30.10.20

agustiniana


Xavier Zubiri sostenía en Naturaleza, Historia, Dios aquello de que “nosotros somos los griegos”.  Sin embargo ya en el propio título de este compendio filosófico, donde solo uno de los tres términos proviene de la Hélade, vemos contradicción. Aquí matizaríamos que acaso somos unos oriundos de Grecia que llevan dos milenos residiendo en Jerusalén. O que tal vez que querríamos pensar que como filósofos somos herederos de Atenas, pero desde luego como personas provenimos del cristianismo. 

Platón y Aristóteles nos deslumbran, pero su mundo no es el nuestro. Sus dilemas, anhelos y anatemas nos resultan interesantes y exóticos, pero no entrañables en el sentido más literal del término. No nos jugamos el pescuezo con ellos. Nuestra situación social y política, nuestras angustias y esperanzas del día a día no van por allí; remiten a la cosmovisión cristiana, definitoria de Occidente desde su origen hasta hoy, incluso aunque esté desacralizada.

Sólo al positivismo del siglo XIX se le pudo ocurrir algo tan dudoso como dividir la historia de la filosofía en dos etapas: filosofía antigua y cristianismo por un lado, filosofía moderna por otro (con Descartes de parteaguas).

Es con la filosofía cristiana, y en concreto con San Agustín, con el que empieza ya esta otra cosa en la que estamos nosotros.

Quintín Racionero, un añorado maestro, decía que el de Hipona no tuvo grandes aportaciones filosóficas originales, pero que supo sintetizar como nadie las corrientes que le precedieron para cimentar el orden medieval, y que por eso no es el último de los clásicos sino el padre de los nuevos. Con razón se dice de él que es el primer filósofo cristiano, el primer europeo y el primer moderno.  

Con Agustín se asienta en la historia de la filosofía el “yo”, la subjetividad, el tiempo, la creación desde la nada, una historia con principio y catarsis final, el equilibrio entre fe y razón… y demás conceptos en los que todavía nos movemos hoy.   

Él ya vivió con perspectiva histórica, conoció al Imperio romano es sus últimas. Sabía de otras civilizaciones extintas y que los pueblos extranjeros eran diferentes entre sí, que no todos cabían bajo el rótulo de “bárbaros”. Entendía que el mundo es una variedad de las épocas y los pueblos, no vivía sobre el horizonte atemporal y cíclico de los griegos. Fue el primero en ver una línea que iba desde un principio al que le antecedía la Nada, y un final de los tiempos en el que esperaremos la sentencia de Dios. 

“La historia es, para San Agustín, historia del gran drama de la salvación” dice Ferrater Mora. Las naciones y las revoluciones de la Modernidad son la traducción laica de eso.

 

Su libro de las Confesiones es tal vez paradigmático de uno de los problemas con la lectura filosófica, y es que no resulta particularmente grata (aunque tiene la agilidad de una novela de aventuras si lo comparamos con Kant y Hegel, por ejemplo). Y desde luego no es abordable sin las muletas de un buen prólogo o de un manual introductorio.  Entendemos su importancia y captamos su sentido, pero sencillamente preferimos una fuente secundaria que nos lo cuente. Así que no diremos que el libro directamente nos conmovió, porque no lo hizo. Como con tantos otros hitos de la filosofía, hemos necesitado un guía.

De cualquier manera sus reflexiones sobre el tiempo sí nos han sacudido. En parte porque en este juego de espejos que es leer, ya estamos en una edad en la que entendemos que ha habido un pasado que sigue presente pero que ya es inmodificable, y que el futuro se cierne como nosotros sin que nos garantice nada. A partir de cierta edad somos como Agustín mirando atrás a épocas agotadas y pueblos desparecidos; nosotros hemos evolucionado tanto que ya no nos reconocemos en nuestra juventud, hemos comprobado que todo cambia y nada vuelve para darnos otra oportunidad. Crecer es entrar en la historia agustiniana frente a la inmadurez sempiterna de los griegos, que como buenos jóvenes no veían más allá de las inmediaciones de su ombligo. Frente a esa mocedad helénica entendemos que no todo ha estado ni estará aquí siempre, y que ni nosotros somos sobresalientes ni los otros necesariamente peores.

Nuestros cuerpos pertenecen a su época y que con ella se gastan. Somos lo que el tiempo ha hecho de nosotros. El tiempo planetario que nos envejece y el tiempo histórico que nos agarra por las solapas.  Podríamos ver aquí una especie de ontología del ser social de cuño marxista, si no fuera porque en la antropología agustiniana hay obviamente un alma eterna. Pero en ambos casos el quien soy yo no se resuelve sin la circunstancia histórica a la que hemos sido arrojados.     

Agustín dice también “existe en el alma la expectación de los futuros” y aunque intentemos racionalizar el concepto no hay manera de escapar de esa expectación; “un futuro largo es una larga expectación de futuro”, añade. Parece que está a punto de hablar de la esperanza en un mañana mejor, que como es sabido la modernidad se limitó a trasladar del más allá al más acá, de los cielos a una Historia teleológica.

Pero la esperanza en el mañana está ahí. Y también su reverso, el temor a que el futuro se eche a perder. Para los griegos todo estaba ahí siempre, y a lo sumo se agotaba momentáneamente para repetirse en ciclos.  El cristianismo empero nos presenta una creación, un acontecimiento en el que empieza todo, pero también anuncia un final del que no todo el mundo saldrá bien parado.

Los griegos no tenían visiones apocalípticas ni temían por un futuro lineal donde nada iba a poder repetirse. Parece que el gran acontecimiento cristiano nos arrojó a una historia humana donde nada será nunca tan fácil.

16.10.20

martes

 

Hacia un saber del alma de María Zambrano. Compro el libro y vuelvo corriendo a casa nervioso. Lo abro y empiezo a leerlo con la expectativa absurda de que va a ser una obra definitoria en mi vida, que va a cambiar mi modo de ver el mundo. Al principio me pregunto si no lo estaré entendiendo; me culpo por no ver su grandeza. A la mitad me doy cuenta de que tengo muchos años y lecturas como para seguir fingiendo que no me doy cuenta de lo flojo que es. 

(En realidad, María Zambrano me gusta más como personaje que como filósofa.)

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El Ateneo de Madrid es la única biblioteca que sigue abierta en la pandemia, al menos que yo sepa. Voy porque necesito un sitio donde poder leer sin escuchar lloros de bebé. Pero sigo despreciando este lugar. Emana malas vibras. Por mucho que lo remodelen a costa del contribuyente, sus sempiternos ateneístas revenidos y crepusculares lo convierten en un lugar ingrato.

Su gestión por supuesto es nefasta.

Se da el hecho, además, de que no convence a nadie más allá de su logia de incondicionales. He conocido a mucho diletante y hombre de letras en Madrid que ha pasado por allí, pero ninguno que guarde un buen recuerdo.

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Me interesa el filósofo X. No es conocido y está poco trabajado. Encuentro sobre él un pdf con una tesis doctoral en una universidad de tercera. La leo, me parece buena y decido escribir a su autor para felicitarle, un tal Y que no tiene nada más escrito. Su respuesta, semanas más tarde, es displicente, casi grosera. Me habla como si miles de fans le escribieran cada día, como si su tesis fuera el acabose de la historia de la filosofía. 

No es algo raro. El mundillo de la filosofía en España está lleno de idiotas relamidos más bien patéticos.  

12.10.20

lunes

 

Nos vinimos a vivir a Prosperidad hace un año porque nos ofrecieron un buen apartamento que podíamos permitirnos; no hubo ningún otro motivo para el cambio.

Por supuesto yo encaré la mudanza con optimismo, dispuesto a encontrarle los aspectos interesantes a este nuevo barrio. Y al principio sí es cierto que esos pequeños detalles entrañables que tiene -y de los que hablaré otro día- me entusiasmaron. Arquitectónicamente La Prospe es de un feísmo militante, pero atesora buena gente y sitios con leyenda.

Lo malo es que llegó la pandemia y todo se volvió gris. Ya no se puede ir por las calles con el ánimo despierto, queriendo escuchar a los vecinos y merodeando por sus comercios. Ahora todo es recelo y rabia contenida.

La situación hace además que la vida social haya disminuido, y tampoco hay mucha motivación para hacer nada lejos de nuestros perímetros distritales.

Mi sociabilización como padre en los tiempos del cólera consiste en recibir visitas en el barrio.

 

Charlie se pasa mucho por aquí y su compañía es siempre agradable. Casi no habla del virus, hace todo lo posible por vivir ignorándolo. Sus inquietudes existenciales han variado poco, y le encanta acompañarme a los parques infantiles y sentirse él también un poco padre entre los padres.

Otra cuestión es Nicasio. Yo le tenía por una persona brillante y libre, pero desde que empezó esto vive permanentemente asustado. Sólo ha venido un par de veces y lo ha hecho como forzado, siempre obsesionado con las distancias y sin querer entrar en un local cerrado. Jamás se quita la mascarilla; llevo meses sin verle la boca. Estar con él es pesado. Nada bello parece llamar ya su atención; todo es ahora peligro viral y conspiraciones de la extrema derecha. Su conversación se ha secado.

Me entristece verlo tan vencido y mediocre. No creo que nuestra amistad supere este período. Ya es un tópico decir que estamos en un cambio de época, pero también lo es para las pequeñas cosas como éstas. 

Se refuerzan lazos, pero también hay purgas entre los seres amados. 

Confío en que Prosperidad vuelva a hechizarme.

6.10.20

Revista Xenomórfica

 


Uno ya va acumulando nostalgias y recuerda tiempos anteriores a la aparición de internet, con esa emoción adolescente de coleccionar revistas marginales y heroicas, de esas que solo salían unos pocos números, o acaso solo uno, y pronto desaparecían para convertirse en leyenda de minorías.

Ahora hay miles de webs que multiplican las posibilidades informativas y una publicación en papel es un objeto vintage ya nada más salir de la imprenta. Pero sigue siendo bonito palpar proyectos valientes hechos con esmero y gusto.

La editorial Holobionte sacó este año una revista llamada Xenomórfica, unidad alienígena de pensamiento y vanguardia de la que hay un único número, el de Junio, sin que de momento haya tenido continuidad. Salió en el punto álgido de la pandemia y así lo anuncia orgullosa. El virus actual es referido en el editorial como un “contagio con el afuera”, y afirman que ha sido la motivación última de su nacimiento.

La revista ofrece varios artículos y entrevistas, con su inevitable diversidad de calidades, y básicamente analiza dos de las últimas vanguardias tecnofilosóficas y artísticas, que son el transhumanismo y el aceleracionismo. La primera corriente quiere preparar el próximo paso evolutivo del sapiens ayudándose en la tecnología; el segundo quiere acelerar el desarrollo capitalista para que todo haga boom y empiece algo nuevo.

Se hunde aquí al lector en todo un mapa conceptual siguiendo el mandato de Deleuze y, como suele pasar cuando las humanidades se ponen a crear conceptos, el invento tiene poco de riguroso pero vigoriza el intelecto que da gusto. “Geotrauma”, “aliensimo”, “xenopolítica”, “hiperstición”… serán tal vez los términos que utilizaremos para entendernos mañana, o no y pasarán al olvido como tantos otros, pero lo que nos divertimos hoy con ellos no nos los quita nadie.

El diseño es atractivo y se lee bien, aunque hay artículos que sospecho que ni su autor entiende, pero seguramente Xenomórfica no será olvidada, como aquél mítico El paseante ciberpunk de los años noventa, que todavía hoy se cita a mansalva en publicaciones de ciencia ficción y tratados futuristas.

1.10.20

El factor Churchill, de Boris Johnson

 

El factor Churchill se lee con facilidad. No es propiamente una biografía sino más bien una elegía al gran líder inglés, salpimentada eso sí con abundantes anécdotas y alguna que otra reflexión política de cierto interés. Su autor es el actual primer ministro británico, Boris Johnson, que antes de saltar a la política era un célebre periodista autor de varios libros.

El “factor Churchill” del título es una idea que aspira a convertirse en concepto universal. Johnson nos explica en las primeras páginas que se refiere a esas situaciones históricas en las que todo parece fatalmente determinado hasta que surge una sola persona para cambiarlo todo. Por supuesto lo ejemplifica con el empeño de Churchill de luchar contra Alemania en 1940, cuando una mayoría de políticos británicos urgían a mantenerse al margen. Según Johnson, y esto parece bastante verosímil, si otra persona hubiera sido primer ministro seguramente no hubiera habido la valiente resistencia británica que dio tiempo a una intervención de Estados Unidos y la posterior derrota del III Reich.

Sin duda la idea de que existe un posible “factor Churchill” contradice todas las teorías históricas estructuralistas y materialistas en las que las iniciativas individuales no tienen casi importancia (Esto es un tanto a favor, porque lo de los manuales de historia en los que las victorias militares se explican por el precio del trigo nos chirrían ya un rato).

 

Tanto el biografiado, que escribió decenas de libros, como el autor, son talentosos y prolíficos. Aunque no he leído nada del primero, le dieron el premio Nobel (según nos cuentan aquí en parte porque los suecos querían hacerse perdonar por su neutralidad en la IIGM), por lo que más o menos escribiría bien. En cuanto al segundo, solo conozco este libro, pero desde luego es una buena obra, ágil y con argumentaciones bien cosidas.

Aquí ya tenemos el primer hecho que llama la atención para un carpetovetónico: dos primeros ministros del siglo XX británico ostentan una más que probada competencia intelectual. Al margen de si se está de acuerdo con sus políticas o no, ambos demuestran además empuje y voluntad de cambiar las cosas; no se dejan arrastrar por los acontecimientos, los provocan. De Churchill está todo dicho en este sentido, pero Johnson también fue fundamental en sacar al Reino Unido de la Unión Europea, tarea hercúlea para la que no todo el mundo estaba capacitado. 

 

También llama la atención para un habitante de España, un país tan severo consigo mismo, la parte del libro sobre los errores de Churchill, que Johnson desarrolla en varias páginas, pero minimizándolos y tratando de justificarlos. Excluye los bombardeos de Dresde, que solo se mencionan de pasada, pero quedan entre muchos otros, Galípoli, donde por un traspié táctico de Churchill murieron miles de soldados aliados, o la decisión de regresar al patrón oro que arruinó la industria británica.

(Uno no puede dejar de pensar que si escribiéramos aquí con tal benevolencia y voluntad exculpatoria sobre nuestros líderes, también podría haber un “factor Adolfo Suárez” o incluso un “factor Conde  Duque de Olivares”.)