La nación es un marco político generalizado y aun así extraño: sin
tener mucho sentido ni base racional, no parecemos poder prescindir de
ellas en el mundo contemporáneo. Muchas personas las dan por supuestas,
como si siempre hubieran estado ahí y careciéramos de otra manera de
convivir. Sin embargo ningún académico las ve como realidades milenarias
o naturales: todos coinciden en que son imaginarios diseñados por
minorías, ficciones que con fuertes políticas educativas acabaron
imponiéndose sobre poblaciones que hasta entonces recurrían a la
religión como fuente de identidad (obviamente, si las naciones fueran
perennes, no haría falta inculcarlas en las escuelas).
Los estudiosos del nacionalismo solo discrepan sobre si el cambio de lo religioso a lo “nacional” con vertebrador social fue progresivo o súbito. Los llamados “primordialistas”
creen que antes de la Revolución Francesa y la Industrialización ya
podemos encontrar en Europa formas de protonacionalismo del que los
nacionalismos actuales serían deudores –los discursos de Shakespeare
sobre Inglaterra, por ejemplo-. Los historiadores “modernistas”,
empero, consideran que los antiguos reinos y sus literaturas épicas no
son los antecesores de las naciones actuales, ya que éstas son
construcciones recientes –mera “ingeniería social” como las llama Eric
Hobsbawn-, inexplicables sin el mercado unificado y todos medios
tecnológicos y propagandísticos del Estado moderno.
En los estudios sobre la identidad de la nación española sobresale, con toda justicia, el libro de José Álvarez Junco, Mater dolorosa.
Este catedrático de la Universidad Complutense, que se adscribe al
enfoque “modernista”: se aproxima a la idea de nación española tal y
como nació, se fue configurando, y finalmente fracasó a lo largo del siglo XIX.
El origen, nos dice, está en la Guerra de Independencia, cuyo componente nacional por cierto es una mixtificación posterior. Los liberales quisieron traducir el we, the people de la Constitución norteamericana y recurrieron a la idea de nación, como habían hecho los franceses. Por supuesto, el constitucionalismo gaditano fracasó y desde entonces la defensa de la nación española siempre ha correspondido a individuos y colectivos independientes, no al poder real vigente.
Una
de las sugerencias más interesantes que nos plantea el libro es que
para finales del siglo XIX los intelectuales “habían hecho sus deberes”.
En España, hoy como ayer y como en pocos países del mundo, ha habido
una élite cultural de mucha categoría comprometida en producir
narraciones identitarias sobre las que vertebrar un imaginario nacional
español. Aquí emergieron creativos historiadores que han presentado
hechos remotos como verosímiles mitos fundacionales, brillantes poetas
que han cantado a las tierras y pueblos, músicos concienciados que han
hecho de melodías populares inolvidables himnos patrios, escritores de
prosa épica cuyas novelas terminaban identificando España con la
libertad…es decir, lo mismo, y muchas veces mejor, que cualquier otro
país de nuestro entorno cuya conciencia nacional cuajó con menos
esfuerzo y cuya cohesión hoy nadie pone en duda.
Las naciones son
un cuento, eso nadie lo niega, pero en nuestro país nos lo han contado
los mejores cuentistas que podríamos pedir.
Y sin embargo algo no funcionó.
Para
el profesor ni a la Corona le interesó favorecer la conciencia de
nación, ya que suponía un contrapoder, ni el Estado tuvo recursos ni
habilidad para hacerlo. Tampoco ayudó la falta de enemigos exteriores,
como en otros lares, ni la inoperancia del Ejército como arma
verdaderamente nacional; mucho menos contribuyó la Iglesia, celosa de
principios tan terrenales, y que solo al final trató de apropiarse a su
manera de la idea de España.
Se terminó por mantener cierta
estructura caciquil, un reino desvertebrado y beato, dócil a los grandes
latifundistas -esos que, como nos recuerda Tuñón de Lara, durante todo
el siglo XIX se opusieron a la modernización bajo el lema: “o el
petróleo o nosotros”-. Aquí se descartó crear una identidad nacional,
aunque estaban todas las condiciones para hacerlo. Para crear un
proyecto de país ilusionante, parece decirnos este libro, hace falta
voluntad política y hasta ahora no la ha habido.