26.2.19

viernes

Antes de acostarme cometí el error de mirar Facebook. Me apareció una fotografía de la tripa de Jara con el subtítulo: “gestando vida”. Luego imágenes de ella sonriente abrazando al feliz turco que la preñó, con el mar -creo que Egeo- de fondo; una hermosa casa en la playa; luego el tipo solo con unos premios al mejor diseño industrial, “my succesful boyfriend” nos informa ella.
Y en lugar de desconectar, seguí navegando.
Facebook es cosa extraña, como un vecindario etéreo donde la proximidad parece aún mayor que en la calle. Es por esta red social que sigo un poco la vida de muchos de los coetáneos con los que crecí.
De mi promoción universitaria y las órbitas de amistades y familiares que los enlazan, por ejemplo, compruebo que lo de que cientos de miles de jóvenes talentos se han transterrado desde el 2007 es seguramente cierto. Veo a mucha gente que recuerdo como voluntariosa saludando desde el extranjero, demasiadas fotos con nieve de fondo.
Por otro lado, entré en el perfil de Pablo, un chico de mi barrio que alcanzó cierta notoriedad por mearle encima a un vagabundo, y husmeo un archivo de fotografías llamado “Los de la Peña”. Allí se le ve a él con sus amigotes de la barra futbolera en distintos partidos y en las celebraciones posteriores. Desde el 2006 hasta ahora; el grupo atraviesa inmutable la cronología. A veces salen con chicas, otras no, en unas fotos están sonrientes, en otras ebrios, gradualmente tienen menos pelo y más barriga, pero lo que no desparecen son las caras de ellos. Todos siguen enclavados en el país, puntuales a los llamados del deporte rey.
Esto me intranquiliza: lo grave no es tanto que los inteligentes se vayan como que los gañanes nos estamos quedando todos.
Anegado en bilis luego no pude dormir. Francisco Umbral dice que nunca matamos a los demonios interiores, que simplemente a cierta edad se nos aburren. Pero -añado yo- a veces vuelven esporádicamente para tronar en nuestras cabezas, por aquello de homenajear a los viejos tiempos.

18.2.19

martes

Un amigo colombiano me escribió para pedirme que fuera a buscar a su prima al aeropuerto, que venía de nuevas a Madrid. Llegué pronto y relajado, sin la inquietud ni la obsesión horaria de quien va a viajar, y paseé por las instalaciones.
En las zonas próximas a los puestos de facturación se arremolinaban adolescentes de ambos sexos con peinados vorticistas y conversaciones excitadas. A su alrededor se levantaban pilas de maletas. Oí que volaban a Dublín. Recordé lo que me impresionó vivir allí siendo yo un veinteañero; pero lamenté que aquella chiquillería fuera demasiado joven para entender que visitaban un país bien gestionado. Los grupos de adolescentes son un material humano granítico. Cohesionados por hormonas y miedos, no tienen curiosidad por algo que no sean ellos mismos. Llegarán a uno de esos suburbios limpios, prósperos y verdes, y no buscarán otra cosa que locales nocturnos con música chunda chunda y copas baratas. Pronto les parecerá que el clima es malo y que todo es demasiado tranquilo. Enjuiciarán la amabilidad irlandesa como blanda e irrisoria. Extrañarán la bronca y el cemento. Se juntarán solo entre españoles para contar chistes cerriles y desearse sin consecuencias. Volverán a casa de sus padres, unos meses después, sin que nada les haya tocado. Para viajar, mejor esperar un poco -y hacerlo solo.

Uno no puede ni podrá nunca dejar de tener expectativas con respecto a las mujeres desconocidas. La prima en cuestión resultó ser atractiva, y con entusiasmo cargué sus maletas. Pero en el viaje en metro, luego cenando por el centro, y hasta que la acompañé a su hostel, charlamos. O habló ella, la verdad. Resultó ser muy de monólogos; monólogos que se originaban principalmente del análisis que hacía de las pocas palabras que yo atinaba a decir. Bastante menos perspicaz de lo que se creía, pretendió calarme al instante, y consideró un divertido juego desentrañarme, captar mi yo auténtico o algo así. Es demasiado cansino eso de que quieran llegar a tu cerebro entrando por los pies. No daba ni una y fue irritante. Ella no vio que mi interés erótico se evaporó demasiado pronto, y aun se imaginaba coqueteando hasta el final. Me fui visiblemente decepcionado, pero ella se despidió invitándome a que superara mis timideces.
Hay gente que con la que no tenemos empatía ni para desagradarnos mutuamente.
(Y lo peor es que si hubiera sido fea ni siquiera la hubiera acompañado más allá de la estación de metro. A estas alturas soy todavía un esclavo que ya no sabe ni de qué).

10.2.19

domingo


Jara y sus amigas frecuentan mucho ese café de la Plaza del Dos de Mayo que es carísimo y cuyos camareros son exageradamente maleducados, pero donde de vez en cuando, según se dice, va gente del cine y las incomodidades parecen así justificadas.
Jara me invitó para que sus amigas me dieran otra oportunidad, porque he vuelto cambiado de mis viajes y ya no soy como antes, y no sé qué más chorradas (es que hace un par de años escupí a una de ellas y desde entonces no soy bien valorado en ese círculo).
Así que fui y estuve entre Jara y tres modernillas ajadas, resentidas y con aire de estar de vuelta sin haber ido a ningún sitio, conteniendo el salibazo, cuando apareció el actor madurito ése que se trajinó a una famosa tonadillera sin vomitar, que ya son ganas, el tal Jota Coronado, y las chicas se pusieron en celo, y a gesticular y a posar, para que el tipo se fijara en ellas, que lo hizo, pero no por mucho tiempo porque en seguida vino una veinteañera gloriosa, creo que también actriz, a sentarse con él, y se embriagó de su juventud y ya no tenía ojos para nadie más.
Para amenizar intenté disertar sobre el paralelismo entre la séptima sinfonía de Shostakovic y el último disco de Godspeed You Black Emperator, pero Jara y sus amigas parecían decepcionadas por haberse vuelto invisibles para el galán. Estaban apenadísimas y no quisieron escucharme, así que no pasó nada reseñable en las dos horas siguientes. Solo hablaron entre ellas de tonterías; parecían la versión barata de Sex and the city.
Al final intuí que Jara también se aburría y que secretamente estaba deseando que yo tomara alguna medida; pero como no quería quedarme castigado sin follar no corrí ningún riesgo. Fue ella la que a medianoche anunció que se hacía tarde, que una lástima pero que nos íbamos; y yo pues listo, nos vamos.

Paseamos por un barrio de Tribunal gris y algo tristón, como vaciado de bullicios pretéritos. Jara me habla con cariño; pero siento, como desde el primer día, que en su fuero interno le soy indiferente.
Hace mucho tiempo, juntos en la cama, en una de esas primeras madrugadas oníricas y etílicas, ella encendió la televisión y dijo:
-Me tranquiliza poner los anuncios del Teletienda porque indican que hay electricidad y que nos quieren vender cosas. O sea que el mundo tal y como lo conocemos todavía funciona.
Yo me obnubilé ante tan ingeniosa y sensible criatura.
Sin embargo, para mi desilusión, le oí repetir esa frase docenas de veces en los años sucesivos. En fiestas, en conversaciones de café… cada vez que quería resultar interesante en algún evento social soltaba aquello.
La verdad es que es la única sentencia memorable que le recuerdo y llego a dudar que sea realmente suya, pero quien no la conoce queda epatado inicialmente por la frase. Yo nada que reprocharle, claro, también tengo mis frases comodín...

Su nanoapartamento está en Tirso de Molina. Se quita los zapatos y los pantalones. Llena un vaso de vino para mí y otro para ella, y se sienta en el sofá ofreciéndome un espacio a su lado.
-¿No te gustaría tener una familia propia?-me pregunta.
Me inquieto. Es una de esas preguntas tramposas que te pueden dejar sin sexo justo cuando ya parecía seguro.
-No me creo a las familias –respondo.
Jara asiente y me dice que le parece bien eso de que vea a la familia biológica como una tortura, pero también añade que no entiende porque no tengo más gente a mi alrededor que haga las veces de una familia.
-A estas alturas ya deberías de tener un núcleo afectivo consolidado- me explica.
-Tengo al Charlie.
-Me refiero a alguien normal- responde irritada.
Guardo silencio. Miro al vacío. Claramente no sé qué añadir. Suplico mentalmente que haga o diga algo.
Resopla y me besa sin demasiada convicción.

4.2.19

viernes

El Charlie y yo estamos en la Casa del Libro de Gran Vía, perdidos en su reforma; intentando desentrañar el laberinto de transparencias y movilidades que es ahora, una modernez luminosa que nos expulsa, nos anuncia que somos viejos porque ya tenemos nostalgias que van por décadas. El Charlie y yo nos recordamos en ese cálido verde de los años noventa, con sus estanterías protectoras que tanto abrigaban. Esa Casa del libro de antaño en la que podíamos hablar de comics sin necesidad de susurros, porque no esperábamos a los del fútbol para collejearnos por pringaos, por mierdecillas frikis. Allí éramos los normales y nos encontrábamos con otros chicos que sentían como nosotros, que leían lo mismo que nosotros; otros que también tenían sus nucas coloradas (así nos reconocíamos), y charlábamos y hacíamos logia. En la Casa de Libro descubrimos que nosotros no éramos los defectuosos, simplemente teníamos vidas apestosas en las que nos rodeaban gente que sí era defectuosa; solo había que resistir un tiempo para salir del barrio, y encontrarnos con los otros nucas coloradas supervivientes de otros barrios, y hacer cosas todos juntos, como encontrar por fin a esas mujeres de leyenda que, como sabíamos por los comics, elegían a los chicos como nosotros y no a los del fútbol.
(En honor a la verdad hay que decir que todo fue como esperábamos. No somos ricos ni famosos, claro, y las cifras de las mujeres con las que nos hemos acostado resultaron ser más discretas de lo soñado, pero el Charlie y yo en general somos unos adultos más o menos prósperos y a los del fútbol nos les fue precisamente bien, nos cuentan por ahí para nuestra sádica alegría.)
Estamos pues, en la Casa del libro, evocadores, con un poco de postureo a lo pureta, cuando el Charlie decide sincerarse conmigo. Da la sensación de que me estaba siguiendo el cuento lírico mientras esperaba el momento de cambiar de tema.
Ha perdido una novia y un trabajo en una misma semana. Enfrenta días grises. Desapegado del mundo, solo ve contornos tétricos. Se arrastra de la cama a la calle y mientras camina entre homúnculos fantasea con lluvia radiactiva y un punto final. Es todo angustia.
-Nada importa y además morimos -me informa ante la sección de gastronomía.
Le explico que su visión es una fantasmagoría originada por sus circunstancias. Lo normal es valorar la existencia y tratar de merecerla. La derrota es abandonarse; la depresión injustificable.
Mis palabras, huelga añadir, le resbalan.
Me cuenta que anoche ligó con una chica por Internet. Dice que era guapa y que congeniaron. Luego se fueron al apartamento de él y cuando estaban en la cama, desnudándose, empezó a torcerse todo. Ella insistía en ir despacio, en querer hablar, en comentar la decoración del apartamento e interrogarle sobre sus novias anteriores; llegó a preguntarle que por qué no había fotos de sus padres en la casa.
Charlie dice que su deseo sexual se evaporó y que casi le falla la fisiología; subraya el casi.
-No soporto a las mujeres que insisten en introducir ruido de fondo en el sexo- sentenció al final.
- Sí… son insoportables- le replico sin tener muy claro de qué me habla.
De repente la atmósfera de la Casa del Libro es demasiado plúmbea, ya no me apetece verme merodear por ella con gesto afectado. Para mis adentros reconozco que no quiero seguir a solas con Charlie, que está en plan melancólico trascendental, o sea un coñazo.
Le convenzo para salir. Caminamos hacia la derecha, apuntando hacia la Red de San Luis, cuando a los pocos metros nos topamos con los punkis de Gran Vía, icónicos como siempre, y como siempre anclados en su puesto, guardianes de la vieja gloria de cierto Madrid auténtico y lisérgico que se perdió irremediablemente.
Como son buena onda, y más o menos me conocen de otras veces, veo en ellos la oportunidad de encasquetarles al Charlie; dejarles a los tres charlando y buscarme una excusa para irme por mi cuenta.      
-¡Chicos!¿Cómo os va hoy?-les pregunto afable.

domingo


Voy en el metro.
Veo seres confusos y prescindibles envueltos en símbolos de un equipo de fútbol. No sabía que había partido.
Son pocos y no le doy importancia. Sigo sentado con un libro, ignorando que cada vez se van subiendo más de estos alegres primates con derecho a voto.
De repente, ya en la parada del estadio grande ése de Castellana, me rodean tres de ellos, jóvenes y agresivos, tremolando banderas y bufandas.
-¡Eh tú!¿Qué lees?-me interpela el que asumo debe de ser el macho alpha.
-A Ortega- balbuceo nervioso.
-¿Qué eso?- me pregunta asqueado.
-¡Pues Ortega y Gasset, claro!- respondo casi ofendido.
Los primates se miran entre sí incrédulos.
El macho alpha parece no haber obtenido la reacción esperada de sus coprimates y me inquiere:
-¿Eso es una persona o dos?
Me río pensando que es una broma. Pero como mi interlocutor se queda serio, e intuyo que puedo perder los dientes en cuestión de segundos, le explico que es el apellido compuesto de un filósofo.
-¿¡Un filósofo!?- se altera-; ¿¡Un filósofo!? ¿pero tú eres hippie o qué?
-No hombre...-reniego asustado.
El metro se detiene. Hemos llegado a una parada que no es la mía.
Pasa un sempiterno segundo. Oigo la señal y me lanzo a la salida, esperando que se cierren las puertas a mi espalda, sin mirar si me siguen o no estos exponentes de la barbarie postmoderna
No noto martillazos en el pescuezo, así que no me siguen.
Igual les he dejado consternados con mi libro. A mí ellos me han dejado sencillamente aterrado.

1.2.19

Tolstoi, de Estanislao Zuleta




El filósofo Estanislao Zuleta (1935-1990) era muy dado a ilustrar sus lecciones utilizando como base novelas clásicas. Así surgieron Thomas Mann, la montaña mágica y la llanura prosaica, que es un libro clásico del pensamiento colombiano. O El Quijote, un nuevo sentido de la aventura, que es una excelente introducción tanto a la obra cervantina como a las teorías literarias del siglo XX.

Otro de sus libros en esta línea es La propiedad, el matrimonio y la muerte en Tolstoi, que lastimosamente ha gozado de mala suerte editorial, ya que no ha vuelto a reeditarse desde 1992, pero que también es un estudio accesible y divulgativo que merece una lectura diligente.

Tras una introducción de Óscar Espinosa un tanto apresurada pero que contextualiza bien, vienen dos capítulos breves, ya de Zuleta. El primero sobre Tolstoi y su visión del arte, y el segundo sobre la institución del matrimonio en Anna Karenina. Ambos textos son transcripciones de sendas charlas. Como es habitual en la obra zuletiana, algo se pierde en la traslación y lo que seguramente fue una exposición oral brillante se desinfla un poco al pasar a negro sobre blanco. Pesa además la excesiva y ubicua primacía de la interpretación psicoanalítica (en los últimos años el propio filósofo lamentará haberse excedido en el uso de este enfoque en su estudio sobre la novela La infancia legendaria de Ramiro Cruz, y seguramente hubiera reconocido lo mismo sobre estos textos).

Pero la parte más sustanciosa de La propiedad, el matrimonio y la muerte en Tolstoi es la más extensa, la que dedica a La muerte de Ivan Illich de Tolstoi. Este clásico de la literatura universal ejemplifica como pocos el aserto de Richard Rorty de que la muerte es un tema demasiado complejo para dejárselo a los filósofos, y que muchas veces los poetas y novelistas se han sabido acercar con mucha más perspicacia al tema.

Como es sabido, Tolstoi nos cuenta las últimas semanas de vida de un funcionario ruso del siglo XIX, el Ivan Illich del título, que entre descomposiciones y dolores se muere de una enfermedad no explicitada. Su familia y amigos se comportan como todos nos comportamos ante cualquier fallecimiento: con miedo, sin estar a la altura, y aferrándose a las realidades artificiosas que la sociedad ha creado. Illich se casó sin mucha convicción, y sin mucha convicción siguió casado y tuvo hijos. Una carambola política le llevó a tener un buen puesto en la judicatura. El consuelo religioso fue muy fugaz para él y sus últimos días de agonía son terribles e inhumanos. Tolstoi nos deja claro que no hay dignidad en morirse y que es un sinsentido quejarse.    

El novelista describe la Rusia zarista del siglo XIX, o sea el auge de cierta burguesía nacida al calor del mercantilismo y la burocracia moderna conviviendo con campesinos analfabetos.  Illich es un “moderno” que como tal no sabe morir en paz porque carece de sabiduría telúrica; por el contrario su criado es retratado como un hombre sencillo que al aceptar dócilmente su destino, tanto terrenal como celestial, no teme ni a la vida ni a la muerte.

Tolstoi, con ese cristianismo místico propio de quien no ha conocido la pobreza y se permite idealizarla, parece indicarnos que el siervo es el ejemplo que tenemos que seguir. Zuleta, que era un marxista de familia rica y tradicionalista, al hilo de esta cuestión también defiende la simplicidad del que muere sin rechistar. Añade que los filósofos también enseñan a morir estoicamente, lo que por cierto es bastante discutible.

Zuleta analiza los roles sociales y la vivencia de la muerte en la novela. Para él los ritos burgueses ahuyentan el miedo al fallecimiento, pero al precio de privar de cierta espontaneidad a la existencia. Lo que seguramente es verdad, pero quizá esta novela no es tan unilateral. Por ejemplo, se nos informa, como hemos dicho, de que Illich se casa por costumbre; cuando su mujer resulta ser insoportable, sin embargo, no coge todo el dinero, se va a otro país y la abandona en miseria; sigue con ella y lucha por mejorar la vida de ambos. Si no fuera por los condicionamientos sociales igual se hubiera desentendido de la suerte de su esposa.

El pensador caleño también dice que los ritos funerarios descritos en la novela, con todo lo que tienen de artificiosidad, son una manera de los burgueses de mitigar lo que ellos sienten como la gran injusticia que comete la muerte con ellos: la expropiación de sus cuerpos. Como tienen mentalidad capitalista, nos dice, los personajes de La muerte de Ivan Illich consideran que su deceso es un atropello a sus derechos porque atenta contra esa propiedad privada que es el cuerpo propio.

Se supone que esta visión tendría que inspirarnos lástima o perplejidad, pero la verdad es que terminamos el estudio pensando que no hay un planteamiento más apropiado ante la muerte como éste que la ve como una injerencia arbitraria y despótica sobre nuestros negocios (Zuleta, por otro lado, no explicita cómo sería una muerte auténticamente digna y proletaria).   

La propiedad, el matrimonio y la muerte en Tolstoi no es en definitiva el mejor libro de Estanislao Zuleta, pero resulta un buen acompañamiento a la hora de leer el libro que reseña, y además siempre enriquecedor pelearse con pensadores de la talla del filósofo colombiano.