29.5.19

Teoría del Bloom, de Tiqqun


Ernst Jünger (1895-1998) fue un longevo escritor alemán que sobrevivió a las llamaradas del siglo XX. Soldado laureado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, oficial de la Wehrmacht en el París ocupado de la Segunda, acuñó el término psiconauta para describir el consumo de drogas pantagruélico que él y tantos otros acometieron con ahínco en los años sesenta.
Su obra es abundante, magnífica e irregular. Su gran libro de filosofía es El trabajador, escrita, nos dice él, en los años treinta en los bares de Berlín, y donde expone la teoría del “Estado Total” (también acuñó este término, según parece), que él veía entonces como inevitable y en el que habría que habituarse a nuevas formas de existencia. Para Jünger el siglo XX estaba protagonizado por dos figuras, (gestalt), que serían el Soldado y el Trabajador. Ambas se relacionan y se convierten en la otra según la circunstancia. Las equipara con las mónadas de Leibniz, ya que para él son entidades metafísicas.
La libertad de los individuos quedaría reducida a su capacidad de adscripción a alguna de las figuras. El Soldado es parte de un engranaje entre bélico y mecánico que le supera, con grandes batallas de hombres y material, y queda descrito principalmente en sus memorias de guerra Tempestades de acero. El Trabajador no es propiamente un proletariado, sino que es la persona singular que acude al llamado de la técnica para cambiar con sus pares la faz del planeta, y aspira a convertirse en un nuevo tipo humano, incluso convirtiéndose en una “construcción orgánica” al fusionarse con las máquinas.
Tras la derrota alemana en 1945, Jünger introduce otras dos figuras menores, el Emboscado, que resiste como un partisano, y el Anarca, que sobrevive en solitario en las grietas del poder. Pero el meollo está en las dos figuras principales previas y con las que nos podemos narrar los sucesos de la primera mitad del siglo pasado.
Que más que una explicación científica esto suponga una explicación mitológica no parece disgustarle. Jünger habla mucho de titanes venideros y cosas así, y de la necesidad de nuevos mitos para los tiempos de la modernidad técnica. Quiere volver a las mitos como medio de comprensión.

En nuestros días el colectivo Tiqqun han hecho suyo el sistema jüngeriano de las Figuras. Se trata de un colectivo francés que se dedica a producir teoría insurrecta para configurar un supuesto Partido Imaginario que tal vez algún día exista. Se nutren de Debord, Foucault, Negri y Agamben, entre muchos otros. Y tienen la impertinente costumbre de no citar nunca a sus referentes. Hay que haber leído mucho para poder señalar dónde están recurriendo al plagio (o metatexto si se quiere decir más fino).
La presencia de Jünger es indudable en su Teoría del Bloom (Editorial Melusina, 2005). Se utilizan sus conceptos y visión constantemente (“tempestades de acero”, “movilización total”,”figura”...). Para ellos nuestra época también se encarna en dos figuras, la Jovencita, de la que ya hemos hablado, y el Bloom. El Bloom, nos dicen, es lo que queda del Trabajador tras el páramo postmoderno. Basado en el personaje de James Joyce, aquí queda convertido en un paradigma del hombre sin atributos, el sinsustancia que se deja llevar por la corriente, que vive anegado en el deseo y la frustración, que interpreta que es pero no es, que obedece y consume, que no tiene héroes ni trascendencia.
Teoría del Bloom es un libro a ratos grandilocuente. Tiene un estilo de esos que se basa en ser críptico y en los que se tiene que entender con un guiño cómplice lo que se nos dice de manera enrevesada. Pero por lo general se lee bien. Hace unas descripciones de la vida media en Europa que recuerdan a la mejor literatura existencialista (la parte del viaje en tren con que empieza es inolvidable, por ejemplo).
Ajeno al moralismo simplón,  no lleva de la mano al lector, por lo que no determina sus conclusiones. Puede ser un libro de mero análisis sociológico, un manifiesto revolucionario o incluso una apología de lo existente. Queda a la libre interpretación. Sus frases contundentes y sus epatantes párrafos, a menudo inconexos entre sí, pueden ser utilizados a discrección.  Tiqqun da las balas; luego el lector decide si quiere dejarlas en un cajón o conseguirse una pistola.    
La tesis que expone, esa de que ya no somos individuos sino sombras de individuos que se aferran a un arquetipo que perpetuamente orbita en torno a la Jovencita (fetichismo de la mercancía), puede no ser totalmente cierta, pero tampoco es mentira. Como los europeos de la primera mitad del siglo XX, cuya realidad era algo más que oscilar entre soldados y trabajadores, pero tampoco es inexacto describirlo así.  

¿Tiene algún sentido hablar de figuras, arquetipos, moldes, o como queramos llamarlos, para explicar la complejísima realidad social contemporánea? Desde un punto de vista académico parece una aberración o una frivolidad en el mejor de los casos. Pero tenemos un  género híbrido  que Nick Land llama “teoría-ficción” que tal vez sirva como coartada. No es respetable desde un punto de vista científico andar con estas simplificaciones, pero para entendernos en la calle e ir tirando podemos aceptarlo, y además tiene cierto empaque literario que no está mal. 

12.5.19

civismo y debate





En unos tiempos en los que la confrontación política se ha convertido en un escupidero de bilis es un placer presenciar un debate civilizado y de altura.

Bill Maher es un izquierdista con veleidades libertarias y algo elitista; está adscrito al Partido Demócrata. Ben Shapiro es referente del pensamiento conservador, un judío ortodoxo y poco amigo de modernidades; forma parte del Partido Republicano.

El primero invita al segundo a su programa y vemos cosas que por estas latitudes resultarían extrañas.


Maher recibe con amabilidad a Shapiro, que responde con agradecimiento. Ríen y se elogian. En todo momento se ve que hay respeto y que consideran al otro un interlocutor legítimo. Maher no permite que la audiencia sea descortés con su invitado.

No hay exhibición de superioridad moral por ninguna parte. Tratan de encontrar primero los puntos de acuerdo; luego se centran en aquellos sobre los que discrepan, y a veces lo hacen con pasión, pero sin perder las formas. No asumen que el otro tiene mala intención moral, simplemente está equivocado por falta de perspectiva.

Es un diálogo interesante, fructífero y fluido. Llegan a replantearse sus posiciones iniciales, evidenciando que han sido permeables. No ha sido una mera declamación de discursos preparados, como en los casos en los que da sensación de que ha sido innecesario sentar a uno frente al otro porque solo venían a escupir lo que se traían preparado de casa.

Ambos son profundamente críticos con sus propios partidos (Shapiro llega decir que no votó por Trump, al que tilda de bobo) y no pasa nada. Son conscientes de que la política no debe ser sectaria. Ambos reprueban los comportamientos antidemocráticos de sus propios correligionarios.

Shapiro tiene a gala ser conservador y religioso sin que tenga que pedir perdón por ello ni justificarse. Maher no le ningunea por ello.

Aunque este encuentro es breve y no hay un gran despliegue argumentativo, en otros vídeos que tienen por separado se puede comprobar que ambos tienen una gran formación intelectual, buena capacidad retórica y un impagable sentido del humor. 

En solo un año llega a las casi ocho millones de visualizaciones, demostrando que hay interés por este tipo de contenidos.

5.5.19

Hija de revolucionarios, de Laurence Debray

Cuando Laurence Debray cumplió los diez años, su padre, el celebérrimo buscaruidos francés Regis Debray, le anunció que ya era hora de que se posicionara políticamente. Iba a pasar un mes en Cuba y otro mes en Estados Unidos para que a la vuelta eligiera entre el socialismo y el capitalismo. Así, tal cual. Y como ésta, docenas de anécdotas similares.
Hija de revolucionarios (Anagrama, 2018) de Laurence Debray es una magnífica y desmitificadora autobiografía de una mujer que se hartó de crecer entre libros rojos y pedantes hombres armados.
Regis Debray siempre ha sido el paradigma de progre iluminado de esos que se enamoran de su propia imagen, y ven el mundo como un escenario sobre el que lucir su activismo. Su teoría del foquismo, además de intelectualmente errado, llevó a la muerte a cientos de jóvenes iberoamericanos que creyeron que la experiencia cubana podría repetirse. Él, por supuesto, al tener pasaporte francés se libró de los paredones y pudo sobrevivir para escribir, trabajar para Miterrand, y acabar siendo un venerable madurito que ahora se ha reencontrado finalmente con el gaullismo.
En este libro aparece además como un auténtico pelmazo, obsesionado por la política, incapaz de mostrar emociones, ególatra, un tanto eurocéntrico y chovinista. Su hija Laurence señala todas sus contradicciones como personaje público, como que defienda a Hugo Chávez cuando jamás toleraría un gobernante así para Francia, o que siguiera siendo castrista tras la persecución a Padilla en 1971.
Tampoco habla bien de él como figura paterna, que casi no fue. Y venganza de la hija es convertirse en lo radicalmente opuesto que se esperaba de ella. Mucho más hispana que su padre, que siempre guardó las distancias, ella se mantuvo leal a las raíces de su familia materna, que era venezolana, y además se hizo medio andaluza tras vivir unos años en Sevilla. Su lectura favorita era el ¡Hola!, la revista del corazón española, donde descubrió al que sería su figura política de referencia, el rey Juan Carlos I. De hecho escribió una biografía del monarca, del que habla con verdadera fascinación en Hija de revolucionarios.
También sostiene literalmente que en la España de los años ochenta recuperó su confianza en la política. Juan Carlos I y su corte le parecen mucho más republicanas que la República de Francia, onerosa y elitista. Alfonso Guerra, por el que manifiesta un gran afecto, le resulta uno de los pocos políticos que ha conocido (y ha conocido a muchos) que no han cambiado al llegar al poder. La joven democracia española en su conjunto emerge como un horizonte de promesas y optimismo; la alegría de los sevillanos contrasta con la seriedad de su padre, del que repetidamente dice que es incapaz de compartir júbilo alguno, ya que está perpetuamente criticando todo, enfadado con todo.
El libro es sin duda un escarnio contra el sesentayochismo, los intelectualoides comprometidos, y toda esa izquierda encantada de haberse conocido; la rebelión de Laurence Debray es contra aquellos rebeldes insoportables. Pero también es una vindicación de una existencia tranquila, cómoda. Una de las pocas cosas que dice positivas de su padre es que es inteligente, pero que está siempre sobreexitado, por lo que no es capaz de razonar.
Hija de revolucionarios es un alegato en favor de una vida inteligente pero sin épica, y sobre todo lejos de los talibanes de la política, esos que no saben hablar de otra cosa y lo ven todo en términos ideológicos.