25.11.18

Nick Land


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Cioran dice en Historia y utopía que tanto la edad de oro propuesta por Hesíodo como el Edén bíblico definen “un mundo estático en el que la identidad no deja de contemplarse a sí misma, donde reina el eterno presente, tiempo común a todas las visiones paradisíacas, tiempo forjado por oposición a la idea misma del tiempo”. Pareciera que estuviera hablando de cierto anhelo del neomarxismo contemporáneo: una identidad mirándose el ombligo, relatándose sempiternamente sus desdichas; un horizonte de amor en el que no hay conflicto porque ya solo hay un gran todo de diversidad homogénea; un cosmos sin tiempo, ya que el tiempo siempre juega en contra del adanismo.

Sin embargo esto que pisamos es lo que hay, lo real. Modernidad y capitalismo cabalgan juntos. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La destrucción creativa avanza y nuestras certezas de hoy mañana serán pavesas.
Estamos en los albores de una era posthumana y la mayoría de los filósofos se encogen en posición fetal, sollozando que no quieren jugar a un juego que no entienden y del que además no van a ser protagonistas.

Hay algunos sin embargo que se salen del guion; por lo menos afrontan que no hay alternativa a la civilización tecnocapitalista y aceptan pensar desde este marco epistemológico. Son los llamados aceleracionistas, bien cartografiados en Aceleracionismo, la antología de Caja Negra que apareció en el 2017.
Unos quieren acelerar la desintegración del capitalismo, otros se maravillan con el mundo proteico en el que habitamos. De entre los últimos destaca Nick Land, que es el primero y más pujante de esta corriente y contra el que piensan todos los demás. En Aceleracionismo encontramos dos textos suyos. “Colapso” y “Crítica del Miserabilismo Trascendental”.
El primero es de 1994 y emula una descarga de bits, un mensaje encriptado. No es fácil de leer, pero merece la pena el esfuerzo. En el primer párrafo anuncia que estamos en una singularidad tecnocapitalista que se autosofistica derruyendo el orden social. “En tanto los mercados aprenden a manufacturar inteligencia, la política se moderniza, incrementa la paranoia e intenta tomar el control”. El Estado ha tomado nota y lucha por imponerse frente a la desregulación económica, pero tiene las de perder, ya que su lógica está obsoleta. El colapso del que habla es propio del imaginario ciberpunk noventero de un mundo controlado por China, con drogas sintéticas por doquier y el hombre modificándose con ayuda de las máquinas. Sostiene que la modernidad es una “cultura caliente”, y éstas son “innovadoras y adaptativas. Siempre destruyen y reciclan culturas frías”. Al final el viejo orden institucional sucumbirá ante sus metrófagos, esas infecciones inteligentes que prefieren mantener a su anfitrión con vida.  
  
El segundo texto, “Crítica del Miserabilismo Trascendental”, es del 2007 y solo necesita cuatro páginas para convertirse en imperecedero. Empieza resaltando cómo el marxismo contemporáneo ha renunciado a cualquier propuesta económica, y siguiendo la estela de la Escuela de Frankfort, se limita a hacer críticas culturales y a debatir sobre ideas, casi como un neoplatonismo de baratillo. También ha dimitido de cualquier combate por la historia, ya que sospecha que le es hostil.
Sencillamente se congratula en salmodiar sobre lo malo que es el mundo, como un monoteísmo actualizado. Se convierte así en el Miserabilismo Trascendental.
De hecho, de Marx ya solo queda “un manojo psicológico de resentimientos y descontentos, reductible a la palabra ‘capitalismo’ en su empleo negativo e impreciso: como el nombre que todo lo lastima, escarnece y defrauda”. Se acepta que el capitalismo es la manera más rápida de conseguir lo que deseamos (tener y no ser, gran drama), y por ello es execrado. Tanto como el tiempo, el otro gran ogro. “De ahí el silogismo Miserabilista Trascendental: el tiempo está del lado del capitalismo, el capitalismo es todo lo que me entristece, por lo tanto el tiempo debe ser malo”. O sea, que a recluirse en tribalismos y tecnofobias.
Sin embargo el capitalismo sigue acelerando, creando novedades y nuevas formas de inteligencia. El desafío de comprender mientras se siente vértigo debería estimular intelectualmente, sin embargo los miserabilistas prefieren convencernos de que eso les hace desgraciados.

Ante lo nuevo y fascinante que genera el capitalismo el Miserabilismo Trascendental se aburre, todo le parece un cataclismo. Sus sueños son pararlo todo, lo que sería respetable, pero a lo que no tiene derecho es a que esos sueños sean considerados como una “verdadera tesis”. Porque quien es infeliz en esta era de innovación y posibilidades lo sería en cualquier otro horizonte, así que no hay que tomárselo en serio, concluye Land.   




15.11.18

Arte y filosofía, de Estanislao Zuleta



Estanislao Zuleta (1935-1990) es uno de los pensadores colombianos que más influencia ha tenido en la historia de su país. Formado en el marxismo, y tras un breve y desilusionante paso por el Partido Comunista, mantuvo siempre una posición heterodoxa y libre. Su obra tiene bastantes campos temáticos, pero uno especialmente fértil y que ha perdurado bien es su defensa del mejoramiento radical de la sociedad sin recurrir a la violencia. Zuleta abogaba por convivir con las diferencias, buscar la concordia, y sobre todo no esperar nada de las respuestas totalizadoras, definitivas y excluyentes. La revolución, sostenía, se hace desde la vida cotidiana, sabiendo que siempre va a haber conflictos en la sociedad, que cualquier solución es a largo plazo, y que sin reformar el sistema educativo no habrá nunca una prosperidad real.

Su obra se compone principalmente de conferencias transcritas por otros; él escribió poco. Sin embargo, incluso con toda la problemática epistemológica que supone un legado eminentemente oral, todos los textos de sus lecciones están llenos de sugerencias e ideas fecundas.

Uno de sus libros menos conocidos es Arte y filosofía. No está especialmente considerado en los estudios sobre el pensador y nunca es de los más reivindicados por los zuletianos. Y sin embargo es paradigmático. Son once capítulos que corresponden, seguramente, a once conferencias.  En el ejemplar de Hombre Nuevo Editores, donde aparece casi toda su obra, no especifican ni las fechas ni el lugar en las que se impartieron las lecciones. La primera edición es de 1986, así que podemos ubicarlas en el primer lustro de los años ochenta. O sea en la presidencia de Belisario Betancur, que era amigo de Zuleta y que le pidió que formara parte de las negociaciones del proceso de paz que auspiciaba su gobierno.

Arte y filosofía habla de política pero no se orienta hacia casos concretos. Aunque surge enraizada en una circunstancia muy determinada, su defensa de la democracia y apaciguamiento es legible en cualquier país y momento.

Los dos primeros capítulos empiezan en la Grecia clásica. Zuleta vuelve siempre a Platón porque allí encuentra siempre valiosos ejemplos para todo, y porque comparte con el filósofo ateniense su inclinación por el diálogo como forma de conocimiento. Los griegos no tenían textos sagrados, que son una gran lacra de la humanidad, y sus dioses eran leves y poco fiables. Así que como no atesoraban una fuente de autoridad incontestable debían demostrar sus argumentos, y muchas veces era imposible la prevalencia entre dos posiciones antagónicas. Por ello se angustiaban y crearon la tragedia, que difiere de la tristeza o la melancolía.

Zuleta nos explica, siguiendo a Hegel, que la tragedia surge cuando dos potencias igualmente válidas no logran una síntesis. La tragedia solo puede nacer, pues, cuando hay libertad de conciencia. No es posible en los monoteísmos o estados totalitarios. Hay tragedia cuando no hay nada sagrado, cuando se vive sin dogmas, y ninguna de las partes puede recurrir al argumento de autoridad. Solo queda entonces la crítica lógica como forma de combate: analizar sin prejuicios las posiciones del otro, ver que no tenga contradicciones, aceptar lo válido, señalar lo errado, y replantearse las premisas si no han resistido el envite.

No podemos aferrarnos a ningún cetro, y además nada garantiza que lleguemos a una conclusión verdadera. Porque “verdad” es siempre sospechosamente partidista. Zuleta dice, invirtiendo el Evangelio de San Juan, que más que “la verdad os hará libres”, nos consolemos pensando que “la libertad nos hará veraces”.

La tragedia es pues tanto la libertad como la imposibilidad de certezas. Abracémosla y rechacemos a quiénes nos proponen el fácil camino del dogmatismo y los argumentos prefabricados, que solo sirven para la exclusión y el aniquilamiento físico o moral del adversario. Atrevámonos a ser trágicos, nos pide Zuleta, solo así podremos coexistir.

Los siguientes capítulos de Arte y Filosofía se centran en la estética. En un contexto que imaginamos cargado de un asfixiante realismo socialista, Zuleta defiende el arte abstracto. También detesta cualquier enfoque nacionalista en la creación artística. Le gusta el arte que está hecho por la gente llana para crear sus propios significados culturales; el capítulo 3, por ejemplo, es una elegía al arte primitivo. No quiere un arte popular, sino un pueblo de artistas; se opone por ello a la configuración de una cultura popular teledirigida y exige hacer la cultura existente accesible a las gentes.

Para él todo discurso surgido de una minoría con voluntad de hacerse hegemónico es perverso; todo proyecto que busque homogeneizar a la sociedad es antidemocrático. Su recelo hacia los sistemas filosóficos cerrados es constante, por eso prefiere la polifonía de las novelas modernas. 

Como no es un optimista antropológico, tampoco espera una era de acuario que traiga la dicha a la humanidad. Los últimos capítulos son un interesantísimo estudio del romanticismo como categoría atemporal, que lee con Freud como el regreso de lo reprimido. Hay en la condición humana una serie de tendencias al tribalismo y la irracionalidad demasiado profundas como para desaparecer. Es más, resulta contraproducente forzarlas a la extinción, porque regresan como síntoma. Toda luz tiene su oscuridad; toda ilustración tiene su romanticismo. Solo nos queda saber a qué atenernos y esta estar preparados.  

El capítulo final se cierra con un regreso a la polis griegas. Las megalópolis iberoamericanas despersonalizan y anulan cualquier posible autoinstitución social. La arquitectura (aquí sospechamos que la palabra correcta sería “urbanismo”) es el arte definitivo y sobre el que hay que pensar con más urgencia, ya que puede transformar la vida colectiva. De cualquier manera, las ciudades son el futuro, aunque sea un futuro gris. Es un error convertir a la naturaleza en el fantasma de la madre buena agredida por el padre malo del progreso, sentencia Zuleta.

Esa mentalidad adánica es romántica, o sea, poco trágica.     

10.11.18

Iván Illich


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Ivan Illich quería parar las máquinas y que empezáramos a producir por nosotros mismos lo esencial que necesitáramos para llevar una buena vida, sin malgastar ni un minuto de más en nada superfluo. Nació en Austria en 1926, se hizo sacerdote, y pronto emigró a Nueva York, donde tomó un primer y decisivo contacto con la población hispana. Más tarde se trasladaría a Puerto Rico y luego a México, donde se acabaría enraizando. No es forzado sostener que toda su obra es incomprensible si la desvinculamos del compromiso con Iberoamérica.
Escribió una decena de libros y podemos dividir su obra teórica en dos etapas: en la primera critica radicalmente lo que él considera mitos de la modernidad occidental (educación, sanidad, desarrollo,…); mientras que en la segunda se orienta a una investigación sobre la percepción y la materialidad, con sus historias de la lectura, del trabajo, o del imaginario popular en torno al agua, por ejemplo.
Es un autor marginal en Europa, un poco más leído en tierras americanas, que resulta cautivador y desconcertante. Dejó la Iglesia pero no el cristianismo, y la idea cristiana de hombre y de esperanza está en todos sus textos, lo que le da un empaque muy heterodoxo frente a otros pensadores paralelos marxistas o estructuralistas. También se diferencia en su intento por crear una obra “vernácula” –término fundamental en el corpus illichiano- que permitiera a los desposeídos hablar por sí mismos, sin tener que estar incorporando sistemáticamente a su lenguaje conceptos académicos foráneos.   
En un ejemplo de coherencia máxima, tras haber estado criticando toda su vida la medicina moderna por crear más problemas que soluciones, murió en el 2002 consumido por un tumor en la cara que se negó a extirparse.
Sus obras casi completas han sido felizmente reeditadas por el Fondo de Cultura Económica, lastimosamente a un precio que no hace recomendable su compra, salvo que se sepa seguro que se van a leer sus no siempre accesibles páginas. Sin embargo, sí está publicado independiente El viñedo del texto, que él consideraba su mejor libro, y que es un fecundísimo estudio de la historia de la lectura a través de un estudio de Hugo de San Víctor.
Y sobre todo acaba de aparecer en Malpaso Ediciones Otra modernidad es posible. El pensamiento de Ivan Illich de Humberto Beck, que es una buena introducción a un autor que sin duda necesita una buena introducción para ser legible. Beck es un historiador de Monterrey que hace una gran labor y en apenas ciento cuarenta páginas traza un mapa de lo esencial de las propuestas illichianas. 

Quienes estamos fascinados por el silicio y la velocidad no tenemos un pensador más adverso. Y sin embargo hay que leer a Illich, batirse con él precisamente porque nos “niega la mayor” (o sea, que el progreso sea bueno). Sus teorías dejan calado, aunque acaban siendo inasibles. Por ejemplo, después de leer La sociedad desescolarizada tenemos claro que el sistema de educación universal es contraproducente, genera desigualdad y es contrario a la libertad individual; pero luego, cuando imaginamos un mundo sin él, un imperio de ágrafos, no conseguimos ver la virtud por ningún lado. Con Némesis médica se nos revela el término “iatrogenésis”, que es cuando un sistema de salud nos hace más daño con sus remedios que la propia enfermedad, que nunca se cura, solo se mitiga el dolor; pero nada nos convence para tener la coherencia final de Illich. Con Desempleo creador descubrimos no somos sedentarios porque pasamos una cuarta parte de nuestra vida movilizándonos en transportes modernos, pero por nada del mundo querríamos volver a un mundo vernáculo y de proximidades.

4.11.18

Velocidad de escape, de Mark Dery


Un libro que pretendió encapsular las tendencias culturales y tecnológicas más innovadoras de su tiempo tendría que haber caducado muy pronto. Sin embargo Velocidad de escape. La cibercultura en el final del siglo, publicado en 1995 por Mark Dery, sigue siendo un texto fecundísimo. Escrito antes de la generalización del uso de internet, de google, facebook o tinder, supo anticipar el mundo en el que vivimos hoy con una precisión epatante. Su autor es de esos que demuestran que llevan toda la vida estudiando la cuestión, que la aman, y que además saben comunicar. Es difícil resultar tan pedagógico y entretenido. Los ejemplos concretos que cita de la cibercultura de los años ochenta y primeros noventa han quedado muy atrás, pero aquellos temas iniciales siguen vigentes y sus dilemas de entonces son ahora nuestro día a día.

El título hace referencia a la velocidad con la que un objeto vence la fuerza gravitatoria del planeta, como hace una nave espacial cuando quiere salir al espacio. Para Dery la tecnología está alcanzando esa velocidad, ya que se está independizando de los hombres y planteando sus propias metas. Y mediante la tecnología a su vez los hombres están llegando a su propia velocidad de escape con respecto a sus cuerpos y sus inmanencias, porque el ciberespacio y la genética les permiten superar la realidad física que les ha sido impuesta.  

En las primeras páginas se habla de lo que Dery llama “teología de asiento eyectable”, que es esa nueva forma de tecnotrascendentalismo que actualiza las visiones religiosas de una escatología en la que nos reintegramos al final de los tiempos en una conciencia única, que ya no es divina, sino alguna forma de Inteligencia Artificial. El dualismo cuerpo-mente es ahora superado por la triada cuerpo-mente-máquina; en una era cuántica ya no es concebible expresarse en términos binarios. 

Continuamos con capítulos en los que se explica cómo el ciberpunk se convirtió en la contracultura de la década de los ochenta precisamente rechazando a la contracultura de los sesenta y setenta; lejos de querer volver a la naturaleza, estos nuevos rebeldes quieren reconfigurarla con la tecnología. Las referencias a artistas tecnológicos -La fura dels Baus, por ejemplo-, y a Bruce Sterling y William Gibson, son constantes. Estos dos escritores de ciencia ficción, en pleno auge por aquella época, fueron los que crearon y desarrollaron términos como “la Red” o el “ciberespacio”. Sobre Gibson dice Dery que de hecho no hace ciencia ficción, sino que “lleva al límite las tendencias actuales del mundo capitalista”.

Hay un capítulo sobre el sexo mediatizado por la tecnología moderna. Habla de los nuevos usos amorosos cuando vaya a existir la posibilidad de conocer gente a través de internet y, con un pequeño desatino en las predicciones, anuncia que para el año 2000 podremos acostarnos con máquinas. Por lo demás, sobre el sexo en un tiempo en que ha muerto el afecto, como dice Ballard, y una nueva sexualidad para una “nueva carne” a lo Cronenberg, hay unas páginas memorables.

Todo muy relacionado con la autosuperación del cuerpo mediante cirugía, tecnología y genética -“he visto el futuro, y es un morfo”, clama Dery-, que es el tema con el que se cierra el libro.  Los peligros y posibilidades del posthumanismo nos llevan a ámbitos de la ética en los que hay mucho que tratar. No podemos seguir pensando al ser humano y sus mundos como si no hubiera cambiado nada en él en los últimos siglos. De fondo están las demandas del artista Stelarc, que lleva años diseñando su forma corporal, y de pensadores neo nietzschenianos  como Max More, que quieren que Occidente se replantee su concepción de la libertad, no tanto como una cuestión de derechos civiles, sino en términos de autocontrol de la propia evolución y la libre posibilidad de modificarse a voluntad.

Y en estas estamos.

1.11.18

Sobre el significado de "popular" cuando se tienen 19 casas

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El Gran Wyoming tiene diecinueve inmuebles en Madrid. Se dice pronto. Un tipo que tiene nada menos que diecinueve casas para él solito. 19 casas. D-i-e-c-i-n-u-e-v-e-c-a-s-a-s. Nineteen houses. Imposible decirlo sin que resulte tan absurdo como atroz. Diecinueve casoplones, la mayoría en el centro. Se puede repetir durante horas, pero no hay manera de que suene lógico, justo o racional. ¡Diecinueve casas!

(Los que compartan un retrete de alquiler sentirán que les escupen en la cara).

Diecinueve casas que convierten a Wyoming en un especulador inmobiliario en toda regla, uno de manual; responsable directo de que los precios de la vivienda en Madrid sean prohibitivos. ¿Se avergüenza de ello?¿Intenta pasar desapercibido?¡Qué va! Él duerme tranquilo porque, como dice, “hay ricos que son buena gente”. No explica qué convierte a un hijo puta especulador en buena gente, pero se deduce: Wyoming es de izquierdas, ergo es moralmente superior de por sí, está por encima del bien y del mal; cuando él especula es en nuestro beneficio, porque toda la sociedad progresa adecuadamente con él. Si trascendiera que un político o periodista de derechas tuviera diecinueve casas la Sexta abriría con un especial muy al rojo vivo; el de Galapagar clamaría alguna obviedad sentimentaloide con los ojos acuosos; la universidad se engalanaría con pintadas vengativas. Pero no, Wyoming es progresista y por ello es todo honorabilidad innata, así que a callar. Hay que dar las gracias cuando nos patea en el culo ¡y honradísimos, oye!

Por supuesto, como vemos en este vídeo, alguien que tiene diecinueve casas está preocupado por la semántica en una guerra de hace décadas. ¡Faltaba más! No está preocupado por el precio de la vivienda actual, ni su calidad, ni su tamaño. No le inquieta que con esta burbuja inmobiliaria cuando un mileurista tiene un hijo se condena a la pobreza. La cuestión crucial que le desasosiega es que el partido conservador aquí se llama Partido Popular, y “popular” es un adjetivo históricamente atribuido a la izquierda. Descubrimiento de parvulario, por otro lado, que además es políticamente inocuo porque el PP nunca se reclama “popular” en sus discursos; no tiene la desfachatez de presentarse como el partido de las clases populares, del pueblo trabajador, sino de la nación española, que no es lo mismo.  

(Luego mezcla el liberalismo del siglo XIX con el conservadurismo del XX en un cacao mental tremendo, pero claro… ¿quién necesita argumentos coherentes cuando se es un progre iluminado?).  

"Los que se llamaban popular fueron los que hicieron la guerra contra Franco" pontifica. Sin duda. Los conceptos varían a lo largo de la historia. O se utilizan y se abandonan; se usurpan y se desfondan. Hoy a eso lo llamamos “significante vacío”... es raro que no le suene la idea.

Pero sería interesante contextualizar la palabra “popular” en la Guerra Civil, como él propone. Inevitablemente nos vienen imágenes de valientes milicianos y aquél “no pasarán”, de la colectivización de la tierra y la autogestión en las fábricas. También de gente aguerrida como Durruti, que deletreaba con su célebre naranjero consignas revolucionarias sobre los cuerpos de los terratenientes.

(¿Se imaginan la escena? Buenaventura, aquí un señor que tiene diecinueve casas. Ahora os vamos a dejar a solas en la habitación).

Algo nos dice que de encontrarse en ese contexto, ése en el que “popular” significaba resistencia de los que no tienen nada frente a los que tienen mucho, resistencia armada y a muerte, un tipo con diecinueve casas no saldría muy bien parado, la verdad. No es que le deseemos a Wyoming un viaje en el tiempo para dar fe de ello, por supuesto; solo hablamos hipotéticamente, que conste. Además hoy en día ya no pasan esas cosas y "popular" no es más que una etiqueta sin sustancia. Ahora hasta un especulador se puede declarar progresista sin que a nadie le chirríe. Así que no cunda el pánico. Nadie le tocará sus diecinueve casas a Wyoming.