29.12.18

Colombia, de Estanislao Zuleta


El pensador colombiano Estanislao Zuleta nació en 1935 y murió en 1990. Implicado en los asuntos cruciales de su país y su época, es un ejemplo de intelectual en el mejor sentido del término. Tras haber pasado por el Partido Comunista Colombiano, y con las visitas de rigor a Europa del Este para conocer de primera mano el socialismo real, se fue desvinculando de cualquier marxismo de mira estrecha, que no del marxismo en sí, y en los últimos años de su vida formó parte de la Consejería de Derechos Humanos de la Presidencia de la República, desde donde participó en los fallidos procesos de paz de la primera mitad de los años ochenta.

Colombia: Violencia, democracia y derechos humanos es una selección de artículos que escribió en su mayoría precisamente en esos años. Son textos dispersos y no sabemos si Zuleta los concibió para publicarse juntos, pero hoy lo podemos leer como un libro con cierta unidad y la mejor exposición del pensamiento político de este pensador.

Algo reiterativo, y con muchos temas y argumentaciones que ya conocemos de libros anteriores, su lectura resulta sin embargo muy recomendable. Nos ejemplifica cómo poder hacer una mejor democracia sin que prescindamos de nuestros principios ni rechacemos la dificultad que implica conseguirlo.  Rezuma ese mantra tan zuletiano de que los conflictos son inevitables en toda forma de sociedad, y a lo que tenemos que aspirar es a tenerlos mejores y más interesantes

El libro está compuesto de tres partes. Imaginamos que esta división, así como los títulos de las mismas, se deben a José Zuleta, hijo del autor, que presenta la obra.

La primera parte, “Valores para la construcción de la democracia”, es una defensa del desarme y la ampliación de la democracia. Se abre con la conferencia “La democracia y la paz”, que Zuleta impartió en un campamento del Cauca a un grupo de guerrilleros del M-19 que esperaban para desmovilizarse. Les exhorta a optar por seguir con su lucha pero por medios pacíficos; dialogando pero desde posiciones de fuerza, ya que lo que tienen que buscar es el respeto de sus adversarios, no su tolerancia. También desmonta las críticas elitistas que se hacen a la democracia desde tiempos de Platón, y que tienen su continuación hoy en todos los espectros políticos, y les invita a avanzar en la democratización radical de la sociedad.

Los seis capítulos restantes de esta parte se podrían encuadrar también en lo que hoy entendemos como la polémica entre populismo y republicanismo. Para Zuleta, el lenguaje autoritario y maniqueo, propio del marxismo ortodoxo, promete soluciones simples y se basa en la exclusión del enemigo, al que priva de la condición de sujeto político legítimo. Frente a esto él defiende, siguiendo a Spinoza, un Estado de derecho fuerte en el que se pueda ser libre, con unas instituciones que favorezcan la inclusión y la mejora gradual sin violencias.

La segunda parte se llama “Filosofía política y derechos humanos” y es un poco más teórica. Sigue con las constantes citas a Kant y su defensa de la Ilustración; y desde el diálogo con  Marx trata de defender a los derechos humanos como garante de la vida, si bien entiende que además de estos derechos hay que tener las posibilidades para ejercerlos. Contiene un capítulo final sobre Tomas Mann, que por supuesto es otro de los referentes de Zuleta y en cuyas novelas ve respuestas a las grandes cuestiones del siglo XX.

El libro se cierra con los capítulos de “Sociología política de Colombia”, que igual supone que el lector no colombiano se pierda entre presidencias y siglas de grupos guerrilleros, pero con la Wikipedia a mano se puede salir del laberinto. Desde luego es claro y esperanzado en sus propuestas para su país. Además contextualiza muy bien el tiempo para el que Zuleta pensó y defendió sus postulados.

Colombia: Violencia, democracia y derechos humanos es otro de los grandes libros de su autor. Algunos de sus capítulos han aguantado mal el paso del tiempo pero son sin embargo de gran valor histórico. Otros podrían haberse escrito ayer para desentrañar las graves cuestiones sociopolíticas en las que estamos inmersos hoy; lo que confirmaría que Zuleta tenía razón y el trabajo por una sociedad integradora es compleja y larga, si bien no hay que rendirse nunca porque esa dificultad es en sí misma emancipadora.  

26.12.18

Tres sencillas propuestas para reflotar la filosofía en España



1)      Queda prohibido que los curas, los seminaristas o incluso los monaguillos se reciclen en filósofos.
Lamentamos mucho la pérdida de las certezas que la fe prodiga, pero la filosofía no es una sustituta de la religión. La filosofía no es una teología laica; en consecuencia no reclama exégesis sistemáticas, ni adhesión escolástica a la pureza de un texto revelado. Recitar coránicamente las palabras de Kant, Marx o Husserl no es ser un filósofo, es ser un papagayo. La filosofía se hace pensando contra los grandes filósofos, no siendo sus adeptos incondicionales.
La filosofía no es una fe de recambio. Punto. Los ex piadosos varios pueden hacerse aficionados al tai chi, al karaoke o a lo que tengan a bien, pero no tienen derecho a seguir embarrando a la filosofía con sus anhelos de dogmas y de la cálida familiaridad de la servidumbre intelectual.

2)      Cualquier filósofo que utilice el “yo” en una argumentación quedará inhabilitado para siempre.
Todos hemos tenido una infancia traumática; no sabíamos jugar al fútbol, teníamos acné y tartamudeábamos al hablar con las chicas guapas.  Sin duda a la filosofía se llega por deficiencias personales; si supiéramos hacer algo importante no seríamos filósofos. Pero eso no autoriza a resarcir el ego herido convirtiéndolo en el centro del sistema filosófico. A los demás nos importa un pito tu “yo”. El “yo” queda para la psicología, la poesía o la autoayuda, pero hiede en filosofía. No se hace filosofía mirándose uno pensar.  Cómo percibe el “yo”, lo que siente o sus intereses, su intencionalidad o su conciencia, es tema de teorías científicas, que son falsables; en filosofía esos temas se convierten en explicaciones mitológicas.
Rechacemos los solipismos de baratillo.
        
3)      Los filósofos podrán elegir a sus autores de referencia pero no los temas filosóficos que traten, que les serán impuestos, y se vetará el uso abusivo de terminología propia de un grupúsculo determinado.
Hacerse experto en un autor está muy bien, pero hay que saber hablar de temas diversos que no necesariamente sean el campo de nuestro autor elegido. También hay que ser capaz de comunicarse con otros filósofos que no dominen ni los temas ni la jerigonza del autor al que estemos adscritos. Magnífico conocer a Heidegger al dedillo, por ejemplo, pero eso de ser militantemente incapaz de hablar de cuestiones que le son ajenos es una pérdida de tiempo y dinero del contribuyente. Hay que obligar al filósofo a trabajar temas circunstanciales y que no le interesen; basta de entrar en bucle. 
Además lo de considerar innecesario “traducir” un léxico grupal a otros filósofos que no tienen una formación determinada merece la expulsión del ágora. La filosofía no es una exhibición semántica. Si nos ponemos en ese plan, a hablar solo el idioma filosófico que hemos aprendido, nos convertimos todos en islas monocordes.
(Y por supuesto nada de parir nuevos términos si no son necesarios, evitemos la multiplicación de los entes).

16.12.18

youtubers



Nick Land dice que estamos atravesando una era proteica y acelerada en la que se engendran cada vez más y mejores formas de inteligencia. Creo que lo que ha sucedido en internet en general y con youtube en particular es un ejemplo de esto. Hablamos de una plataforma que empezó en el 2005 y en la actualidad es toda una industria de la que vive gente jovencísima que solo ha necesitado de su talento para despuntar.

Concretamente en España hay 1000 youtubers ganándose el jornal con esto. Por supuesto  que encontramos algunos canales casposos, pero no todos son así. Fijémonos sobre todo en un fenómeno fascinante, el de la cantidad de youtubers que hay capaces de divulgar con amenidad unos temas con frecuencia complicados. Y para escándalo de los elitistas culturales de pandereta, el hecho de que no sea raro que tengan audiencias millonarias demuestra que los de la plebe hispánica estamos dispuestos a consumir calidad cuando no nos la presentan como un ejercicio de retorcida pedantería.

Citaremos algunos ejemplos entre centenares posibles para ilustrar este hecho: un chico llamado Jaime Altozano tiene un canal donde revela cosas seguramente básicas sobre música, pero que los profanos recibimos como una amable lección introductoria; el vídeo en el que analiza la banda sonora de Interstellar roza el millón de visualizaciones. Una experta en arquitectura, Ter, nos explica, a propósito del culo de Kim Kardashian, quiénes fueron Euclides y Le Corbusier, y ya nunca lo olvidaremos (frisa el medio millón). El físico de Date un voltio bosqueja lo que es la antimateria y consigue hacerlo medianamente inteligible para más de medio millón de visitantes.  Un tipo curiosísimo, Antonio García Villarán, se dedica a desmantelar el turbio negocio de lo que él llama el “hamparte”, desmitificando a los grandes popes del arte contemporáneo, y su vídeo contra Miró se aproxima a los setecientos mil…

A propósito de éste último, y como una muestra tal vez baladí, ¿de verdad la celebridad de Miró sale impoluta después de esto? La idea de que es un artista sobrevalorado ha llegado a más gente hoy que cualquier posible exaltación museística o especial de La 2. Desconozco el mundo del arte y sus impermeabilidades a lo que se dice en la calle, pero Antonio García Villarán, que no es más que un tipo solitario y excéntrico en el salón de su casa rajando delante de una cámara, ha desautorizado en 18 minutos y 56 segundos varios años de política estatal destinada a convertir la obra de Miró en un imaginario prestigioso de la España democrática.

Lo que nos lleva a otra de las características del fenómeno youtubers. Su condición de “influencers” en cuestiones políticas y sociales. Hace años, para poder posicionar ideas en una sociedad había que tener un carísimo canal de televisión, que además necesitaba permisos gubernamentales que siempre se podían negar o rescindir. Hacerlo era algo que solo podían permitirse desde el gran cotarro político económico. 

Ahora solo hace falta un ordenador. Un tipo tan soso y simplón como InfloVlogger pasa del medio millón. Otro bastante más carismático pero sin muchos más medios como Un tío blanco hetero contradice las políticas de género y en solo un mes tiene doscientas mil visitas a su vídeo sobre el escandalito de la canción de Mecano. Los tres amigos con camisas hawaianas de VisualPolitik tienen ya casi un millón de subscriptores, o sea, de leales seguidores, y sus vídeos raramente bajan de los doscientos mil visionados.

Por cierto que el último vídeo de ellos es especialmente inquietante. Nos informan de que una posible legislación de la Unión Europea puede cerrar la mayoría de los canales de youtube por una cuestión de derechos de autor. No es seguro, pero el mero hecho de que se considere viable ya provoca temor.

Nick Land decía también que el reverso de la economía privilegiando inteligencias creativas es que el poder político está cada vez más paranoico y asustado. Esperemos que este no sea el caso y no ahoguen tantas voces libres.

8.12.18

Lógica y crítica, de Estanislao Zuleta



Seguimos esperando a que Hombre Nuevo Ediciones continúe publicando las lecciones que impartió Estanislao Zuleta sobre historia de la filosofía. De momento solo hay dos que son propiamente sobre la materia y que tengan cierta homogeneidad y extensión. Uno es Arte y filosofía y el otro Lógica y Crítica. Del primero ya hemos hablado, así que nos centraremos en el segundo.
Lógica y crítica sí viene datado y sabemos que son diez y nueve lecciones que impartió en 1976 en la ciudad de Cali. La mayoría de los temas desarrollados tienen que ver con Platón y Aristóteles, con recurrentes visitas a otros filósofos posteriores y ejemplificando con la realidad colombiana.
Como casi siempre con Zuleta, sus exposiciones son claras y pedagógicas. Presenta las cuestiones filosóficas haciéndolas accesibles sin necesidad de convertirlas en alguna nonada para consumo fácil. Se orienta hacia la filosofía práctica, o sea la ética y la política, dejando disquisiciones metafísicas para otros. Todos los problemas que plantea se ven y entienden dentro de la vida cotidiana, sin que por ello dejen de ser graves y complejos. Hay una voluntad constante y específica de buscar la sabiduría frente a la erudición que Zuleta, siguiendo a Kant, considera la forma más incómoda de tontería. No se encuentran aquí, pues, tecnicismos ni exhibiciones retóricas. 
Este libro estudia varios de los diálogos de Platón (“El Banquete” y “El sofista”, sobre todo) y termina con un interesantísimo repaso de las falacias argumentativas que denuncia Aristóteles. Esta última parte, por cierto, revela lo actual del análisis aristotélico, ya que pareciera un tratado contemporáneo de storytelling.  Los diálogos vienen reproducidos en minúsculas notas a pie de página, lo que no facilita precisamente la lectura, pero seguramente los editores consideraron que era necesario por si el lector no tenía a mano los textos.
Lógica y crítica es menos permeable a la actualidad política que Arte y filosofía. Como todo lo que escribió Zuleta tiene intencionalidad política, pero aquí es menos evidente. Tampoco parece que quiera aportar un pensamiento suyo original; asume sin reparos su condición de fuente secundaria de la filosofía, de comentador, y se lo agradecemos. Muchas veces las fuentes primarias no son más que vueltas de tuerca a conceptos forzadas e innecesarias, mientras los que trabajan desde la exégesis nos interpelan mucho más.  

Como indica Alberto Valencia Gutiérrez en la introducción, y se percibe en la lectura, hay algunas sesiones que no se grabaron y por ello no se pudieron transcribir.
Aquí topamos con el mismo hándicap de siempre. La alergia de Zuleta a la escritura, tan socrática, que nos ha privado de la mayor parte de su obra, que él consideraba oral, conversacional. Como tampoco se preocupaba de grabarlo todo muchas de sus investigaciones y propuestas se han perdido para siempre; las conocemos tangencialmente por sus alumnos, o por transcripciones incompletas, como sus estudios sobre Nietzsche o Sartre, de los que apenas se conservan unas sustanciosas páginas, sabroso aperitivo de un manjar que nunca paladearemos.
El propio Valencia, discípulo directo de Zuleta, cuenta en la biografía que escribió de su maestro que en los años setenta en Cali hubo una auténtica “fiebre de zuletismo”; el pensador fue una moda y dejó huella en los jóvenes de entonces. No lo dudamos. Pero lastimosamente no se esforzó por ser audible más allá de su tiempo. El pensamiento en español en general e iberoamericano en particular ya lo tiene difícil de por sí; si encima se descuida su pervivencia mal destino le espera.
Se podría decir que Zuleta no tenía derecho a hacer lo que hizo. Él o sus discípulos tendrían que haber protegido mejor el legado. Hoy no sería tan difícil defender que hubo un gran pensador colombiano llamado Estanislao Zuleta. 


1.12.18

So, so beautiful. Like a black rainbow






Beyond the black rainbow (2010) es la primera película de Panos Cosmatos. Experimental, de poco presupuesto y escasa distribución, su autor la presenta como una “trance film”. O sea, es la clase de película que cuando termina el espectador no tiene claro que ha visto, pero la experiencia le ha parecido alucinante y onírica.

La obra tiene un estilo visual sublime y está repleto de diálogos e imágenes tan ambiguos como brillantes, por lo que inevitablemente cientos de admiradores nos empleamos a fondo en enhebrar nuestras propias interpretaciones.
El argumento es algo así: en 1983 un señor que dice ser el doctor Mercurio Arboria presenta su Instituto Arboria, un centro entre científico y espiritual orientado hacia la mejora personal. Luego vemos que en este mismo instituto tiene secuestrada a una niña, Elena, que solo puede comunicarse por telepatía y que tiene poderes sobrenaturales (mata con la mente  de hecho a una enfermera que le incordia). Luego descubrimos que el doctor no es el verdadero doctor Arboria, sino Barry Nyle, un tipo triste que vive con una mujer todavía más triste, y que el verdadero doctor Arboria es un anciano ajado que ha hecho las veces de su maestro/padre. En una escena retrospectiva –visualmente sublime- que nos lleva a 1966 descubrimos que Barry fue una vez un joven idealista y crédulo en búsqueda espiritual, al que un mal viaje psicotrópico inducido por el doctor Arboria convierte en una especie de tenebroso asesino (riesgos que tiene descubrir tu verdadero yo interior); así que lo primero que hace al volver del “trip” es matar a la madre de su hija, que resulta que es Elena. La película vuelve a 1983; Barry se transforma físicamente de nuevo; decide matar también al doctor Arboria, a su triste esposa, y dar caza a su hija, que se ha escapado del centro tras lidiar con un zombi sin extremidades y una especie de robot vigilante. En la escena final, ya fuera del Instituto Arboria, en un descampado, hay un último duelo y Nyle muere patéticamente y Elena se libera. 



Beyond the black rainbow es polisémica y da, como hemos dicho, para innúmeras lecturas. Pero lo que más nos ha interesado es el personaje de Barry Nyle, heredero y suplantador del doctor Mercurio Arboria (el mercurio, claro, es un veneno). Posmatos dice que con este villano pretendía criticar los valores de los “baby boomers”. Solo por eso ya es osado e inquietante. Su malo es un ex hippe felizmente reconvertido en ricachón de la izquierda financiera, un entonador de hosannas desde su coche de lujo; alguien que nos imaginamos creando una ong y que le preocupa la situación de los más desfavorecidos. O sea, un malo más cerca de George Soros que de Adolf Hitler, y por ello más creíble; desde luego más actual. 
Barry Nyle es maligno porque quiere imponer el bien, al precio que sea; quiere liberarnos sinceramente. En este vídeo, que corresponde a los primeros cinco minutos de la película, vemos su siniestra presentación. Las frases publicitarias que intercala parecen consignas de las narrativas buenistas postmodernas actuales. Todo es un estado mental, nada es real; puedes elevarte sobre la explotación existencial y crear tu propia realidad.
Arboria es todo un ideal donde no hay dolor ni injusticias, todos somos iguales y solo los perturbados se oponen a tanta felicidad. Arboria es la aplicación práctica de un ideal abstracto, frase que resume la consternación que crean las teorías político-académicas cuando se entrometen en la vida cotidiana de las personas reales.
La terapia con Elena, que desde luego es cualquier cosa menos vulnerable, consiste en convencerla de que es una enferma y que necesita estar encerrada por su propio bien, porque además es amada. El poder te ama, se preocupa por ti. 
Arboria es el poder pastoral del que habla Foucault.
Cuando las cosas se tuercen, claro, el buenrollismo se acaba y Nyle se vuelve transparentemente monstruoso. Mata sin contemplaciones; pero no lo hace racionalmente (nadie de los que asesina necesitan morir para que se cumplan sus planes de dominio). Nyle mata porque está despechado; Elena ha sido ingrata y no ha entendido que su encarcelamiento era un acto de amor.   

25.11.18

Nick Land


wikipedia

Cioran dice en Historia y utopía que tanto la edad de oro propuesta por Hesíodo como el Edén bíblico definen “un mundo estático en el que la identidad no deja de contemplarse a sí misma, donde reina el eterno presente, tiempo común a todas las visiones paradisíacas, tiempo forjado por oposición a la idea misma del tiempo”. Pareciera que estuviera hablando de cierto anhelo del neomarxismo contemporáneo: una identidad mirándose el ombligo, relatándose sempiternamente sus desdichas; un horizonte de amor en el que no hay conflicto porque ya solo hay un gran todo de diversidad homogénea; un cosmos sin tiempo, ya que el tiempo siempre juega en contra del adanismo.

Sin embargo esto que pisamos es lo que hay, lo real. Modernidad y capitalismo cabalgan juntos. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La destrucción creativa avanza y nuestras certezas de hoy mañana serán pavesas.
Estamos en los albores de una era posthumana y la mayoría de los filósofos se encogen en posición fetal, sollozando que no quieren jugar a un juego que no entienden y del que además no van a ser protagonistas.

Hay algunos sin embargo que se salen del guion; por lo menos afrontan que no hay alternativa a la civilización tecnocapitalista y aceptan pensar desde este marco epistemológico. Son los llamados aceleracionistas, bien cartografiados en Aceleracionismo, la antología de Caja Negra que apareció en el 2017.
Unos quieren acelerar la desintegración del capitalismo, otros se maravillan con el mundo proteico en el que habitamos. De entre los últimos destaca Nick Land, que es el primero y más pujante de esta corriente y contra el que piensan todos los demás. En Aceleracionismo encontramos dos textos suyos. “Colapso” y “Crítica del Miserabilismo Trascendental”.
El primero es de 1994 y emula una descarga de bits, un mensaje encriptado. No es fácil de leer, pero merece la pena el esfuerzo. En el primer párrafo anuncia que estamos en una singularidad tecnocapitalista que se autosofistica derruyendo el orden social. “En tanto los mercados aprenden a manufacturar inteligencia, la política se moderniza, incrementa la paranoia e intenta tomar el control”. El Estado ha tomado nota y lucha por imponerse frente a la desregulación económica, pero tiene las de perder, ya que su lógica está obsoleta. El colapso del que habla es propio del imaginario ciberpunk noventero de un mundo controlado por China, con drogas sintéticas por doquier y el hombre modificándose con ayuda de las máquinas. Sostiene que la modernidad es una “cultura caliente”, y éstas son “innovadoras y adaptativas. Siempre destruyen y reciclan culturas frías”. Al final el viejo orden institucional sucumbirá ante sus metrófagos, esas infecciones inteligentes que prefieren mantener a su anfitrión con vida.  
  
El segundo texto, “Crítica del Miserabilismo Trascendental”, es del 2007 y solo necesita cuatro páginas para convertirse en imperecedero. Empieza resaltando cómo el marxismo contemporáneo ha renunciado a cualquier propuesta económica, y siguiendo la estela de la Escuela de Frankfort, se limita a hacer críticas culturales y a debatir sobre ideas, casi como un neoplatonismo de baratillo. También ha dimitido de cualquier combate por la historia, ya que sospecha que le es hostil.
Sencillamente se congratula en salmodiar sobre lo malo que es el mundo, como un monoteísmo actualizado. Se convierte así en el Miserabilismo Trascendental.
De hecho, de Marx ya solo queda “un manojo psicológico de resentimientos y descontentos, reductible a la palabra ‘capitalismo’ en su empleo negativo e impreciso: como el nombre que todo lo lastima, escarnece y defrauda”. Se acepta que el capitalismo es la manera más rápida de conseguir lo que deseamos (tener y no ser, gran drama), y por ello es execrado. Tanto como el tiempo, el otro gran ogro. “De ahí el silogismo Miserabilista Trascendental: el tiempo está del lado del capitalismo, el capitalismo es todo lo que me entristece, por lo tanto el tiempo debe ser malo”. O sea, que a recluirse en tribalismos y tecnofobias.
Sin embargo el capitalismo sigue acelerando, creando novedades y nuevas formas de inteligencia. El desafío de comprender mientras se siente vértigo debería estimular intelectualmente, sin embargo los miserabilistas prefieren convencernos de que eso les hace desgraciados.

Ante lo nuevo y fascinante que genera el capitalismo el Miserabilismo Trascendental se aburre, todo le parece un cataclismo. Sus sueños son pararlo todo, lo que sería respetable, pero a lo que no tiene derecho es a que esos sueños sean considerados como una “verdadera tesis”. Porque quien es infeliz en esta era de innovación y posibilidades lo sería en cualquier otro horizonte, así que no hay que tomárselo en serio, concluye Land.   




15.11.18

Arte y filosofía, de Estanislao Zuleta



Estanislao Zuleta (1935-1990) es uno de los pensadores colombianos que más influencia ha tenido en la historia de su país. Formado en el marxismo, y tras un breve y desilusionante paso por el Partido Comunista, mantuvo siempre una posición heterodoxa y libre. Su obra tiene bastantes campos temáticos, pero uno especialmente fértil y que ha perdurado bien es su defensa del mejoramiento radical de la sociedad sin recurrir a la violencia. Zuleta abogaba por convivir con las diferencias, buscar la concordia, y sobre todo no esperar nada de las respuestas totalizadoras, definitivas y excluyentes. La revolución, sostenía, se hace desde la vida cotidiana, sabiendo que siempre va a haber conflictos en la sociedad, que cualquier solución es a largo plazo, y que sin reformar el sistema educativo no habrá nunca una prosperidad real.

Su obra se compone principalmente de conferencias transcritas por otros; él escribió poco. Sin embargo, incluso con toda la problemática epistemológica que supone un legado eminentemente oral, todos los textos de sus lecciones están llenos de sugerencias e ideas fecundas.

Uno de sus libros menos conocidos es Arte y filosofía. No está especialmente considerado en los estudios sobre el pensador y nunca es de los más reivindicados por los zuletianos. Y sin embargo es paradigmático. Son once capítulos que corresponden, seguramente, a once conferencias.  En el ejemplar de Hombre Nuevo Editores, donde aparece casi toda su obra, no especifican ni las fechas ni el lugar en las que se impartieron las lecciones. La primera edición es de 1986, así que podemos ubicarlas en el primer lustro de los años ochenta. O sea en la presidencia de Belisario Betancur, que era amigo de Zuleta y que le pidió que formara parte de las negociaciones del proceso de paz que auspiciaba su gobierno.

Arte y filosofía habla de política pero no se orienta hacia casos concretos. Aunque surge enraizada en una circunstancia muy determinada, su defensa de la democracia y apaciguamiento es legible en cualquier país y momento.

Los dos primeros capítulos empiezan en la Grecia clásica. Zuleta vuelve siempre a Platón porque allí encuentra siempre valiosos ejemplos para todo, y porque comparte con el filósofo ateniense su inclinación por el diálogo como forma de conocimiento. Los griegos no tenían textos sagrados, que son una gran lacra de la humanidad, y sus dioses eran leves y poco fiables. Así que como no atesoraban una fuente de autoridad incontestable debían demostrar sus argumentos, y muchas veces era imposible la prevalencia entre dos posiciones antagónicas. Por ello se angustiaban y crearon la tragedia, que difiere de la tristeza o la melancolía.

Zuleta nos explica, siguiendo a Hegel, que la tragedia surge cuando dos potencias igualmente válidas no logran una síntesis. La tragedia solo puede nacer, pues, cuando hay libertad de conciencia. No es posible en los monoteísmos o estados totalitarios. Hay tragedia cuando no hay nada sagrado, cuando se vive sin dogmas, y ninguna de las partes puede recurrir al argumento de autoridad. Solo queda entonces la crítica lógica como forma de combate: analizar sin prejuicios las posiciones del otro, ver que no tenga contradicciones, aceptar lo válido, señalar lo errado, y replantearse las premisas si no han resistido el envite.

No podemos aferrarnos a ningún cetro, y además nada garantiza que lleguemos a una conclusión verdadera. Porque “verdad” es siempre sospechosamente partidista. Zuleta dice, invirtiendo el Evangelio de San Juan, que más que “la verdad os hará libres”, nos consolemos pensando que “la libertad nos hará veraces”.

La tragedia es pues tanto la libertad como la imposibilidad de certezas. Abracémosla y rechacemos a quiénes nos proponen el fácil camino del dogmatismo y los argumentos prefabricados, que solo sirven para la exclusión y el aniquilamiento físico o moral del adversario. Atrevámonos a ser trágicos, nos pide Zuleta, solo así podremos coexistir.

Los siguientes capítulos de Arte y Filosofía se centran en la estética. En un contexto que imaginamos cargado de un asfixiante realismo socialista, Zuleta defiende el arte abstracto. También detesta cualquier enfoque nacionalista en la creación artística. Le gusta el arte que está hecho por la gente llana para crear sus propios significados culturales; el capítulo 3, por ejemplo, es una elegía al arte primitivo. No quiere un arte popular, sino un pueblo de artistas; se opone por ello a la configuración de una cultura popular teledirigida y exige hacer la cultura existente accesible a las gentes.

Para él todo discurso surgido de una minoría con voluntad de hacerse hegemónico es perverso; todo proyecto que busque homogeneizar a la sociedad es antidemocrático. Su recelo hacia los sistemas filosóficos cerrados es constante, por eso prefiere la polifonía de las novelas modernas. 

Como no es un optimista antropológico, tampoco espera una era de acuario que traiga la dicha a la humanidad. Los últimos capítulos son un interesantísimo estudio del romanticismo como categoría atemporal, que lee con Freud como el regreso de lo reprimido. Hay en la condición humana una serie de tendencias al tribalismo y la irracionalidad demasiado profundas como para desaparecer. Es más, resulta contraproducente forzarlas a la extinción, porque regresan como síntoma. Toda luz tiene su oscuridad; toda ilustración tiene su romanticismo. Solo nos queda saber a qué atenernos y esta estar preparados.  

El capítulo final se cierra con un regreso a la polis griegas. Las megalópolis iberoamericanas despersonalizan y anulan cualquier posible autoinstitución social. La arquitectura (aquí sospechamos que la palabra correcta sería “urbanismo”) es el arte definitivo y sobre el que hay que pensar con más urgencia, ya que puede transformar la vida colectiva. De cualquier manera, las ciudades son el futuro, aunque sea un futuro gris. Es un error convertir a la naturaleza en el fantasma de la madre buena agredida por el padre malo del progreso, sentencia Zuleta.

Esa mentalidad adánica es romántica, o sea, poco trágica.     

10.11.18

Iván Illich


wikipedia

Ivan Illich quería parar las máquinas y que empezáramos a producir por nosotros mismos lo esencial que necesitáramos para llevar una buena vida, sin malgastar ni un minuto de más en nada superfluo. Nació en Austria en 1926, se hizo sacerdote, y pronto emigró a Nueva York, donde tomó un primer y decisivo contacto con la población hispana. Más tarde se trasladaría a Puerto Rico y luego a México, donde se acabaría enraizando. No es forzado sostener que toda su obra es incomprensible si la desvinculamos del compromiso con Iberoamérica.
Escribió una decena de libros y podemos dividir su obra teórica en dos etapas: en la primera critica radicalmente lo que él considera mitos de la modernidad occidental (educación, sanidad, desarrollo,…); mientras que en la segunda se orienta a una investigación sobre la percepción y la materialidad, con sus historias de la lectura, del trabajo, o del imaginario popular en torno al agua, por ejemplo.
Es un autor marginal en Europa, un poco más leído en tierras americanas, que resulta cautivador y desconcertante. Dejó la Iglesia pero no el cristianismo, y la idea cristiana de hombre y de esperanza está en todos sus textos, lo que le da un empaque muy heterodoxo frente a otros pensadores paralelos marxistas o estructuralistas. También se diferencia en su intento por crear una obra “vernácula” –término fundamental en el corpus illichiano- que permitiera a los desposeídos hablar por sí mismos, sin tener que estar incorporando sistemáticamente a su lenguaje conceptos académicos foráneos.   
En un ejemplo de coherencia máxima, tras haber estado criticando toda su vida la medicina moderna por crear más problemas que soluciones, murió en el 2002 consumido por un tumor en la cara que se negó a extirparse.
Sus obras casi completas han sido felizmente reeditadas por el Fondo de Cultura Económica, lastimosamente a un precio que no hace recomendable su compra, salvo que se sepa seguro que se van a leer sus no siempre accesibles páginas. Sin embargo, sí está publicado independiente El viñedo del texto, que él consideraba su mejor libro, y que es un fecundísimo estudio de la historia de la lectura a través de un estudio de Hugo de San Víctor.
Y sobre todo acaba de aparecer en Malpaso Ediciones Otra modernidad es posible. El pensamiento de Ivan Illich de Humberto Beck, que es una buena introducción a un autor que sin duda necesita una buena introducción para ser legible. Beck es un historiador de Monterrey que hace una gran labor y en apenas ciento cuarenta páginas traza un mapa de lo esencial de las propuestas illichianas. 

Quienes estamos fascinados por el silicio y la velocidad no tenemos un pensador más adverso. Y sin embargo hay que leer a Illich, batirse con él precisamente porque nos “niega la mayor” (o sea, que el progreso sea bueno). Sus teorías dejan calado, aunque acaban siendo inasibles. Por ejemplo, después de leer La sociedad desescolarizada tenemos claro que el sistema de educación universal es contraproducente, genera desigualdad y es contrario a la libertad individual; pero luego, cuando imaginamos un mundo sin él, un imperio de ágrafos, no conseguimos ver la virtud por ningún lado. Con Némesis médica se nos revela el término “iatrogenésis”, que es cuando un sistema de salud nos hace más daño con sus remedios que la propia enfermedad, que nunca se cura, solo se mitiga el dolor; pero nada nos convence para tener la coherencia final de Illich. Con Desempleo creador descubrimos no somos sedentarios porque pasamos una cuarta parte de nuestra vida movilizándonos en transportes modernos, pero por nada del mundo querríamos volver a un mundo vernáculo y de proximidades.

4.11.18

Velocidad de escape, de Mark Dery


Un libro que pretendió encapsular las tendencias culturales y tecnológicas más innovadoras de su tiempo tendría que haber caducado muy pronto. Sin embargo Velocidad de escape. La cibercultura en el final del siglo, publicado en 1995 por Mark Dery, sigue siendo un texto fecundísimo. Escrito antes de la generalización del uso de internet, de google, facebook o tinder, supo anticipar el mundo en el que vivimos hoy con una precisión epatante. Su autor es de esos que demuestran que llevan toda la vida estudiando la cuestión, que la aman, y que además saben comunicar. Es difícil resultar tan pedagógico y entretenido. Los ejemplos concretos que cita de la cibercultura de los años ochenta y primeros noventa han quedado muy atrás, pero aquellos temas iniciales siguen vigentes y sus dilemas de entonces son ahora nuestro día a día.

El título hace referencia a la velocidad con la que un objeto vence la fuerza gravitatoria del planeta, como hace una nave espacial cuando quiere salir al espacio. Para Dery la tecnología está alcanzando esa velocidad, ya que se está independizando de los hombres y planteando sus propias metas. Y mediante la tecnología a su vez los hombres están llegando a su propia velocidad de escape con respecto a sus cuerpos y sus inmanencias, porque el ciberespacio y la genética les permiten superar la realidad física que les ha sido impuesta.  

En las primeras páginas se habla de lo que Dery llama “teología de asiento eyectable”, que es esa nueva forma de tecnotrascendentalismo que actualiza las visiones religiosas de una escatología en la que nos reintegramos al final de los tiempos en una conciencia única, que ya no es divina, sino alguna forma de Inteligencia Artificial. El dualismo cuerpo-mente es ahora superado por la triada cuerpo-mente-máquina; en una era cuántica ya no es concebible expresarse en términos binarios. 

Continuamos con capítulos en los que se explica cómo el ciberpunk se convirtió en la contracultura de la década de los ochenta precisamente rechazando a la contracultura de los sesenta y setenta; lejos de querer volver a la naturaleza, estos nuevos rebeldes quieren reconfigurarla con la tecnología. Las referencias a artistas tecnológicos -La fura dels Baus, por ejemplo-, y a Bruce Sterling y William Gibson, son constantes. Estos dos escritores de ciencia ficción, en pleno auge por aquella época, fueron los que crearon y desarrollaron términos como “la Red” o el “ciberespacio”. Sobre Gibson dice Dery que de hecho no hace ciencia ficción, sino que “lleva al límite las tendencias actuales del mundo capitalista”.

Hay un capítulo sobre el sexo mediatizado por la tecnología moderna. Habla de los nuevos usos amorosos cuando vaya a existir la posibilidad de conocer gente a través de internet y, con un pequeño desatino en las predicciones, anuncia que para el año 2000 podremos acostarnos con máquinas. Por lo demás, sobre el sexo en un tiempo en que ha muerto el afecto, como dice Ballard, y una nueva sexualidad para una “nueva carne” a lo Cronenberg, hay unas páginas memorables.

Todo muy relacionado con la autosuperación del cuerpo mediante cirugía, tecnología y genética -“he visto el futuro, y es un morfo”, clama Dery-, que es el tema con el que se cierra el libro.  Los peligros y posibilidades del posthumanismo nos llevan a ámbitos de la ética en los que hay mucho que tratar. No podemos seguir pensando al ser humano y sus mundos como si no hubiera cambiado nada en él en los últimos siglos. De fondo están las demandas del artista Stelarc, que lleva años diseñando su forma corporal, y de pensadores neo nietzschenianos  como Max More, que quieren que Occidente se replantee su concepción de la libertad, no tanto como una cuestión de derechos civiles, sino en términos de autocontrol de la propia evolución y la libre posibilidad de modificarse a voluntad.

Y en estas estamos.

1.11.18

Sobre el significado de "popular" cuando se tienen 19 casas

wikipedia


El Gran Wyoming tiene diecinueve inmuebles en Madrid. Se dice pronto. Un tipo que tiene nada menos que diecinueve casas para él solito. 19 casas. D-i-e-c-i-n-u-e-v-e-c-a-s-a-s. Nineteen houses. Imposible decirlo sin que resulte tan absurdo como atroz. Diecinueve casoplones, la mayoría en el centro. Se puede repetir durante horas, pero no hay manera de que suene lógico, justo o racional. ¡Diecinueve casas!

(Los que compartan un retrete de alquiler sentirán que les escupen en la cara).

Diecinueve casas que convierten a Wyoming en un especulador inmobiliario en toda regla, uno de manual; responsable directo de que los precios de la vivienda en Madrid sean prohibitivos. ¿Se avergüenza de ello?¿Intenta pasar desapercibido?¡Qué va! Él duerme tranquilo porque, como dice, “hay ricos que son buena gente”. No explica qué convierte a un hijo puta especulador en buena gente, pero se deduce: Wyoming es de izquierdas, ergo es moralmente superior de por sí, está por encima del bien y del mal; cuando él especula es en nuestro beneficio, porque toda la sociedad progresa adecuadamente con él. Si trascendiera que un político o periodista de derechas tuviera diecinueve casas la Sexta abriría con un especial muy al rojo vivo; el de Galapagar clamaría alguna obviedad sentimentaloide con los ojos acuosos; la universidad se engalanaría con pintadas vengativas. Pero no, Wyoming es progresista y por ello es todo honorabilidad innata, así que a callar. Hay que dar las gracias cuando nos patea en el culo ¡y honradísimos, oye!

Por supuesto, como vemos en este vídeo, alguien que tiene diecinueve casas está preocupado por la semántica en una guerra de hace décadas. ¡Faltaba más! No está preocupado por el precio de la vivienda actual, ni su calidad, ni su tamaño. No le inquieta que con esta burbuja inmobiliaria cuando un mileurista tiene un hijo se condena a la pobreza. La cuestión crucial que le desasosiega es que el partido conservador aquí se llama Partido Popular, y “popular” es un adjetivo históricamente atribuido a la izquierda. Descubrimiento de parvulario, por otro lado, que además es políticamente inocuo porque el PP nunca se reclama “popular” en sus discursos; no tiene la desfachatez de presentarse como el partido de las clases populares, del pueblo trabajador, sino de la nación española, que no es lo mismo.  

(Luego mezcla el liberalismo del siglo XIX con el conservadurismo del XX en un cacao mental tremendo, pero claro… ¿quién necesita argumentos coherentes cuando se es un progre iluminado?).  

"Los que se llamaban popular fueron los que hicieron la guerra contra Franco" pontifica. Sin duda. Los conceptos varían a lo largo de la historia. O se utilizan y se abandonan; se usurpan y se desfondan. Hoy a eso lo llamamos “significante vacío”... es raro que no le suene la idea.

Pero sería interesante contextualizar la palabra “popular” en la Guerra Civil, como él propone. Inevitablemente nos vienen imágenes de valientes milicianos y aquél “no pasarán”, de la colectivización de la tierra y la autogestión en las fábricas. También de gente aguerrida como Durruti, que deletreaba con su célebre naranjero consignas revolucionarias sobre los cuerpos de los terratenientes.

(¿Se imaginan la escena? Buenaventura, aquí un señor que tiene diecinueve casas. Ahora os vamos a dejar a solas en la habitación).

Algo nos dice que de encontrarse en ese contexto, ése en el que “popular” significaba resistencia de los que no tienen nada frente a los que tienen mucho, resistencia armada y a muerte, un tipo con diecinueve casas no saldría muy bien parado, la verdad. No es que le deseemos a Wyoming un viaje en el tiempo para dar fe de ello, por supuesto; solo hablamos hipotéticamente, que conste. Además hoy en día ya no pasan esas cosas y "popular" no es más que una etiqueta sin sustancia. Ahora hasta un especulador se puede declarar progresista sin que a nadie le chirríe. Así que no cunda el pánico. Nadie le tocará sus diecinueve casas a Wyoming. 

23.10.18

Totalitarismo: La resistencia filosófica, vv.aa.


(reseña publicada en Rex Publica)

Totalitarismo: La resistencia filosófica es una suerte de mapa trazado sobre la historia del pensamiento en la que se señala, como si de territorios liberados se tratara, los momentos en los que la filosofía ha demostrado ser una forma de resistencia frente a la tiranía, aquí llamada a conciencia “totalitarismo” a pesar de la modernidad del término. 

En los días finales de Febrero del 2017 un grupo de profesores de la UNED y de la Universidad Complutense de Madrid se reunieron en la facultad de filosofía de esta última institución y debatieron sobre el totalitarismo. La premisa era dialogar sobre esta forma política desde las posibles resistencias que los grandes pensadores hayan podido ejercer de una u otra manera a lo largo de la historia. 

Los quince capítulos de este libro corresponden a las distintas conferencias de estos profesores. Los textos no se ordenan cronológicamente y es la premisa común la que unifica sus contenidos. El libro crece en espiral, y cada capítulo parece completar y matizar a los demás. Al contrario que en otras obras similares escritas a tantas manos, hay cierta homogeneidad tanto temática como de calidad. Por supuesto que el interés y desarrollo no es el mismo en todos los casos, pero desde luego no existe un desequilibrio abisal entre los mejores capítulos y los menos buenos; no hay ninguna aportación que sobre o rebaje el nivel de la obra. 

Los filósofos que se estudian van desde el medieval Maimónides, pasando por Spinoza en el siglo XVII, al francés Jean-Luc Nancy, que todavía vive, o John Rawls, que tan bien examinó el liberalismo contemporáneo. De todos solo repite Martin Heidegger, que tiene dos capítulos; por otro lado hay apartados en los que analiza a más de un pensador. Se presenta también algún estudio sobre novelistas, como el que dedica Diego Sánchez Meca a Thomas Mann o Antonio Rivera a Musil y Doderer, ejemplos de literatos de gran calado que captaron brillantemente el Zeitgeist de su tiempo. 

La amplitud con la que se concibe el término “totalitarismo” hace que las aproximaciones sean variadas, y se indague en pensadores que se rebelan claramente contra los totalitarismos del siglo XX, como Hannah Arendt, y otros que se oponen contra lo que de totalitario puedan tener las democracias liberales, como Michel Foucault o Herbert Marcuse. Así mismo, no todos los filósofos reseñados son a priori anti totalitarios, como el mencionado Heidegger, sino que se busca cómo releer su obra en esta clave. 

Geográficamente hay una primacía del área alemana en los estudios. No solo por haber sido la región donde surgió el nacionalsocialismo, sino porque como consecuencia fue el lugar de origen de algunos sus más acérrimos y profundos impugnadores intelectuales (Polanyi, Adorno, Arendt…). El único capítulo donde se habla directamente del caso español es el dedicado a Ortega, un texto especialmente ilustrativo de lo mucho que queda por hacer en los estudios orteguianos, ya que la aproximación que hacen sus autores, José Miguel Díaz Álvarez y Jorge Brioso, a la relación del pensador madrileño con el totalitarismo casi no está trabajada y, como aquí se demuestra, merecería mucha más atención. 

Aunque nos gustaría poder comentar detalladamente cada uno de los quince estudios del libro, por una cuestión de espacio solo nos vamos a centrar en los tres que corresponden a los de los dos impulsores y al coordinador del congreso. Nuestro criterio es evidentemente un tanto arbitrario y en ningún caso pretende minusvalorar a los demás, que son todos de una gran calidad e interés.

El libro principia con un estudio sobre Max Weber de José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía y profesor de la Complutense, así como uno de los dos principales alentadores del congreso sobre el totalitarismo. Es probablemente el más denso de todos los trabajos y también uno de los más sustanciosos. Villacañas argumenta con un ojo puesto en la Alemania de entre guerras y otro en la realidad política española actual; este texto puede leerse casi como anexo a su libro del 2015 Populismo, si bien aquí no se trata el tema de nuestro país directamente y el fenómeno del populismo contemporáneo no aparece mencionado en ningún momento (sí se habla empero de la “democracia de la calle”). 

Villacañas, siguiendo al Weber de los Escritos políticos, busca en los análisis que hace el sociólogo alemán de su propio contexto −derrota germana en la Primera Guerra Mundial y surgimiento de la República de Weimar− un referente de la preocupación universal por el antiparlamentarismo y la demagogia. Weber defendió que sin las barreras institucionales democráticas los demagogos podían movilizar emocionalmente a las masas y, bajo la reivindicación de una democracia sin intermediarios, encumbrar nuevas formas de tiranía, como de hecho sucedió. Es la oposición entre republicanismo y populismo que tanto preocupan al profesor de la Complutense, y que Weber vivió de primera mano.

Como bête noire de ambos aparece Carl Schmitt, coetáneo de Weber, y cuya influencia vuelve a ser abrumadora en nuestro tiempo. Schmitt era un politólogo de indudable capacidad pero también un irresponsable intelectual que encarna la némesis de lo que se busca enaltecer en este libro: lejos de resistir al totalitarismo, buscó darle legitimidad y fue uno de sus máximos valedores en el siglo XX. Sin embargo no se le puede desechar por ello −y Villacañas no lo hace−; hay que conocer sus propuestas para reinterpretarlas como advertencias. Cuando atacaba al parlamentarismo, la burocracia y los partidos políticos como ineficaces y servidores de intereses parciales no se puede negar que tenía gran parte de razón; pero a partir de ahí hay que ocuparse de racionalizar el poder y mejorar la institucionalidad, no hacer de los defectos del sistema democrático unas fatalidades inexorables que enarbolar luego con objetivos antidemocráticos. 

El segundo capítulo de Totalitarismo: La resistencia filosófica pertenece al profesor de la UNED Diego Sánchez Meca, el otro gran impulsador del congreso, y se titula “Thomas Mann: conciencia de lo demoniaco y el nazismo”. Resulta ser un texto muy coherente dentro de la obra general, ya que plantea un ejemplo de resistencia fallida o débil. La aproximación a Mann puede leerse dentro de la dicotomía de cultura o civilización. El novelista sería la personificación de la kultur, y como tal un esteta fascinado por el arte que inevitablemente cae en cierta ironía cuando trata de enfrentarse a las reales circunstancias sociopolíticas. Mann escribió Consideraciones de un apolítico entre 1915 y 1918, y Sánchez Meca se pregunta si realmente consiguió despegarse en algún momento de sus postulados, aun cuando partiera hacia el exilio con la llegada del nazismo. 

Los peligros de la estetización de todos los ámbitos de la vida, incluida la política, le lleva a sentir cierta simpatía por el irracionalismo, que es sin duda atractivo en un plano teórico, pero acaba suponiendo no ver, o ver demasiado tarde, sus nefastas implicaciones cuando se convierte en un instrumento de toma y mantenimiento del poder. Mann no criticó públicamente al nazismo, nos recuerda Sánchez Meca, hasta 1937 y cuando lo hizo se movió siempre entre gestos simbólicos, como el hecho de que no quisiera regresar a Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. 

Si bien Sánchez Meca advierte al principio de su exposición de que no puede aportar unas conclusiones definitivas sobre Mann, queda claro que indica que la suya fue una manera ineficaz de rebeldía, un riesgo que amenaza a todos los hombres de letras. Aunque, eso sí, dejó una serie de novelas en las que se puede entender mejor que en muchos tratados académicos lo que fue el siglo XX. 

El coordinador del congreso fue Rafael Herrera Guillén, profesor de la UNED y responsable del estudio sobre Maimónides. Este texto presenta muchos paralelismos con otro que aparece ya casi al final del libro sobre Spinoza de Inmaculada Hoyos, también profesora en la misma universidad. 

Ambos indagan, desde la perspectiva de estos dos grandes pensadores judíos, en lo que el totalitarismo exhibe de configurador y controlador de los afectos humanos. No quieren adentrarse tanto en lo que el totalitarismo tiene de coacción sobre los cuerpos sino sobre el sentir; y más en concreto en el uso del miedo y la incertidumbre en las sociedades como aliados de los poderes despóticos. Para ello son los únicos que salen de los márgenes de la historia contemporánea. Hoyos se va a los albores de la modernidad con Spinoza, y Herrera más lejos todavía con Maimónides, que nació en la Córdoba del siglo XII. Es muy representativo que los dos filósofos estudiados fueran judíos, una identidad que ya en su voluntad de ser es de por sí una forma de resistencia frente a rodillos totalitarios, y que fueran además ambos condenados al exilio y crecieran rodeados de las forzosas abjuraciones de sus épocas. 

En concreto, en el capítulo escrito por Herrera, se habla de la “filosofía del perseguido”. Como se sabe, la familia de Maimónides fue obligada a fingir que se convertía al Islam, y toda la vida del pensador fue un vagar nómada para poder seguir siendo judío. Las amenazas sobre la comunidad marrana a la que pertenecía determinan su obra. Para él hay tres formas en las que se puede ejercer el poder totalitario: el primero y más evidente es la violencia militar, que se nutre del temor a perder la vida y las posesiones; luego está el saber para determinar la razón y el conocimiento; y finalmente la religión para controlar el alma mediante la promesa de salvación. Y estas tres formas lo que hacen es coaligarse para favorecer el miedo, pero sobre todo la duda; el perseguidor quiere que el perseguido dude de su fe, para luego domeñarle mejor y poder imponerle otra. 

Maimónides pone del revés lo que la modernidad ha considerado su piedra angular: el principio de la duda. Presenta este principio cartesiano, nos recuerda Herrera, como siniestra arma totalitaria, no como fundamento de la libertad. Los poderes que quieren desvertebrar la comunidad lo que hacen es introducir el virus del eclecticismo, alejarla de la Torá mediante la infiltración de conocimientos ajenos a la misma, para que los creyentes duden y así puedan ser sometidos. 

Frente a esta forma violencia el marrano puede recurrir al ocultamiento o al exilio. O sea, vivir pretendiendo ser otro o huir. De cualquier manera sigue formando parte de la comunidad, sin necesidad de que medie ninguna casta sacerdotal alguna, y enraizado de un tiempo de espera eterna hasta la llegada del Mesías, cuya venida significará el fin de las persecuciones. Todo está bien, le parece decir Maimónides al perseguido, porque existe la Ley, tú tienes fe y al final todo tendrá un sentido.

Diego Sánchez Meca, Rafael Herrera Guillén, José Luis Villacañas Berlanga (coords.), Totalitarismo: La resistencia filosófica, Madrid, Tecnos, 2018, 287 pp. 




12.10.18

Muerte de un apicultor, de Lars Gustafsson



Tal vez el lugar común por excelencia sea la muerte. Nuestros seres queridos se mueren, nosotros nos morimos; la muerte siempre aguarda. Somos la única especie que desde su origen remoto sabe que esto se termina. No porque tenga un vago instinto que le avisa de que corra al ver al león, sino que racionaliza y es consciente de que cuando aparece el león todo puede volverse oscuridad, y entonces ya no habrá mañana en el que abrazar a los hijos o contemplar el sol ponerse desde la colina.
Las religiones han cumplido muy bien durante milenios a la hora de contarnos lo que es la muerte y narrarnos hermosos cuentos que nos ayuden a sobrellevarla. Pero ahora ya no están y nadie nos susurra palabras salvíficas. Nunca habrá un relato ateo de la muerte que nos convenza realmente. Los intentos de la filosofía en el siglo XX por hacerlo han sido necesariamente patéticos.
El león ahora nos da mucho más miedo, lo que no quiere decir que añoremos las canciones de cuna.
Sin necesidad ni de regodearse mórbidamente en un tema que no tiene por qué ser central en la vida, ni evitarlo radicalmente como si nunca fuera a pasar, tratar el asunto de la muerte tiene un cierto interés que oscila entre lo intelectual y el manual de autoayuda. Pero cualquier pensador que intente sistematizar y dar respuestas conclusivas sobre la muerte desde la increencia está condenado al fracaso. 
Hay escritores sin embargo que han dejado testimonio personal ante su inminencia, como Harold Brodkey en Esa salvaje oscuridad. La historia de mi muerteo buenas novelas como La muerte de Ivan Illich de Tolstoi, que describe bien el proceso.

Muerte de un apicultor, del sueco Lars Gustafsson, apareció en 1978 y es lo que hoy llamaríamos autoficción (el Gustafsson real murió hace un par de años). Cuenta en primera persona los últimos años de vida de un enfermo terminal, trasunto del autor, anegado en dolores y recuerdos . Está escrito con un artificio literario bastante bien elegido: el autor se presenta como un editor que encontró tres libretas escritas en distintas épocas por el protagonista, un apicultor llamado Lars Westin, y nos las muestra alternadas, por lo que no todo se narra bajo el signo de la enfermedad. Nos evita así cierta salmodia fúnebre, y conocemos al personaje cuando todavía no estaba en la última etapa de su existencia.
Es la vida y muerte de un hombre que no ha hecho grandes cosas en su vida. Amó sin entusiasmo a alguna mujer, tuvo hijos de los que no nos dice ni el nombre, vivió en una comunidad pequeña a la que educadamente despreció, y se dedicó a la cría de abejas. Pasó por el mundo como se fue, sin hacer ruido ni molestar a nadie. Como cualquiera de nosotros.
Muerte de un apicultor no es en ningún momento un libro sórdido o tremendista. Su prosa es de gran belleza y evita la autocompasión; de hecho el protagonista repite constantemente “Empezamos de nuevo. No nos rendimos”. No hay una moraleja o una revelación final que nos reconcilie con la muerte o abra las puertas a cierto sentido trascendental. En todo momento nos queda claro que la muerte es injusta, que no hay nada bueno en ella ni mucho menos un más allá, pero que tampoco sirve de nada gesticular indignación, que nuestro triunfo es irnos con serenidad.
O sea, que Muerte de un apicultor es a todo lo que podemos aspirar los que odiamos a la muerte y creemos que cualquier forma de justificarla es infame: nos vamos porque no nos queda otra, y todos los que quieren ver algo bueno en ella pueden irse a (su) infierno.