23.10.18

Totalitarismo: La resistencia filosófica, vv.aa.


(reseña publicada en Rex Publica)

Totalitarismo: La resistencia filosófica es una suerte de mapa trazado sobre la historia del pensamiento en la que se señala, como si de territorios liberados se tratara, los momentos en los que la filosofía ha demostrado ser una forma de resistencia frente a la tiranía, aquí llamada a conciencia “totalitarismo” a pesar de la modernidad del término. 

En los días finales de Febrero del 2017 un grupo de profesores de la UNED y de la Universidad Complutense de Madrid se reunieron en la facultad de filosofía de esta última institución y debatieron sobre el totalitarismo. La premisa era dialogar sobre esta forma política desde las posibles resistencias que los grandes pensadores hayan podido ejercer de una u otra manera a lo largo de la historia. 

Los quince capítulos de este libro corresponden a las distintas conferencias de estos profesores. Los textos no se ordenan cronológicamente y es la premisa común la que unifica sus contenidos. El libro crece en espiral, y cada capítulo parece completar y matizar a los demás. Al contrario que en otras obras similares escritas a tantas manos, hay cierta homogeneidad tanto temática como de calidad. Por supuesto que el interés y desarrollo no es el mismo en todos los casos, pero desde luego no existe un desequilibrio abisal entre los mejores capítulos y los menos buenos; no hay ninguna aportación que sobre o rebaje el nivel de la obra. 

Los filósofos que se estudian van desde el medieval Maimónides, pasando por Spinoza en el siglo XVII, al francés Jean-Luc Nancy, que todavía vive, o John Rawls, que tan bien examinó el liberalismo contemporáneo. De todos solo repite Martin Heidegger, que tiene dos capítulos; por otro lado hay apartados en los que analiza a más de un pensador. Se presenta también algún estudio sobre novelistas, como el que dedica Diego Sánchez Meca a Thomas Mann o Antonio Rivera a Musil y Doderer, ejemplos de literatos de gran calado que captaron brillantemente el Zeitgeist de su tiempo. 

La amplitud con la que se concibe el término “totalitarismo” hace que las aproximaciones sean variadas, y se indague en pensadores que se rebelan claramente contra los totalitarismos del siglo XX, como Hannah Arendt, y otros que se oponen contra lo que de totalitario puedan tener las democracias liberales, como Michel Foucault o Herbert Marcuse. Así mismo, no todos los filósofos reseñados son a priori anti totalitarios, como el mencionado Heidegger, sino que se busca cómo releer su obra en esta clave. 

Geográficamente hay una primacía del área alemana en los estudios. No solo por haber sido la región donde surgió el nacionalsocialismo, sino porque como consecuencia fue el lugar de origen de algunos sus más acérrimos y profundos impugnadores intelectuales (Polanyi, Adorno, Arendt…). El único capítulo donde se habla directamente del caso español es el dedicado a Ortega, un texto especialmente ilustrativo de lo mucho que queda por hacer en los estudios orteguianos, ya que la aproximación que hacen sus autores, José Miguel Díaz Álvarez y Jorge Brioso, a la relación del pensador madrileño con el totalitarismo casi no está trabajada y, como aquí se demuestra, merecería mucha más atención. 

Aunque nos gustaría poder comentar detalladamente cada uno de los quince estudios del libro, por una cuestión de espacio solo nos vamos a centrar en los tres que corresponden a los de los dos impulsores y al coordinador del congreso. Nuestro criterio es evidentemente un tanto arbitrario y en ningún caso pretende minusvalorar a los demás, que son todos de una gran calidad e interés.

El libro principia con un estudio sobre Max Weber de José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía y profesor de la Complutense, así como uno de los dos principales alentadores del congreso sobre el totalitarismo. Es probablemente el más denso de todos los trabajos y también uno de los más sustanciosos. Villacañas argumenta con un ojo puesto en la Alemania de entre guerras y otro en la realidad política española actual; este texto puede leerse casi como anexo a su libro del 2015 Populismo, si bien aquí no se trata el tema de nuestro país directamente y el fenómeno del populismo contemporáneo no aparece mencionado en ningún momento (sí se habla empero de la “democracia de la calle”). 

Villacañas, siguiendo al Weber de los Escritos políticos, busca en los análisis que hace el sociólogo alemán de su propio contexto −derrota germana en la Primera Guerra Mundial y surgimiento de la República de Weimar− un referente de la preocupación universal por el antiparlamentarismo y la demagogia. Weber defendió que sin las barreras institucionales democráticas los demagogos podían movilizar emocionalmente a las masas y, bajo la reivindicación de una democracia sin intermediarios, encumbrar nuevas formas de tiranía, como de hecho sucedió. Es la oposición entre republicanismo y populismo que tanto preocupan al profesor de la Complutense, y que Weber vivió de primera mano.

Como bête noire de ambos aparece Carl Schmitt, coetáneo de Weber, y cuya influencia vuelve a ser abrumadora en nuestro tiempo. Schmitt era un politólogo de indudable capacidad pero también un irresponsable intelectual que encarna la némesis de lo que se busca enaltecer en este libro: lejos de resistir al totalitarismo, buscó darle legitimidad y fue uno de sus máximos valedores en el siglo XX. Sin embargo no se le puede desechar por ello −y Villacañas no lo hace−; hay que conocer sus propuestas para reinterpretarlas como advertencias. Cuando atacaba al parlamentarismo, la burocracia y los partidos políticos como ineficaces y servidores de intereses parciales no se puede negar que tenía gran parte de razón; pero a partir de ahí hay que ocuparse de racionalizar el poder y mejorar la institucionalidad, no hacer de los defectos del sistema democrático unas fatalidades inexorables que enarbolar luego con objetivos antidemocráticos. 

El segundo capítulo de Totalitarismo: La resistencia filosófica pertenece al profesor de la UNED Diego Sánchez Meca, el otro gran impulsador del congreso, y se titula “Thomas Mann: conciencia de lo demoniaco y el nazismo”. Resulta ser un texto muy coherente dentro de la obra general, ya que plantea un ejemplo de resistencia fallida o débil. La aproximación a Mann puede leerse dentro de la dicotomía de cultura o civilización. El novelista sería la personificación de la kultur, y como tal un esteta fascinado por el arte que inevitablemente cae en cierta ironía cuando trata de enfrentarse a las reales circunstancias sociopolíticas. Mann escribió Consideraciones de un apolítico entre 1915 y 1918, y Sánchez Meca se pregunta si realmente consiguió despegarse en algún momento de sus postulados, aun cuando partiera hacia el exilio con la llegada del nazismo. 

Los peligros de la estetización de todos los ámbitos de la vida, incluida la política, le lleva a sentir cierta simpatía por el irracionalismo, que es sin duda atractivo en un plano teórico, pero acaba suponiendo no ver, o ver demasiado tarde, sus nefastas implicaciones cuando se convierte en un instrumento de toma y mantenimiento del poder. Mann no criticó públicamente al nazismo, nos recuerda Sánchez Meca, hasta 1937 y cuando lo hizo se movió siempre entre gestos simbólicos, como el hecho de que no quisiera regresar a Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. 

Si bien Sánchez Meca advierte al principio de su exposición de que no puede aportar unas conclusiones definitivas sobre Mann, queda claro que indica que la suya fue una manera ineficaz de rebeldía, un riesgo que amenaza a todos los hombres de letras. Aunque, eso sí, dejó una serie de novelas en las que se puede entender mejor que en muchos tratados académicos lo que fue el siglo XX. 

El coordinador del congreso fue Rafael Herrera Guillén, profesor de la UNED y responsable del estudio sobre Maimónides. Este texto presenta muchos paralelismos con otro que aparece ya casi al final del libro sobre Spinoza de Inmaculada Hoyos, también profesora en la misma universidad. 

Ambos indagan, desde la perspectiva de estos dos grandes pensadores judíos, en lo que el totalitarismo exhibe de configurador y controlador de los afectos humanos. No quieren adentrarse tanto en lo que el totalitarismo tiene de coacción sobre los cuerpos sino sobre el sentir; y más en concreto en el uso del miedo y la incertidumbre en las sociedades como aliados de los poderes despóticos. Para ello son los únicos que salen de los márgenes de la historia contemporánea. Hoyos se va a los albores de la modernidad con Spinoza, y Herrera más lejos todavía con Maimónides, que nació en la Córdoba del siglo XII. Es muy representativo que los dos filósofos estudiados fueran judíos, una identidad que ya en su voluntad de ser es de por sí una forma de resistencia frente a rodillos totalitarios, y que fueran además ambos condenados al exilio y crecieran rodeados de las forzosas abjuraciones de sus épocas. 

En concreto, en el capítulo escrito por Herrera, se habla de la “filosofía del perseguido”. Como se sabe, la familia de Maimónides fue obligada a fingir que se convertía al Islam, y toda la vida del pensador fue un vagar nómada para poder seguir siendo judío. Las amenazas sobre la comunidad marrana a la que pertenecía determinan su obra. Para él hay tres formas en las que se puede ejercer el poder totalitario: el primero y más evidente es la violencia militar, que se nutre del temor a perder la vida y las posesiones; luego está el saber para determinar la razón y el conocimiento; y finalmente la religión para controlar el alma mediante la promesa de salvación. Y estas tres formas lo que hacen es coaligarse para favorecer el miedo, pero sobre todo la duda; el perseguidor quiere que el perseguido dude de su fe, para luego domeñarle mejor y poder imponerle otra. 

Maimónides pone del revés lo que la modernidad ha considerado su piedra angular: el principio de la duda. Presenta este principio cartesiano, nos recuerda Herrera, como siniestra arma totalitaria, no como fundamento de la libertad. Los poderes que quieren desvertebrar la comunidad lo que hacen es introducir el virus del eclecticismo, alejarla de la Torá mediante la infiltración de conocimientos ajenos a la misma, para que los creyentes duden y así puedan ser sometidos. 

Frente a esta forma violencia el marrano puede recurrir al ocultamiento o al exilio. O sea, vivir pretendiendo ser otro o huir. De cualquier manera sigue formando parte de la comunidad, sin necesidad de que medie ninguna casta sacerdotal alguna, y enraizado de un tiempo de espera eterna hasta la llegada del Mesías, cuya venida significará el fin de las persecuciones. Todo está bien, le parece decir Maimónides al perseguido, porque existe la Ley, tú tienes fe y al final todo tendrá un sentido.

Diego Sánchez Meca, Rafael Herrera Guillén, José Luis Villacañas Berlanga (coords.), Totalitarismo: La resistencia filosófica, Madrid, Tecnos, 2018, 287 pp. 




12.10.18

Muerte de un apicultor, de Lars Gustafsson



Tal vez el lugar común por excelencia sea la muerte. Nuestros seres queridos se mueren, nosotros nos morimos; la muerte siempre aguarda. Somos la única especie que desde su origen remoto sabe que esto se termina. No porque tenga un vago instinto que le avisa de que corra al ver al león, sino que racionaliza y es consciente de que cuando aparece el león todo puede volverse oscuridad, y entonces ya no habrá mañana en el que abrazar a los hijos o contemplar el sol ponerse desde la colina.
Las religiones han cumplido muy bien durante milenios a la hora de contarnos lo que es la muerte y narrarnos hermosos cuentos que nos ayuden a sobrellevarla. Pero ahora ya no están y nadie nos susurra palabras salvíficas. Nunca habrá un relato ateo de la muerte que nos convenza realmente. Los intentos de la filosofía en el siglo XX por hacerlo han sido necesariamente patéticos.
El león ahora nos da mucho más miedo, lo que no quiere decir que añoremos las canciones de cuna.
Sin necesidad ni de regodearse mórbidamente en un tema que no tiene por qué ser central en la vida, ni evitarlo radicalmente como si nunca fuera a pasar, tratar el asunto de la muerte tiene un cierto interés que oscila entre lo intelectual y el manual de autoayuda. Pero cualquier pensador que intente sistematizar y dar respuestas conclusivas sobre la muerte desde la increencia está condenado al fracaso. 
Hay escritores sin embargo que han dejado testimonio personal ante su inminencia, como Harold Brodkey en Esa salvaje oscuridad. La historia de mi muerteo buenas novelas como La muerte de Ivan Illich de Tolstoi, que describe bien el proceso.

Muerte de un apicultor, del sueco Lars Gustafsson, apareció en 1978 y es lo que hoy llamaríamos autoficción (el Gustafsson real murió hace un par de años). Cuenta en primera persona los últimos años de vida de un enfermo terminal, trasunto del autor, anegado en dolores y recuerdos . Está escrito con un artificio literario bastante bien elegido: el autor se presenta como un editor que encontró tres libretas escritas en distintas épocas por el protagonista, un apicultor llamado Lars Westin, y nos las muestra alternadas, por lo que no todo se narra bajo el signo de la enfermedad. Nos evita así cierta salmodia fúnebre, y conocemos al personaje cuando todavía no estaba en la última etapa de su existencia.
Es la vida y muerte de un hombre que no ha hecho grandes cosas en su vida. Amó sin entusiasmo a alguna mujer, tuvo hijos de los que no nos dice ni el nombre, vivió en una comunidad pequeña a la que educadamente despreció, y se dedicó a la cría de abejas. Pasó por el mundo como se fue, sin hacer ruido ni molestar a nadie. Como cualquiera de nosotros.
Muerte de un apicultor no es en ningún momento un libro sórdido o tremendista. Su prosa es de gran belleza y evita la autocompasión; de hecho el protagonista repite constantemente “Empezamos de nuevo. No nos rendimos”. No hay una moraleja o una revelación final que nos reconcilie con la muerte o abra las puertas a cierto sentido trascendental. En todo momento nos queda claro que la muerte es injusta, que no hay nada bueno en ella ni mucho menos un más allá, pero que tampoco sirve de nada gesticular indignación, que nuestro triunfo es irnos con serenidad.
O sea, que Muerte de un apicultor es a todo lo que podemos aspirar los que odiamos a la muerte y creemos que cualquier forma de justificarla es infame: nos vamos porque no nos queda otra, y todos los que quieren ver algo bueno en ella pueden irse a (su) infierno.

6.10.18

El cosmos fallido de los godos, de José Luis Villacañas



(reseña publicada en Revista de hispanismo filosófico)

José Luis Villacañas (Úbeda, 1955) es uno de los pensadores españoles actuales más interesantes e ineludibles. Publica con apabullante regularidad y se pueden encontrar varios de sus trabajos en la sección de novedades de cualquier librería. El que nos ocupa ahora es la primera entrega de lo que promete ser una obra de referencia compuesta por 21 volúmenes, La inteligencia hispana (Ideas en el tiempo), un repaso histórico de las concepciones y las maneras de ejercer el poder que ha habido en el orbe hispánico desde la caída del Imperio romano.
Este volumen inaugural, El cosmos fallido de los godos, contiene una introducción donde el autor desgrana los planteamientos de la obra general, y donde afirma que la gran incógnita histórica de España es que no ha conseguido conformarse como nación a pesar de que tenía más facilidades para ello que otros países mucho más recientes y que sin embargo han tenido más éxito dando ese paso.
Refractario a cualquier interpretación esencialista y aun ontológica de España, propia del primer Ortega por ejemplo, Villacañas explica la problemática española como Koselleck explicaba la de Alemania: con la idea de “nación tardía”, es decir, una nación que se describe mejor desde sus heterogeneidades políticas y desde su dificultad para encuadrarse en los esquemas de homogeneidad y democracia que se tienen como característicos de la modernidad europea.
Para entender por qué España es una nación tardía hay que quitar “poesía”  a los discursos legitimadores de las élites, y entender cómo funcionan estas formas de poder que incapacitan para los proyectos colectivos. Aquí es donde van a aparecer los tres grandes conceptos vertebradores que Villacañas propone como centrales en su estudio de más de mil quinientos años de la inteligencia hispánica: las prácticas, dispositivos que serían relativamente constantes; los hábitos, dimensiones subjetivas que legitiman las instituciones; y el estilo, que sería el ethos que aflora en las reacciones ante casos concretos.
Siguiendo con la metodología, el autor dice que va a ser necesario que el lector tenga clara la diferencia entre los idealia, que son construcciones teóricas y simbólicas, y que como tal solo pueden ser comprendidos; y los realia, que son los hábitos y prácticas, y en consecuencia tienen que ser explicados. Lo ejemplifica con la idea de nación, que ha podido aparecer como ideal infinidad de veces en los documentos históricos, pero eso no quiere decir que llegara a cuajar como objeto real.
En cuanto a  El cosmos fallido de los godos en sí, estamos ante una descripción del dominio en la Península esta casta germánica. Villacañas desmonta muchas de las ideas comúnmente aceptadas de este período. Siguiendo el esquema conceptual anunciado en la introducción, demuestra que los godos no llegaron a unificar realmente Hispania, en parte porque no entendían la idea de reino. Ellos llegaron para ser prefectos de Roma, y cuando el Imperio cayó no encontraron un nuevo imaginario que lo sustituyera. Solo Leovigildo, ya a finales del siglo VI, tuvo algún conato de convertirse en un auténtico rey, en este caso de inspiración bizantina, pero su ejemplo solo sirve para probar la debilidad política de sus antecesores.
Los godos no se integraron y no se hicieron realmente hispanos por varios motivos. Les perjudicaba el arrianismo, que era una religión cerrada y étnica frente a la apertura del catolicismo de los oriundos. Tampoco su origen nómada, que produjo una forma de organización política inestable, la monarquía electiva, inapropiada cuando se trata de asentarse en un territorio. Y sobre todo, los godos nunca vieron un populus a su alrededor, sino siervos, por lo que nunca creyeron necesario establecer cauces políticos comunes.  Por supuesto, su rápida caída ante el embiste musulmán solo puede explicarse por la ausencia total de apoyo entre la población nativa y su falta de cohesión como grupo dirigente.
El cosmos fallido de los godos es una lectura muy recomendable, y como todo buen texto desordena nuestras asunciones y nos obliga a pensar un poco más profundamente. Si tuviéramos que plantearle alguna enmienda sería solo hacia la edición de Escolar y Mayo, buena en general, pero con algunos errores tipográficos demasiado estridentes.

1.10.18

Gárgoris y Habidis, de Fernando Sánchez Dradó


En el siglo XX español hubo una polémica intelectual que de alguna manera todavía colea: la confrontación entre la visión de la historia de España de Américo Castro y la de Claudio Sánchez Albornoz. Resumiendo a brochazos diremos que el primero resaltaba la diversidad cultural de  nuestro país, dando protagonismo a musulmanes, judíos, y a las distintas regiones y subculturas; mientras que el segundo establecía una linealidad histórica desde la Reconquista cristiana hasta la actualidad, considerando que el elemento católico era el prevaleciente en la construcción nacional.
Ambos eran historiadores republicanos que evidentemente eran conscientes de que lo se jugaba en este debate era algo más que la interpretación de la historia; se estaba hablando de fondo sobre la cimentación del nuevo Estado.
No pretendemos inmiscuirnos en un tema que sobrepasa nuestras capacidades. Simplemente nos felicitamos de que haya duelos intelectuales de tal altura.
Aunque cuando hay epígonos un tanto discutibles de estos grandes historiadores, sí creemos que es obligación señalarlo.

Fernando Sánchez Dragó escribe bien y puede resultar un personaje simpático, pero no es un historiador. Seguramente Gárgoris y Habidis no merecería una reseña crítica porque ningún académico se lo toma en serio. Pero estamos hablando de un libro que fue un fenómeno de masas en los años setenta y cuyo poso ha quedado en el lector medio. Hoy no es raro encontrar gente que lo leyó en su momento y que lo cita como libro de historia de España legítimo. Por una parte porque Sánchez Dragó se presenta como discípulo, heredero  y continuador de Américo Castro, dándose así cierto marchamo respetable e insertándose en la disputa mencionada; por otra porque el talento narrativo de este autor es más que evidente, y tiene una gran capacidad para exponer con belleza las ficciones como hechos históricos y los hechos históricos como ficciones; lo que le convierte curiosamente en un avanzado para su época.
Vivimos tiempos donde los relatos nacionales ya ni siquiera pretenden tener cierto enraizamiento en la verdad histórica, y se recurre desprejuiciadamente a la falsedad. No pretendemos juzgar este hecho desde un punto de vista moral. En este caso Sánchez Dragó, como ya hiciera Américo Castro, quiso plantear en tiempos de reconfiguración política un modelo de país abierto y sin identidades hegemónicas; pero que la intención sea loable no quiere que desde un punto de vista epistemológico nos encontremos ante una aberración.
Gárgoris y Habidis se remonta a tiempos romanos. Principia con la cita de un texto de Tácito en el que se habla de un peninsular que se resiste al pretor imperial exclamando que “todavía existe la España antigua”. Sánchez Dragó quiere reconstruir esa supuesta España consciente de sí misma ya desde antes de los romanos, y puebla el territorio de druidas, magos y celtas “españoles”. Llega decir que ya hubo una españolidad autóctona cuyo desarrollo se detuvo por la invasión romana. Este planteamiento lo repite a lo largo de las ochocientas páginas. Siempre hay algo genial carpetovetónico que se interrumpe por los extranjeros. Es decir, recurre a un nacionalismo esencialista.
(A este propósito es fácil contraargumentar con la distinción que hace José Luis Villacañas de los idealia y los realia. Los textos históricos nos hablan de los idealia; así podemos encontrar innúmeros ejemplos de la propuesta de una patria unida en la Península desde las cavernas, pero eso no quiere decir que fuera un realia, que realmente hubiera tal entidad política auténticamente existente).
Lejos de ser una narración patriótica descontextualizada al uso, Sánchez Dragó da cancha a los nacionalismos periféricos, sobre todo al gallego. A menudo pareciera un manifiesto separatista galaico: “nunca habrá camaradería entre un gallego y un español” (página 307, volumen I) dice refiriéndose al siglo XV, cuando hablar de una identidad española era todavía muy forzado, pero ya considerar que hubiera una identidad gallega resulta directamente grotesco. Pero va más allá, y ya ve a los “gallegos” y a “Galicia” luchando frente a los romanos (página 173, volumen II). Además de establecer equivalencias imposibles y utilizar fuera de contexto conceptos modernos, recurre a todos los tópicos regionales posibles y construye un territorio de cucaña regido por fantasmas y meigas que explicaría la realidad política gallega actual.
Hay en concreto una parte (página 341 y siguientes del primer volumen) en la que hablando del apóstol Santiago dice que cuando la leyenda se repite tanto algo de verdad tendrá, y aun tampoco es especialmente decisivo que su llegada a la Península sea un dato histórico auténtico para que nos lo creamos y defendamos como nuestro. 
Sánchez Dragó ve sujetos políticos en las montañas y en los linajes; defiende un antiracionalismo permanente en todo el texto y un culto a lo atávico y telúrico. 

Este planteamiento mitológico y ficcional de las identidades políticas abunda, como hemos dicho, en el panorama político español, con especial gravedad ahora mismo en los nacionalismos periféricos. Se inventan una milenaria historia nacional catalana o vasca para justificar unos objetivos políticos presentes, cuando hablar de naciones políticas antes del siglo XIX es un absurdo. Sánchez Dragó es un ejemplo de esta ficcionalización de la historia. A este autor, y a todos sus pares nacionalistas, se les puede y debe exigir que se dediquen a escribir novelas, porque como historiadores son una auténtica calamidad.