25.9.18

Tres dimensiones del ser humano, de Xavier Zubiri


Xavier Zubiri es un filósofo para los muy filósofos. Su lectura le puede resultar a los profanos una especie de suplicio o somnífero, según pille el día. Los zubirianos no ayudan tampoco, desde luego, ya que parecen competir por ver quién es más pelmazo y servil recitando coránicamente al maestro, en lugar de hacerlo inteligible y fomentar su divulgación, ya no entre el gran público (cosa que sería harto dificultosa), sí al menos en el mundo académico y científico, donde podría aportar mucho.

Como con los zubirianos se trata siempre de complicar el estudio para reducirse a grupúsculos cada vez más exquisitos (o sea, marginales), siempre tienden a minusvalorar los libros más claros de la primera época del filósofo, o los pocos de entre los posteriores que se pueden leer sólo con unos conocimientos básicos de filosofía.

De estos últimos hay uno especialmente sugestivo al que nadie parece haber prestado atención.

Tres dimensiones del ser humano: individual, social, histórica es una reunión de tres conferencias que Zubiri dio en 1974. La edición del 2006 de Alianza Editorial viene con dos introducciones, una de Jordi Corominas que presenta el libro, y otra del propio Zubiri en el que explica claramente en qué consiste cada parte y el sentido general de la obra. Además, después de cada capítulo, el filósofo añade una recapitulación en la que se repasa lo dicho hasta el momento (es raro toparse con un Zubiri tan pedagógico).   

Corominas, un zubiriano fetén, dice que no se puede considerar que sea una obra de “antropología filosófica” porque ésta es una disciplina autónoma y aquí más bien lo que encontramos es una “filosofía del hombre”, ya que Zubiri medita desde la metafísica o filosofía primera. Este punto de vista de Corominas es respetable, pero no lo acatamos. Y desde luego nos parece una cuestión secundaria y sin interés que en ningún caso amerita malbaratar el espacio dedicado a la introducción. Principalmente porque no creemos que el fondo metafísico invalide lo que nos resulta más especialmente vigorizante de Tres dimensiones, que es leerlo a contrapelo de los lugares comunes de la antropología filosófica, una disciplina que por otro lado no consideramos que sea inferior que la metafísica, como parece leerse entre las líneas de este primer preámbulo. Y porque desde luego este libro tiene demasiada enjundia como para perder el tiempo debatiendo qué etiquetas ponerle. 

En la introducción ya propiamente de Zubiri, como hemos dicho, encontramos el “argumento” general del libro, que básicamente se puede decir que es el desmenuzamiento in extenso del título. Comprender qué es el ser, qué es lo humano, qué es una dimensión, y cómo la reciprocidad de las tres dimensiones en las que existe el ser humano se unifican para darnos una definición completa del mismo (“Ninguna de estas tres dimensiones tiene prerrogativas sobre las otras dos” nos dice).

O sea que hay metafísica pero también hay antropología, sociología y filosofía de la historia.

Sin duda Zubiri juega con la ventaja de haber escrito ya en los años setenta, con más recorrido y más conocimientos científicos que sus predecesores, pero a diferencia de los autores canónicos de antropología filosófica (Cassirer, Scheler,...), Zubiri no piensa al hombre unidimensionalmente. No es solo un animal cultural como característica principal, no es únicamente bilogía dotada en última instancia de un espíritu, y no se reduce a una tabla rasa arrojada a un contexto histórico. Es todo eso a la vez, y es más que eso.

Este libro es de una utilidad mayúscula en nuestros tiempos. Zubiri explica con gran precisión y profundidad que el hombre es una especie que se replica y diversifica mediante un “esquema”(como llama al ADN);  sostiene que ya estamos en una civilización global y hay que olvidarse del volkgeist; y que la realidad es dinámica y es actualidad, o sea que las definiciones estáticas están de más porque todo cambia constantemente.

Ya solo queda que Tres dimensiones del ser humano salga de los círculos en los que está encerrado. Y que quienes piensan en el mundo lo que realmente hacemos y nos sucede hoy en día se acerquen a él. Tendrían una fuente impagable de ideas y estímulos.  

16.9.18

Sobre el repliegue


The Wire es una serie de televisión que no se ve, se experimenta. De los muchos momentos inolvidables resuena especialmente la frase final del protagonista, el policía Jimmy McNulty, cuando dice que se acabó, que hay que volver a casa.
Desolador. Nuestro héroe se rinde. Tras cinco temporadas intentando salvar su pedazo de Baltimore, decide que toca dejar la esfera pública y centrarse en la familia y en los amigos, en las personas más próximas a él. McNulty nos musita que no ha podido acabar con la corrupción y el crimen, pero que todavía está a tiempo de enmendarse, de ser un buen padre e incluso ganarse el perdón de su ex esposa. Y se va a casa. Tal cual.
Cuando vi The Wire hace años me pareció la crónica de una derrota. Revisitando ahora la serie me lo sigue pareciendo, pero ya sin exclamaciones. Como la derrota, mi propia derrota, no me parece ya tan trágica, le he entendido perfectamente ¿Qué sentido tiene seguir recibiendo disparos, defendiendo a gentes que no conoce si de hecho su vida no es tan mala y tiene tanto que perder? Ya ha cumplido. Adiós muy buenas a todos.
La derrota es un repliegue por hartazgo. Jóvenes queremos conocer a todas las personas que puedan ampliar nuestro horizonte y arder en los fuegos de nuestro tiempo. Maduros nos conformamos conque nos traten bien y poder desayunar sin prisas. Lo que antes no concebíamos, como vivir en un barrio residencial con cartografía de isla de aburrición, ahora es a todo lo que se reduce nuestra ambición vital. En lugar de amigos interesantísimos y en la onda, lo que nos gusta es charlar en el parque con otros paseantes de perros igual de ajados que nosotros mismos. En vez de participar en la rex publica, cruzamos los dedos para que ésta se mantenga lo más lejos posible de nuestro mundo.  
McNulty, el héroe que todos fuimos, se repliega. Presentimos que además habrá desconectado el teléfono, por si acaso.  

13.9.18

La tauromaquia en la obra de Ortega y Gasset



 El inicio de las corridas de toros es un tanto difícil de delimitar y su investigación sobrepasa nuestras capacidades y objetivos. Ya Felipe II, temeroso de buscarse animadversiones innecesarias entre sus súbditos, tiene que presionar al Papa para que revoque una bula que prohíbe unas primigenias corridas (1). Ortega dice que la tauromaquia "cuajó como arte" hacia 1740, pero los dibujos goyescos lo describen como algo popular y desordenado. En el siglo XIX los krausistas rechazaban la Fiesta, y pensadores más conservadores como Menéndez Pelayo la defendían sin ser sinceramente aficionados, más bien por oponerse a los primeros (2). Y la Generación del 98, en tiempos del joven Ortega, fue casi unilateralmente anti taurina bajo la decisiva influencia de Eugenio Noel.
Noel nació en Madrid en 1885 y murió en Barcelona en 1936. Seguidor de Joaquín Costa, consagró su vida a las campañas anti flamencas, en las que incluía como simbióticos el cante y los toros, ambos igualmente responsables para él del retraso español. Fue el único ensayista hasta entonces que dedicó su obra a combatir las corridas, lo que le llevó a la fama y a los hospitales, ya que no era raro que los aficionados de apalearan tras alguna conferencia. Sus libros, olvidados hoy, no resultan sobresalientes pero sí merecedores de mejor fortuna editorial.  Lo que es indudable es su presencia capital en la cultura española del primer tercio del siglo. Unamuno y Azorín le escribieron y escribieron sobre él; Ortega le consideraba, según cuenta el propio Noel en su Diario (3), uno de los grandes escritores de su generación, y tal vez era verdad porque Ortega medió para que Espasa publicara dos de sus libros. 

8.9.18

Lejos de mí, de Clément Rosset



La obra de Clément Rosset crece en espiral. Desde un centro nucleado en torno al problema de lo real, sus reflexiones se plasman en libros breves que escribe regularmente para matizar un poco más lo dicho anteriormente; pero siempre habla de lo mismo.  Para este filósofo francés, lo que llamamos “real” es una cosa idiota y cruel, o sea muy poca cosa, y por eso inventamos “dobles” salvíficos que tratan de dar cierto sentido a todo, y evitan así que veamos este puerco mundo tal cual es y queramos saltar debajo de un autobús.

Paradójicamente es un tipo muy divertido; a veces incluso hilarante.

Hay muchos libros suyos recomendables, pero uno que es fácil de encontrar en las librerías, que no pasa de las noventa páginas, y que no requiere conocimientos rossetianos previos es Lejos de mí.

Este libro habla de la identidad personal. O sea, ese lugar común de la filosofía que consiste en llevarse las manos a la cabeza, y con gesto compungido y teatral preguntarse: “¿quién soy yo?”

Hay una distinción socialmente aceptada entre identidad personal e identidad social. Todos pensamos que tenemos un yo prístino y auténtico -la identidad personal- que se haya coartado por la identidad social, que es que la que nos imponen los demás y que por supuesto es menos verdadera. O sea, mi bella alma está por encima de lo que ponga en mi documento de identidad, de mi actuación en la vida cotidiana, y de cómo me vean mis vecinos y aun mi familia; porque nadie podrá conocer nunca este caudal de promisión y luz que es mi verdadero yo.

Rosset dice, claro, que todo eso es “doble” que encubre el hecho de que no existe tal cosa como la identidad personal, ya que la identidad es necesariamente social (la supuesta identidad personal sería en realidad una pre-identidad). Somos lo que la sociedad y nuestro tiempo hace de nosotros desde el primer día; mamamos todo de fuera para construirnos. No hay originalidad posible, en consecuencia somos solo un yo social. Yo no sería este yo si hubiera nacido en Burkina Faso o en el siglo XIX. 
O como dice Montaigne en una cita que encontramos en este libro: “No estamos hechos más que de piezas añadidas”. 

Incluso si hubiera una identidad personal, afirma Rosset, ésta sería aburrida e inalcanzable, ya que requeriría que nada cambiara, que el yo fuera inmodificable con el pasar de los años. De hecho nadie se encuentra nunca a sí mismo. La introspección es imposible porque el yo no puede analizar al yo al carecer de distancia consigo mismo, no se puede ser sujeto y objeto de estudio. Los que dicen “conocerse”, o “conocer bien” a alguien, simplemente han captado el carácter repetitivo de una conducta y son capaces de prever un comportamiento. Nada más. No han dado con ninguna hipotética fuente originaria porque tal cosa no existe.

Nuestra personalidad es siempre prestada. Vivimos de la imitación, que es la que nos permite constituirnos. Hay que asumirlo y copiar a discreción. Solo así se tendrá algo que decir desde el yo. Necesitamos claramente de “tutores” en el sentido más amplio, también siendo adultos porque la autocreación nunca cesa. Y cuando lo hace es porque ya no existimos. Necesitamos imitar a nuestros tutores para sobrevivir, así que más nos vale buscárnoslos buenos.

En tiempos de interiorismo existencial y narcisismos varios, un tipo que dice que necesitamos ser mirados aunque sea por nosotros mismos, y que por eso nos dedicamos a indagar en nuestro ombligo buscando maná, resulta revitalizador. Desde luego, después de leer  Lejos de mí, se hace dificultoso reprimir la sonrisa cuando nos topamos con viajeros en pos de su "verdadero yo".