15.4.22

Trilogía Fundación, de Isaac Asimov

 

Uno de mis mayores arrepentimientos es no haber leído más ciencia ficción cuando era adolescente. Y es que los afanes de pasar por intelectual me limitaron la existencia desde muy temprano. Como quería ir de profundo me paseaba por ahí con libros de Spinoza, pretendiendo que los entendía, en lugar de disfrutar como los dioses mandan con las buenas aventuras intergalácticas de serie b.

A mis años estoy intentando enmendar el error, más que nada para recomendarle libros interesantes a mi prole, pero es tarde para mí. Ya no leo en carne viva, sumergiéndome en lo que me cuentan las novelas y habitando en esos otros mundos que describen. Ahora lo hago con espíritu crítico, buscando los significados y alegorías de las historias. He perdido la capacidad de emocionarme, aunque he ganado la posibilidad de entender serenamente lo inteligentes y enriquecedores que son muchas novelas que antes ninguneaba.

 

1.4.22

El mundo interior del capital, de Peter Sloterdijk


Peter Sloterdijk (1947) es un filósofo alemán leído y afamado, tal vez uno de los más célebres de la actualidad. Adquirió cierta resonancia mediática a raíz de su polémica con Jürgen Habermas sobre el tema de la selección genética entre humanos. Sloterdijk era partidario de suavizar el piloto automático con el que en Europa se rechaza sistemáticamente todo lo que pueda semejar con los postulados eugenistas, y defendió la intervención científica para originar nuevos seres humanos sin enfermedades ni taras genéticas; Habermas, un teórico frankfurtiano epígono de cierta moralidad entre ilustrada y marxista, se oponía a ello con ahínco.

Su gran obra empero es su serie de las Esferas, que desde luego no es una lectura para profanos. Se trata nada menos que de un intento por repensar filosóficamente el mundo actual. 

Sloterdijk es un autor refractario a ser sintetizado en alguna frase o fórmula. Es muñidor habitual de nuevos términos y muy alegórico, casi críptico como un oráculo. Por supuesto cuando finalmente conseguimos destilar algo de lo que ha expuesto nos damos cuenta de que lo podría haber dicho más claramente, que tampoco era gran cosa. Aunque sin esta dificultad añadida a su comprensión, que solo personas que han tenido formación académica pueden superar, estos intelectuales europeos perderían el nimbo chic de “consumo ostensible” para burgueses bohemios.

En defensa de Sloterdijk podemos argumentar que, a diferencia de muchos de sus pares, se ha despegado del kitsch: ni por un lado se limita a lamentarse en posición fetal por todas las maldades del mundo que le rodea, tan corrupto y materialista para almas prístinas; ni por otro lado aguarda, como los primeros cristianos o los de la French Theory, la llegada del “acontecimiento” exterior milagroso que expulse a los mercaderes de nuestras prístinas vidas.

Por ejemplo, con todos los defectos de su autor, que son tal vez los de su tiempo, El mundo interior del capital. Para una filosofía de la globalización tiene cierto interés. Se trata de un libro posterior a las Esferas, y tal vez es más legible por lo que tiene de lectura complementaria a la teoría de los “sistemas-mundo” de Immanuel Wallerstein.

La primera parte, “Sobre el surgimiento del sistema de mundo”, parece una sucesión de escolios y notas a pie de página a la obra del sociólogo estadounidense. De hecho no sabemos si el “sistema de mundo” en lugar de “sistema-mundo” es una cuestión de traducción, o es un vano intento de Sloterdijk por separarse de su referente.

Wallerstein era un académico estadounidense formado en la Escuela de Annales, con lo que eso implica. Es totalizador y ambiciona dar una respuesta materialista de los devenires históricos. El resultado es El moderno sistema mundial, una obra en cuatro tomos, sobre la historia del capitalismo y la era moderna. Para él, en el siglo XVI los europeos conquistaron América y el capitalismo se convirtió en mundial. Desde entonces, y siguiendo las necesidades de la economía, hay distintos Estados centrales en el sistema-mundo que se van sucediendo según se agota su dominio. El problema es que Wallerstein  es tan filosóficamente materialista que se olvida de los hechos singulares, los cambios culturales y las narraciones que de sí mismos se hacen los hombres sobre la marcha.

Sloterdijk comparte más o menos este marco conceptual. Pero como se dice en la solapa del libro, “la conexión entre el relato y filosofía” es su característica más sobresaliente. Así que donde Wallerstein se niega a ver nada más que horizontes materiales, Sloterdijk ve cambios de mentalidades, nuevas historias y transformaciones sociales.

Por decirlo en términos marxistas: Wallerstein habla de la infraestructura; Sloterdijk de la estructura y superestructura.

En El mundo interior del capital, se explica el surgimiento de la subjetividad con la aparición de los jesuitas, que luego enlaza con el psicoanálisis o el sometimiento del espacio con las cartografías. Todo vinculado a los primeros barcos que cruzan el Atlántico, y que se convierten en pequeñas empresas y solares patrios, donde el objetivo económico y espiritual se dan legitimidad mutuamente. Los nuevos descubrimientos buscan el beneficio económico aunque se disfracen de misiones divinas. En los albores del sistema-mundo, en el inicio de la Era Moderna, cambian las relaciones humanas y generan innúmeros nuevos textos e interpretaciones de lo que acontece. 

El capítulo que dedica a La vuelta al mundo en ochenta días es muy ilustrativo de lo que pretende. Utiliza la novela de Julio Verne para explicar cómo en el siglo XIX ya se había consolidado el sistema-mundo y se podía recorrer el planeta en un tiempo ridículamente corto, sin quitarse el bombín de gentleman ni salir de microespacios occidentales: ya la única aventura era hacerlo rentable y a paso de minutero, puesto que no quedaban territorios por “descubrir”. 

La segunda parte, “El gran interior”, hace justicia al subtítulo del libro. Aquí empezamos “medio milenio después de los cuatro viajes de Colón”. El filósofo intenta hilvanar los hechos descritos en la primera parte con la actualidad. Aparece el terrorismo, el final de los Estados, el multiculturalismo (“hibridación en los mundos de símbolos”) y la esclavitud.

Aquí Wallerstein no está tan presente; la influencia principal ahora es la teoría postcolonial, que tanto le debe al sociólogo estadounidense, por otro lado. Sloterdijk ve en la Era Moderna el fondo metafísico del colonialismo y la esclavitud. De hecho fueron estas aberraciones las que abrieron las rutas comerciales. En los últimos capítulos ya vuelve a confrontarse con Wallerstein; con él trata de entender por qué los Estados Unidos son el Estado central del sistema-mundo.

Lo que se trata es dilucidad ahora es si las resistencias culturales y religiosas tienen sentido, o estamos todos abocados a hablar en inglés y ser unos norteamericanos trasvasados a otras latitudes. 

Hay una metáfora que capitaliza la segunda parte, la del Crystal-Palace de Londres, un edificio transparente y moderno que protagonizó la Primera Exposición Universal en 1851. El autor lo relaciona con el aburrimiento heideggeriano y el resentimiento del hombre moderno vislumbrado por Fiódor Dostoyevski. Todo interesante, pero seguramente menos novedoso y epatante de lo que Sloterdijk piensa.

De cualquier manera, este libro es de gran interés por sí mismo. Pero leído como complemento a Wallerstein daría para dedicarle un semestre de estudio. Lástima que la vida no nos de para tanto.

Otro día hablaremos de otro gran libro de Sloterdijk, Los hijos terribles de la Edad Moderna.