20.3.16

Los futboleros y la responsabilidad moral


Hace unos días nos perturbaron las imágenes de unos hooligans holandeses humillando a unas mendigas romaníes en la Plaza Mayor de Madrid, algo que recordó a aquello de hace unos años en Hamburgo cuando un periodista deportivo malparido decidió auspiciar las burlas de unos aficionados a un sintecho. Un jerarca de la Liga dijo la semana pasada que deseaba la llegada de un Le Pen español. No hace mucho en las gradas del Betis se han coreado frases jaleando a un futbolista que supuestamente maltrató a una mujer. Por cierto, que ellas, las mujeres, están vedadas en el mundo del fútbol y las únicas que se pueden acercar son modelos gomosas cosificadas como objetos sexuales. Y en cuanto a los gays, no hay ni un solo jugador que haya podido salir del armario por miedo a represalias…

Ante estos ejemplos solo cabe una pregunta: ¿están exentos los futboleros de respetar las normas cívicas consideradas hoy como elementales?  Es decir, ¿cabe imaginar lo que hubiera sucedido, el escándalo cósmico que hubiera supuesto, si estos hechos mencionados hubieran sido perpetrados por miembros de un partido político, de una institución pública, de una congregación religiosa, o simplemente por un grupo de viandantes anónimos sorprendidos infraganti?

Vivimos en una sociedad en que el racismo, el sexismo o la homofobia son rechazados del pleno. El respeto a las minorías se entiende como base de nuestra convivencia; somos estrictos con quien vulnera este principio, y solo mostramos cierta indulgencia si los infractores son niños o discapacitados o incluso gente de otras culturas que tal vez no entiende la nuestra.  Pero ¿qué explica la tolerancia o el mirar hacia otro lado cuando son los futboleros lo que cometen estos desmanes? Ellos no son niños, no tienen por qué tener dificultades de aprendizaje y la mayoría son compatriotas. Entonces ¿por qué ellos sí pueden ser racistas o machistas?

Si se pregunta esto a ciudadanos ejemplares, a gente de bien preocupada por la solidaridad y el respeto, musitarán cínicamente que con los futboleros hay que hacer una excepción, que ya sabemos cómo son, que si el nivel cultural del país es muy bajo… ¿No es esto nauseabundamente condescendiente? Considerar que los futboleros están dispensados de acogerse a las normas morales porque no las van a entender es considerarlos profundamente estúpidos, casi como una minoría desaventajada con la que harían falta políticas de empoderamiento.  Si así fuera tendríamos que empezar a obrar en consecuencia.
 
¿Lo son? Sabemos que no, que no hay eximente en ese sentido. Son miembros de esta sociedad, con todos los derechos y deberes que esto conlleva. Negarlo es despreciarlos. Y como no queremos hacer eso, como no les infravaloramos, tenemos que empezar a exigirles los mismos comportamientos legales y morales que a todo el mundo. Incluso aunque implique penalizaciones, como cerrar estadios o cancelar retrasmisiones.  Hay que hacer lo posible por insertar a los futboleros en la normalidad, o civilización contemporánea si se prefiere decir así.

17.3.16

Contra la imaginación, de Christophe Donner


Un veneno infesta la literatura: la imaginación

Con Christophe Donner hay poca hermenéutica que podamos hacer. Sólo sabemos de él que es francés y calvo, escribe cuentos infantiles, tiene un gusto terrible para las camisas y en el 2000 publicó un manifiesto perturbador que incapacita para la ficción: Contra la imaginación (Espasa Hoy, 122 páginas).

Su lectura animará a quien crea que escribir es un compromiso intelectual y no un ejercicio evasivo. El libro es un ataque continuo contra el alejamiento de lo que “el arte ha de ofrecernos: un reflejo de la vida”. O sea, una diatriba contra la piedra angular de la ficción: la imaginación, esa “hipnosis” que, como “las rimas” y “la pequeña música de las palabras”, nos lleva a territorios banales y manidos. Porque al final la imaginación no es más que eso, una especie de refugio donde sólo habitan lugares comunes. Todo en ella se ha visto mil veces, desde las reconciliaciones amatorias bajo la lluvia a la muerte del soldado que compró la granja justo antes de ser movilizado.

Recorremos sus páginas planteando mociones, sin embargo todas nuestras objeciones son rebatidas. Donner ha estado allí, entre los amantes de las bellas mentiras, por lo que se adelanta y responde a casi todo.

La imaginación hoy es cobardía. Quizá en el pasado, con la hoguera preparada, había cierta excusa. “¿Para qué sirve la imaginación? A veces para salvar la piel. Uno tiene la necesidad de decir, pero no puede hacerlo, porque la policía estará al día siguiente en tu puerta. Es preciso entonces maquillar las palabras, inventar parábolas, localizar la historia en lugares lejanos y en tiempos remotos o futuros, allí donde el presente no puede reconocerse”.

También podíamos ser indulgentes cuando se imaginaba por desconocimiento, por no haber nada mejor. “-¿De dónde procede la imaginación? De la ignorancia”. Donner habla como ejemplo de los mitos bíblicos: “no fue para que quedara bonito que se imaginó que la mujer había salido de la costilla de Adán”.

El único eximente que parece aceptar es la audacia y la genialidad: “El mérito retrospectivo que se concede a las grandes obras no reside nunca en sus cualidades imitables, útiles para su arte, sino en la audacia que se reconoce a la mirada del artista sobre su época. Esta audacia, que tiene poco que ver con el estilo, contiene un ímpetu que puede venir de la irritación (Céline), o de una insumisión discreta, pasiva, como de un flirt con la neurosis (Kafka), pero es siempre en último término esta audacia inimitable la que determina la grandeza de estos escritores”
 
Pero ahí se acabaron las licencias. Aquí y ahora, la imaginación ¿para qué? Donner habla de y a los escritores actuales, los del montón. Mediocres autores que deleitan con plagios y refritos, bien empaquetados, pero que no cuentan nada. Decimonónicos agonizantes que no quieren hurgar en la realidad porque, claro está, les duele.

En defensa del “yo”. La irreverencia también va contra las vacas sagradas, como Gilles Deleuze, que llegó a decir “La literatura sólo empieza cuando nace en nosotros una tercera persona que nos desposee del poder de decir yo”. “Chorradas” –responde Donner –”¿Para qué sirve enviar personas a la luna, qué se espera de ellos, para qué se invierte todo este dinero. Se espera su relato. Y que nos digan yo.”

La novela es el género nefasto por excelencia que ha extendido su influencia, su mentira, a todos los géneros. Y lo peor es el narrador omnisciente, absurdo y totalitario ¿Para qué hablar en tercera persona?¿Por qué esa cobardía? Un autor cuenta lo que es y lo que ve. Y para creerle tiene que hablar el “yo” aceptando que puede no conocer toda la verdad.

El autor tiene que asumir que no es genial y por lo tanto perecedero, ni su ombligo ni los elfos que habitan en su cabeza interesan. Todo lo que le queda es quemarse con su tiempo y telegrafiar desde el interior de la llamarada.

Nos despedimos con Donner: “La transcripción de lo real no es una obsesión estilística, y aún menos, la fuente de una corriente literaria, sino que se trata de la esencia misma del arte, del deber de la literatura. Porque es de nuestra existencia de la única que puede dudarse en el interior de lo real. Y el arte está incansablemente obligado a confirmar nuestra existencia allí. Se trata de un trabajo noble y sin fin”

16.3.16

Ladrillo y fútbol



Cuenta el imprescindible historiador Tuñón de Lara que las oligarquías latifundistas españolas del siglo XIX se opusieron a la industrialización bajo el motto de “o el petróleo o nosotros”. Maliciaban que ellos serían los reyes del mambo mientras la sociedad española fuera subdesarrollada y analfabeta; en el momento que aparecieran los trenes, las fábricas y las ciudades, pasarían a ser un mero estorbo con vestidos caros –sus predicciones fueron acertadas, como sabemos.

Ahora nuestra casta anda un poco en las mismas. En los últimos treinta años España no ha tenido ningún problema realmente desestabilizador -por supuesto sí sucesos trágicos-. Se podrían haber creado emporios neo-tecnológicos, convertir el inglés en una lengua de uso corriente, diluir las tensiones regionales en aras de una integración supranacional, mejorar la educación y los medios de comunicación…Pero no.

Se me ocurren estas cosas paseando por la Rozas, a las afueras de Madrid. Allí veo que con nuestros impuestos han levantado una ciudad del fútbol. Apabullante. A pocos kilómetros hay niños que pasan hambre, pero le estamos pagando el spa a Ronaldo. Y lo mejor de todo es que ahora sobrevuela una posible orden judicial de demolición de las instalaciones. Según parece, el alcalde de las Rozas ¡regaló los terrenos a la Federación de fútbol!  Una denuncia ha prosperado, y si se declara ilegal el obsequio pueden entrar las piquetas a tumbarlo todo.

Dinero y terrenos públicos al fútbol, y al tiempo uno de los peores sistemas educativos de Europa occidental ¿Qué clase de régimen es éste que felizmente agoniza en nuestras narices? Hace poco se publicó Por qué fracasan los países,  escrito a cuatro manos entre Daron Acemoglu y James A. Robinson. En él casi no se habla de España directamente, pero parece una radiografía de nuestro país. La tesis es que los países se echan a perder principalmente cuando caen en manos de “élites extractivas”, castas que se dedican al saqueo económico y descuidan a conciencia la educación, la racionalidad económica  y la integración social.

¿Por qué no en lugar de este macro chill out para futbolistas construyeron una réplica del Instituto Tecnológico de Massachusetts, la mejor y más rentable universidad del mundo, como han hecho todos países que hoy tienen economías hercúleas?  Hoy Las Rozas sería hoy en un enclave puntero y dinámico.

Pero, evidentemente, la politiquería de la especulación y los chanchullos que propició el engendro de Las Rozas no hubiera aguantado ni la primera promoción de emprendedores exigiendo dinamismo y transparencia. Por supuesto que evitarán crear cualquier tipo de infraestructura económica que cree una superestructura social vigorosa y exigente. Hoy la nueva aristocracia se atrinchera tras el ladrillo y el fútbol al grito de: “o las nuevas tecnologías o nosotros”, “o un buen sistema educativo o nosotros”, “o una sociedad civil fuerte o nosotros”…

7.3.16

La monserga


Una de las características más soporíferas e infantilizadoras de los debates político-mediáticos de la España actual es la omnipresencia de la monserga. Está en todas partes; allí donde parece que puede surgir un discurso más o menos maduro e independiente, aparece el ofendido, el progre frailuno que viene a ejercer su dignidad moral, y se acaba entonces lo que hubiera podido ser un intercambio de opiniones adultas.

En estas condiciones no se puede hablar de nada sin tener que vigilar hasta la última coma de lo que se dice, por si alguna palabra dicha pudiera ser utilizada en contra.  Y esto es una regresión al parvulario, con la profe pendiente de que no dijéramos palabrotas. O aún más, una regresión nacional a los tiempos de la tutela eclesiástica, con la obsesión por la herejía y la condena.

Hay dos ejemplos entre millones que podríamos citar. Uno es cuando Aznar ridiculizó aquella campaña de la Dirección General de Tráfico de “no podemos conducir por ti”, diciendo que quién les había dicho que él quería que condujeran por él. Es evidente que estaba hablando del Estado y su intromisión en las libertades individuales, sin embargo Inaki Gabilondo inició su programa con aires de monaguillo aranista alborotado, diciendo que Aznar pedía a la gente de se echara a la carreteras hasta arriba de copas; advirtiendo, como no podía faltar en la monserga, del mal ejemplo que es esto para los jóvenes.

Si Iñaki Gabilondo, que suponemos tiene dos dedos de frente, sabe de sobra que el ex presidente está hablando de política y no de disquisiciones automovilísticas ¿por qué finge escándalo? Solo busca tergiversar unas palabras que se dijeron presuponiendo un mínimo de capacidad interpretativa del oyente para presentarse él como atlante moral de sus conciudadanos, demasiado púberes al parecer como para digerir tales metáforas.

Otro ejemplo sería cuando Pablo Iglesias, en una charla informal, dijo que le había metido un puñetazo a un “lumpen de clase mucho más baja que la suya”. De las horas y horas de discursos y debates que tiene que haber grabados de este profesor metido a político, alguien ha tenido que estar cribando hasta sus mínimos balbuceos para encontrar algo así, subirlo a toda prisa a Internet, y convertirlo en trendin topic entre neobeatos que han cambiado el Evangelio por un control histérico de las palabras.

Si en los bares y calles de Madrid todos hablamos y decimos cosas similares o peores, a qué viene darle importancia a esas frases, que además no son nada del otro jueves. Seguramente los punkis golpeados referidos en el video no se sientan ofendidos por ser calificados de lúmpenes de clase baja, que además es lo que probablemente son ¿por qué no nombrar la injusticia y la sombra de la sociedad, así como el dolor y al enfermedad? (También van por allí, por cierto, los tiros de la monserga, que exige no verbalizar lo que no encaja en el ideal que una comunidad quiere dar de sí misma).

El problema principal de la monserga es su hegemonía en los medios de comunicación de masas. Como anula la posibilidad dialéctica, erosiona la capacidad de lo que podría ser un instrumento divulgativo fenomenal. En las charlas o conferencias no destinadas a digitalizarse, empero, está más soterrada y puede que hasta que no exista. El nivel de una clase universitaria o una tertulia de diletantes suele ser más alto porque la monserga no aflora, y si lo hace puede ser descalificada como demagógica o anticientífica; cuando el diálogo es entre verdaderos adultos no se permite que la monserga aparezca para salvarnos.

2.3.16

El Ateneo, una elegía


Cuando vivimos muchos años en el extranjero, y las referencias que tenemos de España son sobre todo lecturas, se produce una distorsión tan lamentable como inevitable: idealizamos el país porque lo reducimos a sus hitos culturales y sociales, se convierte para nosotros en Pío Baroja, en el Acueducto de Segovia, en Camarón y Lorca, en el 15 M y la Generación del 14.

Como ejemplo paradigmático de esta idealización está el Ateneo Científico y Literario de Madrid. Son innúmeras las crónicas, memorias, ensayos y novelas donde esta institución aparece como centro de tertulias de la intelectualidad, como hervidero de cultura y crítica política. En la lejanía pensamos que igual esto es cierto, que hay un sitio así en la capital donde algún día podremos asistir a conferencias de literatos egregios y tomar café con poetas crepusculares.

Por supuesto, cuando regresamos, la realidad del Ateneo, como las del país rememorado en los textos, es otra.

Ya de entrada el edifico es ajado y polvoriento, lo que podría darle su encanto si no fuera porque parece más dejadez que respeto al estilo. Luego la cafetería es una especie de restaurante hípster ultracaro donde solo hay una pequeña sala para café, y en la que se han asegurado de que la luz sea tenue para no poder leer, algo cuanto menos contradictorio.

Entre el personal que atiende la biblioteca hay de todo, algunos son amables, otros no ya maleducados sino agresivos. Pero lo más nauseabundo son los ateneístas. Estos viejos revenidos, infelices y acerbos, que parecen encontrar unos artríticos segundos de gloria incomodando a los nuevos socios. La Cacharrería, la sala de lectura más grande y mejor iluminada, tiene solo dos o tres lectores canosos, mientras que los jóvenes se apelotonan en la oscura y minúscula sala contigua. Pronto comprendí que los dos o tres lectores canosos -siempre personas distintas pero siempre los mismos semblantes ulcerosos- se encargan con miradas o reprimendas directas de expulsar a los nuevos.

La dirección de la institución parece copada por negligentes. Carlos París se entronizó en el cargo desde 1997 hasta irse al barrio de los acostados recientemente, siendo presidente en ejercicio. Algo muy de “la casta”, muy de esa generación que es ahora nuestro mayor problema. París dejó que el Ateneo se fuera apagando puntalmente financiado con dinero público, sin plantearse ningún proyecto ni enfoque revitalizador que lo convirtiera en una entidad rentable, o cuanto menos, que justificara el gasto.

Podrían ceder aulas a universidades o academias, organizar encuentros internacionales de expertos en distintos campos, crear sus propios centros de estudios con diplomas propios...cualquier cosa que insuflara vida a la institución. Pero hacerlo implicaría pensar, y sobre todo llegar a conclusiones, como que igual hay que irse a tiempo del puesto de mando que se ocupa y ceder el paso a gente con nuevas ideas. Y eso, por las buenas, no va a suceder. Los que llevan décadas arriba, deshaciendo a discreción, seguirán prefiriendo subvenciones a fondo perdido, como hasta ahora; o sea continuar aprovechando el nimbo “cultural” para seguir con su aura de intocables apesebrados.