30.4.18

Karl Marx en la Era del Capital



Karl Marx (1818-1883) nació Tréveris, al oeste de Alemania. Muy pronto se sintió constreñido política y socialmente en su país, y siendo joven inició un peregrinaje por distintos países europeos para acabar en Londres, donde viviría la mayor parte de su vida. A pesar de sus viajes y lecturas, empero, siempre siguió siendo intelectualmente fiel al mundo germánico, y sobre todo al hegelianismo en el que se formó.

Como líder social participó en muchos de los debates y luchas de su tiempo; si bien no fue especialmente exitoso en este terreno. Como pensador sí es tal vez uno de las más importantes que ha habido nunca, y desde luego su influencia ha sido inconmensurable. Es uno de los precursores de las ciencias sociales modernas y su metodología, ampliamente rebatida y superada hoy, sigue estando en el fondo de cualquier investigación moderna: analizar la infraestructura económica en la que se enclavan los hechos, o considerar que la Historia la hacen los hombres sin mediaciones externas, son casi lugares comunes en Occidente. Como dice Gustavo Bueno: “En algún sentido, todos somos hoy marxistas”.

Su vida atravesó el núcleo del siglo XIX, del que fue tal vez uno de sus mejores testigos y personificaciones. Sus primeros años se enmarcaron en lo que el historiador inglés Eric Hobsbawn llamaba la Era de la Revolución (1789-1848), o sea, una nueva era en la que la Revolución Francesa y la industrialización británica habían transformado el mundo y la manera de entender al hombre. Se hizo plenamente adulto en la Era del Capital (1848-1875), apenas tres décadas en las que hubo vertiginosos intercambios comerciales y desarrollos de infraestructuras que “unificaron el mundo”. Murió en la Era del Imperio (1875-1914), cuando las naciones europeas se expandían por el planeta y mitigaban así sus propios conflictos internos.

Los tres libros de la trilogía de Hobsbawm son interesantes y las tres épocas tienen que ver con Marx. Pero es sobre todo la intermedia, la del Capital, la que más se identifica con el opus marxista.

En 1848 se produce “la primavera de los pueblos”, que para el escéptico historiador inglés básicamente consistía en la necesidad de racionalidad los mercados por parte de la burguesía comercial frente a las aristocracias reaccionarias, y concibieron para ello a las naciones como marco. Paralelamente el modelo industrial británico se iba imponiendo en toda Europa, y en consecuencia hubo grandes migraciones campesinas a las ciudades, y el capitalismo se fue consolidando frente a hacendados e incipientes militantes obreros.

Pero sobre todo la diversificación internacional del trabajo llevó a abrir nuevas rutas de comunicación (ferrocarril y navegación a vapor principalmente); y a la exploración de nuevos territorios del globo, que hasta entonces estaban “marcadas en blanco” en los mapas, eran tierra incógnita. Las naciones centrales pudieron llegar hasta los corazones de países periféricos y acceder a sus recursos, que luego llevaban a las metrópolis. Todo ello fue posible, además de por los desarrollos tecnológicos, gracias a las narraciones legitimadoras, como la publicidad y la curiosidad científica. Era la época de las grandes aventuras exploradoras, a caballo entre la conquista y la voluntad sincera de derribar y ampliar el horizonte humano. Hobsbawn dice que es entonces cuando se unifica el mundo –si bien matiza que no al grado en que se hará posteriormente-, y que los valores civilizatorios se convertirán en la coartada. Además el inglés empieza a convertirse en la lengua más usada.

Y quedándose en la Europa en la que vivó Marx, hay un capítulo llamado “Ciudad, industria y clase obrera” que ubica perfectamente el contexto en el que escribió nuestro filósofo. La industrialización lleva a migraciones campesinas a las grandes ciudades, que aun así no son tan grandes, ya que pocas pasaban del millón de habitantes. Pero empiezan a darse problemas de salubridad y orden público hasta entonces desconocidos.  Las ciudades se remodelan para reducir en lo posible estos impactos, y se construyen grandes avenidas que canalicen a los ciudadanos y sus mercancías, y se electrifica y se desarrolla el transporte público.

Las poblaciones se transforman. Las viejas aristocracias pierden poder, y ya solo conservan títulos. Industriales y financieros (dos sectores antagonistas entre sí, según Hobsbwan) pasarán a detentar el poder. Habrá una incipiente clase media, que en general verá su estatus amenazado por los trabajadores manuales. Estos muchas veces no se distinguían de los pobres; aunque en el Sur y Este de Europa todavía primaban los artesanos, en Europa Occidental, y sobre todo en Inglaterra, los trabajadores hacían manufacturas por cuenta ajena en fábricas como de las que tiene Marx  en mente. Viven en una situación laboral bastante precaria y conocida, que originó cierta hermandad entre estos nuevos proletarios. Además el contacto con las clases medias urbanas hizo que se impregnaran de algunos de sus valores. Adquirieron “sobriedad, sacrificio y aplazamiento de la recompensa” (pág 554), y conciencia de su condición. Sin embargo, resalta Hobsbwan, eso no quiere decir que fueran intrínsecamente revolucionarios, como pensaba Marx, y veremos más adelante.

23.4.18

El eurocentrismo de Hegel



Germán Arciniegas (1900-1999) fue uno de los grandes intelectuales colombianos del siglo XX. Sus conocimientos eran oceánicos y escribió docenas de libros en su por poco centenaria vida; sin embargo casi toda su obra y actuación pública gira en torno a único tema de la región latinoamericana y a la defensa de su centralidad en la Historia frente a las hegemonías eurocéntricas. Por supuesto odia a Hegel; sus invectivas contra él son constantes. Y no es el único. Hegel ha gozado de mala reputación fuera de Europa, y aun dentro. Se le considera un claro ejemplo de arrogancia e imperialismo cultural. Y estas acusaciones se trasladan, como veremos, a Marx.

Debido al peso intelectual que tenía Arciniegas, su anti hegelianismo no podía pasar desapercibido en el mundo académico del país. Danilo Cruz Vélez (1920-2008), que es tal vez el filósofo colombiano más importante del siglo XX, tendrá que confrontarse con él. En los cinco tomos publicados hasta ahora de su Obra Completa, hay variados textos referidos a este tema, que además están escritos en algunos casos con varias décadas de diferencia.

Cruz Vélez quiere salvar a Hegel ante los ojos americanos, tal vez para poder salvar también a Marx. Y lo hace en varios textos. En el Tomo II aparece el ensayo “Hegel, la madurez de Europa”, donde hace una magnífica exposición de lo que Hegel entendía por Historia de la Filosofía y cómo desde ahí está justificada de alguna manera la grandilocuencia hegeliana. El pensador prusiano fue el primero en incorporar todo el pasado filosófico a su propio sistema. Todos los sistemas previos le parecían legítimos porque todos eran transitorios y estaban destinados a ser superados hasta llegar a la culminación de la metafísica en Espíritu Universal consciente de sí mismo, que el sistema hegeliano encarnaría. Hegel se veía a sí mismo como el fin de una Historia que se inició con los griegos, y a la que sucederían nuevos y diversos horizontes. Consideraba que había integrado y ordenado toda la tradición metafísica occidental, así que tampoco era tan disparatado verse como una culminación. Marx, por cierto, compartía esta visión, solo que sin reconciliarse hegelianamente con el pasado, que le parecía un páramo de injusticias. Todo esto deja fuera, claro, los territorios sin metafísica y lucha en la que el Espíritu Universal se reconcilie consigo mismo.

En el Tomo IV hay varios artículos que se publicaron en El correo de los Andes, la revista de Arciniegas, y que son un diálogo explícito y constante con él. Destacamos en “Defensa de Hegel”, título bastante expresivo, donde rebate las tesis de Ortega y Gasset sobre este tema: Hegel no considera que los pueblos americanos sean inferiores; pero en aquella época todavía no tenían Estados, y estos son para Hegel lo que las ciudades-estado eran para Platón, la totalidad de la vida. Y sin Estado no puede un pueblo autoafirmarse dentro del Espíritu universal. Pero se trata de una eventualidad que no tiene que ser definitiva, de hecho, creía que el Espíritu iba de Oriente hacia Occidente, por lo que América sería la gran región del futuro.

Otro artículo interesante es “Hegel y el nuevo mundo”, donde sigue desmontando las interpretaciones orteguianas, esta vez desarrollando mucho el tema. Para Cruz Vélez el filósofo español es responsable de la imagen distorsionada que se tiene de Hegel en América. Ni Hegel pensaba que la Historia es solo pasado ni que América tenía Naturaleza pero no Historia. Traza una genealogía del artículo “Hegel y América”, que considera origen del desaguisado, y lo refuta exhaustivamente. Y concluye con unos argumentos bastante interesantes: de excluir Hegel algo sería a la América precolombina, no a la que existía en su tiempo. Y además la consideraba región del porvenir, así que no solo la incluía, es que la ubicaba en el futuro.

Cruz Vélez termina diciendo que la “ojeriza” de Ortega contra el Nuevo Mundo es la que está detrás del artículo, no la opinión de Hegel. Sin embargo la influencia de pensador madrileño sobre el continente hispanoamericano ha llevado a aceptar estas tesis erradas. Pero creemos sin embargo Hegel no queda redimido como pretende el colombiano. Hegel sostenía que los pueblos solo pueden hablar a través del Estado, y que fuera del cristianismo no hay Historia Universal. 

Eso es muy difícil de aceptar incluso sin necesidad de tener una finísima sensibilidad postcolonial.

21.4.18

Julio Endara, del positivismo al Rorschach

wikipedia


Nada debió de ir bien en la vida de L.E.E., un delincuente habitual más conocido como el dientes. A la fatalidad de ser soltero y mueco a los veintiséis, se le sumaba la de provenir de padres “alcohólicos y absolutamente pobres”, y por supuesto la consecuencia intolerable de esto: “Desde temprana edad, tuvo que enfrentarse con la vida”.
Lo que sabemos de la persona que fue L.E.E. lo sacamos de un informe psiquiátrico escrito en Quito en algún momento a principios de los años 50. Se trata de un preso condenado a cinco años que va a ser sometido a un test de Rorschach y son necesarios los antecedentes: L.E.E. se junta con hampones, ha robado algunas cosas, y una vez hasta causó heridas a alguien. Al ser arrestado se ha mostrado “presuntuoso”, indisciplinado, y además no parecen atraerle los talleres que se imparten en la cárcel. El dictamen es que “pronto será homicida y asesino. Es incorregible” (Dictamen, por cierto, que aparece en la sinopsis previa, antes de haber hecho el test).

18.4.18

Materiales para una crítica del futbolismo IV


El término “vigencia” es sobre todo de uso jurídico y tiene dos sentidos: vigencia de vigor, vigens, que está vivo y bien vivo, y vigencia de vigilia o vigilancia, que está despierto, en guardia. Cuando una ley “está vigente” quiere decir que está activa, que hay que respetarla, pero además significa que ella misma de alguna manera no va a permitir que se la irrespete porque permanece alerta. 
Ortega y Gasset hizo de la vigencia una teoría sociológica; y su más fiel discípulo, Julián Marías, se encargó de desarrollarla y darle densidad, sobre todo en su tratado de sociología La estructura social. Aquí Marías nos explica que toda sociedad se hilvana con vigencias sociales; éstas son inevitables, o dicho a lo castizo, hay que comérselas con patatas sí o sí.
Existen y es imposible vivir en grupos humanos sin atenerse a ellas; a veces no sabemos su origen pero siempre conocemos a sus destinatarios: nosotros. Pocas veces se explicitan; están tan incorporadas en el día a día que solo se suele tomar conciencia de ellas cuando se van apagando.
Y es que estamos en las vigencias como estamos sobre el suelo que pisamos. Podemos adherirnos o discrepar, pero no obviarlas.
Las realidades sociales que no nos afectan realmente no son vigencias. O dicho de otra manera, si estamos exentos de posicionarnos es que no es una vigencia. No hace falta reaccionar de alguna determinada manera ante los Hare Krisna porque, salvo que los busquemos, no determinan nada en nuestra cotidianeidad, no ordenan ni desordenan nuestro mundo.
El filósofo afirma que frente a una vigencia no se puede ser impunemente refractario, ya que posicionarse a contracorriente tiene consecuencias. Ante la vigencia de ir de luto en los funerales, escribe por ejemplo en 1955, se puede ir de blanco, pero eso es disentir de la vigencia y el cuerpo social responderá con distintos grados de intimidación para quién lo haga.
Las vigencias tienen distintas capas de espesor según su potencia o longevidad. Para una mujer no es lo mismo -sigue Marías en el mismo libro- la moda del otoño que la convención de que una chica de bien no puede dar el primer paso con un hombre. Vestir ropa del color que dejó de llevarse el año pasado no es tan grave como convertirse en la fresca oficial del barrio.
No todas las vigencias tienen la misma injerencia en nuestras vidas.

Uno de los hechos sociales que Marías señala como vigencia inapelable es el fútbol. Es imposible pretender que el fútbol no existe, que no va con nosotros. Por mucho que lo detestemos somos incapaces de borrarlo de nuestro horizonte. Si un domingo de partido caminamos por las calles veremos a alegres seres simiescos engalanados con los colores de su equipo, contemplaremos cómo nuestra ciudad queda hecha un asco y encima tendremos que pagar la limpieza con nuestros impuestos. Además los miembros de esta simpática subespecie votan, y sus votos tienen la misma importancia que los nuestros. Así nos arrastran con ellos a sus ínferos de atraso y corrupción.
De ahí que el argumento con el que los futboleros y sus aliados nos descalifican sea inválido. Que si simplemente no lo veas, que si deja que cada uno se divierta como quiera. El fútbol no es el buceo marítimo, que ni nos va ni nos viene, es algo que ejerce violencia sobre quien no quiere sumarse, es una vigencia brutal. El fútbol es el trágala de nuestro tiempo. Dejaremos de militar contra él, lo respetaremos como se respeta a alguien con una discapacidad, cuando él deje de meterse en nuestras vidas, de enmierdar esta sociedad. 

13.4.18

¿Creen los filósofos en las revelaciones?




Ortega y Gasset vivió siempre en la “acatolicidad”. En todos sus textos hay una visión inmanentista de la existencia y los escasísimos guiños que hace a los creyentes son más de índole político que teológico. Es difícilmente discutible que su compromiso intelectual fue con el liberalismo laico. Sin embargo hay unos intentos un tanto grotescos por parte de algunos discípulos católicos por presentar a un Ortega finalmente  retornado al seno de la madre Iglesia; el gran argumento es que aparentemente en su lecho de muerte aceptó la presencia de un cura. Frente a toda una vida conscientemente agnóstica, que en esos últimos minutos de ocaso tal vez besara una cruz o algo por el estilo impugnaría, según estos planteamientos, la supuesta laicidad de todo su corpus teórico y habría que releer toda su obra desde el prisma de una religiosidad latente.
Cuando un filósofo se convierte en objeto de culto, casi en una figura mesiánica,  sus discípulos hacen este tipo de tonterías. Además de dar vergüenza ajena, que allá ellos, es una aberración epistemológica que cuando es tomada en consideración nos afecta a todos.

Husserl es el padre de la fenomenología y uno de los filósofos más influyentes del siglo XX y lo que llevamos de XXI. Sus propuestas son, como es sabido, un intento de dar cientificidad a la filosofía. En realidad era un solipista egomaníaco que decía que los otros, la gente que le rodeaba, eran meramente datos de su conciencia. Tamaña estupidez ha quedado ahí, sin obstaculizar la germinación de una escuela fenomenológica y el surgimiento de miles de académicos que se autodenominan husserlianos sin sonrojarse.
Estos, para defender la figura del pope, lo que nos dicen es que el postulado de los otros como datos de la conciencia está matizado en un legajo aparecido en una especie de limbo llamado los “Archivos de Lovaina”, donde se matiza mucho la idea y la hace más presentable, y los escépticos quedaríamos ojipláticos por su profundidad.
La cuestión es que los libros fundamentales de Husserl aparecieron hace ya casi cien años. Su influjo ha sido enorme aun con lo de los datos ¿Qué importancia tiene ya la matización?


Foucault dejó una obra estremecedora y brillante en la que describía al sujeto moderno como preso de poderes inasibles, incapaz de hallar una alternativa, y cuya única salida era la lucha fatalmente continua. Por supuesto sus críticos le echan en cara cierto pesimismo antropológico al no ofrecer un modelo de convivencia liberadora posible. Para salvar este escollo los foucaultianos han descubierto recientemente que en una de las últimas lecciones del Colegio de Francia hay una propuesta de sociedad no represiva. O sea que Foucault sí ofrece una solución y llevamos medio siglo malinterpretándolo.

Una vez más, la anécdota convertida en revelación de última hora.

Que el autor no es su obra es una verdad de pero grullo, pero es que la obra tampoco es la obra; la obra es su recepción. Una pesquisa que obligue a replantarse lo que se daba por supuesto de un autor puede ser interesante para los estudiosos específicos del mismo, pero no para la historia de la filosofía, o para la historia en general. Ortega, Husserl y Foucault son más importantes que sí mismos. Trascendieron sus ámbitos y calaron más allá de cualquier especialización.  Si resultara que ahora descubrimos que Ortega fue devoto de la Virgen de la Merced desde niño, que Husserl tenía una doble vida como agente realista encubierto, o que Foucault suscribía en secreto los ideales de la era de acuario, no nos importa ya. Nada cambiaría. No hay reescrituras retroactivas.  Por supuesto hay que evitar perseverar en el error y seguir con interpretaciones equivocadas, pero el error es ya historia, ha acontecido; y por ello es incluso más verdad que la verdad que estaba oculta en un misterioso cajón desde quién sabe cuándo.

8.4.18

La revolución en la crítica de Félix Rodrigo Mora, de Javier Rodríguez Hidalgo


En alguna de esas librerías heroicas que hay en Madrid, como Traficantes de sueños o Enclave, se encuentran sin demasiadas dificultades libros de Ediciones El Salmón. Desconozco los medios económicos de esta editorial, pero da la impresión de que no son muchos. Entre sus pocas publicaciones destacamos La revolución en la crítica de Félix Rodrigo Mora de Javier Rodríguez Hidalgo. Este autor nació en Portugalete en 1978, y por lo que cuentan en las solapas, se ha formado en el activismo ecologista y no en la academia. Su libro es, empero, mucho más enriquecedoras intelectualmente que la mayoría de textos debidos a profesionales de la pensadera.

Es realmente un artículo largo reciclado en librito pero presenta unas cuantas cuestiones reseñables. Aquí el pensador convertido en diana es Félix Rodrigo Mora, que es un teórico anarquista actual, de Carabanchel, y que publica con frecuencia y asiste a todas las charlas y encuentros perroflaúticos a los que es invitado. Perpetuamente sonriente y con la mejor disposición, en lo poco que le he tratado siempre me ha parecido un hombre de una amabilidad oceánica. Además algunos de sus libros me han impresionado hondamente por su brillantez.

Que alguien como Rodríguez Hidalgo, que es capaz de desmontar a Heidegger en otro de sus libros, crea que un autor tan periférico amerite también un ataque frontal es toda una forma de tributo. (Desdichadamente ambos comparten en sus biografías el paso por el boletín Los amigos de Ludd, lo que hace sospechar que hayan tenido algún encontronazo personal, pero no lo puedo asegurar).

Rodrigo Mora ha publicado, entre otros, libros como El giro estadolátrico, La democracia y el triunfo de Estado, y Naturaleza, ruralidad y civilización. Todos en editoriales marginales, sin la más mínima resonancia en los medios de comunicación y sin el apoyo de ninguna institución ni academia. Sin embargo han calado; principalmente en los círculos radicales, pero no solo allí. Ya hay gente de clase media ilustrada que por lo menos ha oído hablar de ellos.

La importancia e influencia de este autor no deja de crecer. Rodríguez Hidalgo lo reconoce en la introducción de La revolución en la crítica de Félix Rodrigo Mora. Quiere contrarrestar su peso, ya que teme que éste también se convierta en un estorbo para el pensamiento crítico. Lo que bien mirado no deja de ser fascinante: en el envés del Espectáculo, en las casas okupas, los movimientos subterráneos, en las luchas vecinales, hay un debate ideológico de un altísimo nivel intelectual (porque desde luego ambos son unos duelistas soberbios).

Como introducción al pensamiento de Rodrigo Mora este libro es impagable. En sus distintos apartados se dedica a destripar la obra, y por supuesto que demuestra sus inconsistencias. Aunque no queda claro que a un autor tan inflamante como Rodrigo Mora le preocupe ser consistente.



6.4.18

Un cuento de otro género


Lars se detuvo justo antes de entrar en la alcoba.

Ante esa puerta grande y de bordes dorados experimentó, por primera vez en muchos años, desasosiego. 
Llevó la mano derecha al costado y acarició la empuñadura de su espada.

Se abandonó a sus recuerdos.

Rememoró aquella primera batalla, cuando siendo un infante imberbe, cargó solo contra los húsares del Zar. Al regresar a su país fue aclamado entre muchedumbres y banderas, e incontables doncellas le rindieron tributo privado en sus aposentos. Lars divagó sobre esa extraña alquimia que permite acceder a las mujeres y se alegró de dominarla.


Luego pensó en el maestro Yusuf, con el que se pasaba las noches en el torreón de palacio, trazando un mapa de las estrellas e inventando nombres para las constelaciones. Le incomodó predecir lo irritante que le parecerían a su futura esposa estas ausencias nocturnas.

También se emocionó al evocar a Willhem, su hermano de armas, con el que escapó de aquellas mazmorras, atravesó durante meses los desiertos de Arabia, y al que acompañó en su exhalación final, ya en las playas de Tánger. En aquel amanecer, aun padeciendo hambres y gangrenas,  junto al cuerpo muerto de su camarada, Lars contempló los tonos ígneos que se reflejaban sobre el Mediterráneo, y sintió que el mundo era un lugar hechizante.


La idea de perder ahora su libertad, que es lo que la Reina, su madre, llamaba “madurar”, le angustió.

Frente a la autenticidad del viaje y la aventura, el matrimonio le pareció entonces algo que fluía entre la gesticulación y la impostura. Lars se sentía empujado a seguir con la farsa por las presiones de la Corte, no por su deseo.

Y en aquél momento, frente a la puerta grande de bordes dorados, tomó una decisión.

Volvió sobre sus pasos, subió a su caballo y cabalgó con ansia en pos de otras fronteras inexploradas.

Había decidido no besar a Blancanieves.