6.4.14

Entrevista con Juanma Agulles



Juanma Agulles (Alicante, 1977) tiene un libro de cuentos, colaboraciones dispersas, algún premio literario y un diploma que anuncia que es sociólogo. Ha trabajado de albañil, gasolinero y en un centro para personas sin hogar. También ayudó a fundar la revista Cuadernos del Tábano y en el 2008 publicó Non Legor, non legar (Literatura y subversión), una recopilación de interesantísimos ensayos breves sobre literatura y crítica social. Este año además verá la luz Sociología, estatismo y dominación social, en la editorial Brulot.
Ahora vive en Madrid.
Hace frío y nos vemos en el Café Comercial.



P-Has estado en contacto con la locura, ¿qué significación tiene para ti la locura? ¿Quién determina la diferencia entre locura y disidencia?
R-La significación que yo le doy se enmarca en el análisis de las condiciones sociales de dominación que producen los desórdenes mentales. Este es al menos el punto de partida que trato de desarrollar en el artículo «La locura de un siglo alienadamente cuerdo». Ahí recojo también algunas claves para responder a tu segunda pregunta sobre quién determina los límites entre locura y disidencia. Estoy lejos de adoptar una definición romántica de la locura, pero me parece que hoy nos encontramos en una situación que puede resumirse en «tu mente contra tu cuerpo», donde la medicalización masiva ante las condiciones de desposesión social juega un papel muy importante. Algunas publicaciones que han abordado temas de anti-psiquiatría como Enajenadxs o El rayo que no cesa han tratado el tema de la enfermedad mental desde posiciones que comparto.



P-También veo que hablas mucho de la ciudad. ¿Se puede habitar hoy la ciudad?
R-Mi interés por la ciudad y las implicaciones del desarrollo urbano viene desde mi época de estudiante de Sociología; por eso me especialicé en «sociología urbana». En el artículo del libro «Ciudad usurpada, ciudad okupada», trato de responder a las teorías de la supuesta emancipación que supone la vida urbana, y que muchas teorías revolucionarias o críticas han alentado a lo largo del siglo XX. En las condiciones actuales, las supuestas ventajas liberadoras de la vida en las ciudades deben ser puestas en duda y sometidas a consideración crítica: la realidad es tozuda. Desde la vida alienada en las urbes de los países llamados «desarrollados» hasta las terribles condiciones de vida en las megalópolis de los países más pobres, los límites de la ciudad, su falsa promesa de emancipación, se han visto impugnados. De modo que una crítica social coherente debe asumir la crítica del hecho urbano en todas sus dimensiones.



P-¿Se puede escribir sin ser cómplice?
R-Hoy en día me parece que toda actividad que uno emprenda está sujeta a grandes contradicciones. Escribir también. Yo he tratado de asumir esas contradicciones y seguir escribiendo. Escribir a pesar de la desesperación, escribir con ella; quizá se pueda resumir así mi postura actual. En cualquier caso, hay un margen de influencia (muy pequeño) al que se puede acceder a través de una escritura crítica. Fuera de ese pequeño margen, la opción individual de escribir o no carece de relevancia respecto al compromiso que se adquiere en la transformación social. En determinado momento se puso de moda la figura de un escritor cínico, que miraba todo como desde fuera, adoptando poses viriles bastante ridículas, al estilo de los Ungry Young Men del siglo pasado. A estas alturas, quien sigue jugando a eso me parece que está fatalmente equivocado.



P-¿Podemos salvar a Bukowski de sus seguidores?
R-Yo he sido muy lector del viejo Hank, y creo que hay algunos aspectos de su obra muy interesantes; aunque los que más han trascendido, y más se han imitado, no son precisamente los que a mí más me gustan. El anti-intelectualismo, la pose viril y cierto cinismo práctico, son recursos que sus imitadores han utilizado hasta la saciedad y que, para mí, carecen de interés. Para desgracia del «viejo indecente» su influencia se ha dejado notar en un tipo de literatura muy banal, del tipo Virgine Despentes, o aquella «juventud caníbal» italiana que aquí tuvo una efímera influencia, o las aportaciones nacionales con obras de tan dudosa calidad como las de Ray Loriga, Miguel Ángel Mañas, Pedro Maestre o Jo Alexander. Seguramente, Bukowski fue mucho mejor poeta que narrador, y ahí están sus Madrigales de la pensión como ejemplo.



P- ¿Por qué, como dices, «Sartre da miedo»?
R-Mi opinión sobre Sartre ha ido variando con el tiempo. Creo que su existencialismo, en determinado momento histórico, fue muy influyente y necesario. Curiosamente, hoy su obra es irrecuperable para los términos en que se da la crítica social. Por lo menos en el estado español; en Latinoamérica aún se pueden encontrar ediciones de sus obras y se lo tiene más en cuenta como pensador. Como filósofo, Sartre tenía la ventaja de que su sistema no llevaba a la inacción (que es lo que casi toda la filosofía acaba haciendo); como escritor supo muy bien encontrar la manera de dar salida a sus ideas filosóficas a través de la ficción, y eso es quizá lo que más me interesa de su obra. Su opción de defender la violencia política del FLN contra el estado francés en Argelia puede verse como una expresión de la decadencia del intelectualismo europeo, pero desde luego esa postura era mucho más honesta que otras.



P-En el artículo «Los discursos del miedo» me ha parecido entender que en el fondo demandamos tener miedo…
R-En realidad, el artículo trata de desentrañar la manera en que los discursos sobre el peligro que constantemente nos acecha, sobre el miedo que todos debemos tener, acaban por generalizar una demanda de esos mismos discursos, como sustitutos de otras sensaciones vitales en franco retroceso desde hace tiempo como, por ejemplo, la pasión por la creación y contemplación de la belleza o la lucha por la transformación social. En ese sentido, el orden social presente puede considerarse como garante del terror. La amenaza constante que los medios difunden a diario, si la observamos sin apasionamiento, responde a una lógica terrorista, y mientras no seamos capaces de sustraernos a ella, las condiciones sociales seguirán intactas.



P-Entonces, el hedonismo, el disfrute presente, ¿es una condena o una liberación?
R-Creo que esta cita del artículo «Impresiones solares» (aunque citarse a uno mismo sea de dudoso gusto) puede responder en parte a tu pregunta:
«No es cierto que esta sea la época de un despreocupado vivir el presente. La marca de nuestro tiempo es la de un estado de choque tras una honda impresión de inhumanidad que asume acríticamente su hoy porque no puede entender su ayer y cree que no tiene mañana».
Sin duda, el hedonismo ha sido aceptado y en el orden actual cumple un papel muy importante como anestésico social. La transformación de las actuales condiciones sociales requeriría de un gran esfuerzo y de determinadas renuncias que no muchas personas están dispuestas a asumir. Constatar que exigir la liberación personal «aquí y ahora» colabora para mantenerlo todo en su sitio, no es más que un primer paso para empezar a hablar de las condiciones necesarias en que se podría dar una hipotética liberación colectiva.



En libro se distribuye en “circuitos alternativos” (o sea que es difícil de encontrar). Se puede pedir directamente: editabano@hotmail.com

2.3.14

Lo no lugares, de Marc Augé



Pero los no lugares son la medida de la época, medida cuantificable y que se podría hacer adicionando, después de hacer algunas conversiones entre superficie, volumen y distancia, las vías aéreas, ferroviarias, las autopistas y los habitáculos móviles llamados “medios de transporte” (aviones, trenes, automóviles), los aeropuertos y estaciones ferroviarias, las estaciones aeroespaciales, las grandes cadenas hoteleras, los parques de recreo, los supermercados, la madeja compleja, en fin, de las redes de cables o sin hilos que movilizan el espacio extraterrestre a los fines de una comunicación tan extraña que a menudo no pone en contacto al individuo más que con otra imagen de sí mismo.

Los no lugares. Espacios del anonimato de Marc Augé apareció en 1992 y desde entonces ha sido citado -sospecho que sin leerlo- sistemáticamente por melancólicos altermundistas que aborrecen de los nuevos espacios de tránsito humano y mercantil que se reproducen miméticamente y en serie por todo el globo.
El “no lugar” del que habla Augé es síntoma de la "sobremodernidad". O sea, nuestro tiempo, que está caracterizado por las tres figuras del exceso: la superabundancia de acontecimientos, la superabundancia espacial y la individualidad de las referencias. Vivimos mucho más tiempo y más conscientes de lo que sucede; el planeta es accesible en su práctica totalidad y el capitalismo se ha encargado de arrasar con los vínculos sociales tradicionales, erigiendo al “yo” como referente único.
En este exceso se han reproducido todos estos espacios apátridas, sin memoria ni historia, anónimos, en los que de entrada sabemos que no nos quedaremos porque estamos en continuo movimiento, el enraizamiento es imposible.
Esto, dicen los citados melancólicos altermundistas, es malo. Pero ¿quién ha dicho que queramos quedarnos?¿para qué necesitamos que el espacio nos imponga una identidad?
Situémonos en Las Ventas de Madrid cuando empieza la temporada de toros. La castiza plaza por la que caminamos y los horripilantes edificios de ladrillos con toldos verdes que la rodean son la quintaescencia de lo local, miles de españoles acuden joviales a ver cómo se descuartiza vivo a un animal, hay sensación de comunidad y trajes folclóricos, familias exhibiendo bandera, se venden dulces típicos… estamos en el superlugar, el lugar intransferible, la autenticidad local que resiste a la globalización, los numantinos frente al Imperio. Y sin embargo, más de cinco minutos allí y nos ahogamos ante tanta autenticidad. El lugar-lugar es opresivo, anula al individuo; sirve como estampa turísitca, pero no se puede habitar, es caducidad y nos degrada.
Desde Ventas huimos al Starbucks más próximo; allí, al menos, existe la ilusión de exilio: hay uno exactamente igual en cualquier metrópolis del mundo. Ya no estamos atrapados porque somos globalidad. Soy yo y no nosotros.
Es difícil asociar el duty free de un aeropuerto con la muerte. El no lugar es vida, dinamismo y movilidad; es descanso de las certezas, del peso de lo colectivo. Allí estamos solos, y nos podemos reinventar sin que el contexto nos determine. La verdadera libertad -por real y demostrable- es la individual y el no lugar su horizonte.

11.1.14

Óscar Amador Vicente y la perversión ontológica


Probablemente Óscar Amador Vicente ha leído a los filósofos del Realismo Especulativo o Nuevo Nihilismo, tan en boga desde que fueran citados como los inspiradores de la exitosa serie televisiva True detective.  Si lo ha hecho, fabuloso; querría decir que ha aprehendido estas teorías que consideran que el género de terror es el mejor medio para expresar la sinrazón de todo.  Si no, pues mejor aún, significaría que este escritor madrileño es capaz de intuir por dónde van las corrientes del género y que ha captado los miedos y lenguajes del zeitgeist.
Thomas Ligotti es el más accesible de estos nuevos nihilistas y su gran ensayo La conspiración contra la especie humana es una lectura imprescindible para cartografiar la exasperación del nihilismo moderno en general, y la literatura de terror contemporáneo en particular. Hay una parte en la que describe la esencia del género y lo llama la “perversión ontológica”, que es cuando aparece algo que no debería ser, pero es. Más inquietante que cualquier monstruo, vampiro o sacamantecas es la paradoja “hecha carne”, lo que no tiene lógica en un contorno al que le correspondería tenerla. Las gasolineras que no son lo que parecen, los viajeros que no tendrían que desplazarse en esa carretera, los barcos que no son detectados por ningún radar…todas esas constantes de la narrativa de Amador que irrumpen en sus cuentos son la perversión ontológica de la que habla Ligotti, los elementos turbadores que nunca olvidaremos.

Es raro encontrar en estos relatos a varios protagonistas. Lo suyo son más bien historias en las que uno o dos personajes están inmersos en una situación que les supera, que no controlan, y que finalmente les devora siempre que no consigan pactar una débil e insignificante tregua. Personajes arrojados a una inconmensurable soledad desde la que hacen frente a la hostil existencia. O sea, pura literatura de terror (o suspense, o fantasía, como quiera que lo llamemos) en su mejor variante, esa que entre cadáveres, neblinas y viejas puertas chirriantes nos habla de cómo es la condición humana.

El pesimismo antropológico que caracteriza los textos es evidente, pero va más allá de minusvalorar a los hombres como meros homúnculos incapaces de sobrevivir. Estos no solo sufren, es que además nunca entienden la razón última de sus desdichas. Al contrario que toda la tradición científica occidental, que cree que al final podemos conocer el orden del mundo, para Amador no hay un por qué, no hay explicación lenitiva, nada tiene sentido. Desconfía de la razón humana y todo queda en una especie de eterno retorno de absurdo y muerte. Encontramos a sus protagonistas atrapados en una vivencia inquietante y les dejamos encadenamos en una desasosegante. O si el cuento tiene un final más grato conseguirán retornar a la inquietud, pero lo que ninguna vez veremos es un nuevo amanecer redentor.

El pesimismo es literalmente cósmico. No parece que una variante de seres humanos mejores, más sabios o incluso inmortales fuera a mejorar las circunstancias. El ser humano es solo un epígono de lo real y por ello es incluso inocente, de ahí que veamos cómo a menudo cuenta con la piedad de narrador. El verdadero problema es el Cosmos, ese gran todo de vacío y polvo donde es imposible enraizarse, del que hemos sido desgajados por nuestra conciencia antinaturalmente desarrollada: nunca podremos encajar del todo y sin embargo estamos inhabilitados para escapar. Es la fatalidad de haber nacido, seguida de la imposibilidad de que el suicidio subsane el hecho de que hemos venido a este mundo.