28.8.22

El milagro de Spinoza, de Frédéric Lenoir

 

Baruch Spinoza (1632-1677) estuvo olvidado durante mucho tiempo. Sin embargo hoy nadie le negaría su condición de autor canónico dentro de la filosofía occidental; sin duda es uno de los diez grandes filósofos de la historia. Escribió poco en parte porque murió joven y en parte porque, contrariamente a lo que se nos dice, en la Holanda del siglo XVII era mejor no significarse demasiado si se quería evitar los grilletes. Además de escasa, la principal obra de su producción es la Ética, que es realmente difícil de entender. Aunque nadie lo reconozca, estoy seguro de que la mayoría de los que lucimos diplomas de filosofía hemos leído únicamente el Tratado político y el Tratado teológico-político, que son accesibles, y de la Ética sólo conocemos lo que explican las fuentes secundarias.

El problema con los autores que son difíciles de entender es que es fácil inventarse lo que dicen. Con Spinoza esto llega ser escandaloso. Ya vimos que Antonio Negri, en su empeño por hacer del holandés una especie de Marx afable, tergiversa partes enteras de los textos spinozianos. En este caso, como Negri lo que manipula son ambos tratados, es fácil de demostrarlo. Pero seguramente los académicos que aseguran estar explicándonos la Ética también nos la cuelan, aunque ahí habría que tener muchas ganas de meterse en jardines para contradecirles. 

En realidad un Spinoza leído a brochazos sostiene cosas propias del sentido común: La razón unifica a todo lo que existe, la ética no tiene que ser tanto una obediencia como un vivir según lo que es bueno para los hombres, la democracia es el más funcional de los regímenes, hay que buscar que la sociedad saque lo mejor de cada uno… Luego, si rascamos bien, matiza que la democracia está bien siempre y cuando se haya formado previamente a los ciudadanos, que el Estado tiene que salvaguardar su propia existencia incluso frente a la libertad individual, o que lo más importante en política es defender la paz social.   

Es un autor definitivamente tornasolado, refractario a las simplificaciones, y además con mucha niebla argumental sobre la que se puede improvisar según la agenda propia y esperar que no se note. O sea, que si hemos aceptado al Spinoza comunista que propone Negri, también es legítimo defender la existencia de un Spinoza psicólogo, como argumenta Antonio Damasio, o incluso uno que escribe libros de autoayuda, como plantea Frédéric Lenoir.

 

El milagro de Spinoza. Una filosofía para iluminar nuestra vida de Frédéric Lenoir es breve, pedagógico y claro. Según anuncia la solapa del libro ha vendido 120.000 ejemplares, lo que para un libro de filosofía es algo excepcional (subrayamos que es un libro de filosofía para recochineo de los pedantes que dirían que si ha vendido tanto no puede ser un libro de filosofía).

Alguien versado en el filósofo lo encontrará simplón, pero yo imagino que Lenoir quería llegar más bien al público lego. Y cumple con creces, aunque para ello haya primado el tema de la felicidad sobre otros ámbitos de la obra spinoziana. Hay una breve introducción biográfica donde cuenta, entre otras cosas, que Spinoza tuvo una novia católica que le dejó por su negativa a renunciar al judaísmo. En general las cuestiones políticas, teológicas o epistemológicas se tratan muy por encima en este libro, porque lo que interesa aquí es Spinoza como autor de manuales de supervivencia existencial para nuestro caótico mundo. Al final Lenoir le afea sus comentarios sobre las mujeres y los animales, poco políticamente correctos desde nuestra perspectiva, pero en general el acercamiento al filósofo es entusiasta y clarificador.  

El milagro de Spinoza es un libro recomendable para quien no tenga tiempo o ganas para leer tochos académicos más complejos. Y en cuanto a los talibanes de la filosofía, que se horrorizan cuando se simplifica a los grandes pensadores para hacerlos llegar al gran público, habría que recordarles que los primeros en manipular lo que dijeron éstos son los propios académicos actuales, que (casi) literalmente se los inventan para llevarlos al terreno que les interesa en el momento. Así que si no protestan ante estas instrumentalizaciones sistemáticas, que tampoco se quejen cuando los grandes popes del canon filosófico acaba salpimentando la sección de autoayuda del Carrefour. 

 


22.8.22

Identidad, de Francis Fukuyama

 

Hace un par de años apareció en la editorial Deusto Identidad. La demanda de dignidad y las políticas del resentimiento de Francis Fukuyama. Realmente este libro es una breve revisión de una de las partes más interesantes de una obra suya anterior, más densa y conocida, El fin de la Historia y el último hombre, que es de 1992, y que desde su publicación fue injustamente vapuleada, en gran parte, como explica el propio autor en la introducción de Identidad, porque nadie se tomó la molestia de leer más allá del título.

Da un poco de vergüenza tener que explicar todavía hoy a sus críticos que cuando Fukuyama hablaba del fin de la historia no quería decir, evidentemente, que tras el derrumbe de la Unión Soviética iban a dejar de pasar cosas, sino que la “Historia” -así con mayúsculas, en sentido hegeliano- con grandes combates dialécticos, catálogo de ideologías para elegir y distintas fases de desarrollo humano, sí se había terminado, porque la democracia liberal pasaba a ser el único sistema legítimo para Occidente. Su error, que él mismo reconoce, fue creer que la democracia liberal no tenía marcha atrás y que la globalización acabaría democratizando a todos los países, cuando es evidente que nada de esto tiene por qué ser así.

Pero la tesis fuerte de fondo sí que se ha evidenciado como profética. Salvo en grupos minoritarios, las grandes ideologías por las que las multitudes se inmolaban se han desvanecido, y ya no hay proyectos comunitarios que den sentido existencial a las naciones occidentales. 

Y lo que ha quedado en la pleamar son individuos aislados y desorientados, volcados en sí mismos. Contrariamente a lo que la esperanza liberal anhelaba, el desvanecimiento de lo comunitario no ha favorecido la emergencia de personalidades excelsas que buscan la autosuperación, sino la proliferación de perpetuos adolescentes que deambulan por la vida, entre biliares y temblorosos, demandado que les hagan casito.

Fukuyama describe este paisaje yermo, y que él supo ver antes que nadie, como “los imperios del resentimiento”. Por todas partes se lucha por una demanda de dignidad que no requiere más mérito que el de adscribirse a una identidad, cuando más doliente mejor. La lucha de clases o la guerra entre Estados palidecen ante la violencia de un mindundi que quiere que la sociedad le diga lo estupendo que es. Es el amanecer de las políticas de identidad. Porque yo lo valgo. 

El autor norteamericano rescata un término platónico que se refería al orgullo de la casta de los guerreros, thymós, y lo generaliza a todas las esferas de la sociedad. En Identidad dice que uno de los errores fatales del liberalismo, y que ha precipitado su debilidad actual, es el “olvido de thymós”. Las gentes no quieren únicamente bienestar material y libertad, también quieren relatos que doten de narrativa a sus vidas. Y como el liberalismo no hace esto último, porque considera que no es su misión, surgen desde la periferia populismos y nacionalismos varios que sí dan thymós, y se ganan a las masas.  

El “reconocimiento thymótico” pasa a ser entonces el meollo de la política. Ya no se habla de economía y leyes, sino de a cuánto está el kilo de identidad.

Fukuyama se queda aquí. Le hubiera venido bien un poco de materialismo ácrata. Tendría que haber dado un paso más y analizar cuánto de timo tiene lo thymótico, pero es que en inglés no es tan evidente. Habría que analizar que esto no surge espontáneamente, sino que se crea desde el poder, y que sirve para despolitizar la economía.

Los superseñores aspiran a que tres o cuatro corporaciones dominen un mundo de hambrientos luchando entre sí por cuestiones heráldicas. El reconocimiento thymótico es la hierba gatuna de quien es cruelmente explotado, pero al que se le permite jugar con algo suave y que da gustito.


10.8.22

Reflexiones sobre la cuestión judía, de Jean-Paul Sartre


Lewis Mumford decía que un axioma de la historia es que cada generación se rebela contra sus padres y establece amistades con sus abuelos. En filosofía está claro que tras los petardos absolutos de los postmodernos, que llevan años obstruyendo la disciplina, nos sentimos necesariamente próximos a Jean-Paul Sartre, la figura paternal contra la que ellos a su vez se amotinaron.

Sartre es incómodo porque plantea que las palabras enuncian verdades, que el hombre debe luchar por su liberación, y que la sociedad puede y debe transformarse. Todo muy a la contra del cinismo deconstructivista ambiental.

Por supuesto que este filósofo nadaba en miserias morales y su deuda con la fenomenología hace algunos de sus textos ilegibles, pero muchos de sus libros, sobre todo los supuestamente menores, son de un interés imperecedero.

 

Reflexiones sobre la cuestión judía, por ejemplo, es de 1954 y su perspicacia todavía ilumina. Tras tantas persecuciones a lo largo de la historia, Sartre se pregunta por el origen de tanto odio.  

Hay una manera obvia de leer este libro, la de limitarse este primer nivel: el antisemitismo es nauseabundo y hay que combatirlo. Pero sin minusvalorar la denuncia de esta abyección aún sangrante, hay otra lectura más amplia que puede hacerse también, la de un estudio crítico del nacionalismo, racismo o incluso populismos en general.


Sartre empieza rechazando que el antisemitismo sea una opinión más que pueda arrogarse el derecho a la libertad de expresión, porque de hecho es una pasión que aspira a suprimir derechos y vidas de personas concretas, y por ello no hay que permitirle que tenga cauces para propagarse (al final del libro propugna que el antisemitismo sea perseguido por la ley, aunque no cree que esto sea suficiente). Por supuesto esto recuerda a los que hoy defienden violencias o etnicismos, y exigen hacerlo dentro de la normalidad democrática porque “cada uno tiene su opinión”, y si no se aceptan sus postulados se arrastran victimizándose, quejicosos porque no pueden ejercer libremente su derecho a privar a otros de sus derechos.

Otra argumentación muy actual es la del judío como invento del antisemita (esta idea se remite como un mantra). Para Sartre aunque haya leves rasgos físicos que se pueden identificar con los judíos, éstos no son una identidad ontológica ni nada por el estilo, ya que se puede haber nacido de madre judía y ser totalmente indiferente a ello. Pero el antisemita, que es hombre de masas y vive asustado, quiere formar parte de la “élite de los mediocres” y necesita crearse enemigos, y por ello sobrecarga de cualidades a los judíos, a los que reconoce como inteligentes y adaptables, y por ello temibles (si fueran inferiores y reconocibles no serían tan peligrosos).

Por supuesto el antisemita odia a los judíos no por lo que han hecho, sino por lo que podrían hacer, o por lo que en teoría hicieron sus abuelos (Sartre ironiza aquí cuando sostiene que culpar de algo a los nietos es tener “un sentido muy primitivo de las responsabilidades”).

Para el antisemita los judíos viven maquinando maldades, como si no tuvieran otra cosa que hacer. La ventaja, nos dice Sartre, es que así no hay que entender ni razonar mucho, y hasta permite cierta regresión “romántica”; basta con sentir que hay una minoría perversa controlándolo todo y así se puede explicar uno mejor el mundo, sin necesidad de estudiar las condiciones sociales.

Hay en toda esta lógica del enemigo construido algo que recuerda a la privación de legitimidad política de individuos o grupos. Cuando las masas gentiles consideran que son la mayoría “normal”, que ellos son Francia, o sea el verdadero pueblo portador del sentido común, y los judíos un cuerpo extraño, éstos hagan lo que hagan han perdido. Si intentan rebelarse contra esta imposición se les castiga y aísla, acusados paradójicamente de no querer asimilarse; pero si la aceptan y tratan de ser sencillamente franceses, se les exigirá continuamente pruebas de “buena voluntad”, que demuestren más que nadie lo patriotas que son, y a lo sumo podrán lograr una tolerancia temporal hasta que vuelvan a hacer falta chivos expiatorios. Porque los judíos pueden “rozar” los valores franceses, pero nunca poseerlos (y siempre dependerá del arbitrio de la mayoría decidir cuánto de hondo están rozando los valores franceses).

Como muchos escritos sartreanos, igual Reflexiones sobre la cuestión judía no es una obra perfectamente cerrada, pero en casi cada página encontramos ideas edificantes y frases contundentes de esas que podrían grabarse en piedra. Los mecanismos de estigmatización que denuncia siguen vigentes y la fraternidad que engendra el resentimiento está presente en nuestro día a día (“Esta frase, ¨odio a los judíos¨, es de las que solo pueden pronunciarse en grupo”).

Nos toca seguir firmes por los caminos de la libertad.