28.4.17

¿Política o Alprazolam?


La realidad que vemos a diario es que la política no aspira a ser constructiva, y ya ni siquiera aspira a ser política: las gentes se arrojan al debate ajenas a la realidad social en el que están circunscritos. Lo de menos es la vida en común y el entendimiento con los otros, o sea, buscar un mañana mejor. La ambición parece ser no tener que lidiar más con los demonios anímicos de uno; solo se quiere purgar furores interiores y proyectar sobre la sociedad los resentimientos propios.

J.A. Schumpeter decía en Capitalismo, socialismo y democracia que un adulto normal que lleva una vida saludable, tan pronto se mete en política, “desciende a un plano inferior en materia de actuación mental. Argumenta y analiza de una manera que se consideraría infantil en el ámbito de sus intereses reales. Se convierte en primitivo. Su pensamiento se hace asociativo y afectivo”.

Los célebres "cuñaos" españoles, siempre con sus declamaciones maniqueas robadas a cualquier profesional de la opinadera mediática, son buen ejemplo de esto. En su vida laboral pueden ser excelentes, como padres serán dedicados y generosos, y tal vez sean los mejores amigos del mundo; como ciudadanos, sin embargo, son de muy mala calidad. No les interesa la verdad ni la prosperidad; para ellos la política no es otra cosa que un escupidero de bilis, la hoja de reclamaciones por las promesas incumplidas al adolescente que fueron.

Escuchando a muchos conciudadanos hablando la cosa pública nos percatamos de que no tienen la menor intención de arreglar nada, solo quieren encontrar a quién detestar. Schumpeter diría que como no se paga por opinar en política, nadie se la toma en serio y se dejan llevar por las demagogias de los poderosos, que sí tienen mucho que ganar con sus narraciones ideologizantes; en la esfera económica, sin embargo, donde los errores y la estulticia sí cuestan dinero, ningún ciudadano se permite las sandeces con que se regodea en la esfera política porque se condenaría al hambre y a la quiebra.

Bill Maher es un humorista estadounidense que tiene un programa de televisión sobre la actualidad informativa de su país y del mundo. En uno de sus monólogos ejemplifica un poco todo esto, primero con uno de los locos de las armas que se rebeló en Oregón y luego con una fundamentalista de lo políticamente correcto. Los llama “mártires sin causa” que eligen consagrarse a empresas banales o secundarias, en lugar de indagar en los verdaderos problemas sociales. Lo cierto es que “no hay nada que podamos hacer políticamente por ti”, resume el humorista. Estas absurdeces que pretenden hacer pasar por tragedias heroicas no son la raíz auténtica de su malestar, que se encuentra dentro de ellos, no fuera; y por ello, como sentencia, Maher “son asuntos que habría que afrontar con Xanax” (que es lo que aquí se llama Alprazolam, un ansiolítico).

Este vídeo acierta bastante en ilustrar un fenómeno que por lo que parece es global. Hacer política de verdad, desde la sociedad civil, es muy difícil por culpa de los sobraos, los histéricos, los narcisistas y demás ralea que colapsan las asambleas con sus memeces, votan con la mentalidad de un hooligan y abortan cualquier cambio por miedos supersticiosos. Y dicen que lo hacen por principios políticos, pero no es así. Lo que sucede es que no les dan achuchones, se quedaron calvos demasiado jóvenes o ya no son las más guapas del barrio. Triste sin duda, pero es un problema individual, no colectivo, o sea que no es un asunto político. No hay nada que políticamente podamos hacer por ti. Separemos de nuevo las esferas de lo público y lo privado, o lo que es lo mismo, maduremos.

26.4.17

Politzer y Harnecker, dos ejemplos de divulgadores del marxismo


El marxismo es una corriente filosófica una tanto peculiar, ya que a pesar de estar concebida, o así se supone, para liberar al pueblo trabajador, se ha esforzado muy poco en llegar a ser inteligible para él; más bien se ha limitado a ser una especie de saber arcano solo apto para avezados. Y es que como sabemos hay muchos intelectuales marxistas, algunos muy célebres, casi todos portadores de una nueva visión presuntamente definitiva; pero lo que hay son pocos marxistas pedagógicos, esos capaces de destilar conocimiento para un público general.

14.4.17

Imposturas intelectuales, de Alan Sokal y Jean Bricmont


Mientras la autoridad inspira un temor respetuoso, la confusión y lo absurdo potencian las tendencias conservadoras de la sociedad. En primer lugar, porque el pensamiento claro y lógico comporta un incremento de los conocimientos (la evolución de las ciencias naturales constituye el mejor ejemplo) y, tarde o temprano, el avance del saber acaba minando el orden tradicional. La confusión de ideas, en cambio, no lleva a ninguna parte y se puede mantener indefinidamente sin causar el menor impacto en el mundo. 
Stanislaw Andreski

Que el lenguaje es mera convención ya lo sabían los primeros budistas y es una evidencia que no se le escapa ni a un hincha deportivo. Por supuesto que un lápiz se llama “lápiz” por consenso, y ese consenso al ser subjetivo es sospechoso. Pero decir que el lenguaje carece de legitimidad por ello es una insensatez que se le ocurrió a Nietzche y han cacareado hasta hartar nuestros posmodernos (que paradójicamente dejan estas elucubraciones por escrito).

Hoy en día cualquier argumentación queda invalidada por estos apasionados de la decostrucción, que niegan la mayor, niegan que podamos si quiera enunciar una frase sin eructar dos mil años de prejuicios euro-falocéntricos. De lo que no se puede hablar es mejor callarse. O sea, que baja la cabeza y asiente, porque no tienes derecho a réplica.

La posmodernidad es la Reacción de siempre, pero mejor elaborada, más sutil y seductora. Ha destruido la base de cualquier edificio ideológico liberador. No hay paso adelante. Para ellos el hombre es un invento, la Razón una manía burguesa y la Ilustración el origen de todo el horror. Por ello hay que enterrar el vergel posmoderno si queremos volver a andar.

Recordemos que sus más entusiastas cultivadores son nuestros amigos los pensantes franceses. Con sus pedanterías, sus complejidades y sus banalidades. Deleuze, Derrida, Lacan, Fayerabend y demás Santa Familia siguieron los postulados de Bergson. Y tal vez conscientes de su debilidad, decidieron oscurecerlos, para ver si así no veíamos sus fallas. Nos dieron textos crípticos, científicamente insostenibles y políticamente deleznables. Pero funcionó. Académicos de todo el mundo se deslumbraron ante ellos y los impostaron como espíritu de nuestro tiempo.

Como pequeña toma de contacto contra toda esta nueva escolástica es muy recomendable Imposturas intelectuales de los físicos Alan Sokal y Jean Bricmont. Desmenuzan textos de respetados filósofos del siglo XX desde un punto de vista de científico, demostrando las incoherencias y errores de las supuestas bases epistemológicas que la French Theory se jacta de tener. Los autores dicen que se limitan estrictamente a señalar las fallas en las argumentaciones científicas, que eso no supone que el resto de las obras estudiadas no puedan tener su interés. Pero ya es muy difícil creerse a los popes desmenuzados.  Produce sonrojo ver a Lacan confundiendo términos matemáticos simples o a Deleuze exponiendo teorías físicas insostenibles. A partir de entonces va a ser muy difícil interesarse en el resto de sus obras.

Seguramente nadie habrá prestado atención en las facultades de filosofía a este libro. Allí seguirán subvencionado a lectores (in)útiles de Derrida o expertos en la velocidad de Virilo. Las Imposturas son empero un libro imprescindible para quitarse cierto complejo de inferioridad ante los supuestos “intelectuales” que esgrimen toda esta jerigonza ininteligible para justificar sus privilegios. El uso de lenguaje científico groseramente errado en las humanidades no es inocente. Se hace para encriptar los discursos, creando una serie de interlocutores avezados en el idioma que acaban siendo una especie de intérpretes celestiales. Y mientras, el auténtico pensamiento, el que tiene que ver la con la verdad y el avance de la humanidad, se seguirá haciéndose en la calle, en la prensa, en Internet, entre activistas y lejos de las universidades. Lo que no está mal. Hay muchas cosas que se hacen fuera de las academias. Solo que a veces se nos olvida.

10.4.17

Helenismo, de Jesús Mosterín


Es sabido que Sócrates filosofaba desde la ciudad-estado. Él y su discípulo Platón, así como el resto de sus coetáneos, veían al hombre como un ser social cuyo horizonte era la comunidad en la que habitaban. El sentido de la vida era el compromiso cívico. Sócrates de hecho eligió la cicuta antes que el destierro porque para él marcharse era una forma de desagarro peor que la muerte.

Por ello cuando Alejandro Magno conquistó Atenas los filósofos cayeron en la desesperación: ya no había polis a la que servir, ya no eran ciudadanos libres sino súbditos de un rey. Surgió entonces la llamada cultura helenística, que se extendió por casi todo el arco mediterráneo y al traspasarse al Imperio Romano perduró varios siglos hasta la llegada del cristianismo. La filosofía dejó de ser teoría política enraizada en un lugar y pasó a ser un proyecto de salvaguarda individual para tiempos de crisis y desasosiego.

El pensamiento helenístico se dividió en varias escuelas, siendo las principales la cínica, la estoica, la escéptica y la epicúrea. A diferencia de la obra platónica, que hoy estudiamos como magníficos ensayos filosófico-políticos,  a los pensadores helénicos los leemos como tratadistas que hablan desde las entrañas y nos dan recetas para lidiar mejor con el mundo. Lo que cuentan apela a nuestra intimidad y a formas de comportarnos, no a nuestra condición ciudadana. De hecho todavía hoy nos identificamos con alguna de estas corrientes, o con todas según el momento vital en que nos encontremos.

(Dejaremos para otro momento el analizar por qué un autor como Platón, volcado hacia la acción política, nos resulta hoy en día menos próximo que los pensadores helénicos, más acostumbrados a no interferir en la cosa pública y más orientados hacia la bienandanza doméstica.)

Una buena puerta de entrada para profanos en este cosmos intelectual es Helenismo de Jesús Mosterín.  Se trata de una entrega más de su “Historia del pensamiento”, y como todas ellas está en bolsillo en Alianza a buen precio y disponibilidad. La bibliografía que presenta es óptima para quien quiera seguir adentrándose en el tema. Un defecto que tiene es que como siempre en este autor la prosa es un poco anémica, como de informe académico, lo que resta empuje pero sin embargo no interés.

Mosterín empieza con una necesaria contextualización histórica. Luego dedica unas páginas a los cínicos, a los que no les da mucha credibilidad. Las anécdotas que nos dejaron son empero célebres y regocijantes, con aquel Diógenes enloquecido que dormía en un barril y buscaba “hombres” por la ciudad, comiendo desperdicios, haciendo honor a la etimología perruna de su escuela (cínico, kýon, viene de perro). Renegaban de todo intelectualismo y predicaban la pobreza y vivir según la Naturaleza, practicaban el amor libre y rechazaban las clases sociales. Eran lo que hoy se podrían llamar contraculturales, y como tales sobrevivieron durante ocho siglos, teniendo cierta audiencia entre los pobres y dejando cierta impronta en el cristianismo, al menos en lo relativo a vivir solo con lo básico.

El contrapunto de la escuela cínica suele considerarse que son los estoicos, a los que Mosterín dedica un capítulo entero. Estos sí fueron siempre mayoritarios y prevalecieron como la escuela hegemónica durante el Imperio Romano. El más grande de todos ellos fue Crisipo, que trabajó mucho la lógica, pero la mayor parte de su obra se ha perdido. Los estoicos fueron religiosos y daban gran importancia a la ética. Creían que había que vivir con autenticidad, siguiendo a la razón y a la naturaleza, pero sin perder la lealtad a uno mismo.

Los postmodernos de la época eran los llamados escépticos. Los más célebres de esa escuela fueron Pirrón de Elis y Timón. Ambos creían que solo podemos conocer las apariencias de las cosas, que la realidad se nos escapa entre sus representaciones, por ello es absurdo tener convicciones fuertes; lo mejor es dejar atrás cualquier relato dogmático.

Y la escuela que más parece convencer a Mosterín es la epicúrea, ya que le dedica el mayor espacio y detenimiento. Epicúreo fue un pensador que decidió liderar una especie de comuna en el jardín de su casa -y de ahí que lo de “jardín” como sinónimo de centro de estudios-. Se desvincularon de la sociedad, aceptaron a mujeres y cultivaron el amor y la amistad. Han quedado como paradigmáticos de la búsqueda del placer, pero lo cierto es que eran un poco más restrictivos de lo que pensamos. Tenían una visión poco ambiciosa del placer, que más bien veían como la ausencia de dolor. Hicieron grandes indagaciones en temas científicos, que reseñados hoy sorprenden por su actualidad.

En tiempos de libros de autoayuda y divanes lo mejor sería tratar de volver a estos clásicos.

Todo empezó por aburrimiento. Ojalá pudiera decir algo más lírico, como que soy un hombre de compromisos, preocupado por las injusticias globales y la deforestación del Amazonas, pero estaría mintiendo. La verdad es que el principal motivo por el que acabé de voluntario en Tándem era porque no soportaba la eterna y somnolienta inacción de los domingos. Harto de pasármelos en el sofá viendo vídeos absurdos en youtube, decidí buscar algo interesante que hacer.
La Guindalera, mi barrio, no ofrece grandes actividades culturales, de entretenimiento o deportivas; mucho menos en días festivos. Así que Tándem ni siquiera era mi primera opción; sencillamente fue lo único que encontré que tuviera vida en domingo. Llegué allí, escéptico, sin ganas reales de que me gustara.
Pasé el curso de formación fingiendo interés, ignorado lo que me decían, canturreándome cancioncillas mentalmente, imaginándome que el chico que nos daba la charla tendría una doble vida como agente de la KGB o cupletista en el Moulin Rouge.
Finalmente, como Tándem todavía estaba dando sus primeros pasos y no había muchos voluntarios -lo de las listas de espera y la selección previa ha sido posterior- pude entrar sin demasiadas complicaciones
La llegada fue buena. La chica responsable de Tándem me recibió con amabilidad y me mostró el sitio; también me explicó las normas, que no eran muy complicadas ni sorprendentes, y elegí uno de los cuatro turnos posibles (el del domingo por la mañana, claro).
El local es tal vez demasiado funcional; tiene una decoración muy estandarizada y con poca personalidad. Pero resulta acogedor; de eso me di cuenta luego, el segundo día, cuando me sorprendí preparándome un café como si estuviera en mi propia casa. Me senté con un par de usuarios que estaban conversando sobre los comedores sociales del centro de Madrid. Aquello me resultó interesante y les pregunté con naturalidad, olvidándome de cierta frontera mental voluntario-usuario que me había impuesto al entrar. Al cabo de un rato estábamos charlando como lo haría con unos vecinos cualquiera.
Entonces me di cuenta de algo tremendo: yo nunca había hablado con una persona sin hogar. De hecho, hasta entonces no las había visto; o sea, era consciente de que existían y las veía, pero no me había fijado en ellas; no las había individualizado fuera del paisaje urbano.
Era la primera vez que me había sentado con alguien así, cara a cara, e intercambiado impresiones con él. Y la verdad es que fue todo normalísimo.
Pronto me acabé integrando. Sentí que ya no era más un polizón en un ambiente que no era el mío. Los usuarios empezaron a interpelarme por mi nombre y yo me aprendí el de ellos. Éramos ya un pequeño conjunto de personas con rostros, humores, grandezas y manías; nos importábamos los unos a los otros, nos afectábamos recíprocamente con nuestras decisiones, para bien y para mal.
De entre todos los usuarios había uno cuyo rostro me era familiar, Carlos. No sabía de qué, pero le conocía. Hablábamos mucho porque compartíamos afición por el cine. Una vez, de casualidad, le vi en la biblioteca municipal donde voy con frecuencia. Me di cuenta de que le había visto muchas veces allí, por eso su cara me resultaba conocida. Nos saludamos y reemprendimos nuestra última conversación en torno a la decadencia fílmica de Coppola.
Como coincidíamos con tanta frecuencia tuvo la confianza necesaria para pedirme que le acompañara en su primer encuentro con sus hijas en muchos años; estaba nerviosísimo por ello y temía estropearlo todo. Fui. Aquello salió bien y fue una hermosa velada de reconciliación y recuperación del tiempo perdido.
Carlos y yo hemos seguido quedando y vamos a la Filmoteca de vez en cuando. De hecho, ni él ni yo habíamos tenido a nadie antes con el que ir a ver pelis minoritarias y había  sido hasta entonces una afición solitaria.
Podría concluir diciendo que esta experiencia me ha transformado y que soy mejor persona. La verdad es que tampoco ha sido tan epifánico, no he cambiado tanto; sencillamente he aprendido algunas cosillas.  Aunque ahora, eso sí, hago algo interesante los domingos por la mañana.
Y tengo un nuevo amigo.

5.4.17

Rosset en Tarifa

wikipedia

Clement Rosset (1939) es un pensador francés filosóficamente germanizado cuya obra gira en torno a lo Real y su Doble. Lo Real es lo que tiene identidad, lo que existe, y que sin embargo no es nada importante o perdurable. Nos inventamos su Doble para creer que hay algo más que lo Real. O sea, nos creamos diariamente ilusiones, religiones o narraciones varias que den sentido a la existencia para no pegarnos un tiro ante la evidencia de lo puerco que es este mundo. El engaño básicamente se sostiene por la alegría, una pasión irracional y necesariamente absurda sin la que no podríamos vivir.
Uno de sus textos más interesantes es La fuerza mayor, que se publicó en un libro del mismo título donde además incluía dos breves estudios sobre Nietzsche y Cioran.

La fuerza mayor a la que se refiere es la mencionada alegría. Para Rosset es lo que nos hace seguir vivos. Y sin embargo es una paradoja, ya que no hay motivos reales para estar alegres; el ser humano no sabe precisar por qué lo está, o si analiza las razones se dará cuenta de que son insustanciales, de que hay “incompatibilidad entre la alegría y su justificación racional”. La alegría es pues una “liberación de responsabilidades”, pero tan fútil que para sostenerse necesita de un “carácter totalitario”. Las personas alegres, y sobre todo los grupos alegres, actúan totalitariamente, no admiten disidentes, nadie que pretenda ser un contrapunto racional a sus instantes de regocijo (Rosset no lo menciona, pero los aburridos en las fiestas de fin de año vienen a la cabeza).

Tarifa es una población de pescadores que hace las veces de enclave surfero en la costa gaditana. Frecuentado por turistas hippiescos tanto nacionales como extranjeros, todos parecen igualmente hermosos y felices. Vienen en caravanas, van cuidadosamente desaliñados, bailan y juegan con malabares. Un magnífico escaparate de la despreocupación y el goce occidentales. En la llamada playa de Bolonia las chicas se han quitado la tanga y sonríen picaronamente ante nuestras rijosas miradas.
Desde allí contemplamos una isla enorme que reina en el horizonte, conectada con el pueblo por unos metros de dique. Es la Isla de las Palomas, un antiguo fortín militar reconvertido en centro de internamiento para los inmigrantes ilegales que llegan en pateras. Esperan ahí para ser deportados. Hay gente que quiere cerrarlo porque dicen que tiene condiciones infrahumanas.
La contradicción es sobrecogedora. Imaginar lo que tiene que ser hacerse miles de kilómetros, cruzar el Estrecho y sobrevivir para ser encerrado allí. Pero sobre todo bordear esposado la línea de costa en una furgoneta de la Guardia Civil y que todo lo que veas de Europa sea este vergel prohibido de la playa de Bolonia.

No hay ser humano con un mínimo de sensibilidad que pueda seguir festejando alegremente entre daiquiris y escandinavas en tetas. Estar alegre a los pies de la Isla de las Palomas sería la perfecta ilustración de la alegría que describe Rosset.

Sin embargo el filósofo deja una opción salvífica que nos permite salir adelante: distingue entre alegría ilusoria y alegría paradójica. La alegría ilusoria consiste en la fantasía de que lo trágico de la existencia ha sido superado. Por ejemplo, si les mencionamos a todos estos jóvenes encantados de haberse conocido lo que es esa isla se enfadarían y nos tacharían en aguafiestas. La alegría paradójica sin embargo requiere ser conscientes de lo irremediablemente trágico de la existencia; o sea, querer saber a pesar de que entonces nunca podremos ser plenamente felices. O no rendirse a pesar de la Isla de las Palomas; sonreír con mirada triste.

4.4.17

El crepúsculo de las máquinas, de John Zerzan

Aparece por fin en nuestro idioma el libro El crepúsculo de las máquinas de John Zerzan. Publicado originalmente en el año 2008, se trata de una recopilación de textos, no especialmente largos, del teórico anarquista estadounidense. Las obstinaciones temáticas son las mismas que en el anterior Futuro primitivo, aunque ahora están tratadas con menos pasión y más academicismo; lo que no quiere decir que hayan dejado de ser interesantes. Futuro primitivo era de 1994, y desde entonces y hasta el 2008 hubo mucho acelerón. En los nuevos textos abundan los ipads, las críticas al Imperio de Negri y los simuladores virtuales. La rabia contra la civilización sigue intacta.

Carlos Taibo explica en el prólogo que el pensamiento de Zerzan se condensa en seis críticas: 1) al lenguaje; 2) al sexismo; 3) a la guerra; 4) a la religión; 5) a la vida urbana; y 6) a las jerarquías. Habría que matizar que su crítica a la religión se orienta hacia el monoteísmo, ya que habla sin complejos de sanas búsquedas espirituales y defiende la hierofanía antigua como una forma de conexión con la naturaleza. Su crítica al sexismo y a la guerra son por otro lado subsidiarias de sus críticas a la civilización. De cualquier manera el estudio de Taibo, como el Gustavo Bueno en Futuro Primitivo, demuestra que hablamos de un autor que hay que tomarse en serio.

El crepúsculo de las máquinas no sorprenderá a quién ya conozca el libro anterior, pero sí sentirá que lo complementa. La parte más interesante del pensamiento de Zerzan es, en nuestra opinión, su idea del pueblo depresivo o psiquiatrizado como sujeto revolucionario. Ya no es algo así como Foucault que ve en los locos resistentes individuales e irremediablemente condenados al fracaso; de lo que se trata es de que ahora los desequilibrados son la mayoría, pueden formar un ejército rebelde y finalmente vencer. Están muy enfadados, no porque no llegan a fin de mes, sino porque para hacerlo tienen que atiborrarse de pastillas.

Un autor que aparece saludado como un retratista de este zeitgeist afligido es Michel Houllebecq, el cronista de la depresión moderna. En El crepúsculo de las máquinas puede leerse como una continuación de cualquiera de sus novelas, donde los personajes solitarios y adictos al porno acaban tomando conciencia revolucionaria desde su situación, no impostándose ninguna otra, y se amotinan en barricadas levantadas sobre electrodomésticos de último modelo.

Pero esto nos lleva a la flaqueza de Zerzan: ¿realmente podemos exigir que la felicidad –que de hecho no existe, no es más que un “imposible necesario”, que diría Julián Marías- nos venga dada? Entendemos como él que la postmodernidad es la narrativa del actual poder político y económico, especialmente difuso pero no menos certero. Y la postmodernidad ha acabado con los grandes relatos, ya no hay refugio en Dios, ni en nada que necesite de palabras para existir. Pero se trata de eso, de ser libres, de no heredar certezas sino de ser supervivientes y salir adelante según nuestros propios parámetros. El poder laico actual no es una religión, no está para imponernos un sentido total de la existencia. No se puede culpar al sistema capitalista de no garantizarnos el sentido de la vida; exigírselo solo oculta la nostalgia de un orden religioso. Zerzan padece un afán de regreso a las seguridades de la tradición y la fe. Tiene algo de niño que ha descubierto que su padre no lo sabe todo.

(Addendum)
Hay una historia que circula por la red, imaginamos que es cierta, que cuenta que Bill Clinton fue a la MTV en período electoral porque quería atraer el voto del mocerío. Era una semana en la que Kurt Cobain se acababa de suicidar, y uno de los espectadores en el turno de preguntas del público le espetó al Presidente que aquella tragedia había deprimido mucho a los jóvenes que idolatraban al cantante, que qué pensaba hacer. Clinton entonces no pudo más que balbucear unos cuantos lugares comunes y al día siguiente fue criticado por ello en los medios. La cuestión es ¿por qué demonios tenía que hacer o decir nada para evitarle el spleen a los fanáticos del Cobain? Esa no es su función. A él hay que exigirle que la economía vaya bien, que sea posible salir adelante y que haya seguridad, nada más. Y los motivos para rebelarse tienen que ver si incumple estos mandatos o si por supuesto deriva en tiranía, no porque no nos da mascaditos argumentos para levantarnos por la mañana.

2.4.17

Martin Heidegger: La filosofía del regreso a casa, Darío Botero Uribe


Martin Heidegger (1889-1976) está considerado el gran filósofo del siglo XX. Su prestigio sin embargo es algo voluble, ya que ha tenido décadas en las que su lectura era vergonzante y otras en las que parecía que se hacía obligatorio pasar por él para poder elaborar cualquier propuesta filosófica. Ahora estamos dejando felizmente atrás unos años postmodernos en los que los que la hermenéutica heideggeriana era, como decía G. Vattimo, la Koiné (o lengua común) del mundo intelectual europeo.

Heidegger ha sido totalmente hegemónico. Hemos tenido que crecer con él los que nos formamos en Filosofía en años recientes, como Marx se le salía por las orejas a los estudiantes en los años setenta o Santo Tomás saturaba a nuestros pares de la postguerra. Es inevitable cierto asco cuando un autor se impone en los planes de estudios y cercena otros posibles caminos, muchos más interesantes pero inexplorados porque no son por los que transitó el pope.

La cuestión que más se le suele reprochar a Heidegger es su filiación nazista. Se recuerda su discurso hitleriano en los años 30 (“Todo lo grande emerge en el asalto, esto es, en la tormenta”); sus mezquindades con su maestro Husserl, que era judío; sus silencios y falta de arrepentimiento; así como otros hechos inmorales de su vida que son el blanco perfecto en el que se centran los que quieren descalificarle radicalmente, o son justificados, minusvalorados u ocultados por los que quieren salvarle paternalistamente.

No es cuestión aquí entrar en esos juicios. Somos conscientes de que estuvo mal lo que hizo, pero no nos consideramos almas bellas libres de pecado, no sabemos qué hubiéramos hecho nosotros en sus zapatos, solo sabemos que las circunstancia son las que nos han hecho inocentes. Así que mejor callar.

Nuestro rechazo a Heidegger no tiene que ver con su categoría como ciudadano si no con su propia filosofía. Pero hay pocos académicos que se hayan limitado a criticar su obra sin hablar desde una atalaya moral, centrándose solo en lo que dijo o no dijo en sus libros, celebrando sus aciertos y señalando sus desatinos filosóficos.

Hay un libro de Darío Botero Uribe, el filósofo colombiano, que sí cumple en este terreno, Martin Heidegger: La filosofía del regreso a casa (2004). Aquí se repasa la obra del pensador alemán sin casi tocar el tema del nazismo, porque lo que interesa es el enfoque que delata el título. Para Botero “todo en Heidegger es regreso”, ya sea a casa, a la aldea, a la filosofía medieval, a las fuentes cristianas, a una Alemania decimonónica…y a partir de ahí es muy difícil querer seguirle para quien aspira a un mañana mejor.

El caso es que Botero siente algo de aprecio por Heidegger y hace valoraciones positivas de su obra, que además conoce muy bien. Pero lo que nos murmura cada línea es que es un autor que convendría ir olivando. Esa angustia metafísica que anhela volver a la posición fetal, refractario al mundo moderno, no vale para un intelectual como Botero, que predicaba el humanismo y progreso en un contexto, la Colombia de los años 90, bastante complicado.

Hay más cuestiones que son tratadas en el libro. Heidegger fue un filósofo puro, que al contrario que sus coetáneos, cerró la filosofía a otras ciencias, como la sociología o la historia; tampoco quiso que tuviera ninguna proyección política directa y de hecho se opuso a que tuviera alguna aplicación mundana: rechazó el tránsito hegeliano de la teoría a la praxis. Para él la filosofía se acercaba más a la poesía que a la ciencia, y convirtió la creación de neologismos en todo un arte, el lenguaje fue su principal preocupación. En cuanto a la libertad,  la veía como una fatalidad más a la que hemos sido arrojados, no como un fundamento de la condición humana, que básicamente consideraba como un preludio a la muerte.

¿Por qué un cenizo así ha sido durante los últimos lustros el referente intelectual europeo? En un siglo que dio tantas ideas interesantea y conceptos liberadores ¿no hay pensadores mucho más útiles?
 
Heidegger es de la cuerda de esos pensadores que sostienen que tenemos un yo puro y celestial contaminado por la civilización, que viviríamos mejor en una cabaña en los bosques subsistiendo con la caza y la pesca, que el desarrollo material es malo y la sociedad aun peor. Todo un soniquete que defienden supuestos intelectuales que no son más que una pérdida de tiempo, un cul de sac en la historia de las ideas. En tiempos de ingeniería genética, carrera espacial y drones bélicos hay cosas en las que pensar y entender que van más allá de ese culto a “lo auténtico”, que no se sabe dónde puede estar, pero desde luego hay que ser un narcisista de cuidado para pensar que está en el interior de uno. Es algo así como una paganización del dios personal.
 
Enterremos ya a este pelmazo reaccionario.

1.4.17

Rastacuerismo


El colombiano Rafael Gutiérrez Girardot (1928-2005) fue uno de los críticos literarios más prestigiosos del siglo pasado. Llegó a España en 1953 muy interesado por su literatura; pero pronto empezó a inclinarse por el estudio de la cultura alemana y acabó trasladándose a ese país. Aun así siguió relacionado hasta su muerte con el mundo universitario español y enviará contribuciones regularmente a la revista barcelonesa Quimera, por lo general muy despreciativas con todo lo peninsular.

La faceta que más ataca de los españoles es la de la “simulación majestuosa intelectual” o rastacuerismo. En el siglo XIX, nos explica, los parisinos llamaban “rastaquouére” a los extranjeros, latinoamericanos sobre todo, que se paseaban derrochadores por su ciudad sin conocerse sus “medios de existencia”. Rubén Darío le dedicará una glosa al término, que usará contra el chovinismo de los propios franceses. Gutiérrez Girardot lo reorientará contra los “intelectuales” que basan su título en aparentar un conocimiento que no tienen, siendo los españoles sus principales representantes.

El rastacuerismo consiste en el fingimiento del dominio de las ciencias humanas, afectado y de cara al espacio público, que encubre un rechazo del trabajo sistemático y científico. Lo que se busca sobre todo es la fama, más que mejorar. Se trata de repetir fórmulas vacías, citar autores de moda, utilizar conceptos gratuitamente complejos y saber racionar los silencios para dejar que el oyente crea que son reveladores.

El rastacuero siempre tiene que dar a entender que sabe más de lo que se puede rebajar a demostrar, y que por cortesía va a dejar que quien le escuche busque el sentido de las ausencias. Suelta ideas que asegura no tener tiempo o ganas para desarrollar, pero cruza los dedos esperando que no le obliguen a hacerlo. Si dice, “esto sería muy propio de determinadas corrientes de la ética actual, pero no nos meteremos en ello”, quiere decir por supuesto que no sería capaz de profundizar en el tema, básicamente porque lo que conoce no son más que retazos que ha captado a matacaballo en Wikipedia.

Así degenera la figura del intelectual, que acaba convertido en una especie cacique de la cultura.

Nadie duda de que los nuestros célebres doctos tienen bastante de farsantes, pero Gutiérrez Girardot se deja llevar por cierta ojeriza contra la antigua metrópolis al reducir el rastacuerismo solo a españoles cuando hay tanto europeo que merece el calificativo. Basta leer o acudir a muchas conferencias para entender que el rastacuerismo es hegemónico en la mayor parte de la producción humanística europea. Textos que comentan textos, que refutan textos que ratifican textos. Nada es auténtico, todo mera jerigonza en la mayor parte de los casos. Lacan, Ortega y Gasset, Deleuze… la lista es inabarcable.

¿Qué soluciones tiene el rastacuerismo? No muchas, ya que todas las civilizaciones han tenido vendehúmos. Además la nuestra es ya postindustrial, por lo que son legiones las personas que se tienen que dedicar a cosas no prácticas para canalizar el exceso de mano de obra.

Cirlot, ser y no ser de un poeta único, de Antonio Rivero Taravillo

 
http://www.revistavisperas.com

Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973) es un paradigma de poeta maldito. Según los críticos es uno de los mejores del siglo XX y aun así es casi un desconocido. Su obra ha estado desatendida hasta hace pocos años, pero sus hijas han conseguido que se reedite en condiciones. Gracias a ello podemos disfrutar de todos sus poemas en las bellísimas y recientes ediciones de Siruela.

Seguramente antes de eso, en los años noventa, su mejor valedor fue Fernando Márquez, alias el Zurdo, que lo convirtió en un mito. Hablaba de él en sus fanzines, le dedicaba canciones y lo citaba como si se tratara de un oráculo que aullaba desde el “no mundo”. Ahora que ya tenemos acceso a la obra cirlotiana hemos podido leerla sin mediaciones, lo que no quiere decir que no agradezcamos las siempre interesantes recomendaciones literarias del Zurdo.

Cirlot está influido por el surrealismo y el simbolismo, aunque la corriente a la que estuvo adscrito fue el postismo, el intento de postguerra de aglutinar primero, para superar después, a todas las vanguardias artísticas conocidas. Su erudición era ciclópea; pocos autores españoles tienen tales conocimientos de arte e historia clásica, así como un universo literario tan nítido y desafiante. En apariencia sus poemas versan sobre esoterismos, heráldicas, mitologías celtas y otras cosas raras que darían mucha pereza si no fuera porque sabemos que en realidad hablan de la soledad, el extrañamiento y la irrupción de lo reprimido por la Modernidad.

En El libro de Cartago, por ejemplo, habla de la desolación encarnada en las civilizaciones destruidas, la fascinación por el enemigo aniquilado y el odio hacia el bando al que supuestamente pertenecemos, en este caso Roma; es en definitiva una hermosa oda a la traición. El gran Bronwyn, que está inspirado en una película de 1965 protagonizada por Charlton Heston llamada El señor de la guerra, es un conjunto de poemas sobre el eterno femenino que resulta extraño y vigorizante en el panorama literario español. Y algunos aforismos Del no mundo son epatantes e imposibles de leer con indifierencia.

Sobre el poeta que sepamos no existían muchos estudios publicados y bien difundidos. Afortunadamente acaba de aparecer Cirlot, ser y no ser de un poeta único de Antonio Rivero Taravillo. En la introducción el autor nos da la pista de todo, nos dice que Cirlot es un poeta de “hipofanías”, o sea de “apariciones por lo bajo, de lo abisal, del sustrato que no es creación sino destrucción”.

Rivero ya escribió una biografía de Luis Cernuda más extensa. En este caso ha sido menos ambicioso y ha refrito algunos textos previos en esta introducción al cosmos cirlotiano que se lee con bastante interés. Un motivo de ello es que no se centra en las simpatías filonazis de Cirlot, lo que no quiere decir que evite hablar del tema, pero lo orilla como lo que fue, una provocación casi infantil que se limitó a cierto gusto por la simbología hitleriana; otro estudioso actual más amarillista se hubiera centrado en ello para dar lugar a una disertación moralizante insufrible.

Otro punto a favor del libro de Rivero es que no es pretencioso ni técnico y además rehúsa ser el estudio definitivo sobre Cirlot. Se limita a presentarlo con claridad e invita a seguir leyéndolo y estudiando su mundo. Salvo expertos en el poeta, que no encontrarán nada nuevo, los profanos tenemos una buena puerta de entrada aquí.