Es un género con muchos subgéneros, etapas y tendencias. En
los años ochenta surgió el ciberpunk, que luego mutó en variantes como el
postciberpunk, el biopunk y demás punks, hoy vigentes; si bien el núcleo duro
fue el del principio, el de William Gibson y Bruce Sterling. A ellos se les
deben las primeras novelas configuradoras, aquellas que transcurrían en
megalópolis de mestizaje y silicio, con inteligencias artificiales que buscaban
el control, humanos con implantes tecnológicos que se movían en lo que llamaron
el “ciberespacio”, y corporaciones globales que heredaban poder y paranoia de
los desvanecidos estados-nación.
En 1988 Bruce Sterling publicó Islas en la Red, un libro
que nos lleva a preguntarnos si el ciberpunk tuvo que reconvertirse
precisamente porque había acertado tanto en sus vaticinios que ya no era
ciencia-ficción, sino casi un naturalismo hecho en prospectiva.
Islas en la Red describe un primer cuarto del siglo XXI en
el que la URSS sigue existiendo, aunque ya no hay guerra fría y el planeta
ahora es un mercado global en el que los grandes imperios comerciales dominan
el mundo. El fin de las tensiones internacionales ha hecho que florezcan las
subjetividades y que las gentes no se identifiquen más con sus países, sino con
grupos identitarios que eligen libremente (el feminismo, por ejemplo, se ha
convertido en una religión). Para perplejidad de los nacidos en el
“premilenio”, los jóvenes del siglo XXI rechazan los bienes materiales y se
pasan el día conectados a la Red -sí, llamamos así a internet por este Islands
in the Net-, una mezcla de ordenador y televisión que conecta al individuo con
cantidades ingentes de valiosísima información.
En la novela las luchas políticas se centran precisamente
en el robo de datos, ya que los piratas informáticos del tercer mundo atacan a
Occidente desde territorios libres como la Isla de Granada o Singapur, en una
suerte de nueva lucha de clases global.
La trama tiene que ver con un asesinato en plenas
negociaciones de paz entre la protagonista, llamada Laura Webster,
representante de una corporación, y los hackers rebeldes. El crimen hace que
ella tenga que viajar por distintos continentes; así Sterling puede ir introduciendo
diversos escenarios y conocemos al fin las “islas” del título, esos enclaves
fuera de la Red en la que se desarrollan comunidades autárquicas, o “utopías piratas”, como las llamó Hakim
Bey, que para su manifiesto libertario de las Zonas Temporalmente Autónomas se
inspiró en este libro.
Hay, obviamente, errores un tanto sangrantes, como que las
personas sigan usando el télex en lugar de la Red para comunicarse, pero brillan
sobre todo las intuiciones acertadas: además de un zeitgeist reconocible en toda
la historia, Sterling habla de drones y ordenadores personales que llevaremos
encima, ingeniería genética, y conflictos norte-sur en lugar de
este-oeste.
Cerramos con un
pasaje perturbador y profético si tenemos en cuenta que está escrito en,
insistimos, 1988: “La Red era muy parecida a la televisión, otra antigua
maravilla de la época. La Red era un enorme espejo de cristal. Reflejaba lo que
se mostraba en ella. En su mayor parte banalidades humanas. Laura pasó
rápidamente con una mano por la basura siempre incluida en el correo
electrónico. Catálogos de compra por cable. Campañas del Concejo Municipal.
Obras de caridad. Seguros sanitarios. Laura borró toda aquella basura y se
dedicó al trabajo”.