25.8.16

Azahara Alonso. Una conversación a propósito de Bajas presiones


Azahara Alonso (Oviedo, 1988) es licenciada en Filosofía. También tiene el Máster de Escritura Creativa del Hotel Kafka de Madrid, donde suponemos que fue buena alumna porque se quedó de coordinadora. Es una de las responsables de Ámbito Cultural, la página cultureta de El Corte Inglés. Mientras escribe críticas literarias aquí y allá acaba de publicar su primer libro, Bajas presiones, que está teniendo una buena  aceptación. Se trata de una colección de aforismos muy en la estela de Cioran, con ciertos efluvios de Gómez de la Serna, y sobre todo mucho estilo propio. Sorprendidos gratamente por su calidad, le hacemos algunas preguntas sobre la obra.

Azahara, lo siento, la pregunta es inevitable: ¿por qué Bajas presiones?
No tienes que disculparte, únicamente ocurre que la pregunta es tan ambigua como el título: ¿preguntas por la razón de ser del libro? ¿Por el título? Supongo que te refieres más bien a esto último.
En el libro hay un letimotiv relacionado con “los días sin sol”, sintagma que fue el título durante unos meses y casi hasta su publicación. La verdad es que no me gustaba: si el libro es primerizo, no quería que también lo fuese su título, y “Los días sin sol” me sonaba totalmente a eso. Y aunque decidí cambiarlo, mantuve la intención de dejar en un lugar central ese hilo conductor. Bajas presiones surgió tanto por esos días nublados (o sin sol, que no es lo mismo) como por el juego de palabras obvio, la necesidad de relativizar en la atmósfera creada/transmitida, con temas tan de peso y recurrentes como la muerte o la literatura, que son constantes en el libro.

Sí, me refería al título. Y ahora me refiero a la forma, que salvo que me corrijas, la vamos a llamar generalizando “escritura fragmentaria”, ya que alterna aforismos, sentencias y alguna greguería ¿No has tenido miedo de ser demasiado joven para escribir un tipo de género que suele exigir mucha madurez y lecturas? Me viene a la cabeza Rafael Sánchez Ferlosio, que advierte del “fraude de la profundidad” que pueden tener los textos cortos…
Pues te corrijo, te corrijo, y ya lo siento: tanto las greguerías como las sentencias son un tipo de aforismos. Poca sentencia hay en Bajas presiones, o al menos de eso se trataba, ya que en ninguno de los aforismos pretendí ofrecer doctrina o resolución moral. Podría considerarse un libro de escritura fragmentaria si los textos que lo integran respondieran a una idea que los aglutinase y les diese sentido, pero creo que los aforismos que lo componen responden de manera autónoma, tanto en la forma como en el contenido, independientemente de que luego puedan tener relación entre sí, pero se trata esta de una relación horizontal, temática, no jerárquica.
Aclarado esto, te diré que una puede tener miedo a muchas cosas pero no a ser algo, en este caso, “demasiado joven”. El contexto de un libro me parece relevante a modo de curiosidad, pero nunca como justificante de los fallos o aciertos del mismo. Volviendo al tiempo, si bien para las rutinas de la vida me he mantenido siempre dentro de los tiempos culturalmente compartidos, creo que en la literatura me ha gustado buscar el atajo del acceso para permanecer instalada cuanto antes en el espacio del aprendizaje. Un ejemplo es que empecé a leer (en el sentido más elemental) a los tres años, así que a los seis, cuando nos enseñaban en el colegio, había errado y me habían corregido tantas veces ya en lo básico, que podía ir aprendiendo cosas nuevas. El género del aforismo me ha gustado extraoficialmente desde que tenía unos trece o catorce años y, oficialmente, desde que descubrí a Cioran y otros a los dieciocho. Las lecturas relacionadas con mis intereses en la filosofía, mezcladas siempre con recomendaciones puramente literarias, generaron un batiburrillo que disfruté mucho y que encontró su máxima expresión en ese género. Y cuando una disfruta leyendo aforismos (o lo que sea) y luego se lanza a escribir, su pensamiento se ordena con mayor facilidad en esos cánones, por llamarlos de algún modo. El miedo al ridículo o a la pretenciosidad aparece (si aparece) con la escritura de un libro de cualquier género si nos paramos a pensar en cómo será recibido. Yo he tratado de sortear la autocensura y he escrito el libro que me apetecía en el género que me apetecía. Botella al mar y a otra cosa. Afortunadamente, por ahora, para expresarnos nadie nos exige una lista de lecturas o un certificado de madurez.

Vamos a agarrarnos algo que has dicho: no tener miedo a ser algo, que implica no tener miedo a definirse e incluso a categorizarse. Abundan los aforismos en los que defiendes el uso de la palabra, la necesidad de conocer y conocerse. Hay uno donde dices que las palabras son ladrillos nada menos que de “la civilización”, o ese otro en el que dices que identificar la angustia es un logro del lenguaje ¿Es tu libro una vindicación de la palabra, una defensa del lenguaje frente a Nietzsche o la postmodernidad?
Esa es una de las posibles lecturas, supongo, incluso quizá la comparto. Creo que hay en el libro una querencia por el lenguaje, una fe en él que es fundada porque asume, al mismo tiempo, las limitaciones que ya se le conocen. Pero esa lectura no fue motor; a lo sumo, cristalización. Y va con humor. Es decir, no he tratado de defender nada, en contra de lo que sugerías.

Otra cosa, y ya no me aventuro a interpretar nada, dejo que te expliques tú. Las referencias a la pareja como tormentos compartidos o asociación frente a la poligamia. Suena demasiado pragmático, casi como si tuviéramos pareja solo por cobardía frente a la vida o a los otros…
No, no, aventura e interpreta todo lo que quieras, a mí me parece que para eso está el libro. En el caso de los aforismos a los que te refieres, sobre la pareja, la idea era darle una nota de humor y enunciar al mismo tiempo cosas que me parecen indiscutibles: la pareja es una asociación contra la poligamia, al menos la ideal. La pareja es una compañía, en muchos sentidos, y un/a compañero/a sostiene los tormentos (también, claro está, las alegrías, pero esto tiene menos gracia). Tal como están las cosas o las parejas que conozco, y ya siento generalizar, me parece que tener una pareja y que funcione es lo menos cobarde que puedo imaginar: conocer, querer, cuidar y compartir y que todo esto sea recíproco y se sostenga en el tiempo es algo admirable.

Sin duda he leído esos aforismos en un momento más cínico de mi vida…pero me quedo con mi interpretación, que para eso están, en efecto, los aforismos. Vamos a cerrar con uno que podría aparecer encabezando libros sobre sociología contemporánea: “La tecnología hace extrovertido al solipismo”; como casi todos los tuyos se pueden interpretar de muchas maneras, como cantinela tecnófoba en plan “antes nos mirábamos a los ojos al hablar”, o más optimista “nunca nos hemos mirado a los ojos al hablar y ahora por lo menos nos lanzamos señales de humo por la red” ¿hacia dónde tiras tú?¿Qué relación tienes con el mundo actual?¿Añoras otros tiempos donde se desayunaba más relajadamente?
Es simpático que me hagas la última pregunta, porque desde hace unos años la hora del desayuno es el momento de mayor paz de mis días: madrugo para poder desayunar con toda la calma del mundo y con un libro y un cuaderno a mano. Así que no, no añoro, y tampoco tengo claro que sea el pasado la época en la que se disfrutaba de esa calma, creo que es algo más relacionado con las facilidades de horario de cada uno.
Es cierto que tengo una tendencia demasiado marcada a la nostalgia, pero en el caso del aforismo que mencionas hacía referencia, íntimamente, a la manera que tienen muchas personas de enfrentarse al mundo: hay gente realmente metida en sí misma (quizá nosotros también) que, gracias a las teclas y las pantallas, contacta con más facilidad de lo que exige la presencia física, al menos en un inicio. Es un poco el espíritu de los tiempos, todos somos, creo, más extrovertidos que antes. El contexto lo favorece.

15.8.16

Podemos. Desesperación o desesperanza


Julián Marías, nunca suficientemente vindicado, decía que hay que distinguir los tiempos desesperados de los desesperanzados. Los primeros no necesariamente son consecuencia del fracaso, ya que puede que provengan de un gran cambio que haya trastocado los cimientos sociales y que la desorientación momentánea empuje a buscar nuevos horizontes, a menudo con vigor y expectativas renovadas. Los tiempos desesperanzados sin embargo son mucho más negativos porque se esfuma toda ilusión de mejora, se prescinde del futuro e impera la creencia de que la situación puede perpetuarse indefinidamente hasta la hecatombe final; el desesperanzado ni siquiera desespera, advierte Marías, porque ya todo le da igual.

Los resultados de las últimas elecciones, parece obvio, nos han arrojado a tiempos desesperanzados. No hay ya posibilidad de que recuperemos la dignidad como país y no va a haber reformas: la casta ha salvado sus muebles. Una victoria electoral que se nutre principalmente de millones de pensionistas y funcionarios -es decir gente a la que la economía les da igual porque tienen unos ingresos garantizados- ha encumbrado a un presidente gris cuyo único programa es el inmovilismo.

La desesperanza se propaga y los más jóvenes sienten que tienen que buscar otras latitudes donde vivir si quieren sacarle rédito a sus estudios; o quien tiene hijos pequeños sabe que estos crecerán en una sociedad mediocre y amoral, con uno de los peores sistemas educativos de Occidente. Y los que salimos adelante como buenamente podemos nos refugiamos en el cinismo o el apoliticismo, cruzando los dedos, esperando no bajar un peldaño más en los próximos meses en nuestra calidad de vida.

¿Habría cambiado algo de esto si las cosas hubieran sido diferentes tras las elecciones de Diciembre? Seguramente no mucho, desde luego no profundamente, pero al menos nos moveríamos en otro escenario, uno tal vez más vertiginoso pero innovador y de alguna manera ilusionante.

Si Podemos, o más concretamente Pablo Iglesias, se hubiera abstenido ante el intento de formar gobierno de Pedro Sánchez, o le hubieran permitido ser presidente dos años -o dos meses-, si hubieran tenido una actitud menos prepotente y más flexible Mariano Rajoy estaría ya en el vertedero de la Historia y el Partido Popular sería un partido en descomposición. Eso no hay que olvidarlo. Por supuesto que nunca fue la intención de Pablo Iglesias que Rajoy saliera fortalecido, seguro que no entraba en sus planes el motto troskista de “cuanto peor mejor”; fue solo un error de cálculo, pero en política los errores de cálculo se han de pagar, más cuando el responsable ejerce de intelectual visionario y la embarrada ha sido tan espectacular.

Sin embargo no parece que el líder podemita tenga intención de asumir sus faltas, no da la impresión de que esté pensando en hacerse a un lado o replantear la estrategia. Nos topamos entonces con un problema grave: el líder de Podemos no solo no consigue movilizar ya a su electorado, lo que es preocupante, es que además su presencia sí consigue activar al electorado conservador, que básicamente votan a un insustancial para cortarle el paso a él.

Ahora ya está claro que Pablo Iglesias es el arma de Rajoy para perpetuarse en el poder. A todos estos burgueses bolivarianos les ha tomado la delantera Pedro Arriola, mucho más al tanto sin duda de cómo piensa el español de a pie. Ya han tenido dos ocasiones en los últimos meses para ganar las elecciones, o al menos ser decisivos, pero claramente han fallado y tocado techo electoral.

Podemos tiene que sumirse en la desesperación, correr riesgos, tal vez cambiar de ruta, repensarse, buscar nuevas ideas y otros liderazgos; o sea, entender que vienen tiempos duros que pueden anunciar una nueva pleamar. La alternativa es seguir como hasta ahora y convertirse también en indolencia, confundirse con la acidia ambiental, perder toda esperanza, caminar apáticos de la mano de Iglesias hacia la mayoría absoluta de Rajoy.

Desesperación o desesperanza. Es imperativo elegir ya.

1.8.16

Hegemonía


Podemos es el fenómeno político de nuestro tiempo. Son unos chicos leídos que hacen posible lo que parecía imposible: sacar a una parte de la ciudadanía de su sempiterno apoliticismo. Nadie pone en duda que tiene su mérito lo que han conseguido, y que son el aviso de que este sistema no funciona y de que existe una generación caduca que se aferra al poder y otra que puja por tomar el mando. El fracaso en las elecciones del domingo no creo que pueda alegrar a ningún ciudadano de bien, ya que ha sido el respaldo al inmovilismo y la corrupción frente a unos jóvenes que –seguramente con propuestas erradas- por lo menos están intentando cambiar las cosas.

Rajoy es un ser gris que considera a sus conciudadanos seres inmorales que solo piensan en su bolsillo y a los que el futuro les da igual. Por ello no ha hecho ninguna reforma a pesar de haber tenido mayoría absoluta y ha estimado que el saqueo de las arcas públicas será perdonado cuando vuelva a haber dinero para todos circulando en las calles. O sea que traslada su propia mediocridad interior al paisaje que le rodea. Ni planes educativos, ni despolitización de la justicia, ni saneamiento de las instituciones. Nada. Que su falta total de patriotismo se envuelva paradójicamente en la bandera nacional hiere el corazón de cualquier español que quiera a su país.

Por ello debe de haber pocos votantes suyos que no se hayan enfrentado a un dilema ético al elegir a alguien que apela a lo peor de nosotros mismos; solo una minoría será la que le habrá votado con entusiasmo. (Seguramente a estas alturas incluso ni siquiera su otrora heroico partido, el mismo que él ha destruido, ése que defendía la libertad frente al terrorismo, despierta ya admiración sincera. ¿De verdad no había nadie más digno para encabezar al Partido Popular?)

La cuestión entonces es encontrar una explicación a que más de siete millones de españoles hayan elegido sin la más mínima convicción a este señor. Se dice que es por miedo a las hordas bolivarianas que venían a arrebatarles su prosperidad económica y que a la gente no le gustan los experimentos. Habría que preguntarse si está tan claro que esto que vivimos es prosperidad y si es indiscutible que un gobierno morado fuera a hundir la economía. Por otro lado, sin duda Podemos tiene un perfil excesivamente intelectual en un país donde los libros parece que asustan; además sus propuestas son demasiado metropolitanas para un cuerpo electoral donde prevalece el campo y las provincias.

También es cierto que lo de describirlos como unos estalinistas come-niños se ha hecho desde medios afines al Gobierno, porque incluso si los podemitas gozaran de mayoría parlamentaria, en este contexto globalizado, dentro de la Unión Europea y con la obligación de presentarse a elecciones cada cuatro años, sería imposible que abrieran gulags en los Pirineos por mucho que quisieran. De hecho Syriza gobierna en Grecia y no ha pasado nada de lo profetizado por agoreros.

Seguramente los millones de personas que han votado a Rajoy lo han hecho más bien irritados por la nada disimulada voluntad de hegemonía de Podemos. La hegemonía es esa idea fetiche que consideran un arma ideológica y que ha sido probablemente lo que les ha costado el triunfo. La gente es como es y no quiere que le digan cómo vivir su vida, aunque sea una vida en los lindes de la pobreza. Los dirigentes podemitas huelen a altivos ingenieros sociales que vienen a dejar sin tapitas en el bar ni derby los domingos al español medio, para convertirlo así en un ilustrado y moderno escandinavo que come arenque y hace nudismo. Eso al español medio le suena a injerencia, no a mejora.

No hay que olvidar la advertencia de Julián Marías, que decía que la gente tolera que le cambien un sistema político pero no un sistema social. Debemos transformar el sistema político, sin duda, pero sin inmiscuirnos en los hábitos y creencias de nuestros compatriotas, que ya cambiarán gradualmente al haberse modernizado las estructuras socioeconómicas. La superstición, el fútbol, los nacionalismos, la incultura…, todas estas lacras no se combaten con decretos gubernamentales; se desgastan con reformas educativas, racionalizado la economía y dinamizando a la sociedad, entre otros cosas.  Y se hace así, como de tapadillo,  sin olvidar nunca que el pueblo se siente feliz como es, o sea que es socialmente conservador.