18.12.22

 


Con la obra de René Girard aprendemos muchas cosas. Una de ellas es que la ciencia política es un tanto superficial, porque antes de la política está lo prepolítico, que es lo verdaderamente decisivo. Por ello no tenemos tanto que enfrascarnos en estomagantes debates sobre liberalismo o socialdemocracia, o monarquía o república, sino remitirnos a los mecanismos sociales previos a toda formulación teórica y definir qué mueve a los hombres a comportarse de una manera determinada. Elaborar una sesuda argumentación en defensa de un sistema político determinado sin nociones prepolíticas previas sería, dicho en plan mundano, construir la casa por el tejado.

Nosotros creemos que con la filosofía pasa lo mismo: antes de la filosofía está la prefilosofía. Es importante discernir si una propuesta filosófica es acertada o no, aunque en una disciplina no falsable como ésta a menudo la conclusión depende más de la capacidad retórica del ponente o de la decisión de quien tenga mando en plaza. Pero también tenemos que ir más allá y entender qué motiva a un filósofo, por qué surge una filosofía en un momento y lugar determinado, qué mecanismos miméticos -en sentido girardiano- hacen que los filósofos acaten una filosofía y no otra tal vez más elaborada, y qué estructuras del poder político, académico o editorial privilegian unas filosofías y opacan otras igualmente sugestivas.

En nuestro comentario del Discurso de los métodos de la filosofía y la fenomenología realista de Josef Seifert intentaremos analizar su propuesta filosófica explícita, pero también atisbar contornos de prefilosofía que pudiera haber en su libro.

1.12.22

El taller de la filosofía, de Jaime Nubiola



Jaime Nubiola es profesor de filosofía del lenguaje y metodología filosófica en la Universidad de Navarra. También es promotor allí del grupo que estudia la obra de Charles S. Peirce. Ha escrito varios libros e inúmeros artículos sobre lógica y filosofía analítica. Pero para respiro del lector poco avezado en tales disciplinas, que puede ver con prevención el libro de un filósofo con esos intereses intelectuales, El taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosófica es una lectura grata y pedagógica.

Nubiola ya advierte en la introducción que su libro se parece más a un manual de autoayuda que a un sesudo tratado de metodología. Ciertamente mantiene un tono cordial con sus lectores en todo momento, y más que querer epatar a colegas filósofos con jerigonza académica y obtusos razonamientos, se nota que ha tenido en mente a sus jóvenes alumnos a la hora de redactar, y busca ser para ellos un guía iluminador en las lides de la escritura filosófica.

El taller de la filosofía se compone de cuatro partes de similar extensión, que se pueden leer por separado o consultar puntualmente cuando se necesiten unas sugerencias determinadas. Está destinado principalmente a estudiantes de filosofía, o a interesados en general en la materia, pero en realidad puede ser un manual útil para cualquier lector que quiera escribir algo en el campo de las humanidades.

La primera parte es una apuesta general por la filosofía como forma de vida, como un medio de relacionarse con la realidad siempre tributando respeto a la verdad. La segunda es una defensa de la escritura lenta y trabajada, que busque la inteligibilidad (no es baladí su recomendación de escribir y reescribir con ordenador hasta encontrar la frase justa). La tercera y cuarta están más orientadas a los lectores que busquen una salida profesional en filosofía, y se centra en la elaboración de un currículum atractivo, en las técnicas de investigación y en el desarrollo de una tesis doctoral (por ejemplo incluye consejos como reducirse el nombre para publicar cuando se tiene uno muy largo o evitar citas innecesarias en los trabajos académicos).    

Estas dos últimas partes serán probablemente las que caduquen con mayor rapidez, ya que tal y como avanza la tecnología, con sus inevitables consecuencias en el mundo académico, sus indicaciones pronto quedarán anticuadas. Algo así como sucedió con Cómo escribir una tesis, de 1977, el libro de Umberto Eco que Nubiola menciona, y que ahora ya sólo sigue vigente en sus propuestas generales, porque como manual de instrucciones se ha quedado en el tiempo previo a los ordenadores personales.

De cualquier manera, por el momento, esta segunda mitad del libro sigue siendo un valioso mapa para moverse en el mundo de la academia, e incluso en el de las publicaciones de no ficción. Porque salvo que estemos ante un nuevo Platón o un nuevo Kant, cuya genialidad tal vez abriría puertas por sí misma, el resto de los mortales que intenta hacerse un hueco en las humanidades en España lo tiene difícil. Hay muchos candidatos para tan pocas vacantes. Estamos en un gremio además donde se tiende a pensar que el trabajo se hace literalmente por amor al arte, y que por ello no hay que pagarlo. Lo que supone un plus de dificultad a quien quiera vivir de esto.

No va a ser fácil, parece decirle Nubiola a sus alumnos, y aquí nadie regala nada, así que toca un esfuerzo extra de posicionamiento. No basta con escribir buenos textos, hay que buscar donde publicar, integrarse en equipos de investigación y, sobre todo, tener mucha tenacidad.      

 

El taller de la filosofía principia, hemos dicho, con una apología del saber filosófico como forma de vida. Estas páginas iniciales del libro tienen más que ver con el deber ser de la filosofía que con su claudicante monotonía diaria. Podemos imaginarnos a los jóvenes lectores de primero de carrera enervándose, henchidos de ilusiones y promesas, experimentando estos párrafos como una revelación que les marcará existencialmente. Pero un lector más ajado recibirá estas páginas iniciales con cierto desdén. Con los años se descubre que los filósofos realmente existentes no son personas más morales ni más auténticas, y que la filosofía más que abrir sendas de libertad es esclava de sus inercias metodológicas y sus sumisiones a los poderes políticos. 

Los filósofos realmente existentes no existen en un plano mejor o más puro que un abogado o un camarero. Son seres acomodaticios, cobardes y autocomplacientes. Viven encerrados en sus timideces, presos de contagios miméticos que les hacen estudiar sólo a los autores de moda, citarlos hasta la náusea, y considerarse más hondamente filósofos según sea más coránica su adscripción a un sistema. Heidegger, Foucault, Deleuze,… y alguno más, pero no muchos más, son el objeto de deseo.  Los demás filósofos los leen porque creen que es lo que tienen que leer para mimetizarse con el rol de filósofo, no por lo que puedan aportar al conocimiento de la realidad.

Todo es una cuestión de opiniones, evidentemente. Pero igual convendría ir desencantando a los jóvenes que se introducen en el mundo de la filosofía; no venderles ideales que acabarán por decepcionarles. Mejor rebajar las expectativas. No van a encontrar respuestas existenciales en la disciplina, no conocerán a seres de luz en sus conciliábulos. A la filosofía no se va a elevarse sino a ensuciarse con realidades. Luego sí merece la pena, cuando la hemos desmitificado, pero es mejor abrazarla desde el principio como es y no como la idealizamos.

Con todo el respeto al autor, que por el amor a la enseñanza que rezuma en sus páginas podemos intuir que es una buena persona, se le escapan zonas menos efervescentes de lo que él llama vida intelectual. Primero es la cuestión económica. Hace falta manutención para poder llevar el modo de vida que él propone, y eso ya reduce el cupo de aspirantes. Nubiola salpimienta su libro con frases propias o de celebridades en las que se afirma que un filósofo vive en una esfera más auténtica y más próxima a la verdad que otras personas. O sea, la sempiterna viñeta de filósofos encantados de haberse conocido. Habría que matizar que son filósofos únicamente los que pueden permitirse serlo. La vida intelectual de la que habla el profesor es un verso juvenil subvencionado por los padres o/y por los impuestos de los conciudadanos. Convendría un poco más de humildad y orientarse en retribuir de alguna manera a la sociedad.

Segundo, un filósofo no es un poeta. No necesita vida interior sino exterior. Tiene que reflexionar sobre el mundo, no sobre su ombligo.  Todo eso de la imaginación, las lecturas y las horas de soledad está muy bien siempre que sea para estructurar un pensamiento que sirva para algo a los demás, no meramente para abandonar la adolescencia o superar un primer amor fallido.

Tercero, en la filosofía hay un canon que hay que acatar para ganarse la vida con ella. No basta con decirle a los estudiantes que busquen la verdad. Tendrán que limitarse a hacerlo dentro de unos campos y unos autores predeterminados. La filosofía moldava del siglo XX igual fue estupenda, la boliviana aún mejor, y hay mil autores más interesantes que Husserl, pero las revistas donde publicar son las que son y los criterios para otorgar becas son voluntad del gobierno de turno. La filosofía no es libre, tiene sus normas y hay que atenerse a ellas. La vida intelectual exhibe tantas claudicaciones o más que el gris pasar laboral de un oficinista.

Afortunadamente Nubiola parece anticipar nuestras enmiendas y nos da la clave pronto: “la filosofía es escritura” (pág. 28). Aquí encontramos el tema del libro, lo que le hace singular y altamente recomendable. Filosofía no es acumular lecturas y citas, no es vivir en un mundo autorreferencial, es explicitar un pensamiento por escrito, o sea, contar con la aprobación de los otros para ser legítima.    

 

El segundo capítulo de El taller de filosofía es a nuestro parecer el más nutritivo y el más necesario. Está relacionado con las miserias de esta rama del saber que hemos mencionado. Da en el blanco, sin explicitarlo, con uno de los mayores problemas de la filosofía real: la mayoría de los filósofos no saben escribir. Sí, evidentemente, a un nivel del buen colegial que no comete faltas de ortografía, pero escribir con claridad, concisión y belleza es territorio vedado para muchos de ellos. Unos lo hacen mal por verdadera incapacidad. Otros porque creen que escribir críptico y rebuscado es lo que tienen que hacer para mimetizarse con el rol de filósofo y así tener algún tipo de valor personal. En ambos casos es escritura de mala calidad, y con escritura de mala calidad sólo se puede hacer mala filosofía  

¿Por qué hay celebrados filósofos que escriben tan rematadamente mal?¿Por qué se valora el escribir embrollado y sin agilidad? De fondo late la sospecha de que hay en ello una voluntad de convertir a la filosofía en un saber gnóstico; se pretende convertirla en un conocimiento secreto y minoritario al que sólo se puede acceder mediante un selecto cuerpo de interlocutores encargado de traducir esa sabiduría para el mediocre público general. O peor incluso, que sólo sea apta para disfrute de estos interlocutores.  

Los filósofos que escriben con la pericia del mejor novelista, como Ortega y Gasset, Julián Marías o Fernando Savater son denigrados por ello, disuadiendo a las siguientes generaciones de que cuiden la claridad de su exposición. Se establece el razonamiento así de que para ser buen filósofo hay que escribir mal.

(Gustavo Bueno, que personifica como nadie la incapacidad para ordenar palabras de tal manera que resulten comprensibles, acusó a Savater de no hacer tratados de filosofía sino redacciones escolares. Quizá no va del todo desencaminado. Pero el término “redacción” es especialmente interesante. Redactar es precisamente lo que sabe hacer Savater y Bueno no. Éste último creía que escribir obtuso y plúmbeo le daba cierto empaque prestigiador. Pero eso es sencillamente no saber redactar. Savater por lo menos sabe encadenar dos o tres frases legibles).

Los que quieren atenerse al rol de filósofo sostendrán que los anhelos de precisión ontológica no dan para florituras. Y podemos admitir este argumento, pero es que no todo es metafísica en la filosofía; también hay filósofos que cuando trabajan materias como la antropología o la estética, que sí favorece una escritura más viva, siguen con su prosa de lija.

Y por ganarnos ya definitivamente la hoguera, habría que preguntarse si se puede considerar que llegan a la inteligencia media unos señores que no son capaces de escribir al nivel de un bachiller talentoso o un concejal medio dotado para la retórica.

 

Así que si a El taller de filosofía le quitamos las exclamaciones con las que reverencia lo que él llama la vida intelectual, y nos quedamos con lo que tiene de instructivo para escribir filosofía y poder vivir de ello, lo saludamos como un buen manual que además apunta, tal vez involuntariamente, sobre las fallas de la filosofía.  

1.11.22

Sobre Kieslowski

 

wikipedia

Slavoj Zizek es lo que sucede cuando se hace filosofía tras inyectarse Red Bull en vena: algunos momentos auténticamente lúcidos, mucho balbuceo inconexo, y cierta perplejidad depresiva al final.

En Lacrimae Rerum. Ensayos sobre el cine moderno y ciberespacio pasa algo así. Concretamente tiene un capítulo largo, de unas ochenta páginas, titulado “La teología materialista de Krzysztof Kieslowski”, en el que encontramos ideas clarificadoras sobre la obra del cineasta polaco. Lastimosamente ametralla el texto con divagaciones sobre otras películas, con sus inevitables citas de Lacan y con cierta puerilidad de determinadas afirmaciones, malbaratando así lo que podría haber sido un estudio canónico sobre Kieslowski.    

Pero si recogemos los fragmentos dispersos de su prosa histérica y rota, y los cosemos con paciencia, vemos que hay cierta profundidad en sus análisis.

Empezamos por lo menos acertado que dice. Aunque al final rechaza la idea, da pábulo a la acusación de que Kieslowski ¡es un autor new age! No parece que una obra claramente católica pueda banalizarse así. La teología subyacente en el Decálogo no es una espiritualidad facilona de consumo tipo-próxima-entrega-ya-en-tu-kiosko. Que tan siquiera lo considere le resta puntos.

 

20.10.22

Wallerstein y la crisis del Estado-nación, de Patricia Agosto

 

Hace unos años la editorial argentina Campo de ideas distribuyó una colección de libritos llamada “Intelectuales”. Eran breves y directos, sin párrafos de relleno, muy didácticos, e introducían al lego en la obra de algunos de los pensadores más leídos a principios de este siglo. Hoy algunos de estos autores reseñados quedan como arqueología intelectual, otros siguen siendo vigentes.

El monográfico que publicó Patricia Agosto en el año 2003 sobre Immanuel Wallerstein gana cada día actualidad con el retumbar de los acontecimientos históricos. 

Wallerstein (1930-2019) era un sociólogo estadounidense heredero de la Escuela de Annales muy influido por Karl Marx y Max Weber. En 1974 publicó el primer volumen de los cuatro que componen su El moderno sistema mundial, por lo que fue de los primeros en hablar de un Sistema-Mundo como marco desde el que pensar las ciencias sociales. Con el cambio de siglo, cuando la crítica a la globalización era el lugar común de los jóvenes politizados, fue visto como un autor pionero de los movimientos altermundistas.

Pero en algún momento la globalización dejó de ser mala para convertirse en algo progre, y hoy no se la discute desde el pensamiento hegemónico, que está más preocupado por cuestiones identitarias, o sea, cuestiones de subjetividades dolorientas. Algunos tenemos edad suficiente para recordar las protestas de Seattle, la lectura de No Logo, y la muerte de Carlo Giuliani, pero desconocemos en qué momento se operó el cambio. Sólo constatamos que es desconcertante que antiguos miembros del Movimiento de Resistencia Global (MRG) se convirtieran en ministros de la Agenda 2030.

Wallerstein, además de crítico con la globalización, es un izquierdista de los de plan antiguo, y cree que el problema político es la pobreza y la falta de democracia, y que hay que estar del lado de los parias económicos, no de los pijos que nos imponen la politización de sus genitales.  Obviamente, a pesar de ser uno de los grandes sociólogos de nuestra era, su muerte ha pasado desapercibida.

 

El librito de Patricia Agosto es magnífico porque en ciento veinte páginas resume los dos campos de estudio en los que se centró el académico neoyorquino: la historia del sistema-mundo capitalista y el análisis de la epistemología moderna. El primer campo está plenamente desarrollado en los cuatro volúmenes mencionados; el segundo lo encontramos en Conocer el mundo, saber el mundo, el fin de lo aprendido: una ciencia social para el siglo XXI. 

Además la autora nos regala en las últimas páginas un glosario de términos muy pedagógico. Wallerstein era un pensador de visión clara y sistemática, muñidor de conceptos que nos ayudan a entender el mundo en el que vivimos. Pero no siempre es accesible, y está bien que nos enumeren y expliquen términos que van a ser esenciales para adentrarnos en su obra.  

2.10.22

Humanidad ∞, de Albert Cortina y Miquel-Àngel Serra

 

Hace una semanas Emmanuel Macron decretó con solemnidad el fin de la era de la abundancia.

A continuación nos vino a la cabeza una pregunta inevitable: ¿será para todos por igual o únicamente para algunos? O sea, ¿los de la plebe vamos a subsistir con estrecheces mientras los superseñores que manejan el cotarro van a seguir viviendo a todo tren?¿Macron va a mudarse a un piso arrabalero de 40 metros cuadrados y empezará a moverse en autobús, o va a seguir en mansiones nada ecosostenibles y volando en jet privado?

Es un error de quien está demasiado elevado como para escuchar lo que se dice en la calle creer que vamos a aceptar calladitos que nos impongan restricciones mientras que los responsables políticos de la empobrecimiento global siguen con su modo de vida de turbolujo.

El relato que esgrimen los poderosos para justificarse es que hay agotamiento de las materias primas, y que hay un calentamiento global, y que somos demasiados en el planeta. Y nada de esto que nos dicen se puede poner en duda; es más, no está permitido si quiera hacer preguntas.

Cualquiera que recele del edicto es un negacionista, un peligro público.     

Pero lo cierto es que no es la primera vez en la historia que se ha producido un agotamiento del modelo productivo, y siempre ha surgido otro para reemplazarlo. Es más, el capitalismo es una sucesión de estos ciclos de contracción y expansión. Nada nuevo bajo el sol. Avanzamos como sociedad como podemos, cambiando, improvisando sobre la marcha; siempre deudores de las coordenadas de lo posible, pendientes de lo que se nos permite hacer con los elementos que nos ofrece la infraestructura económica.   

Humanidad. Desafíos éticos de las tecnologías emergentes es una reunión de conferencias transcritas de lo que fue un curso de verano en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Sus responsables principales son Albert Cortina y Miquel-Àngel Serra, y su fecha de publicación fue el 2016, que hoy, con la pandemia mediando, nos parece una eternidad. 

El libro responde a esa máxima gomezdaviliana de que el cristianismo no tiene todas las respuestas, pero al menos se hace las preguntas correctas. Aquí la ingeniería genética, el transhumanismo, la neurociencia, y demás temas que serán actualidad mañana por la mañana se debaten con profundidad y pedagogía. Sus distintos autores hilan fino.  Aunque el lector no comparta las conclusiones, agradecerá lo didáctico de los planteamientos. Son temas que necesitamos conocer porque definen nuestras vidas.


Pero lo que servidor ha encontrado ilustrativo no es la cuestión de la bioética bajo prisma católico, sin duda interesante y sobre lo que versa realmente el libro, sino la enumeración de innovaciones tecnológicas que se anuncian.

Un tema crucial en este libro es la inminente convergencia de las tecnologías NBIC (nanotecnología, biotecnología, tecnologías de la información y de la comunicación y neurocognitivas) que harán obsoletos los medios de producción actuales. También se habla de la informática cuántica, que ya es una realidad, y hará que nos olvidemos del silicio, y que obviamente nos llevará pronto a unos horizontes computacionales que hoy no podemos ni imaginar. Y con frecuencia se hacen además referencias a las posibilidades de cooperación social que nos traerá esta nueva economía de redes, que bien puede suponer una forma de liberación para la humanidad.

 

Volviendo a las interrogaciones retóricas a Macron: ¿Cómo se puede certificar el fin de la abundancia cuando más bien parece que estamos ante un cambio de paradigma productivo y social? ¿Qué interés tienen las élites en acostumbrarnos a la pobreza cuando todo parece indicar que estamos ante el inicio de una nueva era de prosperidad económica que más bien va a ampliar los márgenes de nuestra existencia?

20.9.22

Buscando un camino, de Jesús Larrañaga

 

Wikipedia dice que la Corporación Mondragón es el primer grupo empresarial del País Vasco y el décimo de España. Sin embargo no hay mucha bibliografía sobre ella. De hecho, el único libro que he encontrado disponible en internet es Buscando un caminoDon José María Arizmendi-Arrieta y la experiencia cooperativa de Mondragón de Jesús Larrañaga, que es del año 1981.

Que un fenómeno tan curioso de la economía nacional no despierte más interés resulta extraño. Se supone que en su momento fue una iniciativa innovadora, por lo que amerita al menos que se hable más de ella. De hecho sigue funcionando con más o menos éxito y tiene presencia en otros países.

Wikipedia enumera dos grandes inconvenientes de la Corporación. El primero es  que carece de agilidad para adaptarse a nuevos desafíos (pero lo mismo podríamos decir de El Corte Inglés, que no supo prever el mundo del delivery y ahora cierra tiendas y sobrevive como puede).  El segundo es la acusación de que algunas subcontratas no responden a la filosofía participativa, (pero aun así es mucho más amable y democrática que Amazon). Ambos reproches nos parecen interesados y no justificarían el silencio que ha caído sobre Mondragón.

Tiene un pecado original de nacimiento, y es que sólo pudo ser posible en la autarquía franquista, que le permitió crecer sin competencia inicial, y que se le debe a un sacerdote, lo que puede hacer que despierte inquinas. Tampoco es una empresa unicornio que cotice oceánicamente en la Bolsa, algo que entusiasmaría a muchos, y a la vez sigue siendo una manera de domesticar al capitalismo, no de destruirlo, como sueñan desde sus casoplones de lujo tantos progres que están al mando de los media.

Su querencia vasquista también puede llevar a pensar que es un fenómeno vinculado a la tramontana cantábrica, pero de hecho esto queda desmentido en el propio libro, que se contradice en este sentido. La primera parte es, en efecto, una oda al imaginario aranista, y da a entender que Mondragón sólo es posible en el País Vasco, pero luego en la segunda parte explica que el valle donde se ubica era carlista y hostil a la industrialización, que tuvieron que ser los ingleses los que metieron con calzador las fábricas, y que los trabajadores de las mismas fueron siempre maketos de ideología socialista.

 

Arizmendiarrieta (1915-1976), el creador del invento, no escribió ningún tratado. Pero si expuso su pensamiento en varios panfletos y hojas internas de la Corporación. En este libro aparecen bastantes citas suyas que son interesantes; semejan a las del libro rojo de Mao, pero sin anunciar genocidios, solo eficacia empresarial y participación social.

El sacerdote era lector de Mounier y trató de llevar el personalismo cristiano a la producción industrial.

Insistió mucho en la formación permanente de los trabajadores para poder lidiar con los inevitables cambios de paradigma. También propugnaba que la democracia era el triunfo de la mayoría, y que no se podía estar siempre pendiente de las inevitables minorías revienta asambleas. Hay un párrafo en el que dice que no hay que caer en el individualismo, pero sí exigir la máxima responsabilidad individual; aunque en general es partidario de unir a la sociedad en proyectos ilusionantes como éste, en crear una comunidad cohesionada. Más adelante Arizmendiarrieta argumenta que para que la Corporación sea viable económicamente tiene que tener una caja de ahorros que no funcione como un banco normal. También tiene unas líneas un poco unamunianas, en las que insinúa que más que invertir en investigación, lo que hay que hacer es copiar lo que otros investiguen, o sea, que inventen ellos    

 

El modelo Corporación Mondragón es exportable a otros puntos de la geografía; en este libro queda claro que no parece que tenga que ver con el RH negativo. La pregunta entonces es por qué no crear dos, tres, muchos Mongragón, que esta forma de economía se expanda por el país. Al menos, creo yo, merece la pena pensar sobre ello.

15.9.22

¡Crear o morir!, de Andrés Oppenheimer

 

Andrés Oppenheimer es un liberal iberoamericano, o sea que es un tipo que no se deja mecer por los vientos hegemónicos de la región. Trabaja como periodista en la rama hispana de la CNN. También escribe libros; todos recomendables, todos muy claros y pedagógicos. El que nos traemos hoy entre manos es ¡Crear o morir!, pero muchas de las cosas que digamos de éste se pueden aplicar a otros de su catálogo, como Basta de historias o Cuentos chinos.

El género al que pertenecen es uno que nos vamos a inventar ahora mismo: “la apologética liberal”. Consiste en explicar las virtudes del liberalismo a lectores supuestamente hostiles e incrédulos, y confiar en que tanta revelación les transforme súbitamente de colectivistas en individualistas, de populistas en ilustrados, de comunistas en defensores del libre mercado.

La táctica para ello consiste en usar el sentido común, argumentar racionalmente, y dar datos demostrables sobre cómo las ideas de la libertad favorecen la democracia, el progreso económico, y salvaguardan los derechos individuales más y mejor que cualquier otro sistema de organización social.

Por ejemplo, Crear o morir empieza con una pregunta muy pertinente “que debería estar en el centro de la agenda política de nuestros países: ¿por qué no surge un Steve Jobs en México, Argentina, Colombia, o en cualquier otro país de América Latina, o en España, donde hay gente tanto o más talentosa que el fundador de Apple? ”.  Un par de páginas más adelante menciona que un español le respondió en un chat que en nuestro país es inimaginable un Steve Jobs porque es ilegal iniciar un negocio en un garaje. Esta respuesta no es completamente satisfactoria, ni para el autor ni para el lector, pero sí señala un camino por el que va a transitar todo el libro, el del análisis de los impedimentos culturales y políticos que hacen que los países de habla hispana no exporten productos de alta tecnología ni hagan del registro de patentes un negocio próspero.  

Oppenheimer dedica ocho de los diez capítulos en entrevistar a emprendedores que hay desperdigados por el mundo para que le cuenten sus secretos. Algunos de ellos son hispanos pero viven en Estados Unidos, subrayando así que no es un problema de nuestra genética, sino del contexto en el que nos desenvolvemos.

El periodista defiende ideas aparentemente lógicas. Propone que si se concentra gente talentosa en un lugar, y se les da libertad creativa, suelen salir cosas muy buenas, y que eso repercute positivamente en la sociedad en su conjunto. También dedica mucho espacio al sistema educativo, afirma que el actual está basado en el prusiano del siglo XIX, y lo que busca es crear ciudadanos dóciles y obedientes al gobierno, mientras que hay constancia de que formas más libres de educación fomentan la autonomía individual y el pensamiento crítico. Más adelante da mucha importancia al imaginario cultural, que puede ser proclive a la innovación o no, y delega en los políticos la misión de cambiar el rechazo social hacia los emprendedores que hay por nuestras latitudes.      

Oppenheimer da argumentos de peso que favorecerían un incremento de la calidad de vida y con ello una ampliación de los horizontes existenciales, y lo hace como si estuviera ilustrando a pobres legos que desconocen la solución a los problemas, y que una vez que consiga abrirles los ojos todo irá como la seda. Pero como pasa casi siempre con la apologética liberal, evita lo esencial, que es preguntarse por qué el poder no quiere la prosperidad económica. No es que no sepa cómo hacerlo, es que no quiere.

¿Tan difícil sería replicar un Valle del Silicio en Monterrey, Quito o Jaén en, pongamos, menos de diez años? Una legislación apropiada, ventajas fiscales e invertir un poco en infraestructura parece todo lo necesario. ¿Es imposible una ley educativa que en lugar de fomentar el adoctrinamiento favoreciera la ciencia, el trabajo en equipo y la liberación de subjetividades? Por lo que cuentan, ya hay países en los que esto sucede y los resultados son palpables. ¿Se antoja absurdo cambiar el imaginario social para que los jóvenes en lugar de querer ser futbolistas y funcionarios aspiren a dejar huella en la sociedad mejorándola? Entre determinadas capas sociales ése es ya el imaginario, sólo faltaría democratizarlo.

En youtube hay un fragmento de una vieja entrevista del propio Oppenheimer a la líder estudiantil chilena Camila Vallejo, hoy portavoz del gobierno de Gabriel Boric, en la que dice que el problema de Chile no es la pobreza sino la desigualdad. No le parece prioritario evitar que haya pobres, sino que haya ricos. De esta mujer dependen decisiones políticas que marcarán el futuro de su país. O también podemos encontrar una entrevista al entonces candidato presidencial de la República de Colombia Gustavo Petro, que le hace Carolina Sanín, en la que advierte que “cuando los pobres dejan de ser pobres se vuelven de derecha”, por lo que es mejor educarles en el ser y no en el tener. O sea, que acaten su miseria material como un imperativo estoico. Petro ganó las elecciones aun habiendo dicho tal cosa.

Parece bastante innegable que el globalismo financiero favorece de facto a este tipo de líderes. Desde luego así lo hacen sus medios de comunicación, que son casi todos los generalistas, y que crean las narrativas que encumbran a estos políticos “progresistas”, “defensores del decrecimiento” y que “combaten la ebullición climática”. Lo vemos en estos días en la Argentina, donde Javier Milei es tachado de perturbado que habla con su perro muerto mientras que el peronismo, principal responsable del hundimiento de la economía nacional, se nos muestra como el baluarte de la democracia.  

Además de hacer apologética liberal, que tiene algo de epopeya de lo obvio, habría que analizar qué tipo de poderes rigen nuestro mundo.  Evidentemente que el liberalismo es la mejor garantía de acabar con la pobreza y favorecer el desarrollo económico. Pero que esto no sólo no sea una verdad de Perogrullo sino que tribute como una visión minoritaria en nuestra Iberosfera se debe a que los ricos y poderosos, con sus aparatos ideológicos, trabajan para crear mentalidades pobristas en la población.

Existe un riesgo de quedarse en una forma de mesianismo político que espera una Saturnalia de conciencias emancipadas, una Era de Acuario liberal súbita surgida tras años de batalla cultural, y descuide la acción política concreta de una contraélite activa y dinámica que aspire a suplantar a la actual (y que habrá de lidiar con el bueno de Michels cuando toque, pero no hay por qué anticiparse).

Mientras no se apunte hacia ese problema, todo el catequismo de la libertad será una delicia gourmet en un horizonte de carestía. El objetivo liberal tiene que ser el poder. Podemos soñar con una conversión masiva en la población, anhelar una rebelión randiana de emprendedores, pero mientras perdure la alergia liberal al uso discrecional del poder no hay nada que hacer. Las ideas están claras, ahora hay que pasar a la acción. Demostrar con hechos que la libertad trae una civilización mejor. Nosotros tenemos a Oppenheimer; ellos tienen televisiones y leyes. Hay que ambicionar tener lo suyo sin perder lo nuestro.

No hay nada que hacer fuera del poder; sin la capacidad real de modificar las condiciones materiales sólo hay declamación y melancolía. No hay nada hermoso en perder teniendo la razón de nuestro lado. Llevamos demasiados años haciéndolo.

28.8.22

El milagro de Spinoza, de Frédéric Lenoir

 

Baruch Spinoza (1632-1677) estuvo olvidado durante mucho tiempo. Sin embargo hoy nadie le negaría su condición de autor canónico dentro de la filosofía occidental; sin duda es uno de los diez grandes filósofos de la historia. Escribió poco en parte porque murió joven y en parte porque, contrariamente a lo que se nos dice, en la Holanda del siglo XVII era mejor no significarse demasiado si se quería evitar los grilletes. Además de escasa, la principal obra de su producción es la Ética, que es realmente difícil de entender. Aunque nadie lo reconozca, estoy seguro de que la mayoría de los que lucimos diplomas de filosofía hemos leído únicamente el Tratado político y el Tratado teológico-político, que son accesibles, y de la Ética sólo conocemos lo que explican las fuentes secundarias.

El problema con los autores que son difíciles de entender es que es fácil inventarse lo que dicen. Con Spinoza esto llega ser escandaloso. Ya vimos que Antonio Negri, en su empeño por hacer del holandés una especie de Marx afable, tergiversa partes enteras de los textos spinozianos. En este caso, como Negri lo que manipula son ambos tratados, es fácil de demostrarlo. Pero seguramente los académicos que aseguran estar explicándonos la Ética también nos la cuelan, aunque ahí habría que tener muchas ganas de meterse en jardines para contradecirles. 

En realidad un Spinoza leído a brochazos sostiene cosas propias del sentido común: La razón unifica a todo lo que existe, la ética no tiene que ser tanto una obediencia como un vivir según lo que es bueno para los hombres, la democracia es el más funcional de los regímenes, hay que buscar que la sociedad saque lo mejor de cada uno… Luego, si rascamos bien, matiza que la democracia está bien siempre y cuando se haya formado previamente a los ciudadanos, que el Estado tiene que salvaguardar su propia existencia incluso frente a la libertad individual, o que lo más importante en política es defender la paz social.   

Es un autor definitivamente tornasolado, refractario a las simplificaciones, y además con mucha niebla argumental sobre la que se puede improvisar según la agenda propia y esperar que no se note. O sea, que si hemos aceptado al Spinoza comunista que propone Negri, también es legítimo defender la existencia de un Spinoza psicólogo, como argumenta Antonio Damasio, o incluso uno que escribe libros de autoayuda, como plantea Frédéric Lenoir.

 

El milagro de Spinoza. Una filosofía para iluminar nuestra vida de Frédéric Lenoir es breve, pedagógico y claro. Según anuncia la solapa del libro ha vendido 120.000 ejemplares, lo que para un libro de filosofía es algo excepcional (subrayamos que es un libro de filosofía para recochineo de los pedantes que dirían que si ha vendido tanto no puede ser un libro de filosofía).

Alguien versado en el filósofo lo encontrará simplón, pero yo imagino que Lenoir quería llegar más bien al público lego. Y cumple con creces, aunque para ello haya primado el tema de la felicidad sobre otros ámbitos de la obra spinoziana. Hay una breve introducción biográfica donde cuenta, entre otras cosas, que Spinoza tuvo una novia católica que le dejó por su negativa a renunciar al judaísmo. En general las cuestiones políticas, teológicas o epistemológicas se tratan muy por encima en este libro, porque lo que interesa aquí es Spinoza como autor de manuales de supervivencia existencial para nuestro caótico mundo. Al final Lenoir le afea sus comentarios sobre las mujeres y los animales, poco políticamente correctos desde nuestra perspectiva, pero en general el acercamiento al filósofo es entusiasta y clarificador.  

El milagro de Spinoza es un libro recomendable para quien no tenga tiempo o ganas para leer tochos académicos más complejos. Y en cuanto a los talibanes de la filosofía, que se horrorizan cuando se simplifica a los grandes pensadores para hacerlos llegar al gran público, habría que recordarles que los primeros en manipular lo que dijeron éstos son los propios académicos actuales, que (casi) literalmente se los inventan para llevarlos al terreno que les interesa en el momento. Así que si no protestan ante estas instrumentalizaciones sistemáticas, que tampoco se quejen cuando los grandes popes del canon filosófico acaba salpimentando la sección de autoayuda del Carrefour. 

 


22.8.22

Identidad, de Francis Fukuyama

 

Hace un par de años apareció en la editorial Deusto Identidad. La demanda de dignidad y las políticas del resentimiento de Francis Fukuyama. Realmente este libro es una breve revisión de una de las partes más interesantes de una obra suya anterior, más densa y conocida, El fin de la Historia y el último hombre, que es de 1992, y que desde su publicación fue injustamente vapuleada, en gran parte, como explica el propio autor en la introducción de Identidad, porque nadie se tomó la molestia de leer más allá del título.

Da un poco de vergüenza tener que explicar todavía hoy a sus críticos que cuando Fukuyama hablaba del fin de la historia no quería decir, evidentemente, que tras el derrumbe de la Unión Soviética iban a dejar de pasar cosas, sino que la “Historia” -así con mayúsculas, en sentido hegeliano- con grandes combates dialécticos, catálogo de ideologías para elegir y distintas fases de desarrollo humano, sí se había terminado, porque la democracia liberal pasaba a ser el único sistema legítimo para Occidente. Su error, que él mismo reconoce, fue creer que la democracia liberal no tenía marcha atrás y que la globalización acabaría democratizando a todos los países, cuando es evidente que nada de esto tiene por qué ser así.

Pero la tesis fuerte de fondo sí que se ha evidenciado como profética. Salvo en grupos minoritarios, las grandes ideologías por las que las multitudes se inmolaban se han desvanecido, y ya no hay proyectos comunitarios que den sentido existencial a las naciones occidentales. 

Y lo que ha quedado en la pleamar son individuos aislados y desorientados, volcados en sí mismos. Contrariamente a lo que la esperanza liberal anhelaba, el desvanecimiento de lo comunitario no ha favorecido la emergencia de personalidades excelsas que buscan la autosuperación, sino la proliferación de perpetuos adolescentes que deambulan por la vida, entre biliares y temblorosos, demandado que les hagan casito.

Fukuyama describe este paisaje yermo, y que él supo ver antes que nadie, como “los imperios del resentimiento”. Por todas partes se lucha por una demanda de dignidad que no requiere más mérito que el de adscribirse a una identidad, cuando más doliente mejor. La lucha de clases o la guerra entre Estados palidecen ante la violencia de un mindundi que quiere que la sociedad le diga lo estupendo que es. Es el amanecer de las políticas de identidad. Porque yo lo valgo. 

El autor norteamericano rescata un término platónico que se refería al orgullo de la casta de los guerreros, thymós, y lo generaliza a todas las esferas de la sociedad. En Identidad dice que uno de los errores fatales del liberalismo, y que ha precipitado su debilidad actual, es el “olvido de thymós”. Las gentes no quieren únicamente bienestar material y libertad, también quieren relatos que doten de narrativa a sus vidas. Y como el liberalismo no hace esto último, porque considera que no es su misión, surgen desde la periferia populismos y nacionalismos varios que sí dan thymós, y se ganan a las masas.  

El “reconocimiento thymótico” pasa a ser entonces el meollo de la política. Ya no se habla de economía y leyes, sino de a cuánto está el kilo de identidad.

Fukuyama se queda aquí. Le hubiera venido bien un poco de materialismo ácrata. Tendría que haber dado un paso más y analizar cuánto de timo tiene lo thymótico, pero es que en inglés no es tan evidente. Habría que analizar que esto no surge espontáneamente, sino que se crea desde el poder, y que sirve para despolitizar la economía.

Los superseñores aspiran a que tres o cuatro corporaciones dominen un mundo de hambrientos luchando entre sí por cuestiones heráldicas. El reconocimiento thymótico es la hierba gatuna de quien es cruelmente explotado, pero al que se le permite jugar con algo suave y que da gustito.


10.8.22

Reflexiones sobre la cuestión judía, de Jean-Paul Sartre


Lewis Mumford decía que un axioma de la historia es que cada generación se rebela contra sus padres y establece amistades con sus abuelos. En filosofía está claro que tras los petardos absolutos de los postmodernos, que llevan años obstruyendo la disciplina, nos sentimos necesariamente próximos a Jean-Paul Sartre, la figura paternal contra la que ellos a su vez se amotinaron.

Sartre es incómodo porque plantea que las palabras enuncian verdades, que el hombre debe luchar por su liberación, y que la sociedad puede y debe transformarse. Todo muy a la contra del cinismo deconstructivista ambiental.

Por supuesto que este filósofo nadaba en miserias morales y su deuda con la fenomenología hace algunos de sus textos ilegibles, pero muchos de sus libros, sobre todo los supuestamente menores, son de un interés imperecedero.

 

Reflexiones sobre la cuestión judía, por ejemplo, es de 1954 y su perspicacia todavía ilumina. Tras tantas persecuciones a lo largo de la historia, Sartre se pregunta por el origen de tanto odio.  

Hay una manera obvia de leer este libro, la de limitarse este primer nivel: el antisemitismo es nauseabundo y hay que combatirlo. Pero sin minusvalorar la denuncia de esta abyección aún sangrante, hay otra lectura más amplia que puede hacerse también, la de un estudio crítico del nacionalismo, racismo o incluso populismos en general.


Sartre empieza rechazando que el antisemitismo sea una opinión más que pueda arrogarse el derecho a la libertad de expresión, porque de hecho es una pasión que aspira a suprimir derechos y vidas de personas concretas, y por ello no hay que permitirle que tenga cauces para propagarse (al final del libro propugna que el antisemitismo sea perseguido por la ley, aunque no cree que esto sea suficiente). Por supuesto esto recuerda a los que hoy defienden violencias o etnicismos, y exigen hacerlo dentro de la normalidad democrática porque “cada uno tiene su opinión”, y si no se aceptan sus postulados se arrastran victimizándose, quejicosos porque no pueden ejercer libremente su derecho a privar a otros de sus derechos.

Otra argumentación muy actual es la del judío como invento del antisemita (esta idea se remite como un mantra). Para Sartre aunque haya leves rasgos físicos que se pueden identificar con los judíos, éstos no son una identidad ontológica ni nada por el estilo, ya que se puede haber nacido de madre judía y ser totalmente indiferente a ello. Pero el antisemita, que es hombre de masas y vive asustado, quiere formar parte de la “élite de los mediocres” y necesita crearse enemigos, y por ello sobrecarga de cualidades a los judíos, a los que reconoce como inteligentes y adaptables, y por ello temibles (si fueran inferiores y reconocibles no serían tan peligrosos).

Por supuesto el antisemita odia a los judíos no por lo que han hecho, sino por lo que podrían hacer, o por lo que en teoría hicieron sus abuelos (Sartre ironiza aquí cuando sostiene que culpar de algo a los nietos es tener “un sentido muy primitivo de las responsabilidades”).

Para el antisemita los judíos viven maquinando maldades, como si no tuvieran otra cosa que hacer. La ventaja, nos dice Sartre, es que así no hay que entender ni razonar mucho, y hasta permite cierta regresión “romántica”; basta con sentir que hay una minoría perversa controlándolo todo y así se puede explicar uno mejor el mundo, sin necesidad de estudiar las condiciones sociales.

Hay en toda esta lógica del enemigo construido algo que recuerda a la privación de legitimidad política de individuos o grupos. Cuando las masas gentiles consideran que son la mayoría “normal”, que ellos son Francia, o sea el verdadero pueblo portador del sentido común, y los judíos un cuerpo extraño, éstos hagan lo que hagan han perdido. Si intentan rebelarse contra esta imposición se les castiga y aísla, acusados paradójicamente de no querer asimilarse; pero si la aceptan y tratan de ser sencillamente franceses, se les exigirá continuamente pruebas de “buena voluntad”, que demuestren más que nadie lo patriotas que son, y a lo sumo podrán lograr una tolerancia temporal hasta que vuelvan a hacer falta chivos expiatorios. Porque los judíos pueden “rozar” los valores franceses, pero nunca poseerlos (y siempre dependerá del arbitrio de la mayoría decidir cuánto de hondo están rozando los valores franceses).

Como muchos escritos sartreanos, igual Reflexiones sobre la cuestión judía no es una obra perfectamente cerrada, pero en casi cada página encontramos ideas edificantes y frases contundentes de esas que podrían grabarse en piedra. Los mecanismos de estigmatización que denuncia siguen vigentes y la fraternidad que engendra el resentimiento está presente en nuestro día a día (“Esta frase, ¨odio a los judíos¨, es de las que solo pueden pronunciarse en grupo”).

Nos toca seguir firmes por los caminos de la libertad.

27.7.22

Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman



“Todo lo solido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”
Karl Marx



Es un poco lugar común en la teoría postcolonial el descalificar a Marx por su eurocentrismo y aceptación de los valores de la Modernidad. Se citan sus textos sobre la colonización de la India, o los párrafos del El Manifiesto Comunista donde ensalza el mundo racional que está creando la burguesía, para relegarlo al rincón de los malvados hombres blancos que imponen su “violencia epistémica” sobre los indefensos habitantes del Sur.

Uno de los pocos teóricos de defienden a Marx en este terreno es el neoyorquino Marshall Berman (1940-2013), que es autor del libro Todo lo sólido se desvanece en el aire. El hecho de que utilice para el título del libro unas palabras dichas por Marx para definir la modernidad es bastante ilustrativo, y desde luego hay pocas descripciones mejores de lo que ha sucedido en el mundo desde tres siglos: todo lo que se pensaba que era sólido, inmutable, como la religión, los órdenes sociales, el poder, las fronteras,... han ido desvaneciéndose gradualmente hasta quedarse en nada, sin que una nuevas creencias igual de sólidas hayan venido a sustituirlas. El hombre ha quedado solo y ahora es dueño de sí mismo, con todo lo que supone de desorientación. Y esto es defendido por Marx, como perspicazmente ha visto Berman, como un camino de liberación. No hay vuelta atrás posible ni deseable; la idealización de tiempos pasados o de culturas periféricas es una regresión. 

El libro es un texto fundamental del siglo XX. Hace un repaso de las narraciones que empezaron a surgir con la modernidad literaria, cuyo inicio data hacia finales del siglo XVIII, para cartografiar nuestra época. Comenta el mito industrial-fáustico o el nuevo ciudadano de Baudelaire, entre otros. El marxismo está en el fondo de muchas de sus reflexiones, pero Marx como tal aparece en el capítulo “Todo lo sólido se desvanece en el aire. Marx, el modernismo y la modernización”, que junto con al artículo homónimo, y sin embargo diferente, que presenta en Aventuras marxistas, es en lo que nos vamos a centrar.  

En este capítulo del libro dedica bastantes páginas al estudio de El Manifiesto Comunista. Allí Marx hace un análisis paradójico de la civilización que la burguesía está creando. Quiere transformarla, pero se siente deudor de ella. Le fascina que el capitalismo haya destruido una cultura milenaria, y sobre todo, que haya liberado las capacidades creativas del ser humano. La paradoja se cierra, más o menos, pensando que la burguesía será la primera en ser barrida por su creación. Berman añade una serie de análisis del Manifiesto desde un punto de vista estético, y lo ensalza como profético y primera gran pieza del arte moderno.

El artículo es tal vez más interesante para nuestra investigación porque es menos poroso. Está concebido como texto independiente y no se remite tanto como el capítulo a otras partes del libro. Tiene una introducción biográfica, en la que Berman cuenta que se formó intelectualmente en las universidades contestatarias de los años sesenta. Pero que poco a poco vio como muchos de sus compañeros se deslizaban hacia formas de irracionalismo anti moderno. Él quería encontrar una crítica radical que a su vez no cayera en el nihilismo; así llegó a Marx.

Para Berman el materialismo histórico arroja luz sobre el zeitgeist de la Era Moderna. Entendemos la orfandad del hombre y su búsqueda de sentido gracias a Marx, que pensaba su tiempo tenía un sentido, una explicación total y coherente. 

Hay dos cuestiones que dilucidar. Una es si el análisis de Marx de la modernidad es correcta, y la otra es si las propuestas marxistas casan luego bien con la misma, o tienen viabilidad. De lo primero Berman no tiene duda. Las descripciones marxistas son adecuadas, de hecho es difícil querer encarar cualquier asunto sociopolítico sin pasar por sus teorías. De lo segundo tampoco duda pero dialoga con los críticos de Marx, que como reconoce están entre las líneas de su artículo, sobre todo Herbert Marcuse, Hannah Arendt y Martin Heidegger. 

El primero, como es sabido tiene una obra donde analiza los valores que mueven al capitalismo, como el esfuerzo, el trabajo, la tecnología…que Marx suscribe, y eso es contrario a las propuestas de Marcuse, que quiere superar esos valores para crear una civilización del ocio, sin excesos represivos. En Razón y civilización, empero, Marx queda bien parado. Es en Eros y civilización  donde Marx no aparece ni una sola vez citado, pero todo el libro parece escrito contra él. Sobre todo cuando Prometeo, el héroe favorito de Marx, aparece específicamente denostado como profeta del productivismo.

Hannah Arendt fue crítica con Marx desde una perspectiva bastante original. Al contrario que Karl Popper o cualquier filósofo antimarxista, lo que le reprocha a la filosofía marxista es una falta de autoritarismo extremo, hasta el punto de que hace inviable la posibilidad de una comunidad política. Marx habla de individuos que se liberan, pero sin unas bases comunes será imposible que se mantengan unidos. Su el proyecto político acabaría desembocando en un nihilismo individualista. Berman reconoce que el reproche es correcto, que se trata de una de las muchas lagunas que hay que pensar, pero las soluciones que ofrece la pensadora no son desde luego mejores, ya que se queda en abstracciones; aunque paradójicamente ayuda a sostener el encaje del marxismo en la modernidad, ya que la deriva nihilista e individualista es común en ambos, como riesgo y como desafío que superar.

Hay algo que no deja de ser casualidad, y es que ambos fueron alumnos de Martin Heidegger. El gran filósofo del siglo XX se desenvolvió en una atmósfera pesimista en cuanto a los avances de la civilización occidental, muy alemana y muy de su tiempo, en la que sus dos discípulos siguieron enclavados durante muchos años. Se trata de una idealización de la Naturaleza, de cierta vida posible que existió ajena a la sociedad moderna, y a la que habría que regresar. Darío Botero Uribe, el filósofo colombiano, escribió un libro llamado Martin Heidegger, la Filosofía del regreso a casa, donde explica bien esto y llega a descartar la obra del filósofo de la Selva Negra por considerar que todo ella es un alegato por una regresión ya imposible y en cualquier caso no deseable.

Berman dice que no sabe si Heidegger leyó a Marx, aunque cree que por lo menos simpatizó con su rebeldía, si bien aquél pensaba que éste no fue lo suficientemente radical, ya que Marx sí creía que la modernidad era rescatable, que tenía o podría tener valores buenos para los seres humanos. Para Heidegger sin embargo no había nada más que vacío y producción; tecnología, vida urbana y demás fatalidades contemporáneas solo podían esclavizar al hombre. 

Como Berman sostiene, la visión de Heidegger podría sintetizarse en el epigrama de Adorno donde decía que Marx quería convertir al mundo en una fábricaAunque una fábrica bien ventilada, con sofás donde tomarse un buen café en el descanso, y una sala de enfermería siempre alerta por si hay emergencias, suena bastante mejor que volver a mazmorras medievales. 

2.6.22

Francisco Umbral, de Anna Caballé

 

Anna Caballé publicó Francisco Umbral. El frío de una vida en el año 2004, cuando el escritor todavía vivía. Ahora se reedita con un prólogo en el que la autora nos informa de que ha hecho pocos cambios en esta nueva edición, pero que ha añadido un epílogo con información recientemente descubierta, que básicamente es el hasta ahora ignorado nombre del misterioso progenitor, un tal Alejandro Urrutia.

Es una biografía curiosa donde se intenta presentar a Umbral como un ególatra, neurótico y mezquino. Pero la verdad es que nunca esperábamos que fuera de otra manera y por ello no consigue que le detestemos más de lo que ya lo hacíamos, si acaso lo hacíamos.

Hay un capítulo casi al final donde se centra en la visión umbraliana de la mujer y que pretende ser el disparo de gracia de la desmitificación total, y en nada nos reposiciona, ya que también sabíamos que era un misógino que supuraba por la herida las mujeres. Pretendía admirarlas pero las resentía porque las deseaba y en algún momento le negaron el achuchón y le hicieron daño (no hace falta hacer una lectura psicoanalítica de la obra de Umbral para darse cuenta, él mismo lo dice muy explícitamente).

Por otro lado, Caballé también fracasa en su empeño de que le bajemos del podio de los grandes escritores españoles del siglo XX; por más que demuestre que Umbral era un novelista vago y tramposo, bastante trepa en el mundillo literario, y una persona bastante deleznable, nada podrá borrar de nuestra memoria las páginas sublimes que nos regaló.

Si lo que hace Umbral no es literatura, pues peor para la literatura.

Hay una inquina general hacia el biografiado que resulta un tanto incómoda. El lector no puede dejar de preguntarse cuánto habrá sufrido esta buena señora dedicándole años de su vida a un personaje que claramente detesta. Aun así el libro está muy bien escrito, y aporta contexto y datos muy útiles sobre todo para los umbralianos tardíos.

A mí me ha dejado con ganas de releer a uno de los autores que marcó mi juventud, si bien todos sabemos que ésta es una actividad de alto riesgo.

Lo más significativo, creo, de leer una biografía que más o menos es la misma que se publicó en el año 2004 es la sensación vintage que deja. Umbral, aunque no quisiera admitirlo, fue el cronista de la España que va desde la Transición hasta el 2007, año en el que murió, pero que también fue el año previo a que todo empezara a hundirse. Es un autor pegado a su tiempo, lo que fue bueno, pero ahora juega en su contra porque su mundo ya no existe. Hasta hace poco sus libros de los setenta todavía eran actuales, pero ahora incluso los últimos que escribió nos parecen de lejanas calendas. Que Umbral se haya quedado tan antiguo tan rápido da fe de lo aceleradas que van nuestras vidas desde hace algo más de una década .

14.5.22

Pedir lo imposible, de Slavoy Zizek

Slavoy Zizek (Liubliana, 1949) es un filósofo carismático. Su particular forma de exponer sus teorías, a veces con chistes o basándose en películas, le ha ayudado a llegar a audiencias más amplias de lo que se espera de un autor de cierta complejidad. Sin embargo le ha cerrado también las puertas de las salas vips de la intelectualidad europea. Le leen gentes más o menos cultas, pero citarle no unge especialmente en el selecto mundo de la alta filosofía.

El personaje que representa en los medios de comunicación parece corresponderse con su obra escrita. En las conferencias que imparte se presenta como un torbellino verboso que no parece callarse ni para reponer aliento. Como autor es de una prolijidad fluvial; ha publicado más de cincuenta libros y cada poco tiempo hay algo nuevo de él en las librerías. Aunque sus textos presentan distintos niveles de dificultad, por lo general sus argumentaciones son caóticas y repetitivas; no es fácil seguirle el hilo, comprender su sistema. Aunque, afortunadamente, el filósofo abunda en los ejemplos y opiniones epatantes que agilizan la lectura y la hacen, hasta cierto punto, entretenida.

A este respecto Antón Ferndández, en su Slavoj Zizek, una introducción, explica que hay un “núcleo de ilegibilidad” de la obra del filósofo esloveno. Sus ideas están dispersas en sus libros, se contradicen, y hay que estar continuamente remitiéndose a otros textos suyos, hilar como podamos sus argumentaciones. No es fácil decir de qué habla Zizek.

Resumiendo, diríamos que se trata de un filósofo marxista, muy influido por el idealismo alemán y por el psicoanálisis lacaniano, para el que el mayor enemigo de la izquierda ha sido la postmodernidad y las luchas identitarias de las últimas décadas, ejemplificadas en aquél “lo personal es político” del feminismo.  Para Zizek hay un capitalismo explotador al que hay que resistir desde una nueva conciencia de clase, no desde grupos étnicos, de género u orientación sexual, que no hacen más que seguirle el juego a la multiplicación de identidades de la sociedad postindustrial.

Con estos principios son con los que reivindica volver a Lenin, o incluso a Stalin, mitad provocando, mitad en serio; anhelando como hicieran ellos crear un pensamiento fuerte y colectivo que haga frente a la totalidad del poder económico global, y que no se limite a negociar pequeñas concesiones.

En nuestro idioma ha tenido bastante fortuna editorial y es fácil encontrar sus libros. La mayoría aparecen en la editorial Akal. Allí, en su celebérrima colección roja, se encuentran los grandes trabajos teóricos zizekianos, como Repetir Lenin o Menos que nada, entre otros. Y también en esta editorial, pero en la edición de bolsillo que reservan para textos más circunstanciales o con menos vocación de permanecer, se hallan otros de menos densidad filosófica, como El año en que soñamos peligrosamente o este Pedir lo imposible, que ahora nos ocupa.

 

Publicado en su primera edición inglesa en el 2013, y en español un año después, se trata de un libro que recoge las respuestas de Zizek a preguntas que le hicieron unos estudiantes en Corea del Sur. Los capítulos son breves y directos, empiezan con la pregunta que le hacen y siguen dos o tres páginas de respuesta. El contexto histórico está muy presente, sobre todo las rebeliones en Egipto y los populismos latinoamericanos. Corea del Norte también tiene su espacio pero no le ve mucho futuro.  Zizek no defrauda en su uso de chistes y en su polémica con el izquierdismo biempensante europeo. Se emparenta con Badiou y Agamben, y polemiza con Negri; extrañamente nos ahorra su habitual jerigonza lacaniana. No es un libro que sorprenderá o aportará nada a los lectores habituales del filósofo, pero sí es una buena manera de entrar en su obra, una primera toma de contacto recomendable. Las ideas que expone están en otros libros, aquí no dispara ninguna bala nueva, pero está bien contado todo.

Hay una anécdota que ilustra muy bien, por ejemplo, su visión de la religiosidad. Zizek pertenece al minoritario sector de la intelectualidad marxista que no se deja llevar por el anticlericalismo simplón. Entiende que los pueblos son religiosos, que nunca ha habido sociedad sin religión, y que las declamaciones anticristianas solo sirven para enajenarse el apoyo de las mayorías; es un pensador que desde el ateísmo entiende que hay que cohabitar con las creencias religiosas. Aquí cuenta que en Nueva York, en una performance que imaginamos muy hípster, un artista echó un crucifijo a un urinario. Zizek, lejos de aplaudir la provocación, le afeó el supuesto gesto subversivo al artista.  Para él hay que posicionarse con la mayoría moral, no convertirse en una pandilla de heterodoxos sistemáticamente enfrentados con todo el mundo. Hay una diferencia entre el bien y el mal, y es pueril y contraproducente pretender posicionarse todavía hoy en un infantil y nietzscheniano más allá de las categorías morales, en una subjetividad dueña de su propia moral (o amoralidad).

También es muy interesante su rechazo del populismo latinoamericano. A Chávez lo tacha de loco directamente, y sin citarlo polemiza con Ernesto Laclau. Su enfrentamiento, por cierto, con el pensador argentino, con el que al principio se consideraba afín, está muy bien relatado en Revoluciones sin sujeto de Santiago Castro Gómez, también en Akal.

Zizek rechaza el indigenismo en Pedir lo imposible por ser una forma identitaria de las que tanto abomina. Le parece que en general las estrategias de autoorganización fomentadas desde el Estado derivan en una forma de violencia populista, como en Venezuela. Se hace eco también de la teoría de que el chavismo fue indulgente con la violencia criminal para librarse de la refractaria clase media nacional, forzada a emigrar para salvaguardar su propia seguridad. Para Zizek, hasta Lenin entendió que hacía falta una clase media ilustrada, y la desaparición de ésta en el país sudamericano le parece un drama; no ve un futuro a la revolución bolivariana sin contar con gentes preparadas académicamente. Frente al modelo chavista, el filósofo simpatiza con Lula en Brasil, que le parece mucho más inteligente ya que logró grandes avances sin necesidad de crispar a importantes sectores de su propia población o a mandatarios de otros países.

Sin embargo no quiere profetizar nada, no cree en los milagros políticos, no sabe muy bien qué programa plantear para la resistencia. Su pensamiento, como es sabido, está muy influido por la teoría del acontecimiento de su amigo Badiou. Un concepto heideggeriano, como casi todos los que se enuncian hoy en Francia, que propone la llegada de un cambio radical en el horizonte existencial. No se sabe muy bien cómo llegará y qué características tendrá. Solo nos queda esperar. La fatalidad mesiánica en el planteamiento es evidente (como bien vio Donoso Cortés, no hay manera de despegarse de la religión cuando hablamos de política). Para Badiou no hay mucho que hacer a la espera del acontecimiento, que viene de la exterioridad; Zizek es más optimista y cree que mientras esperamos al menos tenemos libertad de no ser cómplices de las narrativas de poder vigentes.

Al menos somos libres para querernos y cuidarnos los unos a los otros, y además vivir todo lo que podamos al margen del poder, con dignidad y coherencia. Hasta que vengan tiempos mejores.

Éste es el mensaje que subyace en Pedir lo imposible.