30.1.20

domingo


El sótano es oscuro y húmedo. La lluvia tamborilea en la noche sobre una única ventana enrejada. Nos iluminan solo una docena de velas desperdigadas por la sala que crean una atmósfera de fantasmagoría e irrealidad. Lucy, la última novia psicópata de Charlie, nos ha convocado esta noche para una sesión de espiritismo. Mi amigo me ha pedido que vaya. Sé que es una loca inquietante, me dice, pero está muy buena. Le entiendo, los dos somos hombres de fuertes convicciones. Nicasio, menos idealista que nosotros, no considera que esa sea suficiente razón como para aguantarla, así que no ha venido.
Estamos los tres sentados en el suelo en torno a un extraño dibujo esotérico, una especie de sol negro con muchas bocas, y tres vasos llenos de un líquido desconocido.
Lucy, o sea Lucía, porque es de Alpedrete, lleva una bata negra y se ha pintado una estrella de cinco puntas en la frente. En las manos sostiene un candelabro y recita unos versos en algún idioma ininteligible. Cuando termina su salmodia nos invita a beber de los vasos. Al vernos algo reacios a hacerlo, se pone pie, se quita la bata y queda blanquecinamente desnuda. Si no bebéis, advierte, no podremos seguir con el conjuro.
Hechizados y sin voluntad, nos tragamos inmediatamente de un sorbo lo que fuera que hubiera en nuestros respectivos vasos. El hecho de que ella también se beba el suyo nos tranquiliza levemente. El sabor es acuoso con un toque amargo, no consigo descifrarlo. Lucy coge una brocha con pintura roja (espero que fuera pintura) y empieza trazarse rayas en el cuerpo mientras vuelve a lanzar conjuros en el idioma extraño de antes.
Yo estoy obnubilado, mirándola, y tarda en sorprenderme que las líneas que se ha pintado empiecen a flotar en el aire y a rodearla, girando como una cinta en torno a una bailarina.
Lucy se dirige a mí en su dialecto satánico, que ahora entiendo. Me pregunta que si estoy dispuesto a convocar al señor de las tinieblas. Yo le pregunto que si eso se hace mediante sexo. Me dice que sí. Miro a Charlie para ver si me concede su bendición, pero no le veo. Entonces me llama desde el techo, donde está colgado. Se ha convertido en una araña gigante con gafas. Bájame, tío, me implora asustado. Mientras esté allí arriba, pienso, podré invocar al señor de las tinieblas ése sin que él se entrometa. Le digo que aguante, que vaya flipe, y que disfrute de su experiencia que no tardaré mucho.  
Me quito la ropa y busco a Lucy, pero ahora ella es un cuervo que me habla. Tómame, me exhorta. ¿Cómo? le pregunto desconcertado. Charlie se desliza por la pared, rodea a Lucy, y mientras la hace girar va escupiendo una tela con la que la envuelve. Luego empieza a comérsela por las patas. La cabeza del cuervo sobresale del ovillo y antes de ser devorada completamente me grita enfadada: así es que cómo hay que tomarme, inútil.
Cuando Charlie termina de engullirla resopla y se pone panza arriba. Ahora algunas de sus extremidades vuelven a ser humanas. Empieza a roncar.
Algo confuso subo por las escaleras y abro la puerta de la calle.
Pervertido, asqueroso, me grita una señora mientras me pega con el bolso. Me doy cuenta de que estoy desnudo en fuera del sótano porque tiemblo de frío. Lucy, que vuelve a ser una humana con ropa, me agarra por detrás, se disculpa con la señora y le dice que soy especial, que lo siente muchísimo.
De vuelta al sótano Charlie, también humano de nuevo, no parece consciente de mi presencia, tiene la mirada focalizada en la ventana.
Lucy me ayuda a vestirme y luego gateo hacia una esquina. Me abrazo a la pata de una mesa. Entiendo por qué Charlie mira al ventanuco. Por allí entrará la luz que anuncia el nuevo día.

20.1.20

jueves


Charlie llama para avisarme de que se va a Albacete unos días a ver si vende algún seguro allí. Le digo que si entonces puedo aprovechar que está fuera para ir a dormir a su sótano, que con tanta felicidad doméstica como tengo ahora empiezo a desorientarme, y necesito estar solo para recordar quién soy, o sea, que quiero rumiar mis miserias para concluir que sigo odiando al mundo, y no hay mejor sitio para ello que su sótano, que es lúgubre, sucio y deprimente. Me responde que claro, que estupendo, que ya tengo las llaves y que vaya cuando quiera.
Llego y me doy cuenta de que hacía años que no estaba allí sin Charlie. Esa cueva ha sido su hogar desde hace más de dos décadas. Se lo compró cuando era lo único que podía pagar, y sin embargo no se ha ido ahora que ya podría permitirse algo mejor. Poca gente entiende que para él es un palacio del que se siente rey. Charlie es un hombre de lealtades y ese sótano le regaló las primeras noches de su vida sin gritos ni desprecios.
Los manuales de civismo indican en sus primeras páginas que cuando estás de invitado en casa ajena no hay que fisgonear, pero el refranero popular matiza que donde hay confianza da asco. Miro y toco a discreción.
El cuadro de la entrada, el único que hay realmente en toda la estancia, es un paisaje nevado algo cursi y vintage (en el mal sentido del término), pero es un regalo que le hizo su abuela, campesina heroica que sobrevivió a la gran ciudad, a las lejías industriales, y a diez hijos y treinta y dos nietos, así que allí se queda, en el pórtico, como escudo heráldico y orgullo de estirpe.
Entre los pocos libros que hay en la estantería encuentro un álbum de fotos. Es antiguo, de cuando todavía se hacían albumes de fotos. Salen sobre todo chicas; muchas chicas. Charlie ha vivido cubierto de chicas. Siempre le admiré por ello. Hay varias fotos de él con Alba en Torremolinos. Recuerdo a Alba y que tuve buena conexión con ella. Una vez me dijo que Charlie no era especialmente guapo y le sobraban algunos kilos, pero que no seguía la impostura y eso le hacía atractivo. No entendí muy bien a lo que se refería, pero apunté la frase en mi cuaderno de notas.
Su ropa, que no es mucha, está guardada en cajas de cartón porque no hay espacio para un armario. Es toda oscura y muchas prendas se repiten, para no tener que pensar cada mañana en qué ponerse. Vista así, doblada y sin alma, la ropa parece un objeto especialmente absurdo y feo.
En el baño todo rezuma ofertas y llévese tres por dos. Hay geles repetidos y de marcas desprestiadoras, toallas ásperas y acartonadas, y las cuchillas de afeitar tienen el sello de una cadena de hoteles. Sin embargo a un lado del espejo, en un sitio privilegiado, hay varios enseres y perfumes de chica elegante y onerosa, sin duda pertenecen a Raquel, que parece que tiene todo como lo dejó por si algún día quisiera volver.
Debajo del lavabo encuentro una pesada caja metálica que en algún momento albergó galletitas inglesas. La abro. Hay monedas de distintos países. Son testimonio de sus viajes; él que no es muy dado a traerse souvenirs. Al verlas pienso que Charlie ha tenido una buena vida, y puesto que yo le he acompañado en la mayoría de sus periplos, la mía tampoco ha debido de estar mal del todo.
Salgo del baño y me siento en el sofá, listo para iniciar mi periodo de introspección biliar y abominar de todo y todos. Pero de repente me da pereza abrir la herida para contemplar otra vez cómo sangra. Me siento liberadamente mayor para ello. Decido volver a casa.

16.1.20

La luz que se apaga, de Ivan Krastev y Stephen Holmes


Francis Fukuyama publicó El fin de la historia y el último hombre en 1992, y vapulearle por ello se convirtió en expresión de decoro intelectual. Hoy sin embargo lo vemos como un libro brillante que encapsuló su tiempo en conceptos, como pedía Hegel. Que ahora sus planteamientos hagan aguas por todas partes, lejos de ser un motivo de regocijo, provoca zozobra y nos demuestra que vivimos en tiempos inquietantes, porque no olivemos que Fukuyama era esperanzador y veía a la democracia liberal como definitivamente triunfante tras el colapso de la URSS. De hecho, otro libro de por aquél entonces, más beligerante y mucho menos optimista, parece haber profetizado con más tino, El choque de civilizaciones de Samuel Huntington.

 

Ambos libros aparecen profusamente referenciados en La luz que se apaga, escrito a cuatro manos por el búlgaro Ivan Krastev y el estadounidense Stephen Holmes, y que tiene el diciente subtítulo de “Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz”. Su ámbito de estudio se encuadra dentro de la cada vez más extensa bibliografía sobre el post-liberalismo, al que parece que estamos inevitablemente abocados, y que en la academia anglosajona ya es el principal tema de preocupación de la filosofía política.     

 

Esta obra, que se ha traducido en Debate, es en concreto una aproximación al fenómeno de los gobiernos conservadores-populistas de Europa del Este. En los últimos veinte años, Polonia y Hungría, entre otros países, han pasado de ver el fin del comunismo como una esperanza a regresar a formas de nacionalismo identitario que no casan fácilmente con el liberalismo europeísta.

 

Lejos de caer en anatemas y explicaciones fáciles, los autores estudian los orígenes, causas y consecuencias del fenómeno. Siguiendo a René Girard, hablan de una “era de la imitación”, en la que los países mencionados intentaron copiar los modelos occidentales de democracia pensando que así llegarían a sus cuotas de bienestar. El referente más claro y concreto que tuvieron fue Alemania, que se reconstruyó tras la Segunda Guerra Mundial repudiando todo su pasado y creando una nueva identidad nacional basada en su Constitución y el orgullo por su desarrollo económico y humano.

 

Pero las cosas no funcionaron como se esperaba cuando se trasladó el modelo al Este. Ni estos países atesoran un bienestar alemán del que jactarse, ni tienen una relación tan angustiosa con su propio pasado. Los húngaros y polacos no vieron bien que las élites liberales renunciaran a los símbolos nacionales como hicieron los alemanes, porque ellos no los sentían vergonzantes. Los partidos liberales centrados en las grandes ciudades se desentendieron de la nación, dejando el terreno libre a los populismos identitarios que recogieron las banderas patrias desde las provincias y acabaron haciéndose con el poder en las capitales.

 

Lo que los autores llaman la “nueva ideología alemana” ha demostrado ser un fracaso en el Este y ha favorecido el ascenso de los nuevos nacionalismos. Es evidente que el “patriotismo constitucional” no es exportable donde el orgullo por atesorar una identidad nacional tiene vitalidad.

 

El político populista más tratado en este libro es Viktor Orbán, aquí convertido en paradigma. El presidente húngaro nació en un entorno humilde y de campo. En el Ejército se concienció políticamente contra el comunismo, y al principio fue un liberal convencido, pero poco a poco se fue desencantando del liberalismo. Pero sobre todo, según los autores, en su formación política fue decisivo el desprecio al que le sometió la intelectualidad cosmopolita de Budapest, a la que inicialmente admiró; el elitismo excluyente de las elites liberales y europeizantes originó un resentimiento en él que hoy perdura y explica muchas de sus decisiones.

 

Un tema muy interesante, y que en este libro se menciona pero sin profundizar, es la cuestión de los intelectuales populistas que crean relatos legitimadores para estos políticos. Cita algunos autores, desconocidos aquí, que parecen tener las ideas claras. Pero sobre todo llama la atención que el propio Orbán se formó como gramsciano. Aprendió del filósofo marxista que para tomar el poder hay que construir hegemonía primero. Da la impresión de que esta línea de acción ha cuajado en todos estos populismos identitarios. Han copiado la estrategia de la izquierda de ganar la batalla de las ideas si se quiere tomar el poder, pero sobre todo para mantenerse en él. 

 

Las regresiones antiliberales en Europa del Este no se entenderían sin el papel de Rusia, que también tiene mucho peso en estas páginas. Putin nunca fue liberal, y pasó del comunismo al nacionalismo como algo natural. Pero no perdona la derrota en la Guerra Fría, y castiga hoy a Occidente con las maniobras disolventes y el cultivo de enfrentamientos internos, que fue como Estados Unidos consiguió desmembrar la URSS.

 

Un caso peculiar que también es crucial es precisamente el de Estados Unidos. Donald Trump, ya en los años ochenta decía a quién quisiera escucharle, que no fueron muchos, que era mejor dejar de liderar el mundo libre y volverse un país centrado en sí mismo, sin mesianismo externos. Predicaba un egoísmo nacional igual al que tenían, según su visión, los demás países. Porque además, lo que los autores han llamado “era de la imitación”, en Japón o Alemania había durado ya muchas más décadas y allí sí había funcionado. EEUU derrotó a ambos países, los reconstruyó a su imagen, y estos países aprovecharon para superar al mentor en muchos campos tecnológicos y económicos. Trump quería volver a hacer grande a Estados Unidos igualándolo en desarrollo y prosperidad con estos antiguos enemigos, aunque supusiera tener que soltar amarras en la política exterior para concentrar los esfuerzos en casa.

 

El problema, dicen Krastev y Holmes, es que la imitación sigue actuando, y ahora los países que pasen a imitar a EEUU lo harán de un modelo iliberal. Porque la otra potencia global candidata a ser emulada es China, pero el país asiático no puede ser desde luego un modelo de democracia liberal. De hecho los conflictos que inevitablemente se avecinan entre EEUU y China no serán ideológicos porque ambos son ya de hecho iliberales; serán luchas económicas que exigirán posicionamientos de los demás países, pero ya no habrá banderas liberales en esas luchas. 

 

Los autores concluyen diciendo que el orden liberal global es la luz que se apaga referida en el título, ya sin remedio posible. Fukuyama se equivocó y no hay una marcha histórica hacia la democracia generalizada. No quiere decir que todos los países vayamos a convertirnos en iliberales, pero nos tocará subsistir entre grandes bloques que sí lo serán.

 

La lectura de La luz que se apaga no es halagüeña, pero sí necesaria; tiene algo de manual de supervivencia en tiempos de caos. Ante sus páginas, uno no puede evitar recordar a aquel personaje de la serie británica Years and years, que ante el calamitoso presente en que vive, pregunta exhalando nostalgia a sus amigos: “¿recordáis cuando los informativos eran aburridos?”. 

11.1.20

domingo

El Charlie tenía grandes planes para nosotros. Íbamos a envejecer nuestra amistad en bares herrumbrosos, a dejarnos desplumar por prostitutas a las que triplicáramos la edad, a conocer famosos en clínicas de rehabilitación y, finalmente desahuciados y solos, compartiríamos los últimos alientos en alguna residencia de ancianos cutre pero con enfermeras solícitas.
Pero ahora el Charlie ve el nacimiento de mi hija como una impertinencia injustificable; se siente traicionado. Le toca repensarse el futuro o buscar nuevo compañero de desdichas.
Cuando quedamos, cada vez menos, todo es tensión. Por supuesto, nunca hemos hablado de lo que sucede.


5.1.20

Autoficción. Una ingeniería del yo, de Sergio Blanco


“Autoficción” es un término de esos que dan un poco de pereza. Ha sido utilizado hasta el hartazgo y hoy ya es un poco material de kitsch. Así que podríamos buscar otro más adecuado, pero como acatamos el mandato de Ockham de evitar la multiplicación de los entes, vamos a ir tirando con él.

Sergio Blanco, que es un autor teatral uruguayo-parisino, ha escrito Autoficción. Una ingeniería del yo, un libro tan breve como un artículo largo, que es una reflexión sobre este subgénero. Tiene dos partes, una primera que es una introducción más general, y una segunda que es un repaso a su propia obra, que no conozco, para poner ejemplos de su concluyente Decálogo de un intento de autoficción.  

El neologismo se lo debemos a Serge Doubrovsky, que lo acuñó para presentar su novela Fils, y data de 1977. Pero el nombre solo corona una corriente de las escrituras del yo que existe desde los griegos antiguos. Sócrates y el oráculo de Delfos ya decían aquello de conócete a ti mismo. San Pablo funda la idea de que comprendiendo la complejidad interior se podrá entender al otro, y San Agustín de que por la introspección se llega a Dios. Santa Teresa en su Libro de la vida querrá plasmar su personalidad sin omitir sus fallas, y Montaigne filosofa desde el yo para interpretar el mundo. Luego vienen Rousseau, Stendhal, Rimbaud y Nietzsche, que hacen sus respectivas aportaciones. Y para el siglo XX Freud pone en duda que una autobiografía puede ser sincera, ya que hay mil motivaciones desconocidas y subterráneas, lo de alguna manera relativiza la supuesta honestidad de lo contado.

La autoficción es de hecho un pacto con la mentira, que es lo que la separa de la autobiografía, que es un pacto con la verdad. En la autobiografía esperamos que no se nos mienta, pero la autoficción el compromiso es a no decir la verdad. O sea, que desengañémonos, si algo caracteriza a la autoficción, nos asegura Blanco es que “es una experiencia amoral”.

También se le podría acusar de ser un ejercicio de egotismo, pero no lo es porque busca un camino hacia los otros; miramos hacia adentro para llegar a los demás. Se escribe en primera persona y se trabaja desde el yo, pero sin olvidar que el lector es otro yo, y por ello así tendemos puentes con él.

La clave es el cruce entre lo real y no lo real. La autoficción es una intersección entre ambos conceptos límite; no es ni una cosa ni la otra. Puede haber irrealidad dentro de un marco general real, actual e inmanente. Aunque no es posible, desde luego, este tipo de narrativa en el mundo de Star Wars o en forma de novela histórica; ya que el contexto sí tiene que ser realmente vivenciado por el autor.

Lo que no quiere decir que reflejar la circunstancia sea lo fundamental. Prima el autoanálisis. La influencia del psicoanálisis es más que evidente. Por eso hay una retrospección permanente, se busca entender el pasado propio. Y como se repite un par de veces en el libro, hay que “convertir el trauma en trama”.

(Sergio Blanco incluye la inevitable diatriba contra el neoliberalismo, que no se sabe ya muy bien qué es eso, y dice que éste nos fomenta una desubjetivación, y que por eso la autoficción es una forma de resistencia, porque reivindica la subjetividad. En mi opinión subjetividad es precisamente lo que se nos impone a diestro y siniestro, y lo que debemos aspirar es hacia una conciencia objetiva -subrayo lo de “aspirar”-. Ya tenemos bastante gente alrededor mirándose el ombligo. Hay que tener mundo interior, pero también mundo exterior, que es más importante. La autoficción no puede convertirse en un decir lo que me da la gana; no es una red social más).



La segunda parte del libro es la plasmación del decálogo. Es breve, con demasiadas incursiones es su obra, que como ya he dicho no conozco, y por ello es difícil ver claramente lo que quiere decir. No llega a tener formato de manifiesto estético a la antigua usanza, pero podría hacer las veces de ello.

Por seguir con la tradición bíblica, los mandamientos son diez: 1) la autoficción es una conversión, ya que el yo cambia desde el principio y el final, lo que es un poco falso, porque nadie se autotransforma así de claramente, pero es una exigencia del subgénero; 2) esto lo convierte en una traición al verdadero yo, que sobre todo al final de la historia ya no tiene nada que ver con el autotransformado yo de la autoficción; 3) vive de la evocación continua del pasado para su autoanálisis; 4) tiene mucho de confesión, favorece lo indecible, el desahogo; 5) multiplica los yoes, se inventa muchos otros yo; 6) suspende el pasado real, reconstruye lo sucedido según sus intereses presentes; 7) eleva al yo a la categoría de héroe, lo que implica reconocer el fracaso de una existencia real poco heroica; 8) y al tiempo degrada al yo para sacar de él lo peor del ser humano; 9) con el objetivo de lograr expiación, ya que el yo se abre en canal para sus lectores; y 10) y al final llegaría una sanación del yo tras todo el proceso.

Autoficción. Una ingeniería del yo es un libro de ensayo o teoría literaria, que con cierta coherencia está escrito con transparencia y sin recovecos, como tiene que hacerse la autoficción para ser comprendida. Por ello es grato, porque podemos dialogar con él, ver donde discrepamos y dónde queremos seguirlo a pies juntillas.  


3.1.20

Sobre Elias Canetti

wikipedia

En el año 2024, coincidiendo con el treinta aniversario de su muerte y según su última voluntad, se abrirá una caja fuerte en Zurich donde están guardadas miles de páginas nunca publicadas por el escritor Elias Canetti (1905-1994). Conoceremos así el resto de la obra de este magnífico autor honrado con el Premio Nobel en 1981.
Esta anécdota es bastante diciente de la personalidad de Canetti. Nadie duda de su brillantez, pero alguien que consideraba que hacían falta tres décadas para que la necia humanidad pudiera acceder a sus palabras sin derrumbarse, no pecaba precisamente de modesto. Esa autoimportancia transpira en sus libros, y los hace a veces recargados y pretenciosos.
Pero dicho esto, una vez señalado lo menos bueno, hay que decir que es toda una alegría que los nueve volúmenes de su obra completa publicada hasta la fecha se puedan conseguir fácilmente en una edición cuidada y económica en Debolsillo. Muchas veces este tipo de autores suelen descatalogarse en seguida y convertirse en rarezas prohibitivas en Amazon. Pero en este caso hemos tenido suerte y no hay que dejarse la mensualidad en conseguir sus libros.

Como lógicamente suele pasar, el interés de la obra completa es por otro lado irregular. El noveno volumen, por ejemplo, es un cajón de sastre con sus artículos sobre literatura y sus piezas de teatro, que para quien no posea un interés específico en el tema o/y tenga afición a leer teatro, es más bien prescindible. En el sexto se aglutinan Las voces de Marrakech y El testigo oidor, libros en los que aplica su teoría de que a los hombres se los conoce principalmente por lo que dicen, y que puede tener páginas bien escritas, pero tampoco es recomendable entrar en el corpus canettiano por aquí. Los volúmenes siete y ocho, dedicados a sus aforismos, también pueden dejarse para el final, ya que están escritos como anotaciones a sus libros principales.

Los volúmenes más sobresalientes, en nuestra opinión, son los cinco primeros de las obras completas. Más El libro contra la muerte, del que hablaremos más adelante y que está publicado independientemente pero también está en la misma colección.

El primer volumen es su opus, su gran obra, y por la que pasó a la posteridad, Masa y poder. Canetti nació a principios de siglo en lo que hoy es Bulgaria en una familia sefardita (el ladino fue su idioma materno), y su vida atravesó todos los infiernos y tragedias del siglo XX europeo. Nunca quiso tener filiaciones ni patrias, y toda su obra es una rebelión en nombre del individuo libre. Por coherencia, dos de sus grandes obsesiones fueron el poder de unos hombres sobre otros, que consideraba “la esencia de mal”, y la disolución del hombre en la masa. Ambos temas tendrían que haberse quedado obsoletos con el cambio de siglo, pero tristemente Masa y poder es un libro que nos ayuda a entender el presente.
El poder es descrito como una bestia paranoica que devora personas, que las trata como animales (el abuso de los hombres sobre los animales es un espejo de la relación del poder con los hombres), y que además es especialmente cruel con los que le son fieles pero sobreviven demasiado tiempo (su análisis del “superviviente” que vuelve de la batalla feliz por haber servido a su rey, pero su rey ve en él una amenaza precisamente porque ha sobrevivido, podría trasladarse a cualquier empresa con un jefe y varios empleados).    
La parte de la masa, que ve como un organismo vivo que nace, crece y muere, puede utilizarse para ilustrar cualquier noticiero de la mañana. Canetti habla de masas abiertas y cerradas, de masas de persecución y de huida, de los “cristales” que las configuran y las descargas que finalmente las deshacen, y de muchas otras variantes, como las masas de muertos que se cree que nos obligan a actuar (no es vano, nos explica, la palabra “eslogan” viene del gaélico y significa “gritos de los muertos”; los esloganes eran las exhortaciones que hacían los guerreros caídos a los vivos para que fueran a combatir). 
Es también muy aclaratorio el largo capítulo que dedica a las “mutas” o jaurías, esos pequeños grupos, o una especie de mini-masa de media docena de personas, que también funcionan irracionalmente y que anticipan a la masa (aquí cualquiera de nosotros puede identificarse cuando nos hemos visto haciendo el cafre entre amigos sin saber por qué lo hacíamos, solo no desentonar).
Canetti era partidario de respaldar sus argumentos por fuentes primarias, así que cita muchos textos antropológicos e históricos de desigual pertinencia. Pero sobre todo, si hubiera prescindido del insoportable y grotesco capítulo de las caracterizaciones nacionales, el libro hubiera sido mucho más logrado.
Aun con algún que otro fallo, Masa y poder es un libro que podemos leer y releer en distintas etapas de nuestra vida y siempre encontraremos algo revelador. Además consigue lo que pocos libros pueden hacer, que empecemos a ver la realidad a través de ellos.

El segundo volumen es una novela, Auto de fe, y demuestra que Canetti se tomó muy en serio lo de la diversificación de estilos y temáticas. Cuenta la historia de un rentista relamido llamado Kien, que vive para su biblioteca personal y que decide contratar a una sirvienta analfabeta, con la que se acaba casando y que le acaba echando de su propia casa. Se suceden escenas divertidas y otras tristes, para entrar en un último tercio plagado de momentos grotescos. Libro entretenido a la par que profundo, parece increíble que sea del mismo autor de Masa y poder.

Los tres siguientes volúmenes (La lengua absuelta, La antorcha al oído, y El juego de los ojos) corresponden a su trilogía autobiográfica, Historia de una vida. Empiezan con su infancia en un multicultural Imperio Turco, en la que se aglutinan nacionalidades e idiomas. Canetti, cuyo apellido es la italianización de Cañete, vive en el barrio de los “españoles”, los sefarditas, y pierde pronto a su padre. Su vida pasa girar en torno a su madre; pocas veces un complejo de Edipo ha sido tratado con tanta nitidez como aquí. Luego se marcha a Berlín y a Austria. En Viena conoce a Karl Kraus, el gran periodista, que se convierte en una figura paternal para él, y contra la que por supuesto se tendrá que rebelar. También se casa con Veza, que será fundamental en su vida. La trilogía se cierra ya en el exilio parisino con la muerte de su madre en 1937, y en las puertas de la gran debacle europea.

Además del poder y la masa, el otro gran horror, y que se relaciona con los dos primeros, es la muerte. La muerte en sí, incluso la natural y plácida. Que los seres humanos tengan que morir le parece injustificable y en todos sus libros encontramos exclamaciones irritadas contra esta fatalidad. De hecho quiso escribir un alegato contra la muerte, pero no lo llegó a hacer en vida, y cuando murió sus editores hicieron una recapitulación de sus textos sobre el tema. Reunieron en un solo libro todas las frases y fragmentos de Canetti sobre la muerte, y salieron 384 páginas. Así que El libro contra la muerte no es propiamente de Canetti, o por lo menos el orden no es el suyo, pero es el más recomendable de sus libros, creemos, junto a Masa y poder. Se trata de textos breves, que no hace falta leer seguido, pero que desarman cualquier reconciliación final, cualquier abrazo sonriente con el señor de la guadaña. Por supuesto no ofrece soluciones, se limita a cruzarse de brazos y con gesto colérico anuncia que no cuenten con él los de otros mundos y las otras dimensiones, que él jamás aceptará dócilmente la muerte de ningún ser humano. Y nosotros le secundamos.

Terminemos con una cita de El libro contra la muerte: “Vivir al menos el tiempo suficiente para conocer todas las costumbres de los hombres y todo cuanto les ha sucedido; para recuperar toda la vida pasada, ya que la venidera nos está vedada; para concentrarnos antes de disolvernos; merecer nuestro propio nacimiento; considerar los sacrificios que cada aliento cuesta a otros; no glorificar el sufrimiento aunque vivamos de él; guardar para nosotros solamente lo que no podamos transmitir a otros, hasta que madure para ellos y se entregue espontáneamente; odiar la muerte de cualquiera tanto como la propia; en algún momento hacer las paces con todos mas nunca con la muerte.”

1.1.20

Sobre el Espacio



El mundo de la blogosfera es un fluir inabarcable de planteamientos atrayentes y desconcertantes. Aquí nos topamos con gente que desde el anonimato, y tal vez a miles de kilómetros, desarrolla conceptos innovadores que nos desordenan los imaginarios personales.

Sigo fielmente, aunque con discrepancias, a un tipo norteamericano que firma sus artículos con un escueto “Charles”. Su blog se llama The Worthy House, y la mayoría de sus textos se desarrollan desde la crítica inicial de un libro y finalizan con la exposición de sus propios planteamientos. Da la sensación de que el bueno de Charles necesita el primer impulso de la reseña para descubrir primero que piensa él mismo, y luego poder ordenar para nosotros sus conclusiones (evidentemente me siento identificado con esta manera de escribir).

Según parece una serie de lectores le insistieron en que explicara sin muletas en qué consiste lo que él llama “Fundacionismo”, término que aparece intermitentemente en sus textos y se supone que nuclea su pensamiento. Publicó entonces uno de sus raros artículos independientes, “Sobre el Espacio”, donde nos encontramos unas propuestas programáticas.

Nos dice que el Fundacionismo es “una política de futuro pasado. Es una novedad formada por la sabiduría de lo viejo, construida alrededor de lo que es pasado, lo que está pasando y lo que está por venir” que favorecería “la conquista del espacio por la humanidad”.

Un nuevo-viejo orden para poder expandirnos por la Galaxia. “En pocas palabras, el Espacio ayudará a renovar nuestro mundo”. Ahí es nada.

No tiene en mente un logro científico en concreto, no apunta a un planeta o un astro determinado, más bien lo que le interesa es la revolución civilizatoria completa que supondría si la humanidad se orientara hacia la carrera espacial: “Lo ideal sería que eso incluyera a los seres humanos en permanente expansión en el Espacio, porque es la obra más inspiradora y más grande. Pero también podría significar cualquier otro número de logros, desde sondas robóticas muy expandidas hechas con propósitos puramente científicos, hasta la minería de asteroides con fines económicos.”

El problema, para Charles, es la distorsión que provoca la ciencia ficción en su variante “perfeccionista” y cuyo paradigma es Arthur C. Clarke,  o sea “un conjunto de mitos perniciosos, (…) que ve el Espacio como el reino de la perfección humana, a ser alcanzado a través de la desconexión de los hombres de su naturaleza.” Son planteamientos metafísicos, políticos o meramente líricos en los que los viajes por las estrellas ofrecen respuestas a las grandes preguntas humanas, y nos permiten conocer extraterrestres que son como nuevos dioses y se convierten en nuevos padres. Una extraña teleología que “ofrece una amplia gama de mentiras ilusorias. Lo que no ofrece, sin embargo, es el Espacio real”.

Lo que hace falta es una nueva ciencia ficción, o más bien, una “ciencia especulativa”, que plantee el Espacio que realmente existe, con los problemas que encararían los nuevos navegantes intergalácticos.  Porque el Espacio no es “el lugar físico más elevado donde nos liberaremos de las restricciones de la Tierra, y las maravillas nos serán garantizadas.” Va a ser una lucha ardua y morirán muchos; no hay una escatología salvífica a final del viaje. Charles propone un nuevo Realismo Heroico para que los hombres salgan en un busca de lo desconocido, como ya hicieran los conquistadores de los albores de la Era Moderna.

Cito in extenso: “¿Por qué deberíamos querer tener un Realismo Heroico, y lograr el Espacio? Porque es necesario para lograr el florecimiento humano, el cual es impulsado por una compleja interacción de características y conductas humanas. Requiere, para cada sociedad verdaderamente exitosa, algún enfoque externo y temporal de logro. Ese enfoque une e impulsa. Ofrece una meta para una sociedad, generando y desarrollando un optimismo de cara al exterior que no puede ser creado o mantenido artificialmente, sino que debe ser una corriente dentro de la sociedad. Esto es algo raro; en cambio, el estancamiento o el vicio son las condiciones normales de la gran mayoría de las sociedades humanas, la primera más que la segunda, ya que puede durar mucho más tiempo. Una sociedad que percibe simultáneamente los límites y lo ilimitado puede crear algo que tenga eco a lo largo de las edades del hombre. Y el espacio es, hoy en día, el único foco externo y temporal posible.”


¿Y qué puede decir la filosofía en todo esto? Para Charles poco. La “ciencia ficción perfeccionista” no es más que la superestructura de un zeitgeist asentado por los filósofos desde la Ilustración, y que responde a unos intereses muy determinados. “La filosofía nunca alcanzará el Espacio, y no quiere hacerlo.” Se limita a defender una libertad atomizada y un igualitarismo incapacitante. La filosofía es un relato de los poderosos, una narrativa de poder que opaca todo logro colectivo y busca mantener el status quo.

Pensar el Espacio requiere una nueva clase intelectual. Y los viejos mandarines prefieren seguir con sus pleitos identitarios y sus postmodernidades.

Por supuesto que la filosofía no es un sujeto unívoco al que le podamos recriminar tendenciosidad, pero sí es cierto que hay un corpus filosófico más o menos canónico en el que encontramos unos temas privilegiados sobre otros. Y no hay, o yo no lo conozco, mucho escrito sobre el tema de un mañana fuera del planeta.

Hay que recordar, eso sí, un artículo del gran filósofo español José Ferrater Mora llamado “El exilio planetario”, que apareció en su descatalogado libro Ventanas al mundo de 1986.

Ferrater Mora parece escribir en diálogo con las inquietudes de Charles.

Empieza las primeras páginas describiendo qué es el exilio (drama muy presente en su vida como sabemos ya que él mismo tuvo que exiliarse tras la Guerra Civil española). Considera que básicamente es “estar, por un tiempo indefinido, o suficientemente largo, fuera del propio habitáculo”, y que se puede ser exiliado por cuestiones políticas o por carencias económicas, ya que el exilio es ante todo un movimiento “geográfico”. El exiliado se ve obligado a irse de su patria para ir a otro lugar, y al principio se lleva “partes” de su mundo y se comporta según sus patrones nativos. Solo deja de ser un exiliado cuando asume su nueva circunstancia y deja de ser una “anacronía” permanente en el nuevo territorio (Ferrater Mora referencia a José Gaos, que intentó repensar el exilio desde su concepto de “transterrado”).

El filósofo a continuación plantea que para el siglo XXI habrá que empezar a pensar en una nueva forma de exilio, ahora ya planetario. “Se trata, en efecto, de dejar tras de sí el planeta entero, no una porción”.

El exilio es el marco en el que hay que pensar esta nueva migración, porque al menos al principio va a transitar por las sendas similares a las que ya hemos conocido hasta ahora

Coincidiendo con Charles, Ferrater Mora nos dice que lo primero es dejar de preocuparnos por las novelas de ciencia ficción. Esto no va a tener nada que ver con imperios galácticos y guerras marcianas, lo que nuestra generación podría llegar a ver, y lo que por ello tenemos que pensar, son los albores de la expansión, que será por fuerza mucho menos fantasiosa.

Todo empezaría con docenas de seres humanos asentándose fuera del globo terráqueo. Lo lógico es que lo hicieran en estaciones espaciales orbitando alrededor de la Tierra. Inicialmente, siguiendo las constantes del exilio, estos colonos actuarán siguiendo las pautas aprehendidas en la Tierra. Y podemos predecir por ello cómo se comportarán al principio.

Pero luego, en su radical e inédita circunstancia, empezarán a crear una nueva cultura para encarar su día a día; ante desafíos desconocidos encontrarán soluciones autónomas. Y de la reacción de la nueva metrópolis ante estas soluciones dependerá la duración del sentimiento de lealtad de los colonos.

Éstos dejarán de hablar de una “estación espacial”, porque “estación” implica transitoriedad y ése será ya su hogar permanente. Olvidarán gradualmente su terruño originario para percibir a la Tierra como una unidad, y los terrestres también empezarán a verse a sí mismos como unidad al saberse tal a los ojos de esos nuevos Otros.   

En modelo social de estos nuevos “módulos-ciudad” orbitales será seguramente un comunitarismo colaborativo, ya que cualquier forma de despotismo haría inviable la supervivencia de tan pocas personas. No hay un contexto más favorecedor para la cooperación y el diálogo racional entre individuos que éste, porque su alternativa es convertirse en fósiles flotantes.

Si el exilio planetario sale bien, y estas nuevas comunidades son libres y prósperas, cundirá el ejemplo y una vez más millones de personas querrán asumir graves riesgos en pos de una vida mejor. Sabemos por experiencias previas que todo cambiará para mejor, y “el exilio planetario quedaría plenamente justificado”.

Ferrater Mora también cree que la expansión transformará, en efecto, la civilización, aunque la mayoría de los humanos se queden en la Tierra.