29.7.18

Islas en la red, de Bruce Sterling


La ciencia ficción provoca risitas entre los defensores de la “alta cultura”. Aunque si las escuchamos bien esas risitas son huecas, temerosas; son más bien las risitas nerviosas de quién sospecha que está equivocado. Porque de hecho la ciencia ficción ha logrado, más y mejor que ningún otro género literario, presentarnos metáforas políticas e históricas en las que vernos reflejados; imágenes de la naturaleza humana como horizonte de posibilidades;  o modelos de convivencia alternativos y predicciones sociales sobre los que trabajar y aprender.

Es un género con muchos subgéneros, etapas y tendencias. En los años ochenta surgió el ciberpunk, que luego mutó en variantes como el postciberpunk, el biopunk y demás punks, hoy vigentes; si bien el núcleo duro fue el del principio, el de William Gibson y Bruce Sterling. A ellos se les deben las primeras novelas configuradoras, aquellas que transcurrían en megalópolis de mestizaje y silicio, con inteligencias artificiales que buscaban el control, humanos con implantes tecnológicos que se movían en lo que llamaron el “ciberespacio”, y corporaciones globales que heredaban poder y paranoia de los desvanecidos estados-nación.

En 1988 Bruce Sterling publicó Islas en la Red, un libro que nos lleva a preguntarnos si el ciberpunk tuvo que reconvertirse precisamente porque había acertado tanto en sus vaticinios que ya no era ciencia-ficción, sino casi un naturalismo hecho en prospectiva.

Islas en la Red describe un primer cuarto del siglo XXI en el que la URSS sigue existiendo, aunque ya no hay guerra fría y el planeta ahora es un mercado global en el que los grandes imperios comerciales dominan el mundo. El fin de las tensiones internacionales ha hecho que florezcan las subjetividades y que las gentes no se identifiquen más con sus países, sino con grupos identitarios que eligen libremente (el feminismo, por ejemplo, se ha convertido en una religión). Para perplejidad de los nacidos en el “premilenio”, los jóvenes del siglo XXI rechazan los bienes materiales y se pasan el día conectados a la Red -sí, llamamos así a internet por este Islands in the Net-, una mezcla de ordenador y televisión que conecta al individuo con cantidades ingentes de valiosísima información.

En la novela las luchas políticas se centran precisamente en el robo de datos, ya que los piratas informáticos del tercer mundo atacan a Occidente desde territorios libres como la Isla de Granada o Singapur, en una suerte de nueva lucha de clases global.

La trama tiene que ver con un asesinato en plenas negociaciones de paz entre la protagonista, llamada Laura Webster, representante de una corporación, y los hackers rebeldes. El crimen hace que ella tenga que viajar por distintos continentes; así Sterling puede ir introduciendo diversos escenarios y conocemos al fin las “islas” del título, esos enclaves fuera de la Red en la que se desarrollan comunidades autárquicas,  o “utopías piratas”, como las llamó Hakim Bey, que para su manifiesto libertario de las Zonas Temporalmente Autónomas se inspiró en este libro.

Hay, obviamente, errores un tanto sangrantes, como que las personas sigan usando el télex en lugar de la Red para comunicarse, pero brillan sobre todo las intuiciones acertadas: además de un zeitgeist reconocible en toda la historia, Sterling habla de drones y ordenadores personales que llevaremos encima, ingeniería genética, y conflictos norte-sur en lugar de este-oeste. 


Cerramos con un pasaje perturbador y profético si tenemos en cuenta que está escrito en, insistimos, 1988: “La Red era muy parecida a la televisión, otra antigua maravilla de la época. La Red era un enorme espejo de cristal. Reflejaba lo que se mostraba en ella. En su mayor parte banalidades humanas. Laura pasó rápidamente con una mano por la basura siempre incluida en el correo electrónico. Catálogos de compra por cable. Campañas del Concejo Municipal. Obras de caridad. Seguros sanitarios. Laura borró toda aquella basura y se dedicó al trabajo”.  

22.7.18

Dos libros de Pascal Bruckner



Pocas actitudes habrá más infames que intentar presentarse como mártir cuando no se es tal; pocos comportamientos serán más patológicos que pretender ser cómplice de crímenes en los que no se tuvo responsabilidad alguna. Que individuos o colectivos quieran atribuirse desdichas, ya sea como víctimas o victimarios, cuando nada sucedió en sus cuerpos, cuando su carne sigue inmaculada, es un insulto a los inocentes y una relativización de la culpa de los verdugos. 

Pascal Bruckner es un filósofo y novelista francés que publica con cierta regularidad y algunos de sus libros se han traducido al español. De estos, en concreto, hay dos especialmente relevantes que pueden leerse como complementarios, si bien el propio autor no parece haberlo querido así: La tentación de la inocencia (Anagrama, 1996) y La tiranía de la penitencia (Ariel, 2008).
El primero, como indica el título, habla de la infantilización y victimismo sistemático en el que caen personas y grupos.  Hoy todo el mundo quiere poder atribuirse sufrimientos; hay una necesidad de que la sociedad nos de una palmadita en la espalda como si fuéramos un niño que se acaba de lastimar en el parque. Las cuestiones de género son un ejemplo especialmente claro, también las relaciones de Europa con sus periferias.
Hay toda una “industria de derechos” que crece exponencialmente encontrando nuevos agravios a minorías, y que ya ha llegado hasta la minoría máxima, el individuo convaleciente por las mil calamidades que le han caído encima por el mero hecho de respirar (Por supuesto, ahí ya ha muerto la política porque es imposible dialogar con quien se rasga las vestiduras ante la más mínima refutación).
Al final, la aberración. Para alcanzar el estatuto de oprimido se recurre a la imagen de los judíos; se adapta el imaginario del pueblo perseguido al individuo o grupo, por muy burgueses y privilegiados que sean los apropiadores.
Denunciar la falsa victimización es esencial para hacer justicia. O como dice Bruckner: “¿Por qué es escandaloso simular el infortunio cuando no nos está afectando nada en particular? Porque se usurpa entonces el lugar de los auténticos desheredados. Y éstos no reclaman derogaciones ni prerrogativas, sino sencillamente el derecho a ser hombres y mujeres como los demás”.

La tiranía de la penitencia habla del reverso: el afán de protagonismo que tiene quien quiere cargar sobre sus espaldas con todas las tropelías de Occidente, como si solo aquí hubiera habido perversos.
Hay una pasión mórbida consistente en estar todo el día pidiendo perdón a las minorías. Lo que tiene bastante que ver, en realidad, con las ganas de seguir siendo los reyes del mambo. Los blancos europeos piensan que son el centro del globo, aunque sea por lo malos que son. De una manera retorcida disfrutan al apreciarse omnipotentemente culpables de todos los infortunios.
Nada que alegar, por supuesto, a los verdaderos criminales que se arrepienten con sinceridad. Bruckner explicita muy bien la diferencia entre arrepentimiento y remordimiento: “el primero reconoce la falta para apartarse convenientemente de ella, para saborear la gracia de la recuperación; el segundo permanece por la necesidad enfermiza de experimentar la quemazón. El remordimiento no se arrepiente del pecado, se realimenta de él, desea llevarlo clavado para siempre”.
Una de las características de este regodeo de niños traviesos es el gusto por hurgar en el pasado. Buscar expiación por lo que ya sucediera en las cavernas y justificarse diciendo que eso es recordar. Pero, dice Bruckner, “lo contrario de la memoria no es olvido; es la historia”. O sea, que la sangre que se vertió en otras calendas está para ser honrada, no para que chapoteemos en ella.

12.7.18

La monserga



El diccionario de la RAE define “monserga” como: 1. Lenguaje confuso y embrollado 2. Exposición o petición fastidiosa o pesada.


Entonces, según esto, la inmensa mayoría de las argumentaciones que se hacen en el mundo de las humanidades europeas son monsergas. No hay libro o conferencia, lección universitaria o conversación cultureta, en la que no se recurra a jerigonza críptica y a salmodias catastrofistas. Todo está fatal, nos dicen, vamos al abismo, y donde antes había cordialidad y amor, hoy solo hay individualismo y consumismo.


(No hace falta ser Freud para entender que estos alarmistas se refieren a su biografía personal trasvasada, cuando sus mamás les acunaban y les miraban solo a ellos -¡qué importante es esto último!-, porque para decir que la vida colectiva se ha deteriorado recientemente, que hace veinticinco o cincuenta años estábamos mejor y éramos más libres y solidarios que ahora, hay que tener serios problemas para discernir la realidad de los delirios. Es, sin duda, sintomático de un destete traumático, de añorar la suavidad de los polvos de talco en los ardorosos roces del pañal y el siempre tranquilizante olor de Nenuco sobre nuestras cabecitas.)


Fernando Savater los llama  “enmendadores del mundo”; proyectan sobre el horizonte común las grisuras de su ánima y todo se les antoja digno de imputación . Elías Canetti habla de la persona “malaventura”, que desestima a los hombres y siempre busca pruebas que los incriminen; nunca es tan feliz como en las desgracias colectivas, que certifican por todo lo grande su pesimismo antropológico.


Por supuesto, si todo está perdido de antemano, la coartada para la inacción está garantizada (o como dicen más estilosamente los postmodernos, “no hay escapatoria”).


Es el pensamiento de la posición fetal. En la cama, encogido, protegiéndose la cabeza con la manos, lloran y exclaman con gritos casi dadaístas que qué actualidad tan horrible, que si el neoliberalismo malvado, que si, a lo Foucault, mi vecino es mi carcelero y la modernidad una inquisición con zapatillas de marca.


Y así encontramos la multiplicación exponencial de la monserga. Está en todas partes, infiltrada en todo texto, en toda frase, en cada sílaba. Una moralización inhabilitante que no ofrece alternativas, sólo reproche (Es sin embargo bueno para la conciencia; permite quejarse y anatemizar sin despeinarse).


Como tanta bilis acaba oliendo, la monserga retuerce su sintaxis para disimular; se cubre con un caparazón de lenguaje entre poético y técnico, así como teología paganizada. Los tomistas frailunos que prometían el cielo y advertían sobre el infierno ahora tienen cátedras de sociología y escriben en Le monde. Siguen resentidos, siguen ininteligibles. Cuando rascas, eso sí, tras su escolástica materialista no hay nada. Son fieles a sus prejuicios, no a la realidad.


La monserga solo es resentimiento y banalidad envueltas en palabras tan estériles como absurdamente prestigiadas.  Por eso, lastimosamente, para entender el presente y las posibilidades de liberación que éste ofrece es inútil recurrir a sus dominios. Por eso acabamos leyendo a sociólogos o divulgadores científicos norteamericanos, que ciertamente carecen de la retórica metafísica de los humanistas europeos, pero tienen al menos el detalle de hablarnos de lo que sucede en el mundo, no se limitan a mostrarnos sus pañales sucios.