29.8.17

Philippe Muray. Vocero de nuestro asco

http://www.hombreencamino.com


Los que denuncian la esterilidad del reaccionario olvidan la noble función que ejerce la clara proclamación de nuestro asco.
 Nicolás Gómez Dávila

Hace algunos años el diario Le Monde anunció un nuevo índice de herejes a excomulgar.  Dedicándole la portada y varias páginas del interior, y con el aterrante título de "La llamada al orden. Encuesta sobre los nuevos reaccionarios", se enumeró una serie de malvados escritores que desafiaban al canon progre. De entre los conocidos por estos lares destacaban el filósofo Alain Finkielkraut, cuyo delito era sostener que los valores de la Ilustración no son relativizables, o el novelista Michel Houellebecq, del que qué vamos a decir que no se sepa ya.

Precisamente en Intervenciones, su libro de artículos dispersos, Houellebecq tiene un texto rememorando aquellos días en los que fue estigmatizado de reaccionario. Finge indignación, pero es evidente que el tipo se lo pasaba en grande con eso de ser sindicado histéricamente como antisocial y cavernario. Sin embargo el protagonista de esta rememoranza no era él mismo, sino otro de los acusados, un tal Philippe Muray, al que el novelista rendía un homenaje. 





Por supuesto el intento de desacreditar a escritores por cuestiones del political correctness provoca el efecto contrario y automáticamente nos posicionamos a favor de ellos. Y si entre ellos hay alguien que parece destacar, uno especialmente infame, más todavía. Era pues inevitable. Había saber más del señor Muray.

Wikipedia dice que se trata de un profesor y ensayista francés no muy conocido que murió en el 2006 a la temprana edad de 56 años. Autor de varios libros, a nuestro idioma solo han llegado dos gracias a Nuevo Inicio, una editorial granadina pequeña pero matona.

Los libros son El imperio del bien y Queridos Yihaidistas.


El primero es un ensayo que rezuma ironía y mala baba. Y sobre todo sorprende por la cantidad de conceptos y neologismos que acuña o reconfigura.

Viene con un prólogo que se agradece bastante, ya que ilumina un poco los contornos de este autor ignoto. Está escrito por el propio Muray para la cuarta edición del original francés. Aquí nos presenta las ideas generales de toda su obra, que básicamente es una impugnación de la postmodernidad.

Para este pensador vivimos una era de la posthistoria donde el individuo ha sido desarraigado de toda identidad y solo le queda ser un turista existencial. El homo sapiens se ha convertido en el homo festivus, cuya degeneración será ya el mero festivus festivus, un hombre sin atributos que se arrastra por la superficie del globo sin cuestionarse nada, desfondado, medigando sexo, adicto a la jarana y la banalidad perpetuas. Este arquetipo está desarrollado en un libro, Festivus festivus (conversations avec Élisabeth Lévy), que no se ha traducido todavía.

El festivus festivus ha encontrado su habitat en el "Imperio del bien"; o sea, el mundo en el que vivimos hoy, que es realmente el tema de este libro.

Para Muray hay una nueva tiranía de "base democrática" que se sustenta en un consenso especialmente represor precisamente por ser "blando", imperceptible, y que se identifica con el bien común y por ello es intocable, existe "sin un exterior" ni alternativa. Nunca ha sido tan difícil salirse del rebaño, o ser siquiera individuo, como en el mundo contemporáneo.

Esta situación tiene una serie de mecanismos reconocibles. Se basa sobre todo en la omnipresencia de "la idea de Bien", que "es la respuesta a todas las preguntas que no nos hacemos". Y que por supuesto nadie puede poner en duda sin que parezca que amenaza a la especie humana en su conjunto. Hay toda una caterva de "truismócratas" que "llenan por completo en pathos del mundo" con "su terrorismo de las Buenas Obras". Los adversarios que estos buscan por supuesto suelen ser póstumos, batallas del pasado, porque "ya no podemos enfrentarnos más que acontecimientos archivados".

De fondo hay un ambiente sentimentaloide, irracional, que es lo que se respira en el "Imperio del bien". Muray habla de la "Cordicópolis", la ciudad del corazón de la que hoy somos todos habitantes, donde lo que priman son los buenos sentimientos, la autoayuda y la ñoñería. "El éxito de la víscera", hay que seguir los impulsos del corazón para todo, orillando a la razón. 

Y para quien se le atragante tanta emoción llega el linchamiento, que aparece "con máscaras progresistas" y se ejemplariza, entre otros medios, en "el deseo de lo penal": la sobreabundancia y promulgación histérica de leyes, a menudo absurdas y despóticas, porque "¡La paz de la humanidad tiene un precio!".

A lo largo de todo el libro, y complementando a todas estas argumentaciones sociopolíticas más o menos coherentes, leemos pequeñas críticas hilarantes a las creencias actuales que son tan certeras como divertidas, por ejemplo: "Un país [Francia] donde el feminismo anglosajón y el decontructivismo derridiano no han acabado nunca de cuajar verdaderamente, de enraizar en profundidad, no puede ser malo del todo".

O la idea de la música como instrumento de muerte; Muray nos dice que vivimos una era donde hay ya máquinas que pueden reproducir música tan fuerte que revientan cristales y paredes, o sea matan.


El segundo libro, Queridos yihadistas es empero menos divertido.  
Lo empezó a escribir tres semanas después de los ataques del 11 de Septiembre, cuando ya empezaba a haber batallas en Afganistán. Tiene algo de breve panfleto de lectura extenuante y comprimida. Se trata de una supuesta carta a los terroristas islamistas en la que de alguna manera es cordial hacia ellos: "Cabalgando en vuestros elefantes de hierro y fuego, habéis entrado con furia en nuestra tienda de porcelana. Pero es una tienda de porcelana cuyos propietarios, desde hace mucho tiempo, se propusieron hacer añicos todo lo que había allí atesorado". Les explica que han declarado la guerra a una civilización agotada y agónica, ya carcomida por la sistemática destrucción de lo que fue su piedra angular: la razón. Y que sin embargo les vencerá porque ya no tiene ideales, mientras que ellos sí, lo que es su talón de Aquiles.

Para Muray los occidentales viven en una era de "post-existencia" donde todo lo que queda es ser "adulescentes", un cruce entre adultos y adolescentes, que siempre buscan trasgredir la moral y consagrarse a alguna causa, para así dismular el vacío y las intenciones sibilinas. Ya no hay valores universales, que han sido sepultados por la eclosión de derechos individuales.

Lo más importante en todo caso es la alegría impostada en la cotidaneidad. Y lo que más ha molestado de los ataques es que han perturbado esa alegría cotidiana. Aunque a las tres semanas los restaurantes vuelven a funcionar y ya se oye música por todas partes, signos ambos del reestablecimiento de la "vida normal".

Esta es la decadencia que defendemos paradójicamente con ferocidad: "¡Temed la ira del hombre que lleva bermudas!". Hemos acabado con el lenguaje, los relatos, la dignidad y hasta la conversación; la resistencia contra el Islam es la defensa de la autonomía de la Nada frente a una gran religión que no entiende de sutilezas postmodernas.

"Pelearemos. Y venceremos. Evidentemente. Porque nosotros somos los muertos", concluye Muray.


Philippe Muray es un intelectual reaccionario porque en efecto reacciona. Pero lo hace desde la Modernidad y contra la Postmodernidad. Él no anhela desórdenes primitivos o cantares de gesta, lo que quiere es volver a aquella época en la que se pensaba que había que actuar con civismo y educación, respetar a los mayores y, sobre todo, se vivía con la convicción de que las palabras vertebraban el mundo y como tales había que respetarlas.
Profundo, irónico y tremendamente hurticante, se trata de un autor que merece convertirse en un pequeño y secreto objeto de culto.

28.8.17

Culpables por la literatura, de Germán Labrador Méndez


En la sección de novedades de cualquier librería decente del país encontramos en estos días  Culpables por la literatura. Imaginación y contracultura en la transición española (1968-1986), que es un libro que pronto creará escuela y que será citado en lo sucesivo hasta el hartazgo por académicos y cronistas. Su autor es Germán Labrador Méndez, un profesor español que ejerce en la Universidad de Princeton.

Se trata de una intrahistoria de los años de la Transición centrada en los movimientos político-artísticos contestarios y tocanarices. La bibliografía, referencias, datos y nombres que aporta es apabullante; da para escribir docenas de estudios que desarrollen sus distintos capítulos.

Parece la versión ácrata y lisérgica de la Historia de los heterodoxos españoles de Menénez Pelayo. Se lee con pasión.  Está bien escrito, cautiva, y finalmente nos deja preguntándonos si un país que engendra hijos de un talento y lucidez como los que mueren en estas páginas no merece otra oportunidad. 

Se divide en tres partes. La primera es una exposición de ideas generales y una reflexión sobre aquella época. La segunda se centra en el tardofranquismo y los albores constitucionales. La tercera ya se adentra en el felipismo.  En las tres se suceden los poetas malditos, los poetas triunfantes, la heroína, las cárceles, las subvenciones, mucho sufrimiento, un poco de gloria y bastantes derrotas.

Una idea que callejea por todo el texto es la de la "generación bífida".

Labrador nos explica que el término lo acuñó Eduardo Haro Tecglen. Como es sabido este célebre periodista perdió a varios de sus hijos en el erial de drogacción, Sida y locura que desoló aquellos años. Ante el dolor por la pérdida de uno de ellos, Eduardo Haro Ibars, paradigma de escritor maldito, escribió en El País un artículo titulado "La generación bífida" que principiaba así: "La punta de la generación de quienes están por los cuarenta años se bifurca. Unos llegan al poder, otros a la muerte". 

El autor hace suya esta dicotomía. Una de sus tesis es que entre los jóvenes de talento de los años setenta la mayoría sobrevivieron, pero los mejores se inmoralon. Él los llama los "adoradores del volcán" por el culto a la novela de Malcom Lowry; realmente eran suicidas a plazos "virtualmente comprometidos con la destrucción ritual de ese franquismo cotidiano en sus propias vidas, y en sus propios cuerpos".

La argumentación conmueve. Pero bien pensado no hay por qué estar conforme; además discrepar es una forma de tributo a este magnífico libro.

Labrador ejemplariza la "bifidez", entre muchos otros casos, con Joaquín Sabina y Chicho Sánchez Ferlosio, cantautores coetáneos y de biografías paralelas. El primero es mundialmente famoso, rico y sale por la televisión; no le resta mérito como cantautor, pero es condescendiente con él, porque al fin y al cabo no acabó en una cuneta. Chicho, en cambio, eligió la marginalidad y morirse pobre y mueco.

Es cierto que Chicho resulta mucho más interesante. La película de Trueba sobre él, Mientras el cuerpo aguante, es formidable y retrata a un tipo que da la sensación de que hubiera sido genial haber conocido. Sabina pues como que no; pero vamos, que es amigo de sus amigos, cuida a sus hijas y deleita al personal con canciones muy bien hechas. 

Así que ¿realmente sirve políticamente de algo destruirse? ¿perturbaba en algo al Régimen que los mejores cerebros de la época se estrellaran contra manicomios y sobredosis? Y sobre todo ¿por qué sentimos que le debemos algo a los muertos? ¿en qué nos superan los que optan por darse de baja?

Por supuesto no hay respuestas. Pero es un tema que se puede plantear a raíz de la lectura de Culpables por la literatura.

16.8.17

Monedero me explica cosas

Tal vez llevemos como país una década caminando al borde del abismo y sencillamente esperamos un último golpe de viento que nos despeñe. Pero nadie negará que el nivel intelectual ha subido mucho, que ahora hay combates dialécticos de altura, y que no es raro encontrarse fuera de los círculos académicos gente con buenas lecturas y una capacidad argumentativa bien armada.
En la cuestión televisiva, por ejemplo, es de justicia reconocer lo mucho que ha mejorado todo. Los que ya vamos teniendo algunos años recordamos el monopolio estatal durante el felipismo o la telebasura con Aznar. Antes era una televisión muy mala y unidireccional. Hace unos años, por ejemplificar, el intento de resucitar La Clave volcó al Parlamento en contra y tuvo que ser retirado de la parrilla, aunque era de hecho un programa muchísimo menos crítico que cualquier tertulia o programa de investigación actual.
Así que cuando ahora vemos debates bien llevados, interesantes y divulgativos, no podemos dejar de felicitarnos. Vamos hacia la hecatombe, desde luego, pero ni los bizantinos divagaban con tanto estilo bajo los asedios turcos.
En La Tuerka, programa que casi siempre resulta sustancioso aunque su presentador habitual nos provoque reflujos biliares, hubo una mesa redonda a propósito del feminismo y la pornografía. Las opiniones fueron por lo general todas enriquecedoras. Las cuatro invitadas eran las apropiadas y no daba la sensación de que ninguna fuera solo una profesional más de la opinadera mediática.
Dicho esto, haremos dos matizaciones:
Una.
Monedero fue esta vez el encargado de dirigir la vaina. Menos chupacámaras que el otro señor, dejó hablar y a penas intervino. Hay que decir que afortunadamente, porque cuando lo hizo estuvo poco acertado.
Especialmente significativo fue cuando en el minuto 34:50 se dirige a Amarna Miller. Ella es una actriz de cine para adultos y militante feminista, que en todo momento del programa ha estado dejando claro que sabe de qué habla, que trabaja en el negocio y que tiene cabeza para conceptualizar. Sin embargo, cuando Monedero se dirige a ella lo hace en plan mansplained. El término es difícil de traducir y lo puso en circulación la estadounidense Rebecca Solnit. Su libro Los hombres me explican cosas es brillante y ya está en nuestro idioma. Allí cuenta que una vez asistió a una fiesta y conoció a un tipo que le empezó a pontificar con paternalismo sobre un libro que ella misma había escrito,  y eso a pesar de que le advirtieron de que ella era la autora. Cuando finalmente el señor cayó en la cuenta de que estaba hablando con la propia escritora del libro, tampoco se amilanó y siguió con la matraca, soberbio y aprovechando, como dice Solnit, que las mujeres están habituadas a callar y asumir que no saben nada.
En la Tuerka vemos que la actriz afirma que ella es dueña de su cuerpo y que hace lo quiere con él y que rueda porno porque le da la gana. Monedero, condescendiente y con aires frailunos, le explica, despacito para que lo entienda, que no, que eso es como vender un riñón (!?). Tal tontería desconcierta a Armanda Miller, que educadamente le dice que la comparación no viene a cuento. Monero, impasible, sigue con su cantinela. Mansplained en vivo.
(El fenómeno -si se me permite el aparte- es común en Madrid. Pero paradójicamente lo es entre los hombres pretendidamente feministas, esos que no quieren cosificar las mujeres y otras cosas sucias. Lo que Solnit no trata, y que seguramente juega un papel importante, es la impostura que hay en negar el interés sexual y cómo éste deriva en mansplained. Hay un tonillo pedagógico, como de hermano mayor o de profesor, que los hombres utilizan con las mujeres atractivas que sin duda tiene algo de sublimación. Monedero habla a la actriz porno, objetivamente guapa, como si él estuviera por encima de sexo, como si pudiera domeñar el deseo. Son hombres que consideran vergonzante "sexualizar" a las mujeres, pero no hablarles como si fueran bobitas. )
Dos
En el minuto 26,30 se da una situación que es común en todo este tipo de debates feministas. Una de las tertulianas, generalmente la de más edad, cita el sexo anal como una forma de degradar sexualmente a las mujeres y le sigue un silencio incomodísmo que nadie se atreve a romper. Aquí la cara de póker de Amarna Miller es antológica. La parrafada, a cargo de Beatriz Gimeno, es normativa moralmente. Dice que es un acto sexual “poco feminista”, que muchas mujeres no quieren hacerlo y que no es la manera de iniciarse en el sexo. Lo que conlleva necesariamente que a las que les gusta son unas taradas que afrentan a su género. La profesora dice que según encuestas hay muchas adolescentes que se ven obligadas a hacerlo. Lo que resulta estremecedor; pero no por el acto en cuestión, que nadie debería juzgar, sino porque hoy puedan existir jóvenes que se sientan forzadas a hacer algo que no quieren hacer para mantener a sus novios. Que en esta era de liberaciones haya chicas todavía tan condicionadas por el discurso amatorio-romántico es lo aberrante. Igual en lugar de estos neo puritanismos que se siguen mentiendo en la cama de las personas, lo que tendría que pensar el feminismo es si el culto a la pareja de nuestra sociedad no es una mutación progre del imperativo matrimonial católico de toda la vida.

13.8.17

El feminismo de la señorita Pepis

youtube.com
Según parece en una discoteca de Madrid se premia con una botella de cava a las chicas que se desnudan. Hasta aquí nada nuevo. Lo de los despelotes en versión diletante en muy común en el spring break norteamericano -si no saben de que hablo, ya saben, tecleen en google-. Era cuestión de tiempo que hubiera una versión castiza. 

Por el vídeo que hay en los medios vemos que nada se sale de lo normal: una jóvenes estupendas se quitan la ropa mientras una multitud masculina, ebria y rijosa, les anima. Por supuesto imaginamos que con el amanecer el 99% de esos chicos volverán a casa de sus padres tan involuntariamente célibes como salieron; mientras que esas chicas, en cambio, podrán elegir entre docenas de solícitos candidatos si quisieran compañía, todo dependerá de ellas. Sin embargo, no entendemos muy bien por qué, son ellas y no ellos las degradadas.

Es curiosa la reacción que este evento ha provocado entre colectivos autodenominados feministas. Desde la Asociación de Mujeres Universitarias de Madrid (Amum) se ha dicho que es "un ejemplo más de la cosificación de la mujer". Porque el hecho de que en esa misma discoteca haya un correspondiente concurso de striptease masculino no tiene nada que ver. Que un hombre se desnude por una botella de cava, seguramente con cientos de chicas visualmente encantadas gritándole obscenidades, no es cosificante per se. Solo lo es si es una mujer la protagonista.

Hay algo, creo yo, de condescendientemente machista en esto, sobre todo hacia las chicas que libremente deciden que les da la real gana de enseñar las tetas, y que tan ricamente y a quién no le guste que no mire. La Federación de Mujeres Jóvenes, por ejemplo, acusa al alcohol y las drogas de nublar la voluntad de las damiselas. Como si esas chicas del vídeo fueran bobitas, o no fueran mayores de edad perfectamente responsables de sus actos. La verdad es que salen al escenario porque quieren y ya está. Fenomenal, nada que alegar, que la juventud está para hacer esas cosas y que ya habrá tiempo para sentar la cabeza y aburrirse.

A esta misma Federación le preocupa además que "volvemos a lo mismo de siempre. Este tipo de empresas cosifican y sexualizan el cuerpo de la mujer a cambio de algo". Pero ¿alguien piensa que una botella de cava, que bien pueda ser la de 5 euros del Mercadona, es la motivación de las chicas? Obviamente eso es lo de menos. Podría ser un bolígrafo bic y lo harían igual. Es algo simbólico. Porque una cosa que también se podría deducir de la insistencia en la botella de cava es que lo que molesta no es que se desnuden, sino que lo hagan por tan poca cosa. O sea, que si te desnudas, bonita, por un coche de lujo, pues otro gallo cantaría, pero así nos rebajáis el caché a todas y no hay manera...

"La diversión no puede provocarse mediante la degradación de la mujer", afirma el presidente de la Federación de Asociaciones de Estudiantes Progresistas(FAEST), que propugna que hay que responsabilizar a los impulsores del evento, y sentencia: "No podemos permitir este tipo de comportamientos en pleno siglo XXI". O sea, que progresísticamente llega a pedir la intervención de las autoridades, tal vez con el sargento de la Guardia Civil precintando el garito al final. Se queda uno sin palabras.

Otra cuestión que llama la atención es que denuncien tanto las asociaciones de estudiantes y se resalte en la información que estas perdidas sindios son universitarias. De entrada no es seguro que lo sean, en el vídeo al menos no lucen ningún diploma; pero es inevitable preguntarse si el escándalo hubiera sido el mismo si hubieran sido mujeres sin buen expediente académico. Pareciera como si además de un machismo implícito en las peroratas condenatorias hubiera también un clasismo explícito.

El clasismo sería coherente con este feminismo meapilas de la señorita Pepis que se escandaliza hoy como se escandalizaba hace medio siglo una abuelita de misa diaria ante los primeros topless de las suecas de Benidorm. Desde luego sería una buena materia de estudio analizar cómo la beatería moral progre es directamente heredera de la beatería moral católica. Es la misma matraca de meterse en la vida de las personas, sobre todo de las mujeres, para decirles qué sentir y cómo desear.

Servidor ya está mayor para ir a esas fiestas. E incluso por mi patológico rechazo a las discotecas creo que tampoco iría aunque fuera más joven. Pero nada que objetar a la muchachada que quiera desparramar allí. Adelante, pues; vayan, desnúdense, jueguen, sean felices. E incluso si se equivocan, háganlo, pero háganlo ustedes, cometan sus propios errores desde su libertad, pero no acepten imposiciones. Disfruten, que la juventud no vivida es una enfermedad que con los años provoca resabios de bilis.

10.8.17

Pretenciosidad. Por qué es importante, de Dan Fox


Son parte del paisaje de las grandes urbes occidentales. Pueden verse en el metro sufriendo la lectura de Carver; o en algún bar intentando desentrañar las crípticas pinturas del último artista de moda; o tratando de prestigiar sus artículos usando algún término raro, como “epistemología”, “postvanguardias” o “prestigiar”.

Hablamos, claro, de los célebres culturetas. Odiados sin piedad por el ciudadano medio; se les acusa de pendantería, falsedad y, sobre todo, de prentenciosidad. Este último calificativo pende como espada de Damocles sobre cualquiera que parezca querer salirse de la mediocridad ambiental; caer bajo ese estigma puede suponer la muerte social.

Porque nada se tolera menos que a un tipo pretencioso.

Dan Fox es un crítico de arte inglés que ha publicado Pretenciosidad. Por qué es importante, un ensayo de esos que no cambiarán la historia de la humanidad, pero que se lee con gusto, sobre todo porque impugna con valentía una convicción social que nadie pone en duda.

Este autor defiende que los pretenciosos son los que han cambiado siempre las cosas y  que cualquier avance en cualquier disciplina se hubiera podido calificar de pretencioso en un primer momento. Y que incluso si el pretencioso fracasa, como hace las más de las veces, por lo menos ha intentado hacer algo importante. Además es injusto incluirle en una amalgama de vicios junto con la soberbia o la falsedad, ya que el pretencioso no tiene que ser necesariamente elitista o espurio, solo es alguien que ambiciona que la vida sea algo más de lo que es. O como dice Fox: Ser pretencioso rara vez es dañino para los demás. Acusar a alguien de serlo sí lo es.

Una parte bastante lúcida del libro es la que dedica al desmontar los argumentos antipretenciosidad de los apóstoles de la mudanidad. Esos son lo peores, nos dice, los que se vanaglorian de incultos a pesar de haberse educado en colegios privados, o de ser héroes de la clase obrera siendo hijos de la burguesía europea. Por no hablar de los que aseguran que en su sencillez personal reside "lo auténtico". Presumir, nos dice Fox con hilaridad, de tener un fondo puro y naturalmente bueno es la forma más lamentable de impostura.

Hay un momento en el que Fox comenta el artículo de un periodista político que se ensaña con una pareja de culturetas que van a ver una obra de arte en el Tate Museum y que concluye diciendo que los detesta, aunque objetivamente no le han hecho nada. Fox explica que éste es un desprecio populista, una forma de intolerancia hacia lo diferente que puede equipararse a otras formas de intransigencia.

Le sobran ejemplos del mundo del pop, aunque seguramente recurre a ellos para hacer el libro más accesible y menos pretencioso - vaya paradoja-, y tal vez veinte páginas más profundizando en las ideas de los últimos capítulos no hubieran sobrado. Pero es un buen libro; hace que el que se encuentra perdido en este páramo de futbolismo y prensa rosa se sienta un poco menos solo. 

1.8.17

Elogio del olvido, de David Rieff


"Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo". La celebérrima sentencia de George Santayana encabeza la contraportada de la edición española del Elogio del olvido de David Rieff.  No podría estar mejor elegida. En principio parece una idea indiscutible, sensata y humanista: hay que recordar las barbaridades de nuestros antecesores para no volver a cometerlas. Por supuesto, bien pensado, también porta un reverso siniestro, ya que los recuerdos colectivos no existen, son constructos sociales. Personalmente recordamos más o menos verazmente; desde un punto de vista histórico "recordamos" lo que los señores con dinero y pistolas quieren que tengamos por nuestro pasado. La memoria es por definición subjetiva y personal, hacerla colectiva es una narrativa de poder interesada.

O dicho de otra manera: si no lo hemos sufrido en nuestra carne es que nos lo han contado, y por lo tanto hay que sospechar. Si no lo hemos vivido bien puede ser mentira.

El libro de Rieff se desarrolla con bastante tino y valentía. Sus tesis no son cómodas para unas sociedades acostumbradas a que les reescriban la historia a gusto del cotarro de turno. Por supuesto se puede leer en clave española aunque nuestro país solo ocupe un par de páginas, pero queda claro que la usurpación de la historia por los políticos es un tema global.

El autor es estadounidense, pero ha vivido en Irlanda y Australia, además de conocer bien otras latitudes. Se agradece que ejemplifique sus postulados con referencias a varios países. Desmitifica, entre otros, las narraciones de la Guerra Civil norteamericana, el mito fundacional de Australia y, sorprendentemente, toca dos casos bastante intocables: el republicanismo irlandés -la madre de todas las ficciones nacionalistas del siglo XX- y el genocidio judío.

Del primero explica que es una patraña que se inventaron los católicos a posteriori, y cita mucho a Declan Kilberd y Conor Cruise O´Brien, que son dos historiadores irlandeses no muy conocidos aquí pero que sería recomendable leer para entender los nacionalismos europeos irredentos en general. Los rebeldes católicos violentos erigieron su desastre militar del alzamiento de Pascua de 1916 como drama sacro, que es la antítesis de la democracia, ya que al invocar lo sagrado y la sangre de los mártires y todos esos lirismos imposibilita por principio la concordia con el adversario. La idea de una Inglaterra opresora es un injerto en la sociedad irlandesa de después del inicio del conflicto, previamente la mayoría de los irlandeses no compartían ese imaginario.

Y sobre la Shoá se atreve a decir algo que probablemente está en la cabeza de muchos pero nadie se atreve a mencionar: los innúmeros memoriales, museos y actos en recuerdo de los seis millones de víctimas se están deslizando peligrosamente hacia el terreno del kitsch, ya que "la gente usa el hecho de conmoverse como motivo para sentirse superior". Hace tiempo que se ha dejado atrás el imperativo moral de recordar a los muertos. Se manipula el horror con unos fines determinados y se crean narraciones redentoras, pero eso no es ni historia ni conmemoración, ni siquiera un aviso a las generaciones futuras.

 

David Rieff se encuadra claramente en la escuela modernista, que es la que se mueven los historiadores que creen -estamos resumiendo en un brochazo- que las naciones son meras narraciones de invención reciente, y que toda historia nacional o tradición es una patraña. Estos historiadores, cuyo gerifalte sería Eric Hobsbawm, se suelen centrar en analizar los grandes relatos. Rieff aquí se refiere a la recepción de los mismos, sobre todo desde aquello que se ha llamado la "memoria histórica", que es por cierto un oxímoron tremebundo, como bien explica Gustavo Bueno.

El olvido al que se refiere es el colectivo, las supuestas memorias de los pueblos, que no son más que artificios legitimadores del poder. Hay que olvidarse de mitos, y no vivir obsesionado con matar cadáveres, que es lo que se nos pide a diario desde los medios de comunicación.

“Quien no conoce el pasado está condenado a repetirlo, pero quien solo conoce el pasado no podrá ni siquiera repetirlo” que dice Ernesto Castro enmendando a Santayana. Menos regurgitar un pasado mascado por otros y más centrarnos en el presente.