25.12.20

Hijos de hombres como síntoma

 

Hijos de hombres es una novela distópica publicada en 1992 por la autora británica P.d. James. Tuvo bastante éxito en su momento y todavía hoy se considera una de las novelas más influyentes del siglo XX. En el 2006 Alfonso Cuarón realizó una adaptación cinematográfica que también tuvo una gran acogida y que para muchos cinéfilos es una de las mejores películas de los últimos tiempos. 

Novela y película comparten un mismo marco argumental: en un futuro próximo han dejado de nacer niños, por lo que la humanidad parece condenada a la extinción. Impera un ambiente de fatalismo y depresión, y en Inglaterra, donde transcurre la acción, se ha impuesto un régimen autoritario. El protagonista es Theo, un funcionario gubernamental que recupera las ganas de luchar por un futuro mejor cuando descubre que después de dos décadas de infertilidad generalizada ha nacido de nuevo un bebé.

La película sin embargo no es fiel a la novela. Cuarón se separa muy pronto del texto original y lleva su versión por otros derroteros (Nada que reprocharle por ello, claro; es libre de hacerlo y de hecho nos entrega una producción cinematográfica de gran profundidad y valor artístico).

Como es lógico hay infinidad de artículos y videos analizando tan importante película.  Pero lo que no hemos encontrado son estudios que analicen las diferencias de enfoque entre la película y la novela, que es algo que no carece de relevancia: Cuarón ha utilizado como base para una película eminentemente política lo que sin duda alguna es una novela religiosa y orientada hacia cuestiones teológicas.

P.d. James es una autora cristiana y humanista, y su Hijos de hombres versa sobre la desesperanza de los hombres y la gracia de Dios. El mismo título viene de una oración anglicana: “Tú eres Dios desde la eternidad y por los siglos de los siglos. Conviertes al hombre en destrucción; de nuevo dices: Vuelve, hijos de los hombres”.

La novela empieza en enero del 2021. Theo, que es un antiguo académico, va a la iglesia a diario. Las referencias bíblicas son continuas y se habla constantemente de cuestiones filosóficas y éticas desde una perspectiva cristiana. Hay algo también de política; Theo es primo de Xan, el dictador de Inglaterra. Un grupo de feligreses de la parroquia le piden que vaya verle aprovechando que son familia para convencerle, entre otras cosas, de que mejore la calidad de vida de los jornaleros extranjeros que trabajan en Inglaterra. Luego Julian, una antigua alumna de Theo, se queda embarazada. El niño nace ya al final del libro. Theo, que ha matado a Xan poco antes, le hace una cruz en la frente al bebé con la sangre del parto. La novela termina con un claro símbolo de que Dios le ha dado una segunda oportunidad a la humanidad. Es un final optimista porque anuncia una vuelta de la fe cristiana.

Por otro lado la película se sitúa unos años más tarde, en el 2027. Aquí Theo es un antiguo militante izquierdista que trabaja para el gobierno. Es nihilista y parece esperar sin mayores estridencias el fin de la humanidad. Le secuestra un grupo terrorista proinmigración y antigubernamental. Su exmujer y antigua camarada resulta ser la líder de la banda. Le piden que vaya a ver a Nigel, su primo, que esta vez no es dictador pero sí un alto cargo del Estado. Necesitan que le consiga un visado para una exiliada africana que está en peligro de deportación. Más adelante averiguamos que esta chica está embarazada, y poco después da a luz a una niña. Todos los personajes buenos, o sea, izquierdistas, van muriendo para salvar a esta niña de las malvadas fuerzas gubernamentales. En la escena final de la película Theo muere también, pero antes consigue llevar a la madre y al bebé hasta una especie de barco de Greenpeace llamado Tomorrow propiedad de una ONG bondadosa llamada The human Project. Aunque Theo no sobrevive el mensaje aquí también es optimista, ya que mientras haya personas comprometidas y grupos con conciencia social, la humanidad tiene porvenir.

 

La novela es una gran pregunta sobre Dios; la película nos dice que el izquierdismo es la respuesta para todos los males del mundo. El imaginario religioso de P.j. James pasa a ser propaganda política en Cuarón. El largometraje está repleto de guiños a la situación del momento de su rodaje -principios del siglo XXI- y a las inquietudes de las clases medias progresistas occidentales de entonces. En aquellos años el mal absoluto era George W. Bush y la guerra de Iraq, y aquí se reproducen estampas como las torturas de Abu Gharaib, el drama de los exiliados, la insurgencia islámica y la militarización generalizada que vinieron como consecuencias de los ataques del once de septiembre. En las televisiones encendidas se nos explica que el neoliberalismo ha llevado a la economía al colapso y que Estados Unidos también es ahora también una dictadura.

Por eso consideramos a Hijos de hombres como síntoma. Que se haya llevado sin problema una tragedia cristiana, y por ello irresoluble fuera de la fe (o sea, irresoluble de facto), a un tratado de política, que por definición tiene solución mediante el buen uso del poder, es muy diciente de lo que es la izquierda: nada menos que una inmodesta paganización del cristianismo.     

Para P.j. James hay que creer en Dios para superar el nihilismo y las miserias de la existencia. Para Cuarón todo es más sencillo, solo hay que votar socialista y echar a Bush; prevalecerá el bien entonces y todos los males del mundo se evaporarán. Basta con creer en el poder de la izquierda.

Nos prometen un paraíso celestial en la tierra a golpe de políticas progres.

10.12.20

jueves

 

Identificarse como antifascista es seleccionar algo unánimemente condenado, algo que nadie normal defiende, y declararse su enemigo como si eso fuera un acto de valentía extraordinario. Pero no es más que instrumentalizar una obviedad. Es como abanderar la antipederastia. ¡Pues claro que eres antipederastia!¡claro que eres antifascista!¡Todos los somos! Nadie quiere pederastas o fascistas en sus calles. Lo malo es que a la tercera o cuarta vez en que insistes en que odias a los pederastas o a los fascistas uno empieza a sospechar que hay algo turbio detrás de tanta vehemencia.

Por ejemplo, cuando alguien remarca su antifascismo parece presuponer que los demás no lo somos. O que no los somos al menos completamente, lo que es lo mismo que insinuar que somos fascistas en algún grado. Y a partir de ahí, claro, queda a discreción del antifascista privarnos de legitimidad política. 

Para ello se adueñó de la obviedad en un primer momento.

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La monserga que abomina machaconamente contra el libre mercado se mueve en un plano meramente sentimental; no necesita ofrecer un modelo alternativo viable para considerarse legítima. Se limita a apelar a ciertos resortes psicológicos que hacen que todos nos evoquemos de repente habitando como por arte de magia en un ilocalizable país de Cucaña, un horizonte meloso, donde nos alimentamos de lo que la pacha mama nos regala, amándonos mucho, hermosos y solidarios, felizmente ignorantes de lo que es el dinero y la tristeza.

El problema es que frente a este anhelo tan potente como irrealizable nada puede la grisura de unas estadísticas que mejoran cada año, o el aburrimiento de unas leyes que permiten prosperar, o la banalidad de que nos saquen muelas sin dolor, o tener un computador que a veces olvidamos que no siempre ha estado ahí.


24.11.20

"Carta a Meneceo", de Epicuro

Si como decía Ortega y Gasset la claridad es la cortesía del filósofo, hay que decir que una mayoría de los filósofos que pueblan la historia de la disciplina han sido bastante descorteses; a algunos incluso podemos acusarlos de impertinentes y malencarados, y les tenemos por una compañía ingrata con la que no queremos estar ni un minuto más del necesario.

Por el contrario, simpatizamos con los filósofos que son amigablemente claros, y nos agrada su prosa fraterna más allá de las imposiciones del prestigio, o de su papel más o menos basal en el canon del pensamiento de Occidente. Los leemos con gusto, sin esperar contraprestaciones académicas o laborales. Los leemos con el mismo placer con el que acudimos a una relajada velada con nuestros cófrades de tertulia.

El pensamiento helenístico tiene en general bastante de esto. Sus consejos del buen vivir -o del buen sufrir, según se mire- no necesitan de prólogos explicativos para conmovernos. También sus disquisiciones sobre lógica nos resultan accesibles, tanto como sus concepciones sobre la naturaleza, que a dos milenios vista son hoy tan geniales como entrañables.

Tal vez tenga que ver con la situación en la que surgieron, tan identificable para nosotros. Las escuelas helenísticas (cínicos, estoicos y epicúreos) son hijos del desarraigo. Cuando los macedonios les arrebataron la polis, en cuyo servicio se volcaban, los filósofos atenienses se volvieron sobre sí mismos en busca de certeza alguna. Ya no eran ciudadanos, ahora eran nada más que hombres, y era a lo que tenían que atenerse.

 

De estas generaciones de filósofos resalta con especial fuerza Epicuro. Tanto que la adjetivación de su nombre forma todavía hoy parte de nuestro vocabulario. Fue coetáneo de Aristóteles, allá por el siglo IV a.C., y, por lo que sabemos de él, creó su escuela en un jardín a las afueras de la ciudad, donde enseñaba que con una vida serena y moral se podía alcanzar la felicidad. Casi toda su obra se ha perdido, pero hay fragmentos suficientes como para que podamos reconstruir lo esencial de sus propuestas.

De entre todos los textos salvados, la Carta a Meneceo parece ser una buena síntesis de su pensamiento.

Se trata de una carta muy bellamente escrita en la que Epicuro instruye a uno de sus alumnos en las tesituras de la vida. El género epistolar, tan común en la época, juega en favor de la autenticidad y la belleza. Habla para que Meneceo y todos nosotros le entendamos. El filósofo no busca abrumarnos con jerigonza, no arguye conceptos que nos deslumbren; habla de la existencia humana en un lenguaje común, no filosófico, o sea, sin esconderse en terminología metafísica, y sus argumentaciones quedan honestamente desnudas. Aquí los hombres mueren y se duelen, exclaman y temen, tal cual, como sucede en la calle y en la cantina de más abajo.  No hay “cesación del ser”, “reintegramiento en la nada” y demás disfraces sartriano-heideggerianos que nos dicen tan poco, que sólo nos entretienen para que en realidad no nos angustiemos pensando que morimos.

Pero nos morimos y punto, nos recuerda el filósofo. 

Hay mucha verdad en Epicuro; una verdad sin artificios, vulnerable y transparente. Como le vemos las costuras a sus ideas podemos dialogar con él y aprender a vivir, que en suma es de lo que se trata. Y nada honra más su ejemplaridad como maestro que nuestras enmiendas.

 

Empecemos elogiando su optimismo y su falta de elitismo. Para él la filosofía sana y es apta para todo el mundo, sin restricciones de edad, nacionalidad o condición. También la felicidad, que llega sin necesitar gloria o bienes materiales. Todos podemos mejorarnos. Ya vemos aquí cierto cosmopolitismo que empieza a florecer tras el ombliguismo ateniense.  

Forzando todo rigor académico, podemos sostener que quien defiende estos principios es sencillamente una buena persona y un pensador moralmente limpio.

 

Pero ¿hasta qué punto nos convence hoy su epístola? Leyéndola uno recuerda la acusación que San Agustín les hizo a los pensadores de la etapa helenística: inhumanos.

Por ejemplo, su apología de la renuncia a ser más de lo que somos, a conformarse, suena incluso antinatural ¿El conatus humano no es genéticamente inconforme y ambicioso? Porque habrá más tarde una renuncia, la cristiana, pero que será completamente distinta, ya que su finalidad es abrazar lo más grandioso inimaginable, no sumirse en una dócil ataraxia. Será una renuncia que aspire a beberse los cielos, no a la calma de un felino somnoliento.

Cuando habla de los dos tipos de deseos, unos naturales y otros vanos, la primera impresión que produce es de sabiduría y sensatez. Mas luego uno empieza a sentirse levemente molesto ante tan arbitraria distinción. Está muy bien eso de tener buena salud (que reduce a no sentir dolor) y no ambicionar demasiadas cosas materiales. Pero ¿es ir a Aranjuez a escuchar una interpretación del concierto homónimo una necesidad de primer orden?¿Es cenar con los amigos tan imperativo como el respirar?¿nos invaden úlceras si se nos impide leer a los clásicos? Realmente no, pero si no podemos hacerlo (ni estos ejemplos ni otros miles similares que hacen que amerite vivir) es legítimo sentirse indignado. Aunque aceptemos los contratiempos, no lo haremos con sonrisa, no consideraremos la derrota un mejoramiento moral.     

En cuanto a las reflexiones sobre la muerte, a uno le ronda la pregunta de si amó a alguna mujer u hombre, si temió dejar a su hijo solo en el mundo. La muerte propia, obvio, no estamos para verla. Podemos sentir, incluso lo reconocemos, cierta curiosidad intelectual. Podemos ir serenos a nuestra muerte, pero no despedirnos de los seres queridos. Él no menciona a los que dejamos atrás, para los que nuestra muerte es orfandad. Y sobre todo la muerte del otro amado, de la que no nos recuperaremos nunca, y que nunca aceptaremos, y con la que nunca tendríamos que reconciliarnos.

 

María Zambrano, en su libro sobre Séneca, decía que el cordobés intentaba hacer una religión con la razón, que la razón fuera consuelo. Esto se aplica aquí. En esta Carta a Meneceo Epicuro trata de acariciarnos con la razón. Pero lo que él cree que es tarea de sabios, es en verdad misión de santos.  

14.11.20

En el viñedo del texto, de Ivan Illich


Hugo de San Víctor fue un teólogo del siglo XII. Nació en Sajonia pero vivió siempre en París. Su obra más célebre es el Didascalicon, palabra griega que más o menos se puede traducir por “asuntos de la introducción”, y que es una guía para los monjes que van a adentrarse en el estudio. En ella se sostiene que el arduo camino de la sabiduría acaba llevando a Cristo.

Sobre Hugo de San Víctor, ya en el siglo XX, Ivan Illich escribió uno de los estudios más bellos y sugestivos que hemos leído nunca, En el viñedo del texto. Etología de la lectura: un comentario al Didascalicon de Hugo de San Víctor. Aquí no sólo se expone lo poco que se sabe de la vida del teólogo sajón, también se analiza el contexto y la finalidad de su obra; y sobre todo el período de transición que vivió, en el que el modo de lectura como liturgia colectiva se iba apagando por los avances técnicos y la propia evolución de la escolástica. Del saber entendido como tarea de memorización grupal de los textos sagrados se pasó gradualmente a la ya moderna actividad intelectual libresca y solitaria. La culminación del proceso vino con el tomismo y la llegada de las universidades, ya en el siglo XIII.

Illich cuenta también que cierta simpleza doctrinal del medievo tuvo que ver con lo deficiente de los medios de escritura. No es casual que cuando empezó a llegar el papel barato de China, un siglo después del Didascalicon, apareciera ya una filosofía más elaborada en Europa. El sistema de enseñanza que representaba esta guía terminó con Santo Tomás de Aquino, pues sus lecciones eran tan complejas que no había modo de memorizarlas colectivamente. Hubo que repartir papeles a los alumnos para que tomaran notas: había empezado la clase moderna con la toma de apuntes individuales.

En el siglo XII todavía se trabajaba en carísimos papiros o con piel de animal, que se apuraban al máximo, escribiendo las frases sin espacios, en líneas prietas. Semejaban entonces las rayas de un campo arado, y de ahí que el maestro les dijera a sus alumnos que recolectaran los frutos del texto.

Si quisiéramos hablar del Disdascalicon nos resultaría muy difícil separarnos de Ivan Illich, la fuente secundaria que leímos antes que el original. Pero no entenderíamos la belleza y profundidad de lo que lo que nos dice Hugo de San Víctor sin haber tenido esta ayuda. Por ejemplo, ahora sabemos que éste escribe para ser pronunciado, no leído. Son frases para recitarse en grupo, en “comunidades bisbiseantes” como se decía entonces, cuando los alumnos no escribían nada y tenían que memorizar las lecciones.

Las instrucciones que da Hugo de San Víctor son bastante lógicas y actuales. Disciplina y humildad; ningún conocimiento es inútil ni la inteligencia trabaja por sí sola. No hay ciencia que pueda subsanar la necedad del apático.

Una de las ideas que repite Hugo de San Víctor es que la búsqueda del conocimiento es como el exilio en una tierra extranjera. Parece querer negar que sea necesario el viaje literal para el conocimiento, uno como el propuesto por Homero, porque con viajar a través del saber basta. Pero por otro lado sabemos, gracias a Illich, que por entonces se consideraba que la vida conventual era una peregrinatio in stabilitate, por lo que no hacía falta enfrentar mares y carreteras, ya que cada día de meditación y estudio era una larga jornada por territorios ignotos.

Insiste mucho también en la meditación como esencial en el camino a la sabiduría. Y la meditación creemos que se tiene que entender como sosiego y humildad; como un conocimiento más moral que erudito. A Hugo de San Víctor, que subrayaba que hay que estudiar sin prisa, disfrutando, y con el abrazo de Cristo como meta, seguramente el saber técnico de “la barbarie del especialismo” orteguiano le hubiera incomodado. No es un conocimiento para dominar a la naturaleza u otros hombres a lo que se refiere. Es una vía de santidad.

Leyendo el libro de Illich nos entra cierta nostalgia de las abadías y monasterios medievales, que vivían volcadas hacia el estudio y donde se salvaguardaba la cultura clásica. Y nos sentimos hermanados con todos lo que a través de los tiempos han considerado que aprender era no sólo lo que nos hace humanos, si no un verdadero placer.

Es conocido que sabemos poco del periodo que va desde el siglo V hasta el XIII. Tenemos una falta de datos que ha fomentado la idea de que fueron tiempos de oscuridad. Pero en los monasterios había maestros amables como Hugo de San Víctor que mantenían la luz de las ciencias humanas encendida. De ahí surgió la escolástica que nos acabó trayendo la modernidad filosófica. No pudo ser tal páramo si germinó tal bosque.

1.11.20

Estanislao Zuleta

www.eltiempo.com

Estanislao Zuleta fue un gran pensador colombiano al que la fortuna editorial no ha sonreído especialmente. En su país es difícil encontrar muchos de sus libros. Aquí, en España, es directamente imposible y ni siquiera están para consulta en la Biblioteca Nacional. Afortunadamente los tiempos aceleran que es una barbaridad y ahora hay algunos libros suyos descargables en pdf en la web de la Casa del libro. Esto nos anima a hablar de él, con la idea de que tal vez algún lector quiera acercarse a su obra.

Nacido en Medellín en 1935 y muerto en Cali en 1990, se esforzó por ser un autor socialmente útil, es decir, quiso deglutir todo lo posible la cultura de su tiempo para presentársela inteligible a sus coetáneos. Y cumplió: hay pocos placeres intelectuales equiparables a acercarse, a través de sus lecciones, a El Quijote, o a Marx, Freud o Sartre.

Además de sus exégesis, tiene aportaciones brillantes de intelectual vinculado a los conflictos de su tiempo y su país. Así, al desgaire, podemos mencionar la inteligente defensa que hace de la democracia como canalizadora legítima del conflicto social; la preocupación por un sistema educativo que no enseña a pensar; su aproximación freudo-marxista-existencialista a la literatura moderna como crítica ética de la vida cotidiana...

De vocación socrática, brillaba en oralidad. La mayor parte de sus textos son transcripciones hechas por amigos y discípulos de sus conferencias. Él escribió poco, aunque cuando lo hizo, como Elogio de la dificultad, le salieron libros que todavía hoy podemos leer y releer sin agotarlos (Recomiendo con vehemencia la lectura de este libro).

 

En youtube hay un documental antiguo sobre su vida y obra, y también un reportaje bastante reciente que quizá es más didáctico.

La vida de Estanislao Zuleta está más o menos contada en La rebelión de un burgués. Estanislao Zuleta, su vida de Jorge Vallejo Morillo. Vástago de una familia rica e ilustrada, siendo un niño perdió a su padre en el mismo accidente de avión en el que también murió Carlos Gardel. Fue cobijado por el prohombre de la cultura colombiana, Fernando González, y creció rodeado de intelectuales. A los 16 años leyó La montaña mágica de Thomas Mann y quedó tan impresionado que decidió que seguir en el colegio era una pérdida de tiempo. Visitó Bucarest para un congreso comunista, y de vuelta a casa se hizo militante del Partido Comunista Colombiano para luego escindirse y formar Estrategia, un grupo de ideología afín pero más pacífico. Su desencanto con el PCC tuvo que ver, entre otras cosas, con que le obligaran a casarse con María del Rosario, una chica de la alta cuna bogotana (es familiar del ex presidente Santos), porque la dejó embarazada y tal escándalo era malo para la imagen del PCC ante los indígenas del Sumapaz, a los que instruía como intelectual orgánico, y a los que querían ganarse para la causa. En los ochenta colaboró con su amigo el presidente Belisario Betancur en las conversaciones de paz, pero la toma del Palacio de Justicia por el M-19 lo echó todo a perder y volvió a los libros. En sus últimos años obtuvo un doctorado honoris causa por la Universidad del Valle, lo que le permitió enseñar ya sin los problemas previos de quien no tenía título oficial alguno que colgarse en la solapa. Un segundo divorcio, el alcoholismo y la situación del país, le llevó a morir de saudade, como dice Vallejo. Tras pasarse semanas sin dormir, alimentándose de alcohol y pastillas, tuvo un infarto. Ese día leía a Norberto Nobbio.

 

Tanto de La rebelión de un burgués como de los documentales se puede concluir que no era un hombre fácil. Con su primera mujer y sus primeros hijos fue desalmado. A María Rosario la convenció de que se prostituyese para purgar sus orígenes oligárquicos y la pobre señora lo intentó (él, que también era de familia de abolengo, no se hizo pasar a sí mismo por nada parecido). Con sus primeros hijos, a los que intentó inculcarles el ideario libertario, fue inflexible y si les sorprendía viendo la televisión en casa de los vecinos les golpeaba. Luego, con su segunda mujer, una bellísima adolescente llamada Yolanda, sí fue bueno, y también con la segunda hornada de hijos que ésta le dio (En los vídeos hay un contraste tal entre los recuerdos que tiene José Zuleta, el primero de sus hijos, y Morela, la última, consentida y amada, que parecen estar hablando de un distinto padre).   

De todos los amigos y familiares que pasan por la vida de Zuleta, nos quedamos con María del Rosario, una mujer entrañable a la que el pensador trato con crueldad, pero que es capaz de recordar con dolor pero sin bilis. Ella cuenta cómo fueron, en su rol de intelectuales marxistas de los años sesenta, a tratar de formar a los campesinos en filosofía, y subieron a la montaña baúles con las obras de Freud, Sartre y otros similares. Ella se encargó de explicarles a Hegel: “Por las noches, después de las largas jornadas que tenían los campesinos, nos reuníamos en la casa campesina donde vivíamos y yo les daba alguna charla, más que nada sobre Hegel. Los campesinos durmieron a Hegel de una forma fantástica…”.

30.10.20

agustiniana


Xavier Zubiri sostenía en Naturaleza, Historia, Dios aquello de que “nosotros somos los griegos”.  Sin embargo ya en el propio título de este compendio filosófico, donde solo uno de los tres términos proviene de la Hélade, vemos contradicción. Aquí matizaríamos que acaso somos unos oriundos de Grecia que llevan dos milenos residiendo en Jerusalén. O que tal vez que querríamos pensar que como filósofos somos herederos de Atenas, pero desde luego como personas provenimos del cristianismo. 

Platón y Aristóteles nos deslumbran, pero su mundo no es el nuestro. Sus dilemas, anhelos y anatemas nos resultan interesantes y exóticos, pero no entrañables en el sentido más literal del término. No nos jugamos el pescuezo con ellos. Nuestra situación social y política, nuestras angustias y esperanzas del día a día no van por allí; remiten a la cosmovisión cristiana, definitoria de Occidente desde su origen hasta hoy, incluso aunque esté desacralizada.

Sólo al positivismo del siglo XIX se le pudo ocurrir algo tan dudoso como dividir la historia de la filosofía en dos etapas: filosofía antigua y cristianismo por un lado, filosofía moderna por otro (con Descartes de parteaguas).

Es con la filosofía cristiana, y en concreto con San Agustín, con el que empieza ya esta otra cosa en la que estamos nosotros.

Quintín Racionero, un añorado maestro, decía que el de Hipona no tuvo grandes aportaciones filosóficas originales, pero que supo sintetizar como nadie las corrientes que le precedieron para cimentar el orden medieval, y que por eso no es el último de los clásicos sino el padre de los nuevos. Con razón se dice de él que es el primer filósofo cristiano, el primer europeo y el primer moderno.  

Con Agustín se asienta en la historia de la filosofía el “yo”, la subjetividad, el tiempo, la creación desde la nada, una historia con principio y catarsis final, el equilibrio entre fe y razón… y demás conceptos en los que todavía nos movemos hoy.   

Él ya vivió con perspectiva histórica, conoció al Imperio romano es sus últimas. Sabía de otras civilizaciones extintas y que los pueblos extranjeros eran diferentes entre sí, que no todos cabían bajo el rótulo de “bárbaros”. Entendía que el mundo es una variedad de las épocas y los pueblos, no vivía sobre el horizonte atemporal y cíclico de los griegos. Fue el primero en ver una línea que iba desde un principio al que le antecedía la Nada, y un final de los tiempos en el que esperaremos la sentencia de Dios. 

“La historia es, para San Agustín, historia del gran drama de la salvación” dice Ferrater Mora. Las naciones y las revoluciones de la Modernidad son la traducción laica de eso.

 

Su libro de las Confesiones es tal vez paradigmático de uno de los problemas con la lectura filosófica, y es que no resulta particularmente grata (aunque tiene la agilidad de una novela de aventuras si lo comparamos con Kant y Hegel, por ejemplo). Y desde luego no es abordable sin las muletas de un buen prólogo o de un manual introductorio.  Entendemos su importancia y captamos su sentido, pero sencillamente preferimos una fuente secundaria que nos lo cuente. Así que no diremos que el libro directamente nos conmovió, porque no lo hizo. Como con tantos otros hitos de la filosofía, hemos necesitado un guía.

De cualquier manera sus reflexiones sobre el tiempo sí nos han sacudido. En parte porque en este juego de espejos que es leer, ya estamos en una edad en la que entendemos que ha habido un pasado que sigue presente pero que ya es inmodificable, y que el futuro se cierne como nosotros sin que nos garantice nada. A partir de cierta edad somos como Agustín mirando atrás a épocas agotadas y pueblos desparecidos; nosotros hemos evolucionado tanto que ya no nos reconocemos en nuestra juventud, hemos comprobado que todo cambia y nada vuelve para darnos otra oportunidad. Crecer es entrar en la historia agustiniana frente a la inmadurez sempiterna de los griegos, que como buenos jóvenes no veían más allá de las inmediaciones de su ombligo. Frente a esa mocedad helénica entendemos que no todo ha estado ni estará aquí siempre, y que ni nosotros somos sobresalientes ni los otros necesariamente peores.

Nuestros cuerpos pertenecen a su época y que con ella se gastan. Somos lo que el tiempo ha hecho de nosotros. El tiempo planetario que nos envejece y el tiempo histórico que nos agarra por las solapas.  Podríamos ver aquí una especie de ontología del ser social de cuño marxista, si no fuera porque en la antropología agustiniana hay obviamente un alma eterna. Pero en ambos casos el quien soy yo no se resuelve sin la circunstancia histórica a la que hemos sido arrojados.     

Agustín dice también “existe en el alma la expectación de los futuros” y aunque intentemos racionalizar el concepto no hay manera de escapar de esa expectación; “un futuro largo es una larga expectación de futuro”, añade. Parece que está a punto de hablar de la esperanza en un mañana mejor, que como es sabido la modernidad se limitó a trasladar del más allá al más acá, de los cielos a una Historia teleológica.

Pero la esperanza en el mañana está ahí. Y también su reverso, el temor a que el futuro se eche a perder. Para los griegos todo estaba ahí siempre, y a lo sumo se agotaba momentáneamente para repetirse en ciclos.  El cristianismo empero nos presenta una creación, un acontecimiento en el que empieza todo, pero también anuncia un final del que no todo el mundo saldrá bien parado.

Los griegos no tenían visiones apocalípticas ni temían por un futuro lineal donde nada iba a poder repetirse. Parece que el gran acontecimiento cristiano nos arrojó a una historia humana donde nada será nunca tan fácil.

16.10.20

martes

 

Hacia un saber del alma de María Zambrano. Compro el libro y vuelvo corriendo a casa nervioso. Lo abro y empiezo a leerlo con la expectativa absurda de que va a ser una obra definitoria en mi vida, que va a cambiar mi modo de ver el mundo. Al principio me pregunto si no lo estaré entendiendo; me culpo por no ver su grandeza. A la mitad me doy cuenta de que tengo muchos años y lecturas como para seguir fingiendo que no me doy cuenta de lo flojo que es. 

(En realidad, María Zambrano me gusta más como personaje que como filósofa.)

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El Ateneo de Madrid es la única biblioteca que sigue abierta en la pandemia, al menos que yo sepa. Voy porque necesito un sitio donde poder leer sin escuchar lloros de bebé. Pero sigo despreciando este lugar. Emana malas vibras. Por mucho que lo remodelen a costa del contribuyente, sus sempiternos ateneístas revenidos y crepusculares lo convierten en un lugar ingrato.

Su gestión por supuesto es nefasta.

Se da el hecho, además, de que no convence a nadie más allá de su logia de incondicionales. He conocido a mucho diletante y hombre de letras en Madrid que ha pasado por allí, pero ninguno que guarde un buen recuerdo.

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Me interesa el filósofo X. No es conocido y está poco trabajado. Encuentro sobre él un pdf con una tesis doctoral en una universidad de tercera. La leo, me parece buena y decido escribir a su autor para felicitarle, un tal Y que no tiene nada más escrito. Su respuesta, semanas más tarde, es displicente, casi grosera. Me habla como si miles de fans le escribieran cada día, como si su tesis fuera el acabose de la historia de la filosofía. 

No es algo raro. El mundillo de la filosofía en España está lleno de idiotas relamidos más bien patéticos.  

12.10.20

lunes

 

Nos vinimos a vivir a Prosperidad hace un año porque nos ofrecieron un buen apartamento que podíamos permitirnos; no hubo ningún otro motivo para el cambio.

Por supuesto yo encaré la mudanza con optimismo, dispuesto a encontrarle los aspectos interesantes a este nuevo barrio. Y al principio sí es cierto que esos pequeños detalles entrañables que tiene -y de los que hablaré otro día- me entusiasmaron. Arquitectónicamente La Prospe es de un feísmo militante, pero atesora buena gente y sitios con leyenda.

Lo malo es que llegó la pandemia y todo se volvió gris. Ya no se puede ir por las calles con el ánimo despierto, queriendo escuchar a los vecinos y merodeando por sus comercios. Ahora todo es recelo y rabia contenida.

La situación hace además que la vida social haya disminuido, y tampoco hay mucha motivación para hacer nada lejos de nuestros perímetros distritales.

Mi sociabilización como padre en los tiempos del cólera consiste en recibir visitas en el barrio.

 

Charlie se pasa mucho por aquí y su compañía es siempre agradable. Casi no habla del virus, hace todo lo posible por vivir ignorándolo. Sus inquietudes existenciales han variado poco, y le encanta acompañarme a los parques infantiles y sentirse él también un poco padre entre los padres.

Otra cuestión es Nicasio. Yo le tenía por una persona brillante y libre, pero desde que empezó esto vive permanentemente asustado. Sólo ha venido un par de veces y lo ha hecho como forzado, siempre obsesionado con las distancias y sin querer entrar en un local cerrado. Jamás se quita la mascarilla; llevo meses sin verle la boca. Estar con él es pesado. Nada bello parece llamar ya su atención; todo es ahora peligro viral y conspiraciones de la extrema derecha. Su conversación se ha secado.

Me entristece verlo tan vencido y mediocre. No creo que nuestra amistad supere este período. Ya es un tópico decir que estamos en un cambio de época, pero también lo es para las pequeñas cosas como éstas. 

Se refuerzan lazos, pero también hay purgas entre los seres amados. 

Confío en que Prosperidad vuelva a hechizarme.

6.10.20

Revista Xenomórfica

 


Uno ya va acumulando nostalgias y recuerda tiempos anteriores a la aparición de internet, con esa emoción adolescente de coleccionar revistas marginales y heroicas, de esas que solo salían unos pocos números, o acaso solo uno, y pronto desaparecían para convertirse en leyenda de minorías.

Ahora hay miles de webs que multiplican las posibilidades informativas y una publicación en papel es un objeto vintage ya nada más salir de la imprenta. Pero sigue siendo bonito palpar proyectos valientes hechos con esmero y gusto.

La editorial Holobionte sacó este año una revista llamada Xenomórfica, unidad alienígena de pensamiento y vanguardia de la que hay un único número, el de Junio, sin que de momento haya tenido continuidad. Salió en el punto álgido de la pandemia y así lo anuncia orgullosa. El virus actual es referido en el editorial como un “contagio con el afuera”, y afirman que ha sido la motivación última de su nacimiento.

La revista ofrece varios artículos y entrevistas, con su inevitable diversidad de calidades, y básicamente analiza dos de las últimas vanguardias tecnofilosóficas y artísticas, que son el transhumanismo y el aceleracionismo. La primera corriente quiere preparar el próximo paso evolutivo del sapiens ayudándose en la tecnología; el segundo quiere acelerar el desarrollo capitalista para que todo haga boom y empiece algo nuevo.

Se hunde aquí al lector en todo un mapa conceptual siguiendo el mandato de Deleuze y, como suele pasar cuando las humanidades se ponen a crear conceptos, el invento tiene poco de riguroso pero vigoriza el intelecto que da gusto. “Geotrauma”, “aliensimo”, “xenopolítica”, “hiperstición”… serán tal vez los términos que utilizaremos para entendernos mañana, o no y pasarán al olvido como tantos otros, pero lo que nos divertimos hoy con ellos no nos los quita nadie.

El diseño es atractivo y se lee bien, aunque hay artículos que sospecho que ni su autor entiende, pero seguramente Xenomórfica no será olvidada, como aquél mítico El paseante ciberpunk de los años noventa, que todavía hoy se cita a mansalva en publicaciones de ciencia ficción y tratados futuristas.

1.10.20

El factor Churchill, de Boris Johnson

 

El factor Churchill se lee con facilidad. No es propiamente una biografía sino más bien una elegía al gran líder inglés, salpimentada eso sí con abundantes anécdotas y alguna que otra reflexión política de cierto interés. Su autor es el actual primer ministro británico, Boris Johnson, que antes de saltar a la política era un célebre periodista autor de varios libros.

El “factor Churchill” del título es una idea que aspira a convertirse en concepto universal. Johnson nos explica en las primeras páginas que se refiere a esas situaciones históricas en las que todo parece fatalmente determinado hasta que surge una sola persona para cambiarlo todo. Por supuesto lo ejemplifica con el empeño de Churchill de luchar contra Alemania en 1940, cuando una mayoría de políticos británicos urgían a mantenerse al margen. Según Johnson, y esto parece bastante verosímil, si otra persona hubiera sido primer ministro seguramente no hubiera habido la valiente resistencia británica que dio tiempo a una intervención de Estados Unidos y la posterior derrota del III Reich.

Sin duda la idea de que existe un posible “factor Churchill” contradice todas las teorías históricas estructuralistas y materialistas en las que las iniciativas individuales no tienen casi importancia (Esto es un tanto a favor, porque lo de los manuales de historia en los que las victorias militares se explican por el precio del trigo nos chirrían ya un rato).

 

Tanto el biografiado, que escribió decenas de libros, como el autor, son talentosos y prolíficos. Aunque no he leído nada del primero, le dieron el premio Nobel (según nos cuentan aquí en parte porque los suecos querían hacerse perdonar por su neutralidad en la IIGM), por lo que más o menos escribiría bien. En cuanto al segundo, solo conozco este libro, pero desde luego es una buena obra, ágil y con argumentaciones bien cosidas.

Aquí ya tenemos el primer hecho que llama la atención para un carpetovetónico: dos primeros ministros del siglo XX británico ostentan una más que probada competencia intelectual. Al margen de si se está de acuerdo con sus políticas o no, ambos demuestran además empuje y voluntad de cambiar las cosas; no se dejan arrastrar por los acontecimientos, los provocan. De Churchill está todo dicho en este sentido, pero Johnson también fue fundamental en sacar al Reino Unido de la Unión Europea, tarea hercúlea para la que no todo el mundo estaba capacitado. 

 

También llama la atención para un habitante de España, un país tan severo consigo mismo, la parte del libro sobre los errores de Churchill, que Johnson desarrolla en varias páginas, pero minimizándolos y tratando de justificarlos. Excluye los bombardeos de Dresde, que solo se mencionan de pasada, pero quedan entre muchos otros, Galípoli, donde por un traspié táctico de Churchill murieron miles de soldados aliados, o la decisión de regresar al patrón oro que arruinó la industria británica.

(Uno no puede dejar de pensar que si escribiéramos aquí con tal benevolencia y voluntad exculpatoria sobre nuestros líderes, también podría haber un “factor Adolfo Suárez” o incluso un “factor Conde  Duque de Olivares”.)

27.8.20

La belleza, de Roger Scruton

La Estética es una disciplina filosófica que tiene su correspondiente asignatura en la carrera. Yo la cursé con el gran pope nacional en la materia, y la verdad es que todo lo que entendí es que era una especie de reflexión sobre el arte que entretenía mucho a tipos crípticos y relamidos. Todos mis acercamientos posteriores han sido igual de decepcionantes.

Si hay una rama de la filosofía donde el idealismo alemán ha hecho estragos es la Estética.

Ha llegado a mis manos La belleza de Roger Scruton. Reviso las bibliografías recomendadas para la asignatura de un par de Facultades de filosofía y no aparece. Aunque sí está en ambas como manual principal el libro del señor pesado que me dio clase hace años, acompañado por otros textos postmodernos insufribles y algún que otro marxista ininteligible. De hecho, con tal panorama, que Scruton no aparezca referenciado empieza a parecerme buena señal.

En efecto, La belleza es una pequeña maravilla. Breve, no demasiado profundo, explica bien lo que se propone transmitir. Aunque no termina de acuñar una definición que podamos citar a discreción, tras leerlo terminamos teniendo una idea de lo que significa la belleza, o sea, terminamos atesorando nociones de estética.

Roger Scruton, que falleció hace poco, era un filósofo próximo al partido conservador británico. No he leído nada más de él, pero este libro invita a corregir esa carencia. Es agradable tratar con alguien que no considera que el mundo es un basurero que no está su altura intelectual. No anhela incendios y el fin del Occidente, más bien parece un tipo feliz, enamorado de las cosas hermosas y bien hechas, a las que quiere salvar para las generaciones venideras.

Aunque evita las confrontaciones y no hostiliza a nadie en sus páginas, es evidente que Scruton toma partido en la lucha política (o sea, estética) de nuestro tiempo. Frente al arte nihilista, hegemónico en las últimas décadas, que busca epatar al espectador y deconstruir el canon artístico occidental, hay una defensa de la belleza como categoría ontológica. La belleza para Scruton es una condición metafísica, es la armonía con la existencia, o sea, es lo contrario al resentimiento imperante. No es lo mismo lo que engrandece al ser humano que lo que lo degrada, ni todas las creaciones artísticas merecen la misma valoración.

En estos tiempos de polarización y virus es grato leer a alguien descomplicado que solo quiere regocijarse “en la belleza mínima de una calle sin pretensiones”, leer buena poesía y ver películas de Bergman. Porque es cierto que satura el afán por crear vanguardismo antihumanista, las performaces escatológicas, y la bilis política en todo punto donde emana cultura. 

Uno a estas alturas ya solo quiere tumbarse en un parque y escuchar a los pájaros cantar sin que alguien le vomite postmodernidades.


26.8.20

lunes

 

Es domingo por la mañana. Estoy desayunando en una cafetería y veo que entra una pareja de novios veinteañeros. Caminan abrazados, levitando; el resto de la humanidad no somos más que el decorado de su felicidad. Se sientan y enseguida se empiezan a besar y a susurrarse amoríos al oído. Es evidente que llevan todo el fin de semana queriéndose. Ella es bella y alada, rezuma una sexualidad luminosa.  Él sólo es levemente guapo, pero tiene un cuerpo joven y fibroso que todavía no renquea. Al rato ella se levanta y va al baño, pero antes de entrar vuelve a mirarle con complicidad y deseo. Él se queda solo, abstraído, como relamiéndose en lo vivido en las últimas horas. Me dan ganas de acercarme y darle las malas noticias: “Tío, has alcanzado el cenit de tu existencia. A partir de ahora ningún éxito futuro podrá igualarse con el fin de semana que acabas de tener”. Obviamente no lo hago. Para qué. No tardará en darse cuenta él mismo.


20.8.20

Ramiro de Maeztu, de Pedro Carlos González Cuevas

 

Ramiro de Maeztu, biografía de un nacionalista español de Pedro Carlos González Cuevas es un recorrido por la trayectoria intelectual del relegado autor noventayochista. Por supuesto que aporta los inevitables hitos vitales y alguna que otra anécdota, pero el libro se centra sobre todo en su semblanza como pensador. El autor es un profesor de la UNED, solvente y de probada valía, que además tiene cierta pericia estilística. No hay mucho escrito sobre Maeztu en los últimos años, pero desde luego con esta obra, y con el estudio que le dedicó José Luis Villacañas no hace mucho y que aquí es explícitamente rebatido, hay bastante con lo que trabajar.      

 

Maeztu es un autor obviamente anatemizado por el canon progre, pero eso no merma su interés, aunque tan solo sea histórico. Es sin duda uno de los autores más influyentes del siglo XX. Su obra madurez fue nutriente ideológico del bando rebelde en la Guerra Civil, y sin embargo fue su obra de juventud, más templada, la que influyó a los tecnócratas del último franquismo. Aunque no guste decirlo en alto, pocos pensadores han dejado tanta huella política como él.

Sus aportaciones fueron muchas y alguna de gran actualidad. Una muy llamativa que señala González Cuevas es que mientras los intelectuales españoles han vivido deslumbrados por lo alemán y francés los dos últimos siglos, Maeztu fue el primero que empezó a defender lo inglés y aun lo norteamericano por estos lares. Para él no había que afrancesarse culturalmente ni irse a Alemania a aprender a filosofar; todo lo necesario estaba en tradición propia, y solo hacían falta ciertos injertos anglosajones. Básicamente había que aprender a hacer un capitalismo industrial y nacional competitivo, y como lector de Max Weber, sabía que eso pasaba por enseñarle a los católicos que hacer dinero no era necesariamente pecaminoso (Maeztu se propuso crear una élite capitalista y católica, y viendo al empresariado español actual, vemos que también en eso tuvo éxito).

 

Algo admirable de este pensador es que no rechazó pensar el asunto económico, como suelen hacer sus pares. Ante el desafío del capitalismo industrial, o la “era de la técnica” en términos más finolis, que configuraba las naciones europeas, él decidió que había que domeñar al león y servirse de él. Había que poner la economía a trabajar para la nación. Porque frente al progreso material, que orilla a los hombres de letras, se puede filosofar en posición fetal y lloriquear sobre cómo olvidamos a no sé qué ser metafísico y que qué malo es el neoliberalismo, o se puede ver qué hay de liberador en los tiempos que corren, y construir desde ahí.

Por ejemplo, hoy no vemos muchos pensadores mainstream estudiando la economía digital como Maeztu sí pensó en su época la irrupción del capitalismo industrial. Ahora está la omnipresente monserga anticapitalista de siempre, que no ofrece alternativas, y que con su maximalismo ignora la realidad diaria: la cuestión laboral que es la relación del trabajador con su empresa, y de las empresas a su vez con el Estado. Los teóricos del corporativismo, de los que Maeztu era un paradigma, sí entendían que una actividad que devora la mayor parte de la vida cotidiana de las personas merece más estudio y desarrollo, porque es una parte fundamental de la existencia humana. 

Trasladado a nuestros días, si la pequeña y mediana empresa ya no es competitiva, y el empleo público ineficaz y despilfarrador, solo nos queda asumir que el futuro pertenece a las grandes corporaciones. Entonces el tema sobre el que tendrían que pensar los intelectuales es cómo convertir ese escenario en promisorio. O sea, buscar los espacios de emancipación en las coordenadas de lo real; cualquier otra cosa es complacencia vendehumos de académico bien pagado.

 

En cuanto a su vida, de este libro aprendemos que Maeztu sobrevivió como periodista y que nunca pudo permitirse vivir de ser intelectual. Tal vez eso le liberó de cierta impostura snob que le da autenticidad a su obra. Una obra que por cierto no es fácil de conseguir, salvo dos o tres libros reeditados hace poco. Hay que buscar en bibliotecas o libros de viejo. Merece la pena hacerlo. Y como guía de lecturas, este Maeztu, biografía de un nacionalista español y aquél Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España de José Luis Villacañas, son impagables.      

14.8.20

El tiempo de una vida, de Juan José Sebreli


Internet convierte el planeta en una especie de vecindario en el que las noticias vuelan, sobre todo las malas. Ayer se anunció que el filósofo argentino Juan José Sebreli, de ochenta y nueve años, ha ingresado en el hospital por Covid. La nota informativa añade que está bien de ánimo a pesar de todo.  

Leal lector suyo desde hace años, me he lanzado a releer su autobiografía, El tiempo de una vida, que publicó en el 2005.

No es un libro solo apto para los que le veneramos como pensador. De hecho hay poca divagación filosófica. Es más bien la historia de una persona, un tiempo y un país; además está muy bien escrito. Es difícil considerarlo una lectura ingrata.

Empieza contando su infancia en Buenos Aires, en una familia hispanoitaliana de inmigrantes, pero sin poetizar nada relativo al tema; como buen sartriano, no quiere tener orígenes, se niega a considerarse una genealogía. Luego habla de su adolescencia y el descubrimiento de su homosexualidad. También de sus años de formación existencialista; el nacimiento de su conciencia política, primero como peronista, luego y definitivamente como enemigo de cualquier forma de populismo. Entre sus amistades destaca a Carlos Correas y Óscar Masotta (éste último es el responsable del desembarco de la plaga lacaniana en España, por cierto). Más adelante narra cómo creó el Frente de Liberación Homosexual, y cómo malvivió en las sucesivas dictaduras del país. Y sobre todo describe su extrañamiento en el ambiente cultural porteño, tan encorado hacia formas de irracionalismo, y defiende su propio enraizamiento en el pensamiento filosófico europeo de los años cincuenta, con Sartre como padre intelectual, y Hegel y Marx como principales referentes históricos.   

Habla poco de su propia obra, escrita precisamente contra lo que vino después de Sartre -el estructuralismo, la lingüística, el psicoanálisis lacaniano, el neoheideggerianismo…- Por modestia solo menciona sus primeras publicaciones y meramente por lo que tiene de importancia autobiográfica.

Su falta de resonancia en el mundo cultureta no debe confundir a nadie: Es cierto que hay libros de Juan José Sebreli que están enfocados a la política e historia argentinas y son difícil de seguir para el lector foráneo (como es mi caso, que descarrilé leyendo Crítica de las ideas políticas argentinas, por ejemplo). Pero otros son accesibles a cualquier lector y poseen una calidad extraordinaria. Sebreli es sudamericano y liberal, lo que le limita doblemente en el mercado filosófico, donde ya se sabe que esas impertinencias se pagan caro, pero es un autor excepcional que merece mucha más atención de la que tiene. 

Será una pérdida irreparable si no sale de esta.

 

De los libros suyos que se pueden conseguir con cierta facilidad en España, la trilogía El asedio a la modernidad, Las aventuras de la vanguardia, y El olvido de la razón (que se puede complementar con Dios en el laberinto) es una barricada contra el pensamiento irracionalista y antimoderno que se ha convertido en hegemónico desde hace unas décadas. Son manuales imprescindibles para quienes defendemos la democracia liberal y las libertades individuales frente a populismos identitarios.

Y Comediantes y mártires, aun siendo una desmitificación de iconos argentinos (Ché, Maradona, Gardel y Evita), al ser bien conocidos fuera, y sobre todo por su intención de derribar las leyendas nacionales en general, es accesible y recomendable a todo el mundo. 

El riesgo de pensar y Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades reúnen artículos y ensayos breves. Sin embargo no aseguraría que han envejecido bien, y son inencontrables ya.

El vacilar de las cosas es un magnífico texto introductorio al marxismo hegeliano; no circuló en España aunque se encuentra en pdf en internet. Lo mismo que El malestar en la política, aunque éste es menos brillante.

Y para quienes odiamos en silencio el embrutecimiento de las masas, La era del fútbol es el estudio definitivo sobre el fenómeno, y también está en pdf.

12.8.20

Dios, el mal y otros ensayos , de Manuel Fraijó

 

Pertenezco a una generación que creció en lo que podemos llamar un anticlericalismo atmosférico. Se nos dijo que los curas eran carcas, la Iglesia una especie de mafia, y que nadie con dos dedos de frente se adscribía ya al credo católico (aunque cualquiera de las otras confesiones, incluso las más demenciales, sí que eran respetables).

Nosotros asumimos todo esto como una verdad más; respirábamos estas ideas sin plantearnos su veracidad.

Pero lo malo de las hegemonías es que con frecuencia se desmienten por los azares de la vida. En mi caso conocí en los suburbios del globo a monjas y sacerdotes que no sólo no eran nada de lo que me había dicho, sino que tenían una bondad e inteligencia como pocas veces he visto. Quedé invalidado para esas simplificaciones interesadas.

No consigo ser un buen creyente, pero respeto y amo a los creyentes. Anhelo un catolicismo abierto y vertebrador, que la Iglesia recupere su influjo sobre las gentes. Creo que en nuestro tiempo hace más bien que mal, y que una Fe refundada vigorizaría a la sociedad. Desde luego se ha comprobado que erradicar a la religión del mundo occidental contemporáneo no ha supuesto una forma de liberación; tal solo ha llevado a otros cultos menos trascendentales y más pueriles a ocupar el espacio de cohesionador social.

 

Una de las voces católicas más interesantes es la de Manuel Fraijó, que fue jesuita aunque optó por secularizarse. En la actualidad es catedrático de Filosofía de la Religión en la UNED. Ha publicado varios libros de la materia. Dios, el mal y otros ensayos es uno de ellos.

Son nueve capítulos independientes que tratan temas más o menos recurrentes de la filosofía de la religión: el mal, Dios, el Jesús histórico y el Jesucristo evangélico, la modernidad y el cristianismo…al final tiene dos apéndices donde se explica el pensamiento del teólogo Wolfhart Pannenberg, y otro que es una introducción a Lo santo de Rudolf Otto, un libro imprescindible y fascinante sobre el hecho religioso, que de la mano de Fraijó resulta especialmente clarificador.

La mayoría de los textos están escritos debatiendo con otros pensadores. Algunos contemporáneos y amigos del autor, como Javier Muguerza, filósofo agnóstico recientemente fallecido cuyo olvido actual es tan absurdo como el encumbramiento al que fue sometido en vida; otros ya más antiguos como Ernst Bloch, el filósofo marxista tan preocupado por el concepto de esperanza.

 

Dios, el mal y otros ensayos es un libro que pueden leer creyentes, no creyentes y mediopensionistas; y sobre todo no requiere estar ducho ni en filosofía ni en teología. Fraijó ha publicado media docena de libros y todos son igual de accesibles y sustanciosos. Es un buen referente para los que nos interesarnos por las cuestiones de la fe y la Iglesia.

6.8.20

Esta salvaje oscuridad, de Harold Brodkey


Estoy muriendo…Venecia está muriendo…El siglo muere…Mueren las imbéciles certezas de las últimas tres cuartas partes del siglo.

 

Harold Brodkey fue un célebre escritor norteamericano que murió de Sida en 1996. Narró sus dos últimos años de vida en Esta salvaje oscuridad. La historia de mi muerte, que Anagrama tradujo al español en el 2001.

Éste es uno de esos libros de no ficción imprevistos, escritos sobre la marcha al dictado de la realidad, y que son un poco la intrahistoria de nuestro mundo. Suelen ser bastante más interesantes, en mi opinión, que la mayoría de elaboradas ficciones, con sus manidos tropos y sus conocidas tramas.

Brodkey descubre que está enfermo en las primeras páginas y nos manifiesta su perplejidad, ya que no había tenido devaneos sexuales de riesgo desde su juventud, y ahora es un hombre en sus sesenta años, casado y con hijos, que se sentía a salvo porque no esperaba que el virus apareciera después de tanto tiempo. Sin embargo aparece y lo hace en un tiempo en la que todavía no había medicamentos eficaces contra el virus.

Así que sin mucha esperanza de curación, el escritor se siente arrastrado hacia la salvaje oscuridad del título.

El libro es contenido; no hay sabiduría estoica que ayude a afrontar la muerte, ni lirismo new age que temple el drama. Tampoco abusa de las frases filosóficas en las que sería tan fácil caer. Sencillamente Brodkey se muere y tiene miedo, pero su cuerpo se va deteriorando y tampoco quiere seguir viviendo así.

Todo el trayecto lo hace acompañado de su esposa Ellen, mujer/fortaleza a la que los lectores compadecemos y queremos en su lucha.

Brodkey habla con el médico, recibe resultados, su mujer hace lo que puede, de los amigos algunos están a la altura y otros no, hay angustia y dolor, y al final aceptación. El libro termina con su último aliento.

No hay mucho más que decir de Esta salvaje oscuridad. Son ciento setenta y cinco páginas escritas a matacaballo, con fragmentos inconexos y algunos sin desarrollo. Lo normal para quién garrapatea en la cama de un hospital.

 

Pocos libros son tan descarnados como éste.

Pero releer ahora algo tan testimonial de finales del siglo XX tiene algo de simbólico. Brodkey, que es muy hijo de su tiempo, es consciente de que con él se muere toda una época. Y quizá ahora, más de veinte años después, con el Covid, los populismos y la crisis económica, ya nos enteramos por fin de que aquello está definitivamente enterrado, que la muerte de la centuria pasada es completa y total.

 

(Por ejemplo Brodkey se queja desde los optimistas años noventa de que casi no hay interés por el pasado: También es una especie de locura el delirante anhelo de que el futuro reemplace la noción de historia. Hoy en cambio vivimos en un eterno presente que no hace más que mirar hacia un pasado petrificado y esquematizado en luchas identitarias, con el futuro abolido. Así que igual ese zeitgeist de progreso permanente y liberal que supo encapsular tan bien Fukuyama era bastante mejor que presentismo de resentidos en el que vivimos hoy.)