10.3.23

Los orígenes de la cultura, de René Girard

Para reseñar un libro cualquiera acostumbramos a seguir un esquema. Según ese esquema lo propio es empezar dando escuetamente los datos biográficos del autor. En el caso de René Girard hay una parte sencilla, y es que nos consta que nació en Francia en el año 1923, que la mayor parte de su vida académica transcurrió en Estados Unidos, y que allí murió en el año 2015. Lo complicado viene cuando queremos ponerle algún rótulo al campo de estudio al que se dedicó, o sea, atribuirle una disciplina académica. No es fácil determinar si fue un teórico de la literatura, de la religión o un antropólogo. Podríamos decir que fue un poco los tres con la peculiaridad de que lo fue siempre desde la perspectiva de la teoría mimética (aunque eso realmente ayudará poco al que desconozca qué es la mentada teoría). 

Afortunadamente, en la página 155 de Los orígenes de la cultura el mismo Girard afirma que le gusta que le llamen “antropólogo clásico”. Así que, como en estos tiempos de sacralización de las identidades auto percibidas sería impertinente hacerle cualquier alegación, se queda con ese título.

René Girard fue pues un antropólogo clásico de larga vida cuyos intereses intelectuales empezaron en la literatura, continuaron en la antropología, y culminaron en los estudios religiosos. Siempre desde una intuición inicial de que Aristóteles tenía razón cuando dijo que el ser humano se distingue de los otros animales en que es mimético (ahora sabemos que los animales también pueden ser miméticos, pero no es cuestión de corregir al Estagirita con datos científicos del siglo XX). Aunque esta idea nunca se abandonó del todo en la historia cultural de Occidente, sí transitó por caminos secundarios. Con la llegada de la modernidad y su encumbramiento del yo original a toda costa esta concepción del hombre se convirtió directamente en anatema. 

Girard rehabilita esta tradición orillada y le da estructura. No es el primero en hablar de mimetismo, pero nadie lo había hecho antes con tanta profundidad y sistematicidad. Epistemológicamente también se sale de lo habitual, ya que menosprecia la filosofía y privilegia la buena literatura, en la que ve un documento que avala la condición mimética del ser humano. Luego, más adelante, también incluye los Evangelios y los relatos mitológicos, con los que va ampliando su corpus teórico y llega a la idea del chivo expiatorio y la universalidad del sacrificio. Las conclusiones que fue sacando en este periplo intelectual, casi por coherencia lógica, le llevaron a convertirse al catolicismo. 

Los trágicos sucesos del once de septiembre del 2001 en Nueva York le dieron notoriedad internacional, ya que esa mezcla de violencia y religión parecían confirmar sus propuestas teóricas.  

1.3.23

Epístolas morales a Lucio, de Séneca

 


Las Epístolas morales a Lucio son un total de veintidós libros donde se resume bien el pensamiento de Séneca. Están dirigidas a Lucio, un regidor romano, aunque la idea era que se divulgaran entre la sociedad romana. Son textos muy hermosamente escritos. El género epistolar, tan común en la época, juega en favor de la autenticidad y la belleza. Habla para que Lucio y todos nosotros le entendamos. Séneca no busca abrumar con jerigonza, no arguye conceptos que nos deslumbren; habla de la existencia humana en un lenguaje común, no filosófico, o sea, sin esconderse en terminología metafísica, y sus argumentaciones quedan honestamente desnudas. Aquí los hombres mueren y se duelen, exclaman y temen, tal cual, como sucede en la calle y en la cantina de más abajo.

Hay mucha verdad en Séneca; una verdad sin artificios, vulnerable y transparente. Como le vemos las costuras a sus ideas podemos dialogar con él y aprender a vivir, que en suma es de lo que se trata. Y nada honra más su dignidad como maestro que nuestras enmiendas.

En las Epístolas, y en concreto en este libro tercero, Séneca pone de ejemplo a varios héroes históricos y mitológicos que afrontaron la muerte y la injusticia con un valor que rayaba en la apatía lítica. Afirma que lo peor que puede pasar es morir, y que eso no es tan malo, que no hay desgracia que podamos imaginar que no sea insuperable.

Llega a decir que no hay que amar demasiado la vida. Lo que resulta intranquilizador. Su apología de la renuncia a ser más de lo que somos, a conformarse, suena incluso antinatural ¿El conatus humano no es genéticamente inconforme y ambicioso? Porque habrá más tarde una renuncia, la cristiana, pero que será completamente distinta, ya que su finalidad es abrazar lo más grandioso inimaginable, no sumirse en una dócil ataraxia. Será una renuncia que aspire a beberse los cielos, no a la calma de un felino somnoliento.

En cuanto a las reflexiones sobre la muerte. Leyéndole a uno le ronda la pregunta de si amó a alguna mujer u hombre, si temió dejar a su hijo solo en el mundo. La muerte propia, obvio, no estamos para verla. Podemos sentir, incluso lo reconocemos, cierta curiosidad intelectual. Podemos ir serenos a nuestra muerte, pero no despedirnos de los seres queridos. Él no menciona a los que dejamos atrás, para los que nuestra muerte es orfandad. Y sobre todo la muerte del otro amado, de la que no nos recuperaremos nunca, y que nunca aceptaremos, y con la que nunca tendríamos que reconciliarnos. 

Hay otra cuestión que nos aleja de Séneca y es su propia biografía. Aunque deberíamos encarar los textos filosóficos con actitud fenomenológica, poniendo entre paréntesis todo lo que creemos conocer, inevitablemente sabemos que fue un hombre próximo a Nerón, al que defendió siempre frente al senado, y que esa proximidad con el emperador le permitió amasar una de las mayores fortunas de su tiempo. Creemos que hay que tener mucho cuidado para pontificar en términos morales. Quien nos va a decir cómo vivir nuestra vida tiene que tener una ejemplaridad impoluta. Si hemos de aceptar consejos y recriminaciones, si le vamos a dar tal poder a alguien sobre nosotros, hay que estar seguros de que tiene excelencia como para poder hacerlo. Nada irrita más que la falta de reciprocidad lógica en los argumentos morales, eso de “vive con humildad, abraza la templanza” viniendo de quien vive en un fastuoso palacio regado de vino y oropeles.


El estoicismo en concreto, que tan bien representa Séneca, fue la filosofía laica más “exitosa” de la historia, ya que fue hegemónica en el Imperio romano por casi cinco siglos. Sobrevivió al colapso de la Hélade para convertirse en suelo nutricio del imaginario romano, atravesó la Edad Media y la Ilustración, y aun hoy se lo puede considerar vigente.    

Pero ¿hasta qué punto nos convencen hoy los estoicos y las demás filosofías helénicas? Leyéndolos uno recuerda la acusación que San Agustín les hizo a los pensadores de la etapa helenística: inhumanos. 

María Zambrano defendía en su libro sobre Séneca que éste intentaba hacer una religión con la razón, que la razón fuera consuelo ante las desgracias de la existencia. Pero si consideramos que la pérdida de un hijo es el dolor máximo al que puede ser sometida una madre, y que en su Consolación a Marcia -donde intenta confortar precisamente a una madre cuyo hijo a muerto en combate- Séneca le dice a la señora que si los animales no guardan luto ella no tendría que hacerlo y, es más, añade que “la larga añoranza por la cría” es una mera “convección” social, quizá podemos concluir que su intención sería crear una religión consoladora de la razón, pero que desde le faltaba mucha piedad y empatía con el sufrimiento del otro para lograrlo.

Se les reprocha a los estoicos que promueven una ética para dioses. Pero más bien parece una ética para piedras