29.1.21

Así empieza todo, de Esteban Hernández

 

Vivimos tiempos en los que la política se ha convertido en un escupidero de bilis. En la esfera pública no hay nada constructivo ni ilusionante, sólo insultos y anatemas moralistas. Por eso se agradece dar con un autor al que no se le puede ubicar en ninguna bandería vigente, y que en lugar de escribir con dedo acusador se limita a analizar con sosiego los problemas actuales.

Esteban Hernández es un columnista de El Confidencial que desde hace un lustro saca un libro al año. El último es Así empieza todo. La guerra oculta del siglo XXI. Son diez capítulos y doscientas cincuenta páginas muy bien escritos -con algunos párrafos cincelados de hecho con gran belleza- en los que indaga en el porqué de los cambios geopolíticos actuales y cómo el Covid-19 no ha hecho más que agudizarlos, hacia dónde nos dirigimos con este nuevo orden iliberal que padecemos, la conversión en pocos años de China de país feudal a superpotencia, la irrupción del teletrabajo y la digitalización, los populismos, y la nueva cultura mainstream individualista y cínica.    

Hernández entiende que el origen de los fenómenos sociales está en su estructura económica. Nos dice que en nuestro tiempo coexisten dos maneras de entender el capitalismo, por un lado el fordista, que es productivo, industrial, ávido de enraizamientos nacionales y amparo estatal; y por otro lado está el capitalismo financiero, que no construye nada concreto, parasita los procesos productivos, requiere flujos de capital globales, y crece mejor entre sociedades desvertebradas y con estados debilitados.

Tras la crisis del 2008 el capitalismo financiero, en lugar de hacer propósitos de enmienda, salvó la situación acelerando su dominio sobre el fordista, lo que explica que cada vez las clases medias y bajas occidentales vivan peor y se sientan más excluidas de sistema democrático liberal, que hasta hace poco parecía incontestable.

El capitalismo fordista generó muchas injusticias y desde luego no es la panacea, pero como nos recuerda Hernández, había llegado a un punto en que elevó el nivel de vida de la población y funcionaba razonablemente bien. En esta forma de orientar la economía, por ejemplo, cuando un empresario quiere abrir una fábrica de muebles en una ciudad, contrata a los vecinos de la misma, activa una economía de arrastre que beneficia al sector servicios local, y sobre todo paga impuestos en el país, que si el Estado es eficiente se convierten en bienestar social.

El capitalismo financiero sin embargo no funciona así. Sus agentes se mueven entre ciudades globales, buscando territorios donde hacer operaciones financieras que cada vez se relacionan menos con la economía real y que a menudo implican hacer grandes negocios hundiendo sectores productivos. Luego se llevan los beneficios a algún paraíso fiscal sin que no quede nada más que deslocalización económica y resentimiento social en el lugar donde intervinieron.

El autor se adentra sin muchos prejuicios en el charco de lo políticamente incorrecto. Ve una degradación de la condición humana como consecuencia del capitalismo financiero, que está detrás de las grandes transformaciones sociales de las últimas décadas. Sus aliados para ello están en las dos bancadas políticas de hoy. La izquierda contracultural, lejos de traer la liberación anunciada en el 68, no ha hecho más que hegemonizar los medios de comunicación para difundir una ideología nihilista y antioccidental que ha enajenado a grandes capas de la población más tradicional, que además era ya la más perjudicada por la desindustrialización. Los llamados partidos conservadores tampoco supieron ver lo que merecía la pena conservar -la common decency orwelliana-, y respondieron a la contracultura progresista con una contracultura individualista que también dinamitaba toda forma de comunitarismo y apoyo a los que se quedaban atrás.

Ambas corrientes, entre las que oscilamos hoy, no buscaron mantener los valores de siempre sino crear unos nuevos.  Como eso no ha funcionado y básicamente han dejado a las personas perdidas y sin referentes morales centenarios (familia, religiosidad, patriotismo…), ahora se acusan mutuamente de todas las calamidades sociales en lugar de ofrecer proyectos constructivos.

Hernández repite varias veces y de distintas formas que lo que hay que hacer ya para empezar a recuperarnos es restituir los vínculos sociales y los valores conservadores. Para él, este humano apátrida, solitario y volcado hacia una sexualidad cada vez más bizarra que nos imponen los relatos hegemónicos sólo favorece a los especuladores que hacen su agosto entre personas rotas y aisladas. Tenemos que volver a levantar puentes.

Nuestro país no parece tener un futuro muy halagüeño en Así empieza todo. Nuestras élites están poco capacitadas para proyectos a largo plazo y se limitan a oficiar de intermediaros con el capitalismo financiero y los poderes regionales. Muchos de nuestros quebrantos tienen que ver además con la dependencia de Alemania, que no ha estado a la altura como cabeza de la Unión Europea, y cuya alianza con unos Estados Unidos en retirada empieza a ser un pesado lastre.

Pero las propias lógicas del capitalismo igual sí pueden jugar a nuestro favor. Hernández considera inviable que el propio sistema pueda sobrevivir primando su vertiente financiera, ya que necesita un mínimo de productividad real para sustentarse. Entonces sí es posible que afloje un poco su presión y a corto y medio plazo se recupere la economía industrial. Europa podría recuperar su proyecto unificador reactivando la producción y aprovechando la digitalización para refundarse.

Con la llegada de este período de reconstrucción económica la política biliar que nos ha polarizado y enfrentado como sociedad se iría disolviendo poco a poco, y todos estos populismos abrasivos pasarían a ser malos recuerdos colectivos. La economía que produce bienes tangibles a gran escala necesita de redes de cooperación, suma de esfuerzos, buenas comunicaciones, y política eficiente. Requiere que estemos unidos, en suma.

Si tuviéramos que resumir nuestra conclusión de Así empieza todo en una frase, sería que la vuelta de un capitalismo fordista que nos obligue a fabricar cosas juntos es tal vez la última esperanza de esta sociedad depresiva y rota.         


23.1.21

jueves

Hay que distinguir bien entre la ética y el postureo moralista.

La ética es esencial para que todos convivamos en una sociedad saludable y libre. Es una disciplina que exige universalidad en sus postulados; es decir, desconoce las excepciones personales o grupales. Una acción es buena o es mala en sí, no es buena o mala según quien la ejecute. Por ejemplo, la corrupción política -que es éticamente condenable sin excepciones- no está justificada si corre a cargo del partido con el que simpatizo. O la discriminación hacia personas que piensan diferente no está bien si la ejercen los míos y mal si la comenten los otros, es contraria a un obrar conforme a la ética y punto.  

Sin aplicarle cierto rigor y reciprocidad lógica, la ética se desmorona. Si juzgamos diferente las mismas cuestiones según nos convenga degradamos a la ética a un sucedáneo barato, el postureo moralista. 

El postureo moralista consiste en aplicar diferente rasero según convenga. Es una doble moral hipócrita que sólo busca imponerse sobre los otros mediante el chantaje emocional.  Una pretendida indignación que solo busca réditos políticos. Un fingirse moralmente mejor que el vecino.

O sea, el postureo moralista es lo que podríamos calificar como uno de los aspectos más viles de la condición humana.

Hacer que la ética prevalezca es una de nuestras primeras obligaciones cívicas, amerita nuestras energías, pero no tenemos que perder un instante de nuestras vidas escuchando a los portavoces del postureo moralista. 

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Si este largo año 2020 me hubiera pillado hace unos años, lo hubiera vivido con rabia y cierta curiosidad intelectual. Pero me ha tocado con prole, así que estoy sencillamente aterrado. 


20.1.21

¿Sólo un dios puede aún salvarnos?, de Javier Rodríguez Hidalgo.

 

Ediciones El Salmón es una pequeña editorial que poco a poco ha pasado de ediciones modestas vendidas en librerías amigas a distribuirse en grandes superficies. Sus libros suelen ser ensayos más o menos orientados hacia la crítica de la civilización industrial. Tienen por ejemplo una colección llamada El martillo de Enoch que homenajea a los ludditas y que se centra en cuestionar la tecnología moderna. En ella apareció en el año 2013 ¿Sólo un dios puede aún salvarnos? Heidegger y la técnica, de Javier Rodríguez Hidalgo.

El libro es corto, tiene poco más de cien páginas. Se publicó primero como artículo en una revista francesa. Lastimosamente aparece como agotado en la página de la editorial, pero aun así creemos que merece la pena hablar de él, aunque sólo sea para favorecer modestamente su reedición.

Como bien indica el subtítulo, estamos ante un análisis crítico a las contribuciones de Martin Heidegger al tema de la técnica. O sea, que se atreve contra una vaca sagrada de la filosofía. Su osado autor Rodríguez Hidalgo (Vizcaya, 1978), que según la breve información de la cubierta, tiene bastante experiencia en militancias ecologistas y es traductor de Lewis Mumford.

Se ve que ha hecho mucha investigación sobre lo que han dicho otros autores menos célebres en el siglo XX sobre la tecnologización de la sociedad contemporánea, y concluye que el legado de Heidegger es un lastre en comparación. Sin la presión académica, el dirigismo de las editoriales y cierta inercia intelectual igual los estudiosos hubieran puesto el foco en otros autores como Jacques Ellul o el propio Mumford, y seguramente las reflexiones sobre de la técnica hubieran dado muchos mejores frutos. Pero el infundado prestigio del alemán como filósofo de la técnica (casi no escribió sobre el tema) ha hecho que sus seguidores posteriores se hayan perdido en “una reflexión en circuito cerrado en torno a la técnica y el olvido del Ser”, esquinando a otros pensadores que desde luego tenían más profundidad.

Heidegger sostiene una visión “precapitalista” y nada sistemática del tema. Refractario a los ejemplos concretos y amante de las generalidades, habla del uso del martillo, y no del coche (O también se podría decir que sigue hablando de la técnica primigenia cuando el tema en el siglo XX es ya la tecnología industrial con base científica).

La diatriba contra Heidegger está bastante bien trabajada y es evidente que Rodríguez Hidalgo sabe cómo lanzarla. Aquí ni siquiera Ser y tiempo sale indemne, ya que su canonización ha generado que otros filósofos se hayan dedicado al sinsentido de “extraer grandes conclusiones a partir de un único sentimiento”, como hacía el maestro con la angustia o el aburrimiento. Heidegger sale reflejado en estas páginas con un parlanchín que no tenía ni idea de economía ni de tecnología, y que hace girar en torno a intuiciones poco elaboradas sistemas

Aunque no desarrolla el tema, Rodríguez Hidalgo sí señala que la influencia heideggeriana en Francia ha sido especialmente nociva, ya que es desde París desde donde se marcan las modas intelectuales. Quedaría pendiente, creemos, que alguien haga un estudio sobre el tema. Además de otras aproximaciones críticas a Heidegger desde ámbitos concretos, como aquí se hace desde la técnica, ya que “los circuitos cerrados” a los que arroja la jerigonza heideggeriana no se limita a este campo.  


18.1.21

miércoles

 

He sido más o menos autodidacta. Lo que quiere decir que lo he leído todo. Todo. Sin criterio, sin guías, sin maestros. Horas y horas de mi vida deglutiendo libros que no necesariamente entendía o disfrutaba, pero que me sentía obligado a leer para ser considerado culto. Ahora, a mis cuarenta, cumplo los estándares y soy capaz de seguirle las eruditeces al catedrático más exquisito. Pero también entiendo que parecer un wikipedia andante no vale para nada. Podría haber leído menos, mucho menos, incluso sólo medio centenar de libros, pero bien leídos y sobre todo bien escogidos, y en muchos aspectos le habría sacado mejor partido a la lectura. Ya no tiene solución; aunque ahora sí tengo claro que no volveré a perder ni un minuto con autores que no me interesen realmente. 

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Cuando en un debate político actual una de las partes acusa al adversario de fascista tendría que considerarse automáticamente como su derrota. Si ha caído tan bajo es porque ya no tiene argumentos. No está capacitado intelectualmente y, sobre todo, los demás no tenemos que perder el tiempo escuchándole.

14.1.21

lunes


Si reparamos en la gran calidad que tienen determinados blogs, lo dinámicas que son algunas editoriales pequeñas, y los ingentes conocimientos que exhiben personas ajenas a la academia, comprobamos que fuera de las instituciones y de los grandes circuitos suceden cosas muy interesantes. En la sociedad española hay vigor, el pueblo está pensando y se mueve. No todo está mediado por la hegemonía. 

De momento.

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La mayor nevada del último medio siglo en un momento álgido de la pandemia. Vivimos tiempos deprimentes. Se hace ya extraño pensar que hubo un tiempo en que podíamos viajar, entrar en las bibliotecas, o caminar por las calles reconociendo las expresiones faciales de los viandantes.

Tanta excepcionalidad me lleva a plantearme cuestiones que hasta hace poco veía como chifladuras. Por ejemplo tener víveres en casa para varias semanas. O una pala. Veo a mis vecinos retirando la nieve con palas. Jamás se me hubiera ocurrido tener esta herramienta en Madrid, sin embargo ahora veo que es necesaria.

Lo que me lleva a la otra gran cuestión ¿dónde demonios meto yo una pala, o víveres, o lo que sea en mi microapartemento? A duras penas entran ya los juguetes de mi prole ¡cómo para meter más cosas! 

¿Por qué no es un asunto político el tamaño ridículamente pequeño de las casas asequibles en Madrid?¿por qué nadie habla de que tener hijos es condenarse a la pauperización económica?

Llevan años metiéndonos en barriadas de alta densidad para controlarnos mejor y hacer caja, vendiendo o alquilando a precio londinense cuchitriles infames. Esto sí es una cuestión política sobre la que tendríamos que debatir.    

11.1.21

Madrid, de Andrés Trapiello

 

Andrés Trapiello debe de tener mucha disciplina como escritor. O tal vez ninguna vida social. La velocidad con la que saca libros al mercado es perturbadora. Parece como si no hiciera otra cosa en su vida más que escribir. Tiene además una prosa de ésas que aparentemente sale fácil, liviana, como sin pensarlo mucho. Aunque todos sabemos que de hecho ese estilo sencillo es el más difícil de conseguir, y que le tendrá que dedicar muchas horas de reescritura a cada página para que creamos que no se ha esforzado escribiéndola.

Ha aparecido recientemente Madrid, su último libro a día de hoy. Es una edición de Destino cuidada, bonita y con tapa dura; una edición con ganas de perdurar. Es como si se adivinara que en unos años será un pequeño clásico. Son quinientas y pico páginas con ilustraciones; la mayor parte de ellas son una autobiografía atravesada por Madrid; el último tercio es más bien una especie de mini enciclopedia sobre esta ciudad.

La parte autobiográfica cuenta la vivencia de un provinciano que emigró joven a la capital y decidió aprovecharla todo lo posible. Llega a principios de los setenta, hace sus militancias políticas de rigor y por supuesto se desengaña; y luego se reengancha a la Movida en los años ochenta. En los noventa y en adelante se centra en el mundo literario mientras va publicando los tomos de su diario, el Salón de los pasos perdidos.       

Por supuesto lo más interesante son sus semblanzas de Madrid. Sus reflexiones y erudiciones. Sabe mucho y lo cuenta bien. Que si tal monumento estaba ahí por no sé qué, que si la Iglesia de San fulano la tumbaron para construir una clínica dental. Esas cosas que en definitiva son un poco melancólicas y que nos demuestran que los que controlan el urbanismo no tienen sentido de la memoria colectiva ni la necesidad de salvaguardar la belleza arquitectónica tradicional.

También sale mucho en el libro el Madrid literario, el que amamos, con los lances entre Galdós y Baroja, Umbral y Cela, entre otros. Suponemos que habrá un Madrid futbolero, científico y hasta financiero, pero con el que nos identificamos es el de las historias del mundillo cultural y sus letraheridos medio geniales.   

La particularidad de este libro sobre Madrid, uno más de miles que ya hay, creemos que es que está publicado en plena pandemia. En la introducción encontramos un párrafo a matacaballo sobre el tema, y luego al final se habla de las calles desiertas por el virus. Pero evidentemente el grueso del texto se pensó antes y estos son añadidos mínimos de última hora que no nos impiden añorar los paseos sin mascarilla por el centro, o las conversaciones despreocupadas con amigos en las terrazas festivas.

En estas páginas se extraña ese ya pretérito vivir sin grandes ostentaciones pero sin miedo, a la manera madrileña.

Da la sensación de que este será el último libro sobre un Madrid que se acabó para siempre en el 2020. El Madrid que vendrá ahora no sabemos cómo será, pero sospechamos que la ciencia ficción nos lo contará mejor que Trapiello. Y esto es inquietante, claro.

2.1.21

sábado

 

El día que te dan un bebé feo y rosa, y te dicen que a partir de ahora y durante muchos años te va a tocar cuidarlo, sientes desasosiego. Nunca más serás ya libre y has dejado de ser para siempre el centro de tu propia vida. Luego, cuando asimilas que tu “yo” pasa a ser anecdótico ante las necesidades del recién llegado, flotas en un cálido sentimiento de liberación. Lo que los monjes budistas tardan décadas de meditación en conseguir -o sea importarse uno mismo una mierda- tú lo han conseguido nada más salir del paritorio.    

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Todos hemos perdido a seres más o menos próximos este último año. No olvidemos esta pena. No olvidemos que todos hemos sufrido y que eso nos hermana. Que ningún político miserable vuelva a enfrentarnos. El vecino no es mi enemigo. Todos estamos hermanados, compadecemos juntos ante un mismo dolor.  

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Mi apuesta para después de la pandemia es que la ciencia ficción será el género por excelencia. He leído muchos libros de este género en los últimos meses, y cada vez me parece más un realismo prospectivo.

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El dinero racionaliza, da fe de que algo funciona y tiene futuro. Cualquier proyecto que afirme no buscar el lucro oculta motivaciones bastante más turbias, por lo general mezquinos juegos de poder.

Quien dice no querer dinero es sospechoso de tener vicios mucho más infames que la codicia.