28.2.17

Los que están de vuelta de todo


Por supuesto no se puede generalizar con las características nacionales, pero algunos rasgos hay. Encontramos pautas de comportamiento, temas de conversación o actitudes habituales en un país y extrañas en otro. Lo de ir de “sobraos”, de curtidos, de saberlo todo, siendo en realidad un pollopera sin bagaje es por ejemplo muy español. Creo recordar que era Luis Racionero el que decía que los españoles pretendían estar de vuelta de todo sin haber ido a ningún sitio.

Aquí hay una manera de presentarse como de quien viene sangrante de un frente de batalla. Una chica que ha salido varios meses con un novio considera que eso le da patente de corso en temas de hombres, que ya lo sabe todo, y peor, que ya lo ha vivido todo. Quien padeció en la infancia el divorcio de sus padres supone que su drama es insuperable, el cenit del dolor humano, y que hasta los niños famélicos de Somalia tienen que inclinar la cabeza a su paso. 

Alguien con un jefe despótico y arbitrario se siente aupado en la atalaya del derecho a ningunear a quien no padece sus angustias, por mucho más profundas y desgarradoras que sean.

Hay algo de mamarrachismo en esta actitud. Quien realmente tiene experiencia de vida sabe que lo primero es la prudencia y la receptividad, pues cada caso es distinto y siempre se aprende algo; que no se puede juzgar con frivolidad, que todo evoluciona y que siempre irrumpen circunstancias imprevisibles. Paradójicamente los que van más de expertos son los más refractarios a la experiencia de la vida. Por su soberbia nada les toca y por ello son los que menos crecen. Quien se ve ya como una persona hecha, sobre todo si es joven, y por ello no se deja desordenar ni por los otros ni por los nuevos acontecimientos, es alguien con el que nunca va a originarse nada especial. Son esa gente que da la sensación de que te los puedes llevar a cuidar leprosos en Bangladesh, o a ver la aurora boreal desde las costas de Alaska, y distantes y con mueca autosuficiente, te dirán que ellos ya vivieron algo parecido en su oficina o en su casa de Alpedrete.

Esto desde luego es cobardía y desconocimiento, también cierta pereza. Es más fácil decirse a uno mismo que con el novio ex convicto lituano viviste ya todo lo amatorio posible y que para qué meterse en más líos; que mejor quejarse y seguir culpando a tus padres treinta años después de tus miserias, que la responsabilidad es un rollo; y que el trabajo es lo único en la vida,  y estoy explotadísimo así que me quedo en casa viendo el fútbol. Porque la variante hispánica del experimentado, “el sobrao”, suele ser profundamente simplón e inexperto. Acostumbran a vivir donde nacieron, sin hablar idiomas ni con matasellos en el pasaporte; sin vivencias variadas y en distintos ámbitos, sino más bien una misma gran experiencia que no es más que una repetición prolongada. Son lo que Sartre llamaba "profesionales de la experiencia", esa gente que siempre hace lo mismo porque cree que sus pequeñas obstinaciones son un saber, con la única consecuencia real de que en sus dominios jamás surge una idea nueva.

Y aquí llegamos al problema. Convivir es afectarse los unos a los otros, estamos juntos en este barco llamado España. Si alguien quiera ahogarse en carajillos sin interesarse por nada más allá de su ombligo y rechazar cualquier forma de innovación está en su derecho, pero nos arrastra a todos. El sobrao reacio a cambios en su vida personal es digno de conmiseración o indiferencia; si quiere malgastar su breve paso por este mundo, que lo haga. Pero los sobraos como colectivo, como agente social, son la antesala del servilismo político. Eso de que nada cambia, que este país no tiene remedio, que no hay nada que hacer, es lo que dicen los que trasladan su propia mediocridad existencial al paisaje circundante. Y ahí es donde toca protestar, porque como sociedad no está todo perdido, hay muchas posibilidades de progresar y mejorar si nos lo proponemos; por ello no debemos rendirnos.

Igual vivimos tiempos en que hay que señalar a los sobraos por cómplices del expolio. Quien no se mueve de su sofá y considera que su pasividad es madurez o experiencia pasa a ser un estorbo para el avance de sus conciudadanos; sobre todo cuando además convierte su actitud en una forma de militancia, o sea cuando su única forma de civismo es votar cada cuatro años por partidos de sobraos.

20.2.17

Justicia social y otras justicias, de Julián Marías


Nadie pone en duda que Julián Marías (1914-2005) es uno de los intelectuales españoles más importantes del siglo XX. Sin embargo la mayoría de su obra está descatalogada y tenemos que bucear en las librerías de viejo para encontrar sus siempre sugestivos libros. La justicia social y otras justicias se publicó originalmente en 1974, tuvo una reedición a principios de los ochenta, y luego se perdió en el limbo de los descatalogados (lo que casi es un honor si tenemos en cuenta las maravillas de libros que allí descansan mientras que hay otros malísimos que se reeditan con una regularidad sádica).

Esta breve colección de ensayos autónomos presenta acercamientos a sus sempiternas obsesiones temáticas -las generaciones, Iberoamérica, la manipulación política…-, por supuesto y como siempre todos interesantísimos. Pero el que más llama la atención es un texto de apenas veinte páginas titulado “Sobre la justicia social”.

Se trata de un ataque a toda forma de poder estatal que se legitima como salvaguarda de los derechos de los menos favorecidos en lo pecunario. Que se pudiera publicar sin problemas en su momento, con Franco todavía vivo, certifica las cosas se estaban moviendo deprisa es la sociedad española: hay que recordar que los puntales ideológicos del Movimiento Nacional eran aquello de la Patria, la Paz y la Justicia Social.

Para Marías la justicia social es un “argumento” constitutivo de la vida española, ninguna persona u opción política puede permitirse repudiarla, por ello es importante saber de qué estamos hablando cuando nos referimos a ella. Al filósofo le inquietan las dos palabras del término. “Justicia”,  porque tiene que ver más con la circunstancia en que se habita que con cualquier abstracción ya que no es un concepto universal y atemporal; “social”, porque queda identificado meramente con lo económico cuando va mucho más allá de eso, se relaciona con la libre posibilidad de desarrollar todas las potencialidades individuales en una época histórica determinada.

La justicia social es lo que dicen los políticos que defienden para protegernos de una problemática que de hecho han creado ellos mismos. Ellos son los que amparan lo que verdaderamente es injusto, nos dice Marías, la “eliminación de proyectos”, o sea, que se condene a las personas nacidas en un país a necesitar irremediablemente en el futuro el asistencialismo gubernamental limitando así sus posibilidades existenciales.

Y este desafuero se comete de dos maneras principales: la económica y la cultura.

Marías insiste en otros libros en que la economía entró en el siglo XX en lo que Kant llamaba “el seguro camino de la ciencia”. Ya sabemos cómo hacer que una economía funcione, hay docenas de países que son ejemplos a seguir; otra cosa es que no interese hacerlo. Hay miles de trabas burocráticas e incluso policiales que provocan que una economía se embarre, pero no es por ignorancia, es que a las oligarquías estatales saben que la prosperidad engendra una sociedad dinámica en la que ellas sobrarían a las primeras de cambio.

Para Marías la injustica social afecta tanto “a la ¨distribución¨ de la riqueza como a su producción”. Mantener un sistema económico ineficaz que genera pocos beneficios solo para repartir al final las migajas es un atropello. Que por culpa del imperio de los oligopolios exclusivistas la mayoría de los ciudadanos no puedan acceder libremente a las fuentes de riqueza en una sangrante prevaricación.

Se debería de considerar una exigencia de la justicia social que haya una situación de racionalidad económica en que todos tengan las mismas posibilidades de ganar dinero y salir adelante desde el principio, y que cuando el intervencionismo estatal lo imposibilite se considere una grave injusticia social.

La otra cuestión es la cultura.

Marías no acentúa la importancia de la educación. Él se va por las ramas orteguianas y habla de la falta de ejemplaridad, del gusto por lo vulgar…sin duda algo de razón tiene en el tema de la falta de excelencia, pero para ello hay que fijarse en la formación inicial de los seres humanos, la pedagogía.

Este ámbito también ha llegado a un nivel de desarrollo tal que de igual manera podríamos decir a la manera kantiana que ha entrado en el seguro camino de la ciencia. Ya se sabe cómo educar a una generación para que sean industriosos y éticos, para que cuando lleguen a la edad adulta y tomen el mando hagan una sociedad mejor. Hay docenas de posibles ministros de educación en España que dejarían un sistema educativo de primera. Y ejemplos de sobra en el mundo de que es posible en muy poco tiempo elevar el nivel cultural medio, acaso una o dos generaciones.

Que un Estado como el español, que tiene medios para hacerlo, no haya generalizado el uso del inglés como segunda lengua, no haya incorporado a las nuevas tecnologías al sistema escolar, y sobre todo, no considere la formación del profesorado como una prioridad nacional, se verá algún día como un capítulo más de la crónica de la infamia.

La conclusión que podemos sacar de este pequeño ensayo es que hay que incorporar la idea de una economía racional y una reforma cultural-educativa al programa de la justicia social (o sea, lo que hoy llamamos el Estado de Bienestar). Cuando los políticos dicen defendernos, hay que responderles que no necesitamos tanto que nos protejan, como que no obstaculicen nuestro acceso al dinero y a una buena educación.

O terminando como hace Julián Marías: “Los defensores de privilegios injustos tienen la partida perdida, y lo saben. Su única esperanza es que, con pretexto de justicia social, se intente perpetuar la suma injusticia: el despojo de la libertad, de los proyectos, de las esperanzas; la reducción del hombre a ganado. Los que quieren mantener la injusticia confían en que la repulsa de ese programa la perpetúe; y en otro caso tienen la secreta expectativa de ser los pastores de esa universal dehesa”

Tecnofobia


La tecnología ha transformado nuestras vidas de manera tal que ya casi no concebimos al ser humano sin ella. Tal vez quedan reductos del neolítico en algún paraíso amazónico o en algún oasis africano, pero la inmensa mayoría de la población, incluso los campesinos o  los que viven espacios urbanos míseros, tienen una vida configurada por internet, los transportes de mercancías transoceánicos, el arroz transgénico y los vehículos a motor.

Por supuesto la tecnología está mal distribuida en el globo y ahora es complicado discernir si esta desigualdad es el origen o la consecuencia de los desequilibrios socioeconómicos que padecemos. Además, al estar transformando sistemáticamente al ser humano y sus modos de sociabilizarse, está generando una nueva civilización que muchos abominan. Hay toda una serie de tecnófobos que con desigual agudeza han plagado el siglo XX de invectivas contra la civilización tecnológica. Ivan Illich, Lewis Mumford  y John Zerzan, por ejemplo, son autores interesantes que levantan acta de muchas de las fallas de este mundo en que vivimos. Proponen, respectivamente, la cultura humanista, las pequeñas comunidades y el tribalismo anarcoprimitivista como posibles horizontes alternativos hacia los que orientar a la humanidad. Quizá las soluciones no convenzan, pero los análisis sí. Sobre todo hay que admitir que la tecnología tiene un carácter problemático que hay que encarar –principalmente en el tema de la inequidad.

A todos nos gusta que cuando el dentista nos saca muelas lo haga con sedación y cachivaches impolutos, que podamos mantener contacto por internet con amigos que conocimos en lugares lejanos gracias a los aviones, y que cuando vamos a ver a la abuelita podamos ir en metro y no andando, que cansa mucho. Pero es cierto que hay un poco de exceso, de invasión tecnológica en nuestras vidas.

Sin embargo la antitecnología es una causa perdida, aunque no exenta de atractivo estético. Antes o después surgirán cafés donde se pida a los parroquianos que dejen sus utensilios telefónicos en la entrada y disfruten conversación presencial;  se pondrá de moda desenchufar todos los aparatos electrónicos en fin de semana y limitarse a divertirse con la familia; incluso tal vez veremos cómo se alquilan casas veraniegas sin electricidad.

Pero serán pequeños simbolismos que nunca evitarán la fatalidad de tener máquinas varias que de hecho sí pueden mejorar la calidad de nuestras vidas.

Por supuesto con esto discreparían los tecnófobos, que niegan la mayor: que dependamos de la tecnología y la usemos, incluidos ellos, demuestra los esclavos que somos, no lo necesaria que es la tecnología.

En España también hay autores interesantes que están tratando el tema. Entre otros, Félix Rodrigo Mora es un prototipo de intelectual –signifique esta palabra lo que signifique- que poco a poco está cuajando en una reducidísima pero leal audiencia. Y Juanma Agulles, más joven.

Hay un nuevo libro de este último, En los límites de la conciencia, que es similar al Non legor, non legar, su anterior obra.  Ambos son compilaciones de textos más o menos independientes con cierto reguero temático unificador. En Non Legor, la literatura como forma de política –inolvidables textos sobre Sartre y Bukowski-; y en el último reflexiones contra la tecnología, como una aproximación interesante a Günther Anders, un autor no muy conocido pero cuya lectura nunca deja indiferente, y otros estudios sobre cómo la tecnología modifica el arte o las estructuras económicas.

Probablemente estos libros, como los autores mencionados, no convencerán a los que no estaban convencidos previamente y no servirán para hacer retroceder el uso de tecnología en nuestras vidas, pero su lectura es interesante y cultivará la siempre necesaria interrogación sobre las características del mundo en que vivimos.

5.2.17

La era del fútbol, de Juan José Sebreli


Esta imagen es real. En el cementerio de Usaquén, al norte de Bogotá, se pueden encontrar lápidas con símbolos de equipos de fútbol. Aficionados que al morir eligen que los colores del su club les acompañen en la eternidad. En Inglaterra también sucede, aunque allí son los féretros los que van decorados.
¿Qué clase de personas pueden creer que ser enterrado así es la culminación de su existencia?

Juan José Sebreli da algunas respuestas en La era del fútbol. Publicado en Argentina en 1998, se centra sobre todo en este país. Pero habla de fútbol y adoctrinamiento de masas, corrupción y violencia hincha, trasvase de directivos de clubs a la política, miserias académicas frente a la cultura populista,  festividad postmoderna como celebración del vacío… y toda una serie de hechos relacionados con el “deporte rey” que atraviesan y desvertebran más o menos por igual todas nuestras tristes coordenadas globales.

Empieza con la historia del fútbol, que pasa en muy poco tiempo de ser un pasatiempo ostentoso de las clases altas a un espectáculo pasivo y primordial de los desharrapados industriales. El cambio viene determinado por la aparición de los medios de masas y la utilización de los totalitarismos del fútbol, que luego serán sustituidos por las corporaciones. Fue éste y no otro deporte el elegido para bombardear audiencias precisamente por su intrínseca monotonía y tendencia a la irracionalidad.

Le siguen análisis psicológicos de los hinchas como mediocres seres de personalidad autoritaria (la Escuela de Frankfurt es la base de muchas de las teorías del libro), y si además sobrepasan los 25 años, los califica de incapaces de desarrollar un “yo maduro”. Es omnipresente la homosexualidad solapada en el culto al crack o en la obsesión por ese falo dorado que es la Copa del Mundo. Las pulsiones violentas están servidas, claro está. Sebreli descarta que la violencia sea un agente extraño insertado por una minoría -como se nos repite cada vez que se produce uno de los cientos de asesinatos futboleros- si no que es el fútbol lo que origina la violencia al fomentar los comportamientos gregarios y nacionalistas.

El autor habla mucho también de los personajes que ascienden en política metiéndose a medrar en el fútbol. Cita casos desconocidos fuera de Argentina pero perfectamente extrapolables a otros países. Resalta la indiferencia real que sienten estos tipos hacia el fútbol como deporte y como lo utilizan desde la apatía afectiva, justo lo contrario que los hinchas, para ascender socialmente con cierto respaldo popular.

Hay un capítulo dedicado a analizar la figura de Maradona, tal uno de los héroes más absurdos de la historia; y otro sobre la imposición apabullante que hacen los medios de un deporte repetitivo y carente de emoción hasta convertirlo en el principal entretenimiento de gentes sin alternativa.

Sus reflexiones sobre los intelectuales y la distancia cínica que ponen con el fútbol es lo más interesante del libro, creo yo, es la crítica a los intelectuales neorománticos y populistas (Sábato, Galeano…) que pretenden aportar legitimidad a lo que tal vez es una de las mayores canalladas que el Poder ha perpetrado contra los pobres en las últimas décadas. Es intrínsecamente abyecto que los habitantes de la ciudad letrada, desde sus áticos repletos de libros y sus visitas a la ópera, se dediquen a defender al fútbol. Es abyecto porque lo hacen desde su distancia cínica, es decir, se disfrazan de descerebrados conscientes de lo que hacen, se emocionan sabiéndose ridículos -en esto coinciden con los directivos-, mientras que para los verdaderos hinchas no hay tal lujo: su miseria existencial es tal que el fútbol es su principal fuente de plenitud.

1.2.17

Sin excusas


Recuerdo un cántico tirapiedra que decía “el hijo del madero a la universidad/para que no sea como su papá”. Tamaña estupidez, claro, solo la podían decir universitarios. Es absurdo dar por hecho que un policía no tiene estudios superiores, que eso le convierte necesariamente en un bruto y que su prole únicamente puede salvarse de la ignorancia en los campus universitarios. No he conocido muchos policías, pero sí a muchos académicos, y estoy seguro de que a poco que los primeros tengan buen oficio serán más avispados que una inmensa mayoría de los segundos

La universidad no es panacea que cure la estupidez; pero desde luego tampoco es inútil. Se supone que cumple con la función de garantizar que sus egresados van a desempeñarse con ciertas habilidades básicas: saben leer y comprenden, escriben con cierta fluidez, razonan, hilvanan argumentos nutriéndose de distintos saberes…en fin, que pueden ser unos cretinos en los personal pero por lo menos están mínimamente capacitados intelectualmente.

O tal vez puede que ni eso. Puede que los universitarios salgan siendo analfabetos funcionales; pero por lo menos ellos y sus familias han hecho el esfuerzo de sacarse un título, que ya es algo.

En la última década ha habido sin embargo cierto desdén hacia quienes han pasado por la universidad. Por ejemplo el anterior presidente del gobierno no lo consideraba requisito para llegar a ser un alto cargo institucional. Así tuvimos en la proa del Estado a gente que se jactaba no tener diploma alguno y que además consideraba que eso les ungía como de auténticos hombres y mujeres del pueblo.

Dejemos de un lado las consabidas catástrofes que arrojó aquella ralea política y reflexionemos sobre el argumento de los estudios y la clase social. Es cierto que para los jóvenes de clase media/alta es mucho más fácil instruirse que otros menos favorecidos que se tienen que poner a trabajar muy pronto; también es innegable que el haber nacido en familias de menor nivel cultural y económico no ayuda a menudo a seguir en la aulas.

Pero eso no es excusa. Que al principio no pudiéramos estudiar no implica que no lo hagamos ya de adultos. En España tenemos una universidad a distancia excepcionalmente buena. Así que todos estos ministros y directivos que llevan años trabajándose el cargo, y que además provienen de capas mesocráticas,  podrían haber hecho el esfuerzo de sacarse el título antes de postularse.

No es tan complicado. En la UNED dan todas las facilidades posibles para quien no pueda ir a las clases. Incluso permiten emplear más años que un alumno presencial; o sea, hacer cada curso solo una parte de las materias, ir poco a poco. Y si ni con esas -ya sea porque los hijos dan mucha guerra, o porque la Champions es larga-, se pueden sacrificar las vacaciones de agosto para presentarse en septiembre.  Solo hay que organizarse.

Sinceramente, la titulitis no ha demostrado aportar grandes cosas al país e incluso ser un problema, pero ya somos varias generaciones las que hemos crecido en ella. Hemos dedicado mucho tiempo y dinero como para ver que todo ese esfuerzo sea despreciado por políticos que han empleado una voluntad similar en trepar. Hay demasiados jóvenes y adultos españoles irritados por este hecho, con sensación de haber sido estafados.

Sabemos que un título universitario no certifica un saber elevado, pero sí un esfuerzo. Al exigírselo a los altos mandatarios simplemente lo hacemos como forma de respeto, hacia nosotros y hacia nuestras familias, que tanto empeño pusieron en nuestros estudios pensando que nos garantizaba una vida mejor.