24.11.20

"Carta a Meneceo", de Epicuro

Si como decía Ortega y Gasset la claridad es la cortesía del filósofo, hay que decir que una mayoría de los filósofos que pueblan la historia de la disciplina han sido bastante descorteses; a algunos incluso podemos acusarlos de impertinentes y malencarados, y les tenemos por una compañía ingrata con la que no queremos estar ni un minuto más del necesario.

Por el contrario, simpatizamos con los filósofos que son amigablemente claros, y nos agrada su prosa fraterna más allá de las imposiciones del prestigio, o de su papel más o menos basal en el canon del pensamiento de Occidente. Los leemos con gusto, sin esperar contraprestaciones académicas o laborales. Los leemos con el mismo placer con el que acudimos a una relajada velada con nuestros cófrades de tertulia.

El pensamiento helenístico tiene en general bastante de esto. Sus consejos del buen vivir -o del buen sufrir, según se mire- no necesitan de prólogos explicativos para conmovernos. También sus disquisiciones sobre lógica nos resultan accesibles, tanto como sus concepciones sobre la naturaleza, que a dos milenios vista son hoy tan geniales como entrañables.

Tal vez tenga que ver con la situación en la que surgieron, tan identificable para nosotros. Las escuelas helenísticas (cínicos, estoicos y epicúreos) son hijos del desarraigo. Cuando los macedonios les arrebataron la polis, en cuyo servicio se volcaban, los filósofos atenienses se volvieron sobre sí mismos en busca de certeza alguna. Ya no eran ciudadanos, ahora eran nada más que hombres, y era a lo que tenían que atenerse.

 

De estas generaciones de filósofos resalta con especial fuerza Epicuro. Tanto que la adjetivación de su nombre forma todavía hoy parte de nuestro vocabulario. Fue coetáneo de Aristóteles, allá por el siglo IV a.C., y, por lo que sabemos de él, creó su escuela en un jardín a las afueras de la ciudad, donde enseñaba que con una vida serena y moral se podía alcanzar la felicidad. Casi toda su obra se ha perdido, pero hay fragmentos suficientes como para que podamos reconstruir lo esencial de sus propuestas.

De entre todos los textos salvados, la Carta a Meneceo parece ser una buena síntesis de su pensamiento.

Se trata de una carta muy bellamente escrita en la que Epicuro instruye a uno de sus alumnos en las tesituras de la vida. El género epistolar, tan común en la época, juega en favor de la autenticidad y la belleza. Habla para que Meneceo y todos nosotros le entendamos. El filósofo no busca abrumarnos con jerigonza, no arguye conceptos que nos deslumbren; habla de la existencia humana en un lenguaje común, no filosófico, o sea, sin esconderse en terminología metafísica, y sus argumentaciones quedan honestamente desnudas. Aquí los hombres mueren y se duelen, exclaman y temen, tal cual, como sucede en la calle y en la cantina de más abajo.  No hay “cesación del ser”, “reintegramiento en la nada” y demás disfraces sartriano-heideggerianos que nos dicen tan poco, que sólo nos entretienen para que en realidad no nos angustiemos pensando que morimos.

Pero nos morimos y punto, nos recuerda el filósofo. 

Hay mucha verdad en Epicuro; una verdad sin artificios, vulnerable y transparente. Como le vemos las costuras a sus ideas podemos dialogar con él y aprender a vivir, que en suma es de lo que se trata. Y nada honra más su ejemplaridad como maestro que nuestras enmiendas.

 

Empecemos elogiando su optimismo y su falta de elitismo. Para él la filosofía sana y es apta para todo el mundo, sin restricciones de edad, nacionalidad o condición. También la felicidad, que llega sin necesitar gloria o bienes materiales. Todos podemos mejorarnos. Ya vemos aquí cierto cosmopolitismo que empieza a florecer tras el ombliguismo ateniense.  

Forzando todo rigor académico, podemos sostener que quien defiende estos principios es sencillamente una buena persona y un pensador moralmente limpio.

 

Pero ¿hasta qué punto nos convence hoy su epístola? Leyéndola uno recuerda la acusación que San Agustín les hizo a los pensadores de la etapa helenística: inhumanos.

Por ejemplo, su apología de la renuncia a ser más de lo que somos, a conformarse, suena incluso antinatural ¿El conatus humano no es genéticamente inconforme y ambicioso? Porque habrá más tarde una renuncia, la cristiana, pero que será completamente distinta, ya que su finalidad es abrazar lo más grandioso inimaginable, no sumirse en una dócil ataraxia. Será una renuncia que aspire a beberse los cielos, no a la calma de un felino somnoliento.

Cuando habla de los dos tipos de deseos, unos naturales y otros vanos, la primera impresión que produce es de sabiduría y sensatez. Mas luego uno empieza a sentirse levemente molesto ante tan arbitraria distinción. Está muy bien eso de tener buena salud (que reduce a no sentir dolor) y no ambicionar demasiadas cosas materiales. Pero ¿es ir a Aranjuez a escuchar una interpretación del concierto homónimo una necesidad de primer orden?¿Es cenar con los amigos tan imperativo como el respirar?¿nos invaden úlceras si se nos impide leer a los clásicos? Realmente no, pero si no podemos hacerlo (ni estos ejemplos ni otros miles similares que hacen que amerite vivir) es legítimo sentirse indignado. Aunque aceptemos los contratiempos, no lo haremos con sonrisa, no consideraremos la derrota un mejoramiento moral.     

En cuanto a las reflexiones sobre la muerte, a uno le ronda la pregunta de si amó a alguna mujer u hombre, si temió dejar a su hijo solo en el mundo. La muerte propia, obvio, no estamos para verla. Podemos sentir, incluso lo reconocemos, cierta curiosidad intelectual. Podemos ir serenos a nuestra muerte, pero no despedirnos de los seres queridos. Él no menciona a los que dejamos atrás, para los que nuestra muerte es orfandad. Y sobre todo la muerte del otro amado, de la que no nos recuperaremos nunca, y que nunca aceptaremos, y con la que nunca tendríamos que reconciliarnos.

 

María Zambrano, en su libro sobre Séneca, decía que el cordobés intentaba hacer una religión con la razón, que la razón fuera consuelo. Esto se aplica aquí. En esta Carta a Meneceo Epicuro trata de acariciarnos con la razón. Pero lo que él cree que es tarea de sabios, es en verdad misión de santos.  

14.11.20

En el viñedo del texto, de Ivan Illich


Hugo de San Víctor fue un teólogo del siglo XII. Nació en Sajonia pero vivió siempre en París. Su obra más célebre es el Didascalicon, palabra griega que más o menos se puede traducir por “asuntos de la introducción”, y que es una guía para los monjes que van a adentrarse en el estudio. En ella se sostiene que el arduo camino de la sabiduría acaba llevando a Cristo.

Sobre Hugo de San Víctor, ya en el siglo XX, Ivan Illich escribió uno de los estudios más bellos y sugestivos que hemos leído nunca, En el viñedo del texto. Etología de la lectura: un comentario al Didascalicon de Hugo de San Víctor. Aquí no sólo se expone lo poco que se sabe de la vida del teólogo sajón, también se analiza el contexto y la finalidad de su obra; y sobre todo el período de transición que vivió, en el que el modo de lectura como liturgia colectiva se iba apagando por los avances técnicos y la propia evolución de la escolástica. Del saber entendido como tarea de memorización grupal de los textos sagrados se pasó gradualmente a la ya moderna actividad intelectual libresca y solitaria. La culminación del proceso vino con el tomismo y la llegada de las universidades, ya en el siglo XIII.

Illich cuenta también que cierta simpleza doctrinal del medievo tuvo que ver con lo deficiente de los medios de escritura. No es casual que cuando empezó a llegar el papel barato de China, un siglo después del Didascalicon, apareciera ya una filosofía más elaborada en Europa. El sistema de enseñanza que representaba esta guía terminó con Santo Tomás de Aquino, pues sus lecciones eran tan complejas que no había modo de memorizarlas colectivamente. Hubo que repartir papeles a los alumnos para que tomaran notas: había empezado la clase moderna con la toma de apuntes individuales.

En el siglo XII todavía se trabajaba en carísimos papiros o con piel de animal, que se apuraban al máximo, escribiendo las frases sin espacios, en líneas prietas. Semejaban entonces las rayas de un campo arado, y de ahí que el maestro les dijera a sus alumnos que recolectaran los frutos del texto.

Si quisiéramos hablar del Disdascalicon nos resultaría muy difícil separarnos de Ivan Illich, la fuente secundaria que leímos antes que el original. Pero no entenderíamos la belleza y profundidad de lo que lo que nos dice Hugo de San Víctor sin haber tenido esta ayuda. Por ejemplo, ahora sabemos que éste escribe para ser pronunciado, no leído. Son frases para recitarse en grupo, en “comunidades bisbiseantes” como se decía entonces, cuando los alumnos no escribían nada y tenían que memorizar las lecciones.

Las instrucciones que da Hugo de San Víctor son bastante lógicas y actuales. Disciplina y humildad; ningún conocimiento es inútil ni la inteligencia trabaja por sí sola. No hay ciencia que pueda subsanar la necedad del apático.

Una de las ideas que repite Hugo de San Víctor es que la búsqueda del conocimiento es como el exilio en una tierra extranjera. Parece querer negar que sea necesario el viaje literal para el conocimiento, uno como el propuesto por Homero, porque con viajar a través del saber basta. Pero por otro lado sabemos, gracias a Illich, que por entonces se consideraba que la vida conventual era una peregrinatio in stabilitate, por lo que no hacía falta enfrentar mares y carreteras, ya que cada día de meditación y estudio era una larga jornada por territorios ignotos.

Insiste mucho también en la meditación como esencial en el camino a la sabiduría. Y la meditación creemos que se tiene que entender como sosiego y humildad; como un conocimiento más moral que erudito. A Hugo de San Víctor, que subrayaba que hay que estudiar sin prisa, disfrutando, y con el abrazo de Cristo como meta, seguramente el saber técnico de “la barbarie del especialismo” orteguiano le hubiera incomodado. No es un conocimiento para dominar a la naturaleza u otros hombres a lo que se refiere. Es una vía de santidad.

Leyendo el libro de Illich nos entra cierta nostalgia de las abadías y monasterios medievales, que vivían volcadas hacia el estudio y donde se salvaguardaba la cultura clásica. Y nos sentimos hermanados con todos lo que a través de los tiempos han considerado que aprender era no sólo lo que nos hace humanos, si no un verdadero placer.

Es conocido que sabemos poco del periodo que va desde el siglo V hasta el XIII. Tenemos una falta de datos que ha fomentado la idea de que fueron tiempos de oscuridad. Pero en los monasterios había maestros amables como Hugo de San Víctor que mantenían la luz de las ciencias humanas encendida. De ahí surgió la escolástica que nos acabó trayendo la modernidad filosófica. No pudo ser tal páramo si germinó tal bosque.

1.11.20

Estanislao Zuleta

www.eltiempo.com

Estanislao Zuleta fue un gran pensador colombiano al que la fortuna editorial no ha sonreído especialmente. En su país es difícil encontrar muchos de sus libros. Aquí, en España, es directamente imposible y ni siquiera están para consulta en la Biblioteca Nacional. Afortunadamente los tiempos aceleran que es una barbaridad y ahora hay algunos libros suyos descargables en pdf en la web de la Casa del libro. Esto nos anima a hablar de él, con la idea de que tal vez algún lector quiera acercarse a su obra.

Nacido en Medellín en 1935 y muerto en Cali en 1990, se esforzó por ser un autor socialmente útil, es decir, quiso deglutir todo lo posible la cultura de su tiempo para presentársela inteligible a sus coetáneos. Y cumplió: hay pocos placeres intelectuales equiparables a acercarse, a través de sus lecciones, a El Quijote, o a Marx, Freud o Sartre.

Además de sus exégesis, tiene aportaciones brillantes de intelectual vinculado a los conflictos de su tiempo y su país. Así, al desgaire, podemos mencionar la inteligente defensa que hace de la democracia como canalizadora legítima del conflicto social; la preocupación por un sistema educativo que no enseña a pensar; su aproximación freudo-marxista-existencialista a la literatura moderna como crítica ética de la vida cotidiana...

De vocación socrática, brillaba en oralidad. La mayor parte de sus textos son transcripciones hechas por amigos y discípulos de sus conferencias. Él escribió poco, aunque cuando lo hizo, como Elogio de la dificultad, le salieron libros que todavía hoy podemos leer y releer sin agotarlos (Recomiendo con vehemencia la lectura de este libro).

 

En youtube hay un documental antiguo sobre su vida y obra, y también un reportaje bastante reciente que quizá es más didáctico.

La vida de Estanislao Zuleta está más o menos contada en La rebelión de un burgués. Estanislao Zuleta, su vida de Jorge Vallejo Morillo. Vástago de una familia rica e ilustrada, siendo un niño perdió a su padre en el mismo accidente de avión en el que también murió Carlos Gardel. Fue cobijado por el prohombre de la cultura colombiana, Fernando González, y creció rodeado de intelectuales. A los 16 años leyó La montaña mágica de Thomas Mann y quedó tan impresionado que decidió que seguir en el colegio era una pérdida de tiempo. Visitó Bucarest para un congreso comunista, y de vuelta a casa se hizo militante del Partido Comunista Colombiano para luego escindirse y formar Estrategia, un grupo de ideología afín pero más pacífico. Su desencanto con el PCC tuvo que ver, entre otras cosas, con que le obligaran a casarse con María del Rosario, una chica de la alta cuna bogotana (es familiar del ex presidente Santos), porque la dejó embarazada y tal escándalo era malo para la imagen del PCC ante los indígenas del Sumapaz, a los que instruía como intelectual orgánico, y a los que querían ganarse para la causa. En los ochenta colaboró con su amigo el presidente Belisario Betancur en las conversaciones de paz, pero la toma del Palacio de Justicia por el M-19 lo echó todo a perder y volvió a los libros. En sus últimos años obtuvo un doctorado honoris causa por la Universidad del Valle, lo que le permitió enseñar ya sin los problemas previos de quien no tenía título oficial alguno que colgarse en la solapa. Un segundo divorcio, el alcoholismo y la situación del país, le llevó a morir de saudade, como dice Vallejo. Tras pasarse semanas sin dormir, alimentándose de alcohol y pastillas, tuvo un infarto. Ese día leía a Norberto Nobbio.

 

Tanto de La rebelión de un burgués como de los documentales se puede concluir que no era un hombre fácil. Con su primera mujer y sus primeros hijos fue desalmado. A María Rosario la convenció de que se prostituyese para purgar sus orígenes oligárquicos y la pobre señora lo intentó (él, que también era de familia de abolengo, no se hizo pasar a sí mismo por nada parecido). Con sus primeros hijos, a los que intentó inculcarles el ideario libertario, fue inflexible y si les sorprendía viendo la televisión en casa de los vecinos les golpeaba. Luego, con su segunda mujer, una bellísima adolescente llamada Yolanda, sí fue bueno, y también con la segunda hornada de hijos que ésta le dio (En los vídeos hay un contraste tal entre los recuerdos que tiene José Zuleta, el primero de sus hijos, y Morela, la última, consentida y amada, que parecen estar hablando de un distinto padre).   

De todos los amigos y familiares que pasan por la vida de Zuleta, nos quedamos con María del Rosario, una mujer entrañable a la que el pensador trato con crueldad, pero que es capaz de recordar con dolor pero sin bilis. Ella cuenta cómo fueron, en su rol de intelectuales marxistas de los años sesenta, a tratar de formar a los campesinos en filosofía, y subieron a la montaña baúles con las obras de Freud, Sartre y otros similares. Ella se encargó de explicarles a Hegel: “Por las noches, después de las largas jornadas que tenían los campesinos, nos reuníamos en la casa campesina donde vivíamos y yo les daba alguna charla, más que nada sobre Hegel. Los campesinos durmieron a Hegel de una forma fantástica…”.