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Los que denuncian la esterilidad del reaccionario olvidan la noble función que ejerce la clara proclamación de nuestro asco.
Hace algunos años el diario Le Monde anunció
un nuevo índice de herejes a excomulgar. Dedicándole la portada y
varias páginas del interior, y con el aterrante título de "La llamada al
orden. Encuesta sobre los nuevos reaccionarios", se enumeró una serie
de malvados escritores que desafiaban al canon progre. De entre los
conocidos por estos lares destacaban el filósofo Alain Finkielkraut, cuyo
delito era sostener que los valores de la Ilustración no son
relativizables, o el novelista Michel Houellebecq, del que qué vamos a
decir que no se sepa ya.
Precisamente en Intervenciones,
su libro de artículos dispersos, Houellebecq tiene un texto rememorando
aquellos días en los que fue estigmatizado de reaccionario. Finge
indignación, pero es evidente que el tipo se lo pasaba en grande con eso
de ser sindicado histéricamente como antisocial y cavernario. Sin
embargo el protagonista de esta rememoranza no era él mismo, sino otro
de los acusados, un tal Philippe Muray, al que el novelista rendía un
homenaje.
Por
supuesto el intento de desacreditar a escritores por cuestiones del political correctness provoca el efecto contrario y automáticamente nos
posicionamos a favor de ellos. Y si entre ellos hay alguien que parece
destacar, uno especialmente infame, más todavía. Era pues inevitable. Había saber más del señor Muray.
Wikipedia
dice que se trata de un profesor y ensayista francés no muy conocido
que murió en el 2006 a la temprana edad de 56 años. Autor de varios
libros, a nuestro idioma solo han llegado dos gracias a Nuevo Inicio,
una editorial granadina pequeña pero matona.
Los libros son El imperio del bien y Queridos Yihaidistas.
El
primero es un ensayo que rezuma ironía y mala baba. Y sobre todo
sorprende por la cantidad de conceptos y neologismos que acuña o
reconfigura.
Viene
con un prólogo que se agradece bastante, ya que ilumina un poco los
contornos de este autor ignoto. Está escrito por el propio Muray para la
cuarta edición del original francés. Aquí nos presenta las ideas
generales de toda su obra, que básicamente es una impugnación de la
postmodernidad.
Para
este pensador vivimos una era de la posthistoria donde el individuo ha
sido desarraigado de toda identidad y solo le queda ser un turista
existencial. El homo sapiens se ha convertido en el homo festivus, cuya degeneración será ya el mero festivus festivus,
un hombre sin atributos que se arrastra por la superficie del globo sin
cuestionarse nada, desfondado, medigando sexo, adicto a la jarana y la
banalidad perpetuas. Este arquetipo está desarrollado en un libro, Festivus festivus (conversations avec Élisabeth Lévy), que no se ha traducido todavía.
El festivus festivus
ha encontrado su habitat en el "Imperio del bien"; o sea, el mundo en
el que vivimos hoy, que es realmente el tema de este libro.
Para
Muray hay una nueva tiranía de "base democrática" que se sustenta en un
consenso especialmente represor precisamente por ser "blando",
imperceptible, y que se identifica con el bien común y por ello es
intocable, existe "sin un exterior" ni alternativa. Nunca ha sido tan difícil
salirse del rebaño, o ser siquiera individuo, como en el mundo
contemporáneo.
Esta
situación tiene una serie de mecanismos reconocibles. Se basa sobre
todo en la omnipresencia de "la idea de Bien", que "es la respuesta a
todas las preguntas que no nos hacemos". Y que por supuesto nadie puede
poner en duda sin que parezca que amenaza a la especie humana en su
conjunto. Hay toda una caterva de "truismócratas" que "llenan por
completo en pathos del mundo" con "su terrorismo de las Buenas
Obras". Los adversarios que estos buscan por supuesto suelen ser póstumos,
batallas del pasado, porque "ya no podemos enfrentarnos más que
acontecimientos archivados".
De
fondo hay un ambiente sentimentaloide, irracional, que es lo que se
respira en el "Imperio del bien". Muray habla de la "Cordicópolis", la
ciudad del corazón de la que hoy somos todos habitantes, donde lo que
priman son los buenos sentimientos, la autoayuda y la ñoñería. "El éxito
de la víscera", hay que seguir los impulsos del corazón para todo, orillando a la razón.
Y
para quien se le atragante tanta emoción llega el linchamiento, que
aparece "con máscaras progresistas" y se ejemplariza, entre otros
medios, en "el deseo de lo penal": la sobreabundancia y promulgación
histérica de leyes, a menudo absurdas y despóticas, porque "¡La paz de
la humanidad tiene un precio!".
A lo largo de todo el libro, y
complementando a todas estas argumentaciones sociopolíticas más o menos
coherentes, leemos pequeñas críticas hilarantes a las creencias
actuales que son tan certeras como divertidas, por ejemplo: "Un país
[Francia] donde el feminismo anglosajón y el decontructivismo derridiano
no han acabado nunca de cuajar verdaderamente, de enraizar en
profundidad, no puede ser malo del todo".
O
la idea de la música como instrumento de muerte; Muray nos dice que
vivimos una era donde hay ya máquinas que pueden reproducir música tan
fuerte que revientan cristales y paredes, o sea matan.
El segundo libro, Queridos yihadistas
es empero menos divertido.
Lo empezó a escribir tres semanas después
de los ataques del 11 de Septiembre, cuando ya empezaba a haber batallas
en Afganistán. Tiene algo de breve panfleto de lectura extenuante y
comprimida. Se trata de una supuesta carta a los terroristas islamistas
en la que de alguna manera es cordial hacia ellos: "Cabalgando en
vuestros elefantes de hierro y fuego, habéis entrado con furia en
nuestra tienda de porcelana. Pero es una tienda de porcelana cuyos
propietarios, desde hace mucho tiempo, se propusieron hacer añicos todo
lo que había allí atesorado". Les explica que han declarado la guerra a
una civilización agotada y agónica, ya carcomida por la sistemática
destrucción de lo que fue su piedra angular: la razón. Y que sin embargo
les vencerá porque ya no tiene ideales, mientras que ellos sí, lo que
es su talón de Aquiles.
Para
Muray los occidentales viven en una era de "post-existencia" donde todo
lo que queda es ser "adulescentes", un cruce entre adultos y
adolescentes, que siempre buscan trasgredir la moral y consagrarse a
alguna causa, para así dismular el vacío y las intenciones sibilinas. Ya
no hay valores universales, que han sido sepultados por la eclosión de
derechos individuales.
Lo
más importante en todo caso es la alegría impostada en la cotidaneidad.
Y lo que más ha molestado de los ataques es que han perturbado esa
alegría cotidiana. Aunque a las tres semanas los restaurantes vuelven a
funcionar y ya se oye música por todas partes, signos ambos del
reestablecimiento de la "vida normal".
Esta
es la decadencia que defendemos paradójicamente con ferocidad: "¡Temed
la ira del hombre que lleva bermudas!". Hemos acabado con el lenguaje,
los relatos, la dignidad y hasta la conversación; la resistencia contra
el Islam es la defensa de la autonomía de la Nada frente a una gran
religión que no entiende de sutilezas postmodernas.
"Pelearemos. Y venceremos. Evidentemente. Porque nosotros somos los muertos", concluye Muray.
Philippe
Muray es un intelectual reaccionario porque en efecto reacciona. Pero
lo hace desde la Modernidad y contra la Postmodernidad. Él no anhela
desórdenes primitivos o cantares de gesta, lo que quiere es volver a
aquella época en la que se pensaba que había que actuar con civismo y
educación, respetar a los mayores y, sobre todo, se vivía con la
convicción de que las palabras vertebraban el mundo y como tales había
que respetarlas.
Profundo, irónico y tremendamente hurticante, se trata de un autor que merece convertirse en un pequeño y secreto objeto de culto.