea se presentan con vigor estilístico. Hay capítulos introductorios a cuestiones de filosofía de gran interés pedagógico. Explica muy bien, por ejemplo, la relación de Platón con la poesía. Abundan las referencias interesantes a otros autores a los que nos anima a leer, incluidas varias citas reverenciales de Chesterton.

 

El origen de este libro está en el Plan Bolonia, que Liria atribuye a un intento del neoliberalismo por privatizar a la universidad y supeditarla a los intereses del mercado. Por supuesto no explica qué es el malvado neoliberalismo, únicamente lo presenta como una especie de demonio sin necesidad de justificaciones. Tampoco existe ni la más mínima autocrítica de la universidad pública, ni se considera necesario argumentar por qué es intrínsecamente superior a la privada. Se asumen estos argumentos porque sí. Son razones convertidas en “sentido común”, y como dice el propio Liria en En defensa del populismo, hegemonía es apropiarse del sentido común: luchar para que tus valores se den por supuestos, para que se te considere ejemplo de  sensatez frente a las locuras de tus adversarios.  

Algo parecido sucede con el término “verdad”. Muy pronto en este libro nos damos cuenta de que va a ser un concepto capital. Pero no hay una definición del mismo. Es casi un “significante flotante” de los que Ernesto Laclau proponía adueñarse. ¿La verdad es Dios?¿es la izquierda?¿es el marxismo? De hecho, prestigiar el término requiere su indefinición. 

Liria hace al principio, en la página 27, una declaración de intenciones de gran solemnidad. Afirma que los malévolos capitalistas querían con el Plan Bolonia poner “la universidad al servicio de la sociedad”, que para él es lo mismo que orientarla hacia el mercado de trabajo, que es algo malo, claro. Sin embargo, sostiene, “la universidad debe estar al servicio de la verdad; solo así estará en condiciones de rendir un buen servicio a la sociedad”

No sabremos empero qué es la “verdad” a la que hay que rendir la universidad hasta la página 74, en la que dice: “la luz que permite orientarse a la razón, la luz que ilumina el mundo para la razón teórica es lo que la filosofía llamó Verdad”. O sea, que no dice nada. No encontraremos ninguna otra definición más específica de un concepto tan caro a la tesis del libro.

“Belleza”, “razón” o “justicia” también aparecen mucho, y también se los defiende con ímpetu pero no se aclara que significan. Porque todo son enunciaciones vagas que se atisban como apropiaciones ideológicas de términos metafísicos (que no sin cierta razón se pueden acusar de ser siempre ideológicos aunque se los pretenda objetivos).

Por ejemplo, ya al final del libro Liria dice que el Plan Bolonia demuestra que la razón puede excluirse de las universidades. Pero si apuramos el razonamiento, hemos dicho que la verdad es la luz de la razón, entonces la verdad se apaga con los cambios legislativos en los nuevos planes de estudio.  Lo que obviamente es absurdo. El Plan Bolonia puede ser una calamidad, pero no es menos verdadero que la Logse o cualquier otro plan de estudios. El grado de verdad no puede medirse por afinidad ideológica.

Con toda esta apropiación conceptual hay que negar la mayor. Pero seguramente no es tanto una cuestión de dialéctica socrática como de uso de una fuerza que no implica violencia física. La hegemonía que busca Liria es también decidir por la vía de los hechos qué significa cada cosa y mandar a las periferias a quien disienta.

Si tuviéramos que sacar una conclusión diríamos que este libro es una buena puerta de entrada en el pensamiento filosófico, y también de salida de precisamente determinado pensamiento ideológico.  Que un lector joven empiece por Liria para familiarizarse con determinados conceptos e inquietudes de la filosofía está bien. Pero cuando madure ya tiene que exigir un rigor del que este libro carece.

Aquí, y en otros libros similares, la ideología sustituye a la filosofía y entenderlo ya es un primer paso hacia la independencia de criterio y la autonomía intelectual.


5.4.21

¿Sirven para algo las humanidades?

wikipedia
                                                                                                     
 

Continuamente escuchamos a gente bondadosa lamentándose porque las humanidades pierden terreno en el mundo actual. Ya sea por culpa del maligno neoliberalismo, que nos quiere productivos pero sin alma, o de los políticos, que nos quieren sencillamente brutos, parece como si hubiera una conjura perversa que nos arrastra a un mundo tenebroso sin las celebérrimas humanidades. Se deduce de tal catastrofismo que estas disciplinas académicas deben de ser la luz del progreso y la panacea de la felicidad personal, y que sin ellas el averno sería nuestro hábitat cotidiano.

A las humanidades -signifique el término lo que signifique- se les rinde hoy una reverencia religiosa. Es una herejía ponerlas en duda. Son en definitiva un mito moderno, algo similar al mito de la cultura que tan bien describió Gustavo Bueno.

Es natural que se hayan convertido en una monserga, que es lo que suele pasarle a los mitos cuando se agotan. El diccionario define monserga como “una exposición o petición fastidiosa o pesada”. Así que no es incorrecto hablar de la monserga de las humanidades. Un lamento irritante y sin final que se repite hasta el hastío. Que si quieren quitarnos las humanidades de los planes de estudios, que si con las humanidades ausentes se desfonda el proyecto europeo, que si sin las humanidades volvemos al paleolítico. Así, en bucle, hasta el hartazgo, sin que se considere necesario justificar esa supuesta grandiosa importancia de las humanidades o tan siquiera qué son, qué esquema tienen y cómo se organizan.

Para entender el origen de la monserga de las humanidades empecemos con un poco de contextualización.

 

Humanismo viene de la palabra latina humanitas, que es la que empleó Cicerón para traducir paideia, un término que como es sabido designaba el ideal educativo de la Grecia antigua. En la Italia del siglo XIV se hablaba de humanismo para referirse a la vertiente literaria del Renacimiento, un período obsesionado con cerrar la era medieval y con buscar fuentes civilizatorias que nada tuvieran que ver con la teología. Con este propósito recurrieron a la antigüedad clásica, cuya visión del hombre les parecía más próxima a sus ideales. Ser humanista implicaba entonces un interés por recuperar los autores, las lenguas y la retórica clásicas, y para ello surgieron las disciplinas de los studia humanitatis, las humanidades.

Las humanidades tuvieron una finalidad muy determinada desde el principio. Surgieron como oposición a la escolástica, que entonces era hegemónica en la academia. Frente a explicaciones trascendentales y autoridades divinas, los renacentistas querían unas ciencias que les mostraran la grandeza de un hombre racional que encontraba su plenitud en la inmanencia. Tuvieron éxito; gradualmente y a través de distintas épocas, el centro de gravedad pasó de Dios al hombre. Las humanidades triunfaron, y entre el siglo XVIII y XIX ya pocos recurrían ya a elucidaciones bíblicas e imperaba un redundante consenso humanístico dentro de las humanidades.

Aunque también los estudios de humanidades empezaron a quedarse anticuados. La revolución francesa y la revolución industrial cambiaron la faz del mundo, y amaneció la modernidad, con sus estados nacionales, su capitalismo y sus rutas globales. Se requería entonces de unas humanidades útiles en el sentido más económico del término. Hablar latín a la hora de la merienda y recitar a Homero en las fiestas de la corte podría lucir bien, pero no era rentable para el nuevo orden.

El ideal vaporoso del uomo universale tampoco iba a ningún sitio. Demasiado abstracto. Darwin le dio la puntilla; a partir de él sería la biología la que explicara al hombre. Marx ampliaría el espectro subrayando el aspecto económico. Y Freud encontraría respuestas a la conducta humana en un continente secreto llamado subconsciente.

Desde luego la idea del hombre como criatura elevada por encima de su condición por no se sabe qué benignas dignidades se había acabado. Las humanidades ya no eran necesariamente humanísticas; su objeto de estudio ahora era a un mono dependiente de las estructuras materiales que mira raro a su madre.

Es más, las humanidades humanísticas, tan innovadoras en su momento, empezaron a oler a reaccionario, estigma letal de los nuevos tiempos. En el siglo XX sonaban sencillamente a repicar de los tambores de Occidente en sus guerras de conquista. Perdieron cualquier halo de honorabilidad que les quedara; el progreso era postmoderno, o sea, igualador de prestigios. Vale lo mismo Cervantes que Jim Carrey. 

Aunque quedó la leyenda de las humanidades. O sea, la monserga.

Pero ¿qué pretende defender la monserga de las humanidades?

 

Si las humanidades son los estudios de “género postneodecoloniales” y el dassein heideggeriano, entre otras excentricidades actuales, bien merece que demos más importancia a los conocimientos técnicos. Necesitamos ingenieros que construyan puentes, investigadores que venzan enfermedades o interpretadores del big data. No militantes de la autofagia académica, productores de textos y debates que no interesan a ninguna persona de verdad, o sea, a nadie que tenga que madrugar para ir al trabajo.

La monserga de las humanidades tiene a gala defender los saberes inútiles, que es lo mismo que defender a profesores inútiles ¡Por supuesto que todo saber tiene que tener una rentabilidad de algún tipo! Que el saber sirva para el progreso científico o a la ampliación de los horizontes vitales del individuo. O cuanto menos que dé algún beneficio monetario. 

 Las almas bellas que abominan de interés económico suelen ser retorcidos apologetas de un ineficaz status quo. No debemos financiar con dinero público la enésima publicación sobre el rizoma deleuziano desde la performatividad queer, cuando hay laboratorios sin presupuesto para desarrollar nuevas vacunas. Sobran cantamañanas estériles que viven del erario público, nos faltan constructores de prosperidad.

¿Para qué queremos humanidades sin priorizar la defensa de la civilización? Si las humanidades son lo que hemos visto que se entendía antes, o sea una vuelta a los clásicos, tampoco avanzamos gran cosa.  El importantísimo poeta norteamericano Ezra Pound, por ejemplo, ilustró muy bien esta nostalgia de la sabiduría clásica. Entre sus odas a Musollini y sus espumarajos antisemitas encontró tiempo para declamar en su Cántico del Sol: “The thought of what America would be like If the Classics had a wide circulation Troubles my sleep”.

(Se ve que uno puede adorar a Cicerón y justificar la invasión de Abisinia sin despeinarse. ¿Acaso no son adorables las humanidades? Sirven para erigir un palacio de la ópera entre escombros de analfabetismo y miseria.)

El meollo es quitarle a las humanidades lo que tienen de monserga. Actualizarlas. Democratizarlas. No son buenas porque sí y sus defensores suelen ser sus peores enemigos. Tienen que ser universales y apuntar al ciudadano medio. Hay que incorporarlas a la realidad. Un curso monográfico en una universidad pública sobre el idealismo en el primer Husserl es un insulto al contribuyente. Emocionarse ante una película de Bergman es tributar al kitsch, pero de poco sirve en la elaboración de un mañana mejor. Recibamos con el dedo medio a quien nos diga que no leamos a Jared Diamond pero sí a Michel Foucault.

Las humanidades tienen que ser útiles para el mundo laboral, al tiempo que por supuesto construyan ciudadanía. Nos sirve la bioética, nos sobra la french theory. Las nociones de derecho y economía son vitales en nuestros días, alguien que recita la Odisea en su idioma original nos resulta prescindible. Necesitamos aprender inglés y mandarín, el latín y el arameo lo dejaremos para divertimento de ociosos. Hay que saber leer lenguajes informáticos, no jeroglíficos egipcios.

Las humanidades tienen que ser liberadoras, no un lujo que ostentar para darse relevancia social.

 Entre la dicotomía civilización o cultura, apostaremos por la civilización, que es dinámica y por definición progresa. La cultura empero es estática y autocomplaciente. Queremos nuevas tecnologías al servicio de la educación universal, a la formación de cuadros medios. Aspiremos a un país de emprendedores que lean a pensadores accesibles y tengan sentido del deber, no a catedráticos narcisistas embriagados de jerigonza postestructuralista.

Y sobre todo libremos a las humanidades de sus controles ideológicos. Que desde el poder no se pueda decretar lo que son, o que no nos impongan unos autores o unos temas. Resistamos los totalitarismos epistemológicos. Hay mezquinos juegos de poder en la intervención política de las humanidades. Las manipulan y encima esperan que las amemos; como si fuera nuestro deber acatarlas. Pero dependiendo del caso, estaríamos mejor sin ellas y conformándonos con un saber vernáculo, con lo que nos enseñaban nuestras abuelas mientras preparaban la sopa tradicional de su pueblo.

Quitémonos el complejo. Acallemos la monserga. Unas humanidades que no nos ayudan personal y profesionalmente no merecen ni nuestro tiempo, ni nuestro dinero, ni nuestro respeto.