15.2.22

Humanismo impenitente, de Fernando Savater

 

Fernando Savater era un paradigma de intelectual mediático en los años ochenta. Cumplía con las exigencias; todo en él era inmaculadamente progre: había conocido la cárcel franquista, era socialdemócrata con ínfulas libertarias, su ética era postmodernamente democrática, y su individualismo gozoso y apátrida casaba bien con el consumismo y el Mercado Común europeo.

Parecía destinado a ser celebrado desde el Poder como el gran filósofo español del siglo XX.

Sin embargo, hoy es un autor verdaderamente incómodo para la hegemonía cultural, que no duda en calificarle de palmero de la extrema derecha.

La explicación más razonable para este cambio de percepción sería que el filósofo habría dado, efectivamente, un giro radical en sus propuestas políticas. Pero lo cierto es que no es así, y no ha habido tal transformación. Lo que decía aquel joven ácrata de la Transición no es tan diferente de lo que dice este venerable anciano hoy. Es cierto que al principio simpatizó con el mundo batasunero, pero por poco tiempo y con muchos matices, y su anarquismo inicial se ha atenuado, pero en lo esencial es el mismo pensador que hace cuarenta años.

Parece que entonces no es él el que ha cambiado, sino la política española.

 

Hay un libro suyo paradigmático, Humanismo impenitente, que se publicó en 1990 en Anagrama y que hoy está descatalogado, pero circula en pdf.

Como casi todo lo que escribe Savater, es claro y de grata lectura. Aparenta cierta levedad que puede malinterpretarse como superficialidad, pero de hecho es un libro escrito contra Heidegger y sus epígonos estructuralistas, a los que ataca tanto implícita como explícitamente; es certero en ello, se nota que conoce bien a sus adversarios. Otra cosa es que no apabulle con citas y jerigonza, pero quien conoce la filosofía del siglo XX percibe toda la erudición contenida que transpiran sus páginas.   

La tesis del libro es que el humanismo es bueno y la religión mala, que la libertad individual es posible y deseable, que hay que aspirar a la universalidad frente a los nacionalismos, y que la democracia es el mejor marco político. Hay unos capítulos finales metidos un poco con calzador, donde elogia a Antonio Escohotado y se rebela contra las políticas estatales contra las drogas, y otros en los que también defiende que el poder político no tiene derecho a inmiscuirse en la vida privada de las personas, ni siquiera por cuestiones de salud pública, que podrían ser un poco más polémicos para colectivistas más o menos confesos, pero en conjunto, el libro no tendría que escandalizar a nadie que se autodenomine como de izquierdas. Y toda su obra es más o menos así.

(Hay, eso sí, como es habitual en Savater, un ataque al mundo de la filosofía académica que se entiende que puede crispar a los que se ganan el pan en ella. Tiene cierta lógica que gentes que se pasan la vida estudiando a Heidegger o a Derrida no encuentren saleroso que le ridiculicen lo del olvido del ser del primero o les hablen de los absurdos “derridadaísmos” del segundo. Pero esto explicaría su periferia en los prestigios universitarios, no su aislamiento político o mediático.)  

 

En el País Vasco, su tierra, hay un imaginario aranista hegemónico frente al que nuestro filósofo se rebela desde el laicismo y el cosmopolitismo ¿Y él es la extrema derecha para la izquierda española? Defiende la despenalización de las drogas, es abiertamente ateo y más o menos anticlerical, y presume de haber amado a hombres y mujeres en su vida ¿y es un autor ultraconservador?     

 

Un contexto en el que Savater puede ser motejado impunemente de fascista es un contexto erróneo. Estamos en un marco epistemológico disfuncional en el que la Ilustración ha fracasado, y la irracionalidad y el resentimiento priman. Nada liberador puede resurgir de esas cenizas.


 



5.2.22

Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, de Guy Debord

 

Entre mis lecturas juveniles estaba Guy Debord, el instigador de la célebre Internacional Situacionista. Su libro fundamental, La sociedad del espectáculo, se me antojaba ininteligible, pero lucía bien pretender que lo leía en los pasillos de la Facultad.  En cambio su autobiografía, Panegírico, me pareció auténticamente divertida. En cuanto a In girum imus nocte et consumimur igni, Consideraciones sobre el asesinato de Gérard Lebovici y El planeta enfermo, o tenían una genialidad críptica que se me escapaba, o sencillamente eran tres fabulosas tomaduras de pelo.

Con el paso de los años me inclino más por la segunda opción.

Sin embargo el libro de Debord que recordaba como claro y potente, y sobre el que he vuelto recientemente, es Comentarios sobre la sociedad del espectáculo.

No me fallaba la memoria; en efecto, es certero como una bala.

Comentarios apareció en Francia en 1988, veinte años después de la publicación de La Sociedad del espectáculo; también de los marcobotellones de Mayo del 68, en los que tanto influyó aquél libro. Aquí llegó por primera vez en 1990; mi edición es 1999 en Anagrama.

El título juega con la ambivalencia de glosar tanto al texto anterior como al fenómeno analizado. El “espectáculo” era para Debord “el dominio autocrático de la economía mercantil que había alcanzado un status de soberanía irresponsable y el conjunto de las nuevas técnicas de gobierno que acompañan ese dominio.”  O sea, si lo traducimos de un brochazo mal dado, es la nueva realidad que ha surgido de la colusión del capitalismo y la tecnología, y que ha sustituido a la realidad real.

Como anécdota manida pero iluminadora, el joven Jean Baudrillard se formó en las filas de la Internacional Situacionista, y más tarde escribió Simulacra y simulation, que es el libro que sostiene Neo al principio de The Matrix, y que es la principal base filosófica la película.

Comentarios está muy bien escrito; las frases que hay que subrayar son tantas que invitan a tener un sacapuntas a mano. Debord empieza con una justificación un tanto arrogante, anunciando que no puede ser muy explícito en su exposición, ya que lo que tiene que decir es demasiado peligroso, y hay agentes gubernamentales merodeando a su alrededor.  Pero lo cierto es que se entiende bien lo que dice. Y si es verdad que estaba escrito contra el capitalismo postfordista de su tiempo, conserva su carga anti-Poder intacta. Casi podría haberse publicado hoy como una crítica a los superseñores de la sociedad digital.

Para el teórico situacionista, el poder espectacular tuvo al principio dos formas: la concentrada, un tanto tosca y propia de los totalitarismos, y la difusa, que tiene que ver con el capitalismo y la libre oferta de mercancías. Sin embargo la perfección gradual de esta última había llevado a una nueva forma de poder espectacular, la espectacular integrada, en la que la alienación se convierte en el hábitat inconscientemente asimilado, o sea, en una dulce prisión.

Éste es el punto en el que estamos:

“La sociedad modernizada hasta el estadio de lo espectacular integrado se caracteriza por el efecto combinado de cinco rasgos principales que son: la incesante renovación tecnológica, la fusión económico-estatal, el secreto generalizado, la falsedad sin réplica y un perpetuo presente.” (pág. 23)

Las características que describe son evidentes en nuestra vida cotidiana. Lo de la “falsedad sin réplica”, en concreto, es otra manera de llamar a sentarse ante una pantalla. Desde ellas nos ametrallan argumentos que ni siquiera son tales, pues no tienen la coherencia mínima como para serlo. Son mentiras, y mentiras ilógicas, pero tenemos que acatarlas o seremos expulsados de la vida en común.

La pantalla emana irracionalidad y acaba haciéndonos irracionales:

“La primera causa de decadencia reside claramente al hecho de que ninguno de los discursos que se exhiben en el espectáculo deja lugar para la respuesta; y la lógica sólo se ha formado socialmente en el diálogo. Por lo demás, cuando se ha difundido el respeto hacia lo que se habla en el espectáculo, que se tiene por importante, rico y prestigioso, y que es la autoridad misma, entonces se difunde también entre los espectadores el deseo de ser tan ilógicos como el espectáculo, para alardear de un reflejo individual de tal autoridad (…) Esa pereza del espectador es también la de cualquier ejecutivo intelectual, del especialista de formación acelerada que en todo caso intentará ocultar los estrechos límites de sus conocimientos mediante la repetición dogmática de algún argumento ilógico de autoridad” (pág.41)

Podría estar hablando de nuestro maravilloso mundo de los políticos, de Twitter, de los tertulianos de la Sexta y los cuñados que aplauden…

 

Debord no veía mucha salida liberadora en su tiempo.

Me pregunto qué hubiera pensado de Internet.

El espectáculo situacionista define bien a los media, al Estado, el consumismo y hasta el sistema educativo, pero se queda en el siglo XX, antes de que surgieran las islas piratas que hay en el mundo virtual y que escapan a las terminales del poder.

De hecho la forma espectacular integrada ya no está claro que funcione. Más bien parece que hemos regresado a la forma concentrada, la simplonamente totalitaria, donde sólo los palos de la cancelación social hacen que se mantenga la apariencia de que la narrativa espectacular sigue siendo hegemónica. Pero a poco que se salga a la calle, se ve que sólo se mantiene por la fuerza de la coacción, no de la persuasión.