20.10.15

El lacanismo o cómo perder el tiempo



Hay una esfera madrileña que se precia de su brillantez. Es una esfera que corona la mayor parte de Lavapiés, desde Atocha a Tirso de Molina, desde Antón Martín a Embajadores. Bajo ella se arremolinan muchos locales de diletantes. En uno de ellos, uno en la calle de doctor Fourquet, hay un evento: se nos va a explicar en qué consiste el lacanismo de izquierdas.

La audiencia es un poco la de siempre. Intelectuales posmarxistas y ojerosos que huelen a Ducados, doctorandos gafapastas buscando a qué aferrarse, ninfas exhibiendo inquietudes chic, proletarios descontextualizados, etc, etc. El día es frío y el Gran Chamán llega tarde, hay inquietud ¿habrá retraso en el vuelo que le trae desde Buenos Aires?¿llegará o tendremos que volver a nuestras casas sin sentirnos realizados por nuestro compromiso político? El chico de la casa entretiene a las audiencias y la verdad es que lo hace fenomenalmente, es un buen orador que conoce bien el tema; pero es humilde y todos tenemos la sensación de que no es lo mismo.

Finalmente aparece el Gran Chamán y todo el universo recupera su equilibrio. Camina recto, perseguido por miradas admirativas y un silencio respetuoso. Cuando se sienta y habla queda claro que lo suyo es el no va más de la inteligencia política: conoce a Jacques Lacan al dedillo y ha convertido a este psicoanalista de divertidas chaquetas en un intelectual revolucionario.

Lacan escribió con un lenguaje arcano que es inaccesible a los mundanos. Por ello, como en todo culto, hace falta el capellán que nos lo descifre. Nada de interpretaciones autónomas, que por otro lado requieren demasiadas horas y son impensables para quien tenga algo importante que hacer con su vida. El Gran Chamán –que es literalmente grande, enorme- se encarga por nosotros; sigue el último trending topic del momento que es traducir la jerigonza lacaniana en eslóganes tirapiedra para hacer alegres rebeliones bajo la esfera de Lavapiés.

Hace una exposición del lacanismo más o menos así: “compañeras y compañeros, todo significante (pausa) es lo que representa el sujeto (pausa) para otro significado (silencio consternado en la sala)” ¡Cómete esa, marquesa! Los de FMI y el gobierno norcoreano tiemblan acompasados. Lenguaje enrevesado, incomprensible, para concluir que todo es lingüístico, todos somos significantes, ¡incluso para una mesa! ¿para qué buscar entonces cambios estructurales? O sea, ¡si hasta la pobreza es una construcción verbal!

No, amigo, no.
 
El Gran Chamán y el revival del lacanismo son paradigmáticos de los análisis postmodernos. Primero, por hacer de la actividad intelectual un sistema de modas: este año se lleva Lacan, como hace un lustro no se podía pedir un café sin que te citaran a Castoriadis, hoy nada fashion. Segundo, por buscar pensadores de retórica inaccesible para que haga falta un intérprete que traduzca, cuando hay muchos otros autores que hablan mejor y más claro, sin necesidad de intermediaciones. Y tercero, porque se aseguran de que los autores reverenciados –como Lacan es este caso- reduzcan la realidad a lingüística, o directamente a crítica literaria, para que así puedan seguir siendo ellos, los académicos de humanidades, los portavoces de la verdad.

En cuanto a mí, de la charla en la calle del doctor Fourquet solo he sacado en claro que la vida es demasiado corta para leer a Lacan.

19.10.15

Piel Roja, de Juan Gracia Armendáriz


Piel Roja de Juan Gracia Armendáriz es un diario bien escrito y con fragmentos inolvidables sobre la vivencia de una enfermedad. Hay una parte en la que Gracia rememora, al enterarse del fallecimiento del escritor Félix Romeo, que cuando le conoció en vida, al verle tan pálido y displicente, le preguntó que dónde había aparcado el Ovni. Y luego deja caer, como de tapadillo, que el deceso de Romeo bien pudo producirse por el exceso de alcohol y drogas. A continuación lamenta que en la época actual morir de un infarto ya no sea privativo de gente más mayor. Y no insiste en el tema, pero en seguida vienen a las mientes los varios jóvenes y prometedores escritores españoles que en los últimos años han muerto por infartos –y que según la insinuación de Gracia, fueron debidos al exceso de cocaína y noche etílicas.
 
Gracia es indiscreto y tal vez se mete donde nadie a inquirido su presencia. Pero habla con el derecho de quien no ha elegido estar muriéndose. Tiene que ser irritante que un cáncer te obligue a pasar por mil torturas médicas e incapacitaciones múltiples, mientras que coetáneos más sanos deciden seguir con el cansino papel de enfant terrible poniéndose hasta las cejas de todo lo que destruye un cuerpo humano. No cuidarse cuando se tiene salud, o peor, autoaniquilarse poco a poco, siempre me ha parecido un insulto a los que nacieron con menos fortuna genética. Gracia, faltando conscientemente a la cautela con un muerto, parece estar conforme conmigo.
 
Sin embargo lo que llama más la atención es el tema de los escritores tanáticos. Artatud decía aquello de “me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos”, que como motto adolescente está muy bien, pero ya cuando se peina canas resulta un poco cretino. Entre los pocos autores con publicaciones que conozco personalmente en Madrid abunda el exceso de hábitos insanos ¿qué motivo hay para trasnochar casi por obligación, encocarse borreguilmente, emborracharse casi a diario? No hablo de los que van de que lo hacen porque es más chic entre los modernez capitalina; me refiero a los que realmente no pueden dar conferencias porque están demasiado borrachos o nunca presentan textos a tiempo por han estado de jarana toda la semana.
 
¿Tienen que ver con la carencia de talento? Podría ser que cuando llevas toda la vida convenciendo y convenciéndote de que eres la hostia en vinagre, temes el día en que tengas que demostrarlo. Ninguno de los autores infartados, ni los bohemios bravos de Madrid, que yo sepa, publicaron un libro definitivo, de esos que justifican ser personalmente insoportable. Eran más bien buenos textos, anunciantes de que se iba por el buen camino hacia el libro excelente. Murieron antes de probar si sí o no. U otros ni siquiera publicaron, porque el mundo literario madrileño está repleto de militantes del malditismo que no pueden ni exhibir un libro medio decente, pero eso sí, creen que es un privilegio recogerles de madrugada cubiertos de sus propios vómitos.
 
Tal vez con este relevo generacional que se está produciendo estemos asistiendo a los estertores de una manera nihilista y ególatra de concebir la vida intelectual. Da la sensación de que hay cosas que están cambiando, que las gracietas de estos Bukowskis de saldo ya sean simplemente inoportunas o minoritarias. No lo sé. En cuanto a mí, entendiendo un poco las inquietudes de Artaud, pero a mi manera: me alejo de cualquier estimulante artificial y me acuesto temprano y sobrio para saber que soy yo y no todos ellos.

16.10.15

Transterrados. Los españoles y sus exilios I



Desde aquel primer momento tuve la impresión de no haber dejado la tierra patria por una tierra extranjera, sino más bien de haberme trasladado de una tierra patria a otra
José Gaos

El exilio no tiene fin
Adolfo Sánchez Vázquez

1, El exilio es una constante en la historia de España. Tanto que José Luis Abellán –autor que utilizaremos casi como falsilla en este ensayo- llega a decir que es estructural, y aun constitucional, de la nacionalidad española: se han dado demasiados exilios como para pensar que son algo coyuntural. Desde la unidad de los reinos de Castilla y Aragón, y el paralelo surgimiento de la Inquisición, las oleadas de emigraciones forzadas son innúmeras. Por motivos religiosos o políticos, desde los moriscos hasta la última dictadura, cientos de miles de españoles han tenido que irse para evitar la muerte.

Transterrados. Los españoles y sus exilios (y II)

11, Adolfo Sánchez Vázquez nació en Algeciras, España, en 1915. La guerra civil le sorprendió, pues, con 21 años. Santiago Carrillo le llamó a Madrid para que dirigiera Ahora, la publicación de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). El 1939 llega exiliado a México siendo militante comunista, pero sin una formación universitaria completa; en su nuevo país se dedicará a estudiar filosofía precisamente para apuntalar sus convicciones. Muere en el Distrito Federal en el 2011, reconocido con un gran pensador marxista heterodoxo. Escribió muchísimo sobre muchísimas cosas (política, estética, utopía, literatura,…) pero lo que más nos interesa ahora es su crítica a la idea gaosiana de transterrado, siendo él mismo un paradigma de la misma.

15.10.15

Umbral o el contradiós, de Emilio Arnao


Hay textos que desmerecen una publicación tan cutre. Umbral o el contradiós de Emilio Arnao tributa como ejemplo. Se nota que en la editorial estaban caninos o mentalmente dispersos. No usan cursivas y la lectura a veces es confusa porque entrecomillan indistintamente los libros referenciados, las citas, o hasta grupos musicales de los que se habla tangencialmente. Hay erratas a mansalva y el tipo de letra elegida es poco apropiado para la verborrea fluvial de Arnao. No hay ni la más mínima reseña biográfica del autor, ni cierta introducción que nos presente el texto. Y para culminar, aunque esto ya es más accesorio, una cubierta blanquinegra que invita a salir huyendo, con su correspondiente nefasta contraportada en la que aparece una foto del autor en su peor día, así como una supuesta sinopsis apelotonada e ilegible.

También -y aquí terminamos con las quejas- una vez que empezamos a leer lo que se supone es un ensayo sobre Francisco Umbral, nos encontramos a un ensayista que chupa demasiada cámara. Arnao se defiende diciendo que él no habla de Umbral, sino de “mi Umbral”, pero hay momentos, por ejemplo cuando nos cuenta que le duele la espalda o que está escuchando a Madredeus, que simplemente sobran. Si hubiera estado más contenido, menos subjetivo, menos queriendo ser tan genial como el maestro, tal vez estaríamos ante un libro casi definitivo sobre el gran escritor. Pero no acaba de funcionar.

Los conocimientos que Arnao luce son enciclopédicos, eso sí. Lo ha leído todo o casi todo de Umbral, y eso es leer mucho. Expone bien las impresiones que produce en el lector la obra umbraliana y las constantes de la misma. Pasean por estas páginas el escritor y su sed amarga de mujer; su odio y necesidad de poder y poderosos; su provinciano querer ser escritor capitalino por encima de todo; el amor a su gato Loewe y el dolor por la pérdida de su hijo; el Madrid de la dictadura, de la transición y el borbónico; el anacoreta de la dacha y la celebridad entre marquesas; el niño hambriento de Valladolid y el ya agónico enfermo de neumonía.

Umbral es una especie de avatar con el que podemos revivir los últimos cincuenta años de historia española. Como afortunadamente no tenía imaginación, se dedicaba a hablar de lo que veía y experimentaba. Si tenemos la suerte de encontrar las primeras ediciones, además, le suelen acompañar un diseño cuidado, ahora vintage, muy propio de los años de publicación. En sus libros tenemos crónicas del tardofranquismo, retratos de la transición, luego del felipismo y  los años de Aznar… hasta su muerte, en el 2007, justo cuando estalló la crisis financiera. Se fue cuando terminaba una época de la que fue el más brillante comentarista y legitimador. Legitimador porque estamos hablando de un prosista que aportaba belleza a todo aquello que tocaba, y tocaba mucho al poder y a las constelaciones culturales que orbitan alrededor del mismo.

Umbral es un escritor total, magnífico, con una obra que navega a través de varias décadas y que se alimenta de su circunstancia. Está por escribir un estudio concluyente sobre Umbral y la España que vivió, que casi vienen a ser lo mismo. El de Arnao no es desde luego no este estudio; es más bien un aperitivo, un abreboca del gran libro que esperamos que alguien esté ya escribiendo.

(UMBRAL O EL CONTRADIÓS de Emilio Arnao. 1ª ed 2011 Ediciones Rilke, Madrid.)

14.10.15

Por qué fracasan los países, de Daron Acemoglu y James A. Robinson


Pensar que males perfectamente evitables como la pobreza, la incultura o la corrupción puedan ser de hecho estrategias premeditadas de dominio nos produce úlceras. Intentamos ahuyentar la idea y seguir viviendo como si nada, pero libros como Por qué fracasan los países de Daron Acemoglu y James A. Robinson no nos permiten hacerlo. Estos dos profesores universitarios hacen un repaso de los últimos siglos, y mediante ejemplos y argumentaciones muy bien hilvanados demuestran que hay un tipo de poder que torpedea a conciencia cualquier forma de progreso y democratización para mantenerse en la cúspide: son las célebres “élites extractivas”, que viven de explotar económicamente a sus poblaciones, y para ello pueden incluso optar por restringir el acceso a cualquier bienestar económico. Es un sistema con infinidad de ejemplos históricos y su propia lógica aplastante, ya que la prosperidad limitada pero fija hace que haya dividendos a repartir casi a perpetuidad entre los mandatarios, lo que garantiza la continuidad del infame régimen. Huelga decir que este bucle -la extracción genera dinero y poder que permite más extracción y más dinero y poder- es el principal problema. Las élites extractivas son poderosas y están bien organizadas, no es fácil el envite.
 
Estas minorías parasitan principalmente en las economías monopolistas, oponiéndose a cualquier innovación y evitando la racionalidad administrativa. Suelen dominar desde el estados débiles y clientelares, que al no ser inclusivos y servir solo para que unos pocos acaparen la riqueza, fomentan las divisiones y luchas periféricas de clanes. Aunque hubiera una revolución, el tinglado es tan goloso que siempre existe el riesgo de que los revolucionarios acaban limitándose a usurpar el rol de explotadores. Así sucedió en África tras la descolonización, cuando los rebeldes sustituyeron al personal colonial pero no al propio sistema construido por éste.  

Un dominio así teme que haya “destrucción creativa” (Shumpeter), que es lo que ocurre cuando los adelantos tecnológicos van sucediéndose, como el avión sustituye al transatlántico o internet al correo postal, por ejemplo. Por este miedo al progreso en Occidente “no hubo un aumento sostenido del nivel de vida entre la revolución neolítica y la revolución industrial”. O países como China, que en el Medievo tuvo gran importancia económica, se quedó atrás porque sus gobernantes se negaron a modernizarse. O dentro de Europa, el Reino Unido mejoró su calidad de vida al industrializarse, frente a las empobrecidas España o Austria-Hungría, cuyos monarcas también tenían alergia a la destrucción creativa porque redistribuye rentas y bastones de mando.
Es necesario, nos dicen estos autores, un Estado centralizado, respetuoso con la ciudadanía y la racionalidad económica. A él se oponen los que temen perder sus privilegios si la sociedad se dinamiza, si se eleva el nivel cultural y de exigencia. Por es fundamental pasar a controlar el Estado para modernizarlo. Es muy difícil hacer reformas sin este paso, sin el Estado.
 
Hay toda una serie de medidas que un gobierno inclusivo puede iniciar para salir del marasmo económico y adentrarse así en lo que los autores llaman el “círculo virtuoso”: fomentar la libre economía, normalizar el uso del inglés, tratar de minimizar los conflictos identitarios, simplificar y unificar normativas, democratizar el acceso al poder y los beneficios, etc. Pero para llegar a ello hace falta una transformación del poder radical, ya que las élites extractivas no van a ceder un ápice por las buenas. Y lo malo es que cuando estas élites se sienten amenazadas el “círculo vicioso” se acentúa porque incrementan las barreras a la innovación y explotan más para sacar más que repartir. Son seres que no saben trabajar en igualdad de condiciones, de competir dentro de un contexto racionalizado. Eso les hace dañinos, y partidarios en sus retiradas de las políticas de tierra quemada.
 
En fin, este libro hay que leerlo con el bicarbonato a mano.

*Por qué fracasan los países de Daron Acemoglu y James A. Robinson. Ediciones Deusto, Barcelona 2012

11.10.15

la religión y sus enemigos


Entro con fines turísticos en una parroquia del centro. Casualmente hay misa. El sacerdote sermonea a tres ancianas que tienen aspecto de no sobrevivir a este frío invierno. Quedo con la impresión de que esto es el catolicismo español hoy: ancianas que buscan partir con serenidad al barrio de los acostados. Sin embargo, en las charlas de bar, o en las tertulias diletantes, siempre oigo a alguien que lanza anatemas contra la Iglesia mientras es secundado con más o menos entusiasmo por sus compadres. Parece obvio que el anticlericalismo hoy en la prepotencia de quien se ensaña con un enemigo tiempo atrás vencido.
 
¿Qué sentido tiene mantener el discurso comecuras hoy en día? La Iglesia no pinta nada en la sociedad, y lo hace es donde se le pide que lo haga, entre las masas de fieles que han elegido libremente –no olvidemos esto último- escuchar y seguir sus directrices. Soy livianamente laicista y jamás me he sentido coartado por una institución que no me afecta para nada. Nos respetamos mutuamente; además, como no siento la necesidad de aplastar a quien no piensa como yo, veo como un sano tributo a la libertad de conciencia que haya creyentes y no creyentes.
 
Tengo la impresión también de que los anticlericales tienen algo de eso de lo que nos advirtió el psicoanálisis, la estrategia de buscar “padres autoritarios” débiles para poder “matarlos” con facilidad y crear la ilusión de liberación. Que un obispo huya de un acto porque unas hippies le enseñan las tetas debe hacerse sentirse la pera limonera a las hippies y a los mirones, pero dudo que tenga la más mínima consecuencia política.
 
La Iglesia no es nuestro enemigo. Principalmente porque está también en contra del hambre y la explotación. Quien es unilateralmente anticatólico, quien reduce el clero a una panda de pedófilos obtusos, evidencia que su pasaporte no exhibe estampas de los arrabales pauperizados del globo. En la actualidad miles de religiosos sufren con los olvidados y mueren con ellos y por ellos. Pocos cooperantes laicos pueden decir lo mismo.
 
Además, no olvidemos la admonición de G.K. Chesterton, cuando decía que el día que los hombres no crean en Dios se creerán cualquier cosa. En el siglo XIX los humanistas luchaban por superar la religión e instaurar la república de la cultura y el razonamiento científico. La causa entonces era la de la liberación del hombre y el fin de cierto oscurantismo que limitaba su existencia. Hemos erradicado a Dios, y vemos que las trivialidades que el hombre ha encumbrado para sustituirle son absurdas. Ahora que el lugar de la misa los domingos, que era algo al menos mínimamente trascendente, lo ha ocupado el fútbol, habría que preguntarse por la pertinencia –o simplemente el buen gusto- del ateísmo militante.

8.10.15

Palabra de hombre, de Roger Garaudy

Roger Garaudy (1913-2012) fue el filósofo más o menos oficial del Partido Comunista Francés durante varias décadas. Estalinista a la par que cristiano y existencialista, sus textos son certeros y dogmáticos. En ellos se defiende entre otras cosas una concepción trascendental del "hombre" como puntal de lucha y sobre el que se habrá que construir el socialismo futuro.
Por supuesto es un autor olvidado cuya única vigencia se debe precisamente a la reacción histérica que provocó entre los postestructuralistas (Cuando Foucault hablaba de la "muerte del hombre" lo hacía precisamente contra la obra de Garaudy).

A mí, claro está, el tipo me chifla.

En su autobiografía, Palabra de hombre, hay un fragmento especialmente brillante: Garaudy está preso con camaradas de la Resistencia en el norte de África. Un oficial alemán les ordena volver a los barracones, y los valientes prisoneros se rebelan clavándose en sus posiciones y cantando himnos patrióticos. Garaudy, que escribe en presente, dice estar dispuesto al martirio. Mira a su alrededor y se siente tranquilo, todos son hombres entregados que no se amedrentarán: buenos comunistas, trabajadores, soldados que no darán su brazo a torcer y morirán con honor...todos salvo un tal Bernando, que es actor y además ¡lee a Nietzche! Garaudy reconoce que un esteta así podría aceptar las órdenes nazis y echar a perder el heroísmo colectivo. Finalmente y para consuelo de todos, los guardias del campo, que son mercenarios árabes, se niegan a disparan sobre gente desarmada, y ahorran la escabechina y la más que probable traición de Bernando.

Este pasaje vuelve sobre mí repetidamente.

Ayer, sin ir más lejos, acudí con un grupo de voluntarios a una infravivienda oculta tras una enorme valla publicitaria en unas obras en el centro de Madrid. Sobreviven allí un grupo de personas sin techo, mayoritariamente magrebíes, que acaban de recibir la orden de desalojo inmediato. No tienen dónde ir y están lógicamente angustiados.

Los voluntarios son jóvenes idealistas que ofrecen el consuelo y la ayuda que pueden. Uno de ellos, llamado Eloy, propuso que nos quedáramos a dormir allí, que respondiéramos con violencia si fuera necesario cuando se presentara la policía. Los habitantes del chabolo  parecían emocionados ante la proposición: al fin y al cabo era pelear por su casa. Son seres desesperados sin nada que perder, y bien recibirían unos golpes por intentarlo.

De los voluntarios dudo -ni siquiera fingieron entusiasmo al secundar la proposición-; y sobre todo dudo de Eloy, que es conocido mío, y sé que se está doctorando con una tesis sobre la moral en la postmodernidad, y además tiene beca para irse a Nueva York en Enero. O sea, que a saber qué estupidez argüiría para escabullirse al ver la primera bota del comisario.

Sobre la marcha he conseguido sin grandes contrarréplicas que se desestimara la resistencia activa. Creo que ante los sin techo he quedado como un aguafiestas, un cobarde, o incluso un cómplice de la policía; me he ganado su desprecio. Lo lamento, pero de hecho les he salvado de arrestos solitarios y amoratados (y a Eloy de hacer el ridículo).

1.10.15

Postcolonialidad y Belén Gopegui




El postcolonialismo es una rama actual de las ciencias sociales que pretende cartografiar los hábitos y creencias que han quedado en los países colonizados una vez que las potencias colonizadoras se han retirado. Empezó en la India, a cargo de pensadores locales de formación occidental, y luego ha pasado a América Latina a través de los hispanos de las universidades norteamericanas. Tiene cosas criticables, como la jerigonza técnica y los enfrentamientos entre las distintas banderías académicas, pero en general aporta unas ideas interesantísimas sin las que no se puede pensar globalmente nuestro mundo.

Hay que retrotraerse a la obra de Antonio Gramsci (1891-1937) para entender algunos conceptos claves en la crítica postcolonial. Como es sabido, este filósofo italiano intentó adaptar el marxismo a la Italia de su tiempo. Entonces no había casi obreros industriales y mucho menos con conciencia de clase. La revolución que había predicado Marx era pues imposible; Gramsci defendió que había que luchar primero por la hegemonía (escuela, medios de comunicación y otras formas de adoctrinamiento no violentos) e incorporar a los subalternos (campesinos y todo aquél explotado que no era necesariamente un obrero).

Adaptando estos conceptos hoy, para el postcolonialismo la hegemonía es la modernidad eurocéntrica, con sus saberes y lenguajes, y los subalternos son todos los habitantes de la periferia del globo que no participan de la hegemonía, los llamados por Franz Fanon en su libro “condenados de la tierra”: mujeres pobres, campesinos, habitantes de las ciudades miseria, etc.Y aquí llegamos a una cuestión peliaguda: si la hegemonía es, entre otras cosas, lenguaje y su uso y circulación, y los subalternos están excluidos de él: ¿cómo pueden expresar su disconformidad, dar noticia de su sometimiento? O, como titula Gayarti Spivak su célebre libro: ¿Puede hablar el subalterno?

La autora india cuenta el ejemplo de una compatriota que ella conoció, Bhuvaneswari Bhaduri que a la edad de 16 años decidió suicidarse. Para evitar rumores sobre un posible embarazo como causa de la decisión, esperó a menstruar y se ahorcó desnuda. Los motivos de su acto bien pudieron ser la presión familiar por casarse o su vinculación con un grupo nacionalista que la coartaba. Su historia era (y es) la de millones de subalternos del mundo que jamás escribirán un informe subvencionado por la Unesco, saldrán por televisión o relatarán sus traumas en una canción pop. Bhuvaneswari no podía hablar, o no podía hacerlo al menos dentro de la hegemonía -porque bien pensado…¡vaya que si habló! Otra cosa es que no lo hizo en el lenguaje hegemónico.

El fatalismo de la teoría es que cuando el subalterno habla a su manera los que estamos en la hegemonía -una lengua universal, blogs de google, referentes culturales occidentales…- no podemos escuchar. Lo que viene a significar finalmente lo mismo que si el subalterno no pudiera hablar(nos).

Todo esto viene al caso del regreso de cierta polémica que hubo hace unos años en torno a la novela de Belén Gopegui El padre de Blancanieves, ahora reabierta con motivo de su anunciada adaptación al cine. No he leído el libro, pero en los foros diletantes le reprochan que habla de la situación de los inmigrantes desde el punto de punto de vista de la clase media española, no de los propios inmigrantes, en este caso indígenas latinoamericanos.
Se dice que un libro así no puede ser tenido en cuenta políticamente porque está narrado por una europea, que para ser auténtico tendría que haber sido escrito por un empleado pauperizado como el que aparece en el libro.

Sin embargo Belén Gopegui es honesta al no pretender narrar fungiendo de inmigrante –algo que también evitan los postcoloniales, que no quieren considerarse voceros de nadie- . De hecho es imposible que un indígena parcial o totalmente “analfabeto”, ejemplo claro de subalterno, escriba una novela en perfecto español, dominando las técnicas y lenguajes narrativos, y publique en un editorial grande.

Un subalterno no protesta como lo haría un universitario europeo. Nunca usará argumentos marxistas o estrategias agitprop; ése no es su idioma. Escupirá en la sopa que cocina para el patrón, propagará rumores difamatorios o robará en la despensa; tal vez en una situación extrema, cogerá un arma y luchará. Pero desde luego no testimoniará su rebeldía en novelas que ganan premios y se venden en FNAC. Eso seguro. Y si lo hiciera, si pudiera manejar estos códigos al nivel de Gopegui, no sería un subalterno, o ya lo habría dejado de ser, porque estaría occidentalizado, inserto en la hegemonía.

Que haya todavía lectores españoles que se enfaden porque esperan escuchar las auténticas “voces bajas de la historia” (Ranahit Guha) en libros accesibles es más preocupante. Indica hay demasiada gente que no se ha enterado de nada, que no ve más allá de la hegemonía.