30.1.20
domingo
20.1.20
jueves
16.1.20
La luz que se apaga, de Ivan Krastev y Stephen Holmes
Francis
Fukuyama publicó El fin de la historia y el último hombre en 1992, y
vapulearle por ello se convirtió en expresión de decoro intelectual. Hoy sin
embargo lo vemos como un libro brillante que encapsuló su tiempo en conceptos,
como pedía Hegel. Que ahora sus planteamientos hagan aguas por todas partes,
lejos de ser un motivo de regocijo, provoca zozobra y nos demuestra que vivimos
en tiempos inquietantes, porque no olivemos que Fukuyama era esperanzador y
veía a la democracia liberal como definitivamente triunfante tras el colapso de
la URSS. De hecho, otro libro de por aquél entonces, más beligerante y mucho
menos optimista, parece haber profetizado con más tino, El choque de
civilizaciones de Samuel Huntington.
Ambos
libros aparecen profusamente referenciados en La luz que se apaga,
escrito a cuatro manos por el búlgaro Ivan Krastev y el estadounidense Stephen
Holmes, y que tiene el diciente subtítulo de “Cómo Occidente ganó la Guerra Fría
pero perdió la paz”. Su ámbito de estudio se encuadra dentro de la cada vez más
extensa bibliografía sobre el post-liberalismo, al que parece que estamos inevitablemente
abocados, y que en la academia anglosajona ya es el principal tema de
preocupación de la filosofía política.
Esta
obra, que se ha traducido en Debate, es en concreto una aproximación al
fenómeno de los gobiernos conservadores-populistas de Europa del Este. En los
últimos veinte años, Polonia y Hungría, entre otros países, han pasado de ver
el fin del comunismo como una esperanza a regresar a formas de nacionalismo
identitario que no casan fácilmente con el liberalismo europeísta.
Lejos
de caer en anatemas y explicaciones fáciles, los autores estudian los orígenes,
causas y consecuencias del fenómeno. Siguiendo a René Girard, hablan de una
“era de la imitación”, en la que los países mencionados intentaron copiar los
modelos occidentales de democracia pensando que así llegarían a sus cuotas de
bienestar. El referente más claro y concreto que tuvieron fue Alemania, que se
reconstruyó tras la Segunda Guerra Mundial repudiando todo su pasado y creando
una nueva identidad nacional basada en su Constitución y el orgullo por su
desarrollo económico y humano.
Pero
las cosas no funcionaron como se esperaba cuando se trasladó
el modelo al Este. Ni estos países atesoran un bienestar alemán del que
jactarse, ni tienen una relación tan angustiosa con su propio pasado. Los
húngaros y polacos no vieron bien que las élites liberales renunciaran a los
símbolos nacionales como hicieron los alemanes, porque ellos no los sentían vergonzantes.
Los partidos liberales centrados en las grandes ciudades se desentendieron de
la nación, dejando el terreno libre a los populismos identitarios que
recogieron las banderas patrias desde las provincias y acabaron haciéndose con
el poder en las capitales.
Lo
que los autores llaman la “nueva ideología alemana” ha demostrado ser un
fracaso en el Este y ha favorecido el ascenso de los nuevos nacionalismos. Es
evidente que el “patriotismo constitucional” no es exportable donde el orgullo por
atesorar una identidad nacional tiene vitalidad.
El
político populista más tratado en este libro es Viktor Orbán, aquí convertido
en paradigma. El presidente húngaro nació en un entorno humilde y de campo. En
el Ejército se concienció políticamente contra el comunismo, y al principio fue
un liberal convencido, pero poco a poco se fue desencantando del liberalismo. Pero
sobre todo, según los autores, en su formación política fue decisivo el desprecio al
que le sometió la intelectualidad cosmopolita de Budapest, a la que
inicialmente admiró; el elitismo excluyente de las elites liberales y
europeizantes originó un resentimiento en él que hoy perdura y explica muchas
de sus decisiones.
Un
tema muy interesante, y que en este libro se menciona pero sin profundizar, es
la cuestión de los intelectuales populistas que crean relatos legitimadores para
estos políticos. Cita algunos autores, desconocidos aquí, que parecen tener las
ideas claras. Pero sobre todo llama la atención que el propio Orbán se formó
como gramsciano. Aprendió del filósofo marxista que para tomar el poder hay que construir hegemonía primero. Da la impresión de que esta línea de acción ha
cuajado en todos estos populismos identitarios. Han copiado la estrategia de la
izquierda de ganar la batalla de las ideas si se quiere tomar el poder, pero
sobre todo para mantenerse en él.
Las
regresiones antiliberales en Europa del Este no se entenderían sin el papel de
Rusia, que también tiene mucho peso en estas páginas. Putin nunca fue liberal,
y pasó del comunismo al nacionalismo como algo natural. Pero no perdona la
derrota en la Guerra Fría, y castiga hoy a Occidente con las maniobras
disolventes y el cultivo de enfrentamientos internos, que fue como Estados
Unidos consiguió desmembrar la URSS.
Un
caso peculiar que también es crucial es precisamente el de Estados Unidos.
Donald Trump, ya en los años ochenta decía a quién quisiera escucharle, que no
fueron muchos, que era mejor dejar de liderar el mundo libre y volverse un país
centrado en sí mismo, sin mesianismo externos. Predicaba un egoísmo nacional igual
al que tenían, según su visión, los demás países. Porque además, lo que los
autores han llamado “era de la imitación”, en Japón o Alemania había durado ya
muchas más décadas y allí sí había funcionado. EEUU derrotó a ambos países, los
reconstruyó a su imagen, y estos países aprovecharon para superar al mentor en
muchos campos tecnológicos y económicos. Trump quería volver a hacer grande a
Estados Unidos igualándolo en desarrollo y prosperidad con estos antiguos
enemigos, aunque supusiera tener que soltar amarras en la política exterior
para concentrar los esfuerzos en casa.
El
problema, dicen Krastev y Holmes, es que la imitación sigue actuando, y ahora
los países que pasen a imitar a EEUU lo harán de un modelo iliberal. Porque la
otra potencia global candidata a ser emulada es China, pero el país asiático no
puede ser desde luego un modelo de democracia liberal. De hecho los conflictos
que inevitablemente se avecinan entre EEUU y China no serán ideológicos porque
ambos son ya de hecho iliberales; serán luchas económicas que exigirán
posicionamientos de los demás países, pero ya no habrá banderas liberales en
esas luchas.
Los
autores concluyen diciendo que el orden liberal global es la luz que se apaga referida
en el título, ya sin remedio posible. Fukuyama se equivocó y no hay una marcha
histórica hacia la democracia generalizada. No quiere decir que todos los
países vayamos a convertirnos en iliberales, pero nos tocará subsistir entre
grandes bloques que sí lo serán.
La
lectura de La luz que se apaga no es halagüeña, pero sí necesaria; tiene
algo de manual de supervivencia en tiempos de caos. Ante sus páginas, uno no
puede evitar recordar a aquel personaje de la serie británica Years and
years, que ante el calamitoso presente en que vive, pregunta exhalando
nostalgia a sus amigos: “¿recordáis cuando los informativos eran aburridos?”.
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