30.9.15

Mater dolorosa, de José Álvarez Junco


La nación es un marco político generalizado y aun así extraño: sin tener mucho sentido ni base racional, no parecemos poder prescindir de ellas en el mundo contemporáneo. Muchas personas las dan por supuestas, como si siempre hubieran estado ahí y careciéramos de otra manera de convivir. Sin embargo ningún académico las ve como realidades milenarias o naturales: todos coinciden en que son imaginarios diseñados por minorías, ficciones que con fuertes políticas educativas acabaron imponiéndose sobre poblaciones que hasta entonces recurrían a la religión como fuente de identidad (obviamente, si las naciones fueran perennes, no haría falta inculcarlas en las escuelas).
 
Los estudiosos del nacionalismo solo discrepan sobre si el cambio de lo religioso a lo “nacional” con vertebrador social fue progresivo o súbito. Los llamados “primordialistas” creen que antes de la Revolución Francesa y la Industrialización ya podemos encontrar en Europa formas de protonacionalismo del que los nacionalismos actuales serían deudores –los discursos de Shakespeare sobre Inglaterra, por ejemplo-. Los historiadores “modernistas”, empero, consideran que los antiguos reinos y sus literaturas épicas no son los antecesores de las naciones actuales, ya que éstas son construcciones recientes –mera “ingeniería social” como las llama Eric Hobsbawn-, inexplicables sin el mercado unificado y todos medios tecnológicos y propagandísticos del Estado moderno.

En los estudios sobre la identidad de la nación española sobresale, con toda justicia, el libro de José Álvarez Junco, Mater dolorosa. Este catedrático de la Universidad Complutense, que se adscribe al enfoque “modernista”: se aproxima a la idea de nación española tal y como nació, se fue configurando, y finalmente fracasó a lo largo del siglo XIX.

 

El origen, nos dice, está en la Guerra de Independencia, cuyo componente nacional por cierto es una mixtificación posterior. Los liberales quisieron traducir el we, the people de la Constitución norteamericana y recurrieron a la idea de nación, como habían hecho los franceses. Por supuesto, el constitucionalismo gaditano fracasó y desde entonces la defensa de la nación española siempre ha correspondido a individuos y colectivos independientes, no al poder real vigente.


Una de las sugerencias más interesantes que nos plantea el libro es que para finales del siglo XIX los intelectuales “habían hecho sus deberes”. En España, hoy como ayer y como en pocos países del mundo, ha habido una élite cultural de mucha categoría comprometida en producir narraciones identitarias sobre las que vertebrar un imaginario nacional español. Aquí emergieron creativos historiadores que han presentado hechos remotos como verosímiles mitos fundacionales, brillantes poetas que han cantado a las tierras y pueblos, músicos concienciados que han hecho de melodías populares inolvidables himnos patrios, escritores de prosa épica cuyas novelas terminaban identificando España con la libertad…es decir, lo mismo, y muchas veces mejor, que cualquier otro país de nuestro entorno cuya conciencia nacional cuajó con menos esfuerzo y cuya cohesión hoy nadie pone en duda.

Las naciones son un cuento, eso nadie lo niega, pero en nuestro país nos lo han contado los mejores cuentistas que podríamos pedir. 

Y sin embargo algo no funcionó.

Para el profesor ni a la Corona le interesó favorecer la conciencia de nación, ya que suponía un contrapoder, ni el Estado tuvo recursos ni habilidad para hacerlo. Tampoco ayudó la falta de enemigos exteriores, como en otros lares, ni la inoperancia del Ejército como arma verdaderamente nacional; mucho menos contribuyó la Iglesia, celosa de principios tan terrenales, y que solo al final trató de apropiarse a su manera de la idea de España.

Se terminó por mantener cierta estructura caciquil, un reino desvertebrado y beato, dócil a los grandes latifundistas -esos que, como nos recuerda Tuñón de Lara, durante todo el siglo XIX se opusieron a la modernización bajo el lema: “o el petróleo o nosotros”-. Aquí se descartó crear una identidad nacional, aunque estaban todas las condiciones para hacerlo. Para crear un proyecto de país ilusionante, parece decirnos este libro, hace falta voluntad política y hasta ahora no la ha habido.

26.9.15

Peñalosa, ganar elecciones diciendo la verdad


La Avenida Séptima es la principal arteria de Bogotá, es donde todo está y todo sucede. En los días festivos se cierra al tráfico –es el llamado “Septimazo”-, y podemos caminarla contemplando sus veredas, que son el alma de la ciudad. Hacia el sur es posible ir impunemente a las Cruces y demás barriadas en las que en días de diario no hay tanta policía y las posibilidades de chuzamiento aumentan de octocenaje. Hacia el norte, con voluntad y tiempo, alcanzamos a llegar hasta el bellísimo Usaquén, feudo de los hiperricos.

Una de las iniciativas del ya saliente alcalde Gustavo Petro, ex guerrillero del M-19, fue gravar con nuevos impuestos a los habitantes de esta avenida para así financiar un supuesto futuro tranvía. O sea, que lo que quedaba de clase media y media-baja huiría en masa y permanecerían los vecinos acaudalados que, como pequeños emperadores caprichosos, exigirán más gentrificación aún. Gradualmente la Séptima se convertiría en una especie de apéndice del Norte. Sería el adiós definitivo al lugar de encuentro que la avenida citadina más señera debería de ser.

Por proyectos aleatorios e insustanciales como éste es por lo que Petro se va con un inaudito nivel de desaprobación del 70%. Tras su nefasto predecesor, Samuel Moreno, que está en la cárcel por corrupto, la capital de Colombia parece haber olvidado lo que es tener buenos burgomaestres. En los años ochenta Bogotá era considerada una de las peores urbes del mundo para vivir, pero una serie de excelentes alcaldes hicieron que los bogotanos se reconciliaran con su ciudad. Sobre todo Antanas Mockus, profesor universitario, y Enrique Peñalosa, experto urbanista que renunció a su ciudadanía estadounidense para dedicarse a la política en su Colombia natal.

Los tres gobiernos sucesivos de Mockus-Peñalosa-Mockus reconfiguraron la ciudad y parecieron orientarse hacia el desarrollo: el profesor los hizo con sus campañas pedagógicas contra la violencia y por el orgullo cívico; el urbanista erigiendo bibliotecas y parques, y con los Transmilenios, esos modernos autobuses que durante un tiempo representaron el buen hacer distrital. Pero lastimosamente no repitieron, y se vieron superados por alternativas menos buenas (Lucho Garzón), y por otras que preferiríamos olvidar, como los mencionados Moreno y Petro, ambos elegidos en su momento principalmente porque prometieron construir el anhelado Metro de Bogotá.
 

Recientemente los bogotanos han optado por la vuelta de Peñalosa, que es paradigma de político que no vende humos. En una ciudad obsesionada con su carencia de metro, él ofrece más Transmilenio y ahora un humilde tren ligero de superficie, nada que ver con las infografías de sofisticados suburbanos que ilustran las campañas de todos los alcaldables bogotanos. Perdió varias elecciones por ello, por no prometer lo que sabe que la ciudad no puede costearse. Pero tras una serie de legislaturas con arribistas que llegaron asegurando que construirían un suburbano del que no se ha visto ni una estación, los votantes han preferido a un buen gestor, algo gris pero eficiente, que experto mundialmente reconocido en urbanismo en general, y en urbanismo bogotano en particular.

Peñalosa concibe la política como un trabajo en los límites de lo posible, sin mentiras: es innovador pero pragmático, volcado en garantizar la racionalidad económica, no en hacer ingeniería social. Sabemos que se mantendrá en un segundo plano, sin salir en la foto día sí día no, sin promulgar medidas polémicas que solo buscan emponzoñar a los ciudadanos para movilizar a sus acólitos y hacerse más fuerte. Lo opuesto, en suma, al populismo que tan perjudicial ha resultado estos últimos años a los bogotanos.

23.9.15

El asedio a la Modernidad, de Juan José Sebreli


Como es sabido Ortega y Gasset distinguía entre las ideas, que se tienen, y las creencias, en las que se está. Las últimas son más determinantes porque configuran nuestra existencia aunque no queramos; por mucho que pretendamos ignorarlas están aquí, en este mundo en el que hemos sido arrojados. Es fundamental ser consciente de las creencias de cada época para entender por qué nuestra convivencia es como es. De ahí que una de las funciones de los intelectuales sea cartografiarlas y delimitarlas, ponerlas en claro para que sepamos a qué atenernos.

La mayor parte de las personas considera que esto de las creencias de una época no va con ellos y se jacta de vivir en el "mundo real", de pasar de teorías. Un ejemplo: imaginemos a uno de estos sujetos pragmáticos, llamémosle Manolo, y lo visualizamos en el bar de su barrio de toda la vida. Ante la sugerencia de que lea un estudio de sociología contemporánea, Manolo, irritado, gritará que no es un cagalibros, que él va a lo práctico (y como suele hacer en estos casos, dará golpes con sus nudillos en la barra, hecha de un material muy sólido, para ilustrar su posicionamiento). Pero esa misma tarde, al volver a casa, su mujer le estará esperando con las maletas hechas. Le pide el divorcio porque después de una charla con su profesor hindú de meditación, ha descubierto que no se siente realizada como mujer. A Manolo la sociedad postindustrial le ha estallado en la cara. Si se hubiera informado un poco, tal vez habría visto venir que las creencias generales (en este caso en cuestiones de género) han cambiado mucho en las últimas décadas, y que en consecuencia su mujer ya no iba a seguir en la cocina con la pata quebrada.

En defensa de Manolo, muchos de los pensadores de nuestro tiempo escriben con jerigonza académica incomprensible hasta para lectores avezados. Pero otros no. El argentino Juan José Sebreli por ejemplo es un erudito que escribe con claridad. No es tampoco como leer una novela de aventuras, ya que requerirá una lectura atenta y preferiblemente con la Wikipedia abierta para hacer consultas, pero hasta Manolo puede, si se lo propone, leerlo.

De los muchos libros de Sebreli, todos recomendables, hay uno que fue reeditado por Debate en el 2013 y es fácil de conseguir: El asedio a la modernidad. En él nuestro autor hace un repaso de las ideologías que guían la cotidianeidad en la que vivimos. Para Sebreli, con la Ilustración europea se inició un proceso emancipador que derivó en la Modernidad, y como aquella encontró la oposición de los reaccionarios irracionalistas, ésta ha topado con los postmodernos, que con discursos igualmente irracionalistas pero envueltos en un aire más chic y parisino, torpedean los derechos humanos y supeditan lo individual y material a cuestiones lingüísticas. Y con la crítica pormenorizada de las ideas de los enemigos de la Modernidad, que son muchos y desde muchos frentes, Sebreli hace un repaso de todo el panorama intelectual de los últimos cien años. El fondo de muchos de los temas de los que se habla en política diaria, en los parlamentos o en la prensa, o de las actitudes personales nuestras o de nuestros vecinos, aparecen desarrolladas en el libro, que además propone buenas argumentaciones para salir al paso en las charlas de café.

Es un libro es didáctico e inteligente. Que lo disfrutes, Manolo.

*El asedio a la modernidad de Juan José Sebreli. 1ª edición. Debate, Barcelona

22.9.15

Volverás a Galdós


Juan Benet cincelaba novelas inexpugnables (que levante la mano quien se haya terminado Herrumbrosas lanzas) pero como ensayista y autor de textos autobiográficos resultaba muy legible e interesante. De entre los varios libros de no ficción, el último en publicarse ha sido la compilación que ha hecho Ignacio Echevarría de algunos de los artículos benetianos sobre literatura: Ensayos de incertidumbre es un libro diáfano, pedagógico, algo irregular como es lógico, pero recomendable. Y de entre los varios textos cimeros, resaltamos aquí “Sobre Galdós”, que más bien debería de haberse llamado “Contra Galdós”. Se trata de un carta de 1970, suponemos que verídica, en la que Benet rechaza la petición de Cuadernos para el diálogo de escribir un artículo sobre el autor canario para un número especial de la revista.

Benet se explaya en dar razones por las que considera que este referente de la literatura española le parece un autor sobrevalorado y mediocre, que no merece su atención ni aun para denostarlo. Dice, entre otras cosas, que Pérez Galdós es un mal escritor, y lo ejemplifica diciendo que no hay en sus libros “frases sugerentes” de esas “que sirvan luego de pórtico en un libro de poemas”. Hago memoria y, en efecto, no recuerdo a nadie citando frases galdosianas epatantes. Por si acaso echo un ojo a un par de volúmenes que tengo en casa de los Episodios Nacionales y corroboro que no es un escritor de prosa conmovedora. Por el contrario, aprovecho y releo párrafos del Volverás a Región de Benet y se revela un narrador genial capaz de crear frases técnicamente brillantes.

Pero ¿y qué? Al final, ¿qué es el “gran estilo” que propone Benet, la literatura como arte puro, como mundo propio? Del Benet novelista no nos queda nada –salvo algún truco lingüístico que podemos plagiar-, mientras que Galdós enmarca con realismo personajes inolvidables en sus circunstancias sociales. Benet dice más adelante que esto de plasmar sin imaginación es sociología, pero no literatura; que el único interés galdosiano reside en que “se propuso una especie de levantamiento catastral de la sociedad de su tiempo” (Lo que por cierto no es poco ni reprobable). Benet, en cambio, siguiendo la estela de Faulkner, pretende crear un mundo legendario y mítico –o sea, irreal- en un pueblo español inventado. Aquí más que interés sociológico podría haberlo psicológico, para entender los afanes grandilocuentes benetianos, que supone que habría de deslumbrarnos su riquísimo mundo interior, no el desnudo mundo exterior auténtico, que más modestamente presentan los naturalistas decimonónicos.

Es además infantil creer que la literatura es algo más que sociología, que en los libros lo que prima es la belleza, que se leen fuera de contextos porque no son hijos de su tiempo -cuando la circunstancialidad es precisamente su mayor valía-. Los libros han de ser actuales, o sea políticos en el sentido más amplio del término. Pero esto es, precisamente, otro de los problemas que Benet ve en Galdós, que es un autor que pone su prosa al servicio de una causa, en este caso, aunque no lo dice específicamente, la formación de una identidad nacional republicana.
 
A Benet le molesta que Galdós sea claramente un autor comprometido en el sentido sartriano. Y considera que parte del prestigio que atesora de debe a que la progresía cultural le ha considerado siempre uno de los suyos. La acusación podría tener cierta razón ¿Tendría Galdós la fama que tiene si hubiera escrito, por ejemplo, desde el carlismo? Seguramente no, pero tampoco sería un autor completamente descartado.

Si bien Galdós sigue siendo más popular que Benet, en la actualidad el punto de vista del segundo es el hegemónico. Prima lo metaliteriario, los jueguecitos lingüísticos, lo verboso. Borges ha enterrado a Sartre. Sin embargo quizá los nuevos tiempos que ya están aquí desordenen un poco los prestigios y las prevalencias, y se vuelva a valorar hablar del mundo como es, y no como se ve desde el ombligo propio.

18.9.15

Wallerstein y su teoría de las unidades domésticas




En América Latina las comunas -o villas miseria, o favelas, o como quiera que las llamemos- consternan al visitante europeo. Sube a las montañas por curiosidad y baja queriendo hacerse sacerdote o guerrillero, cuando no ambas cosas a la vez. Afortunadamente, con la postmodernidad mediante, se conforma con ayudar económicamente y prestando sus horas a alguna ONG. Luego vuelve a su país, y a las pocas semanas todo aquello que vio se convierte en un recuerdo vaporoso que poder esgrimir en las cafeterías cuando quiere pasar por un hombre interesante.
Al observador europeo no habrá dejado de llamarle la atención lo extensa y flexible que es para los habitantes de la comuna la idea de familia. Tienen casas mínimas construidas con deshechos sobre colinas o en veredas de ríos -ya que suelen estar donde nadie con otras opciones quiere o puede construir-. Allí conviven supuestas familias de hasta una docena de miembros. Casi nunca hay un matrimonio basal sobre el que se ramifica la ascendencia y descendencia. Más bien es una especie de asociación de un hombre o mujer con la enésima pareja sentimental, con hijos propios y de relaciones previas, tíos y primos de parentesco no siempre cierto, laboriosos abuelos y abuelas, y algún niño extra rescatado o dejado al cargo.
Luego buscará explicaciones ¿Por qué se mantienen unidas familias pobres donde hay alcoholismo y abusos constantes?¿Por qué este océano de infraviviendas donde los niños siguen naciendo a pesar de que los padres no pueden alimentarlos?¿Por qué esta madre indígena soltera arrastrando media docena de hijos famélicos mientras unos kilómetros más al norte un hermoso matrimonio criollo exhibe un único bien nutrido y bilingüe retoño?
Las respuestas no suelen ser convincentes, tal vez porque las esperaba con cualidades lenitivas, pero agradece igual que autores como Wallerstein traten de entender los suburbios del planeta conceptualizando las realidades en las que sobrevive la inmensa mayoría de la humanidad.

14.9.15

Fariña, de Nacho Carretero


Un importante juez gallego que prefiere no revelar su nombre habla más claro: “En Galicia no ha habido un solo partido que no haya sido financiado por los narcos. Ni uno solo”

Los medios de comunicación tienen un extraño poder, el de imponer en la sociedad lo que Julián Marías llama “falsas vigencias”; es decir, temas de debate que son totalmente secundarios y que no tienen nada que ver con lo importante, con lo que realmente nos afecta en la vida diaria. Los ejemplos, por supuesto, vienen a las mientes por docenas y dejamos que el lector elija algunos a su discreción.

Aquí hablaremos de uno en concreto, el narcotráfico, un asunto verdaderamente grave y de peso, que sin embargo es ignorado en las pantallas de televisión. Sus mafias se mueven en la ilegalidad sin descuidar sus tentáculos en la legalidad, y los beneficios estratosféricos que generan producen una economía de arrastre que condena a la marginalidad a millares de personas, mientras que encumbra a unos pocos indeseables a mansiones de nuevos ricos.

Aquí sabemos algo por las películas norteamericanas, donde hay actores morenos haciendo de malos y actores rubios haciendo de agentes del FBI. Pero nada más. Los medios de comunicación nacionales no hablan casi del tema desde la perspectiva de su implantación en España, con sus características propias, ni mucho menos de cómo se lo combate –o de si se lo combate- por las fuerzas de seguridad de nuestro país.

Fariña, del joven periodista Nacho Carretero, es una notable, aunque poco ruidosa, excepción. El libro es una investigación bien escrita y veraz sobre el origen y desarrollo del narcotráfico en Galicia, donde se concentraron los narcos más importantes del país y aun de Europa. Cuenta desde sus orígenes, cuando los clanes empezaron con el tráfico ilegal del tabaco, al momento en que pactan con los cárteles colombianos para convertirse en uno de los principales coladeros de cocaína en el continente, y termina con la situación actual, con clanes más fuertes que nunca, pero debidamente camuflados y con bajo perfil, conocedores de que sus fechorías no son una prioridad nacional.

El paisaje que ofrece es bastante desolador. Hubo en tiempo en que el noroeste español funcionaba a base de dinero narco. Absolutamente todos los partidos políticos gallegos se financiaron con ello; negocios como el fútbol o el ocio nocturno se convirtieron en macrolavaderos de dinero; la policía y autoridades locales se inflaron a cobrar sobornos hasta el punto que los grupos antinarcóticos excluían a cualquier gallego de las operaciones para evitar chivatazos; y al fondo, lo más triste, la complicidad de pueblos enteros, que hastiados del abandono estatal, veían en el narcotráfico una forma de movilidad social. Todo recuerda al Medellín de los ochenta, con la salvedad de que aquí no hubo tanta violencia, que lo que permitió a los clanes gallegos pasar más desapercibidos.

Un libro, en definitiva, recomendable para ayudarnos a cartografiar nuestro país, el de verdad, en el que vivimos, no ése en el que nos dicen que vivimos.