27.9.17

El lento aprendizaje de Podemos

 
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Vivimos una época políticamente triste. Sabemos que nos gobierna el ser más inepto que haya podido habitar jamás en la Moncloa; además permanece atrincherado allí, sin la más leve intención de regenerar nada, resistiendo en el cargo sin otra voluntad que la de que ni él ni sus protegidos pierdan el aforamiento. De alguna manera hemos perdido toda esperanza en reformas a corto plazo, ya que mientras no cambie la casta gobernante no habrá nada que hacer. Lo que todavía conserva cierto interés, a pesar de las decepciones, son los nuevos partidos, Ciudadanos y Podemos, y sus posibles planes para llegar al poder.

El primero es tratado solo tangencialmente y con cierto escepticismo por José Luis Villacañas, que en su El lento aprendizaje de Podemos se centra sobre todo en la formación morada. El libro es una reelaboración de artículos periodísticos del último lustro; todo bien hilado y con coherencia. Este catedrático de filosofía de la Universidad Complutense pone a España en el escorzo para entender lo que está sucediendo desde la perspectiva podemita, con sus logros y pasos en falso, y sus opciones de futuro.

Los retratos que hace incialmente del sistema político no dejan mucho espacio para el optimismo. Muestra a un presidente mediocre, que es más un administrador que un político, incapaz de aportar soluciones a problemas dramáticos como el de la unidad nacional. Culpa de ello al capitalismo de Estado que padecemos, que propicia una selección negativa de los gobernantes, ya que solo asciende el que menos disiente, el que calla ante los saqueos. Los tinglados de poder se extienden empero más allá del PP; en el mantenimiento del status quo el PSOE de Andalucía juega un papel primordial. Villacañas describe bien los intentos que hubo de consolidar un poder conjunto entre Rajoy y Susana Díaz, y el golpe que perpetró ésta para descabezar a Pedro Sánchez. Que finalmente el invento fracasara evitó la consolidación de una situación sin salida, con los corruptos coaligados al mando y cubriéndose las espaldas.

Frente a este Estado extractivo y cameralista solo queda la opción de Podemos. Villacañas sigue viendo a este partido como el único camino, y sus simpatías por lo que representa son constantes. Sin embargo él cree en la línea de Iñigo Errejón y abomina a Pablo Iglesias. Ve en éste un residuo ególatra y criptocomunista, una vuelta a lo peor de IU, un partido del que hay que huir como referente porque no solo no cambió nada, sino que con su extremismo legitimó durante décadas el bipartidismo. Si hubiera triunfado la iniciativa de Errejón, o sea pactar con el PSOE y no con IU, hoy Rajoy sería un mal recuerdo del pasado y el PP estaría ya refundándose. Y seguramente la situación de Cataluña no habría llegado al punto en el que está.

Hay un capítulo en el que el profesor plantea lo que hubiera podido suceder el 22 de Enero del 2016, fecha de ese “acto infausto” en el que el Iglesias más chulito hizo imposible llegar a un acuerdo con Pedro Sánchez, si el líder morado hubiera tenido conciencia de Estado, y en lugar de seguir con su obsesión de superar a los socialistas por la izquierda, hubiera dado un discurso para la historia, explicando que no vetaba a Ciudadanos y que trataría de favorecer la presidencia de Sánchez, o como mínimo se abstendría.

Lo único bueno es que Iglesias ya no podrá volver a equivocarse, dice Villacañas, ya que se ha quedado sin nadie a quien culpar, y ya no puede argumentar desconocimiento de las consecuencias de su emperramiento en el sorpasso. Si reincide quedará claro que él es la principal garantía de la perpetuación de Rajoy en el poder.

El lento aprendizaje de Podemos se publicó antes de que la Generalitat entrara en abierta rebelión contra el Estado. No sabemos que opinará Villacañas ahora que Podemos parece haberse posicionado claramente a favor del referéndum ilegal. En el libro dice que ante la tesitura de elegir entre “Estado español y Estado catalán”, tendrían que optar por “otro Estado español”. Es imprevisible lo que sucederá después del 1 de Octubre. Pero el votante medio seguramente no olvidará los vivas de Iglesias a una Cataluña libre y a Errejón guardando silencio. Los tiempos del aprendizaje ya se acabaron. A partir de ahora comprobaremos si Podemos ya aprendió a volar, o por contra cae en picado.

23.9.17

La España de las ciudades, de J.M. Martí Font


Cuando los debates políticos se enrocan en paralogismos absurdos se agradece que alguien niegue la mayor y plantee un marco dialéctico nuevo. En España llevamos ya casi diez años de soniquete avinagrado entre el centro y la periferia rebelde. Los argumentos de ambos suelen ser pueriles, ya que no niegan el Estado-nación, simplemente discuten sobre cuál de los posibles es el menos malo. Así, se suceden en los medios un sinfín de diversas narraciones nacionales cuando ya no necesitamos ni queremos este tipo de identidades. En un mundo cada vez más pequeño e inmediato, los Estados y sus correlatos nacionales son inventos arcaicos. 

La ciudadanía y sus necesidades se canalizan mejor en las urbes. Por ello el futuro debería pertenecer a las ciudades libres del globo. Las ciudades globalizadas, cosmopolitas y abiertas presentan por otro lado más similaridades entre sí que con sus respectivos países, y por ello los Estados se empecinan en controlarlas.

La España de las ciudades de J.M. Martí Font plantea que no hay ninguna excepcionalidad española, y que aquí el Estado y Autonomías están de acuerdo en algo fundamental: hay que detener el avance de las metrópolis peninsulares. Estos poderes buscan el control del territorio y homogeneizar la sociedad, por eso se sienten más seguros en el campo, con las gentes de pueblo, de las que el autor habla justificadamente con desprecio. Las ciudades sin embargo no necesitan ni expandirse ni imponer identidades, respiran mejor con la libertad y el comercio; son dinamismo y emprendimiento económico. Los poderes estatales lo saben, lo temen, y hacen lo posible para evitar que adquieran soberanía.

No hay ciudad importante que no tenga litigios con el ente autonómico en que esté. Los ejemplos que se dan en este libro, aun siendo una mínima parte de los existentes, son abundantes: en Andalucía, la Junta privilegia a la burocrática Sevilla frente a la innovadora Málaga; en Madrid, la CAM hace lo posible por frenar a la ciudad, a la que le hubiera ido mejor, según su alcaldesa, siendo un “distrito federal”; en Cataluña, donde las plañideras independentistas no hacen más que quejarse de que el Estado les corta las alas, cualquier forma de autonomía metropolitana barcelonesa es sistemáticamente torpedeada por la Generalitat. Etc.

Martí Font no profundiza tampoco mucho en la teoría política. Este es un libro de divulgación para un lector generalista. De ahí precisamente su fuerza. Queda claro lo que propone desde la primera página y hay poca trampa en sus postulados. En todo momento explicita sus simpatías por los movimientos municipalistas de los Comunes, sobre todo con la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Para compensar también ensalza al alcalde popular de Málaga, Torre Prados, y al socialista Pascual Maragall, pero se nota que sus esperanzas están en las órbitas de Podemos. Quiere una nueva política que erradique los discursos nacionalistas y estatalistas, y entienda que las cosas han cambiado demasiado como para seguir con esas matracas decimonónicas.

Además de los kilómetros y las horas de estudio que rezuma La España de las ciudades, del que aprendemos muchas cosas de nuestras urbes, lo más interesante es el discurso alternativo de país que propone. Por supuesto que es crítico con el gobierno central del Partido Popular, pero el catalanismo -el autor es de Mataró- no sale bien parado tampoco. Ambos le disgustan. Con el resto de las autonomías no es más benevolente. Es decir, Martín Font quiere una Iberia de ciudades y para ello no cae en el chantaje emocional de los regiones ni en los tópicos victimistas. Él está a otras cosas.

Para el autor es fundamental que las ciudades se conviertan en conurbaciones integrando sus localidades dormitorio, como Barcelona y periferias; y que las ciudades que por encima de fronteras se vinculan, como Vigo y Oporto, vean sus realidades plasmadas en organismos administrativos.

Revitalizar la economía creando grandes áreas metropolitanas, así como abandonar los nacionalismos identitarios con una nueva forma de ciudadanía política, son planteamientos novedosos. Además los esbozos de antropología urbana que hace, una tanto políticamente incorrectos, son refrescantes; es cierto, como dice, que los urbanitas nos sentimos más en casa en otra ciudad de las mismas dimensiones que la nuestra, aunque esté a miles de kilómetros, que en un pueblo rural de nuestra misma provincia. Madrid se parece más a Lisboa, por ejemplo, que a un poblado serrano. Sus problemas son similares y por lo tanto sus soluciones bien deberían de ser conjuntas.

15.9.17

Los caminos de la filosofía

Wilhelm Dilthey (1833-1911) fue un filósofo alemán que tuvo cierto prestigio en su momento, aunque hoy no es excesivamente bien valorado. Escribió mucho, pero nunca un libro brillante e imprescindible de esos que hay que tener en la mesilla de noche. Tiene, eso sí, en su Teoría de las clasificaciones del mundo, una catalogación de los filósofos en tres cosmovisiones que todavía conserva, creemos, cierta vigencia.

Para él hay filósofos “naturalistas”, que serían, por ejemplo y entre otros, los helénicos o Hume, y su tema sería la moral, la felicidad, y el saber vivir en general. Hay un segundo tipo, a los que ubica en el “idealismo de la libertad”, y que estarían orientados hacia la teoría del conocimiento, en el qué puedo saber, cómo pienso, la relación entre la matería y el Espítitu y otras cosas así, como si lo que me rodea es real o no, y qué hago yo en el centro del mundo; aquí encontraríamos a Platón, San Agustín, Kant y -aunque Dilthey no los menciona por ser una escuela posterior- a los fenomenólogos. Luego hay un tercer y último grupo de filósofos, los del “idealismo objetivo”, y estos serían los interesados por el mundo exterior, en desentrañar los devenires históricos y las relaciones del individuo con sus contextos sociopolíticos; un paradigma de esta cosmovisión, claro, sería Hegel.

El primer grupo se nos presenta como fundamental en sus aportaciones a la sociedad; es necesario que haya pensadores que reflexionen sobre cuestiones éticas, o sobre el amor, el sentido de la vida y cómo pasar por la tierra haciendo el menor mal posible a nuestros semejantes. El tercer grupo también es importante; aunque las ciencias sociales se hayan especializado, sigue siendo vital que haya filósofos que nos expliquen cómo es vivir en épocas de confusión y a qué se debe esa confusión, o si existe el progreso o el porqué de las guerras o si la Historia avanza de alguna manera.

Lo que no acaba de cuadrar es el segundo grupo. Desde que la ciencia es capaz de explicarnos mediante métodos tan fiables como la falsación -o sea, prueba y error- la relación entre mente y cerebro, o cómo percibimos lo que nos circunda, o cómo se construye nuestra personalidad y cosas por el estilo ¿qué finalidad tiene que los filósofos sigan tratando de explicar mediante lenguaje metafísico cuestiones de neurociencia o física, algo que evidentemente les sobrepasa? Se trata de un arcaísmo, pero sobre todo de un no saber cuándo estás de más en un sitio.

Un ejemplo. Encuentro en un libro de divulgación científica un dato curioso: cada año las máquinas que escanean el cerebro dublican su capacidad. A partir de ahí nos surgen dos inquietudes.

La primera es que si hay máquinas que pueden ya cartografíar el cerebro humano, ¿qué tienen que aportar los fenomenólogos y filósofos varios del “idealismo de la libertad”sobre el tema? Es decir, un científico con un chisme que decodifica las regiones del cerebro y nos indica en cuáles habita el habla, la conciencia, los sueños y hasta los impulsos sexuales tiene credibilidad, más que desde luego pensadores contemporáneos -pero en muchos aspectos premodernos- que todavía hablan de un mundo de ideas desde el que nos descargamos los pensamientos, o un Espíritu que mora vete tú a saber dónde, o que si las cosas existen es solo porque se nos aparecen y para entenderlas hay que ponerlas entre paréntesis obviando todo lo demás.

Antes de que hubiera ciencia se entiende que los filósofos tuvieran que explicar estas cosas, pero ahora ya no tiene sentido.

La segunda cuestión que nos desazona a propósito de la información científica mencionada se relaciona con las respuestas que nos darían los filósofos “naturalistas” y los del “idealismo objetivo”, que como hemos dicho, sí son relevantes. Es inevitable preguntarles a qué clase de civilización hemos llegado cuando un aparato de tecnología puntera, complejísmo, capaz de ver nuestras neuronas, se convierte en prehistórico en menos de diez años ¿Cómo es vivir en una sociedad basada en la velocidad?¿podemos salirnos de ella o merecería la pena hacerlo ?¿qué cambios políticos genera un avance tecnológico tan abrumador?¿cómo podría la tecnología librarnos del trabajo? Etc. O sea, cuestiones que sí son legítimamente filosóficas.

La filosofía por lo general no pinta nada y se la saca gradualmente de los ámbitos más relevantes de la cotidaneidad. Sus defesores suelen argumentar que es porque incomoda al poder, pero para decir eso hay que tener, como suele suceder con los filósofos, un sentido sobredimensionado de la propia importancia. Sencillamente hay demasiados filósofos que se han metido a lidiar con temas que ya no son los suyos y se han hecho así innecesarios. Pero si se limitaran a pensar sobre la vida y a acompañar a la realidad en sus vericuetos, volverían a ser una voz digna de ser escuchada.

7.9.17

Sociología del moderneo, de Iñaki Doinínguez


La sociología no es una disciplina cuya lectura resulte especialmente grata al profano. La mayoría de sus textos abundan en terminología propia del gremio, así como en un enfoque farragoso y estadístico. Pocos de sus autores consiguen traspasar los límites de la academia, aunque los que lo hacen son celebrados por el lector generalista. George Simmel, Gilles Lipovetsky o más recientemente Zygmunt Bauman son ejemplos de sociólogos que saben escribir bien y que gozan de cierta estimación popular.

Otro de los problemas, creemos, que entorpece la difusión de la sociología, y que tal vez es inherente a ella por sus orígenes marxistas, es su impugnación sistemática de la sociedad en la que vivimos: paradójicamente muchos sociólogos parecen detestar a nuestra sociedad, y tal vez por un síndrome de autoimportancia, se dedican a anatemizarla y profetizar su derrumbe. Pero los agoreros acaban resultando cansinos, sobre todo cuando nada de lo que auguran que va a pasar sucede realmente. Para muchos sociólogos la colectividad es una cárcel y el capitalismo el infierno en la tierra; aunque la verdad es que todos seguimos adelante como podemos, nos queremos tanto como nos dejamos, y en el horizonte tenemos esperanza y destellos de felicidad. Para mejorar agradeceríamos que nos explicaran cómo es el mundo, no cómo de resentido está el ánimo del que nos lo describe.

O sea, que Kim Kardashian tenga millones de seguidores en redes no habla a favor de las inquietudes intelectuales de los habitantes del globo, pero tampoco es como para desear el reinado de Isis sobre nuestras metrópolis.


Iñaki Domínguez (Barcelona, 1981) es un doctor en Antropología que acaba de publicar su primer libro, Sociología del moderneo. Desde aquí le agrademos dos cosas: la primera, que aun siendo un ensayo sociológico se lee con gusto. La segunda es que nos ahorra los apocalipsis y superioridades morales al describir el fenómeno hipster en Madrid; algo que podría haber dado para muchos más alegatos y descalificaciones es tratado con humor y templaza, sin que le reste enjundia.

El estilo con el que está escrito es lo que podría llamarse “sociología narrativa”, ya que busca razonar, o “biografíar” si se quiere, la vida social en un lugar y momento determinado. Domínguez sin embargo dice que su metología es la de Keyser Söze, aquél villano genial de la película Sospechosos habituales que iba improvisando su narración sobre la marcha. Es cierto que no parece que haya mucha vocación sistemática en el libro, pero quizá por ello fluye con tanta agilidad. Nos arroja ideas como hacía el personaje interpretado por Kevin Spacey, unas veces se integran en el discurso principal, otras quedan como cabos sueltos, pero al final todo tiene un sentido.

En cuanto al tema del libro, el “moderneo” en general y en Madrid en particular, es absorbente y además no está muy tratado en la bibliografía patria. Parece más propio de los Estudios Culturales, pero esta especialidad no se ha desarrollado mucho aquí, lo que es una pena, porque poco países del mundo darían tanto juego en este terreno como el nuestro.

En España todo empezó en la contracultura clandestina de los años sesenta, para luego convertirse en una referencia hegemónica en los setenta. Los primeros modernos querían distanciarse de su circunstancia, como Pau Malvido, pero luego ser moderno se convirtió en un imperativo. Hoy consiste en ser hipster, que básicamente en la exhibición de ciertos rasgos físicos y objetos de consumo. Un parecer antes que un ser, con sus lugares santos, sus ritos y tabúes. La historia del barrio de Malasaña en Madrid o del ahora desaparecido Mercado de Fuencarral, aquí descritos, resultan muy vívidos. También es interesante el perfil que traza del moderno capitalino, que suele venir de provincias e intenta integrarse adoptando las características de esta subcultura. El capítulo sobre los dogmas del “moderneo”, como el “placer dogmático” -voy a divertirme aunque no me esté divirtiendo”- resulta especialmente agudo.

Se trata, en suma, de un fenómeno global con ciertas características locales que deriva de la sociedad postindustrial y de consumo. Aunque su verdadero origen es algo tan atemporal como la necesidad de reconocimiento y aceptación por nuestros pares. Nada grave, ni nada especialmente elevado. Pero como parece que se musita entre las páginas de Sociología del moderneo, un tipo con barba y camisa de leñador no es tal vez el especímen humano más óptimo, pero tampoco hace daño a nadie y solo busca que le den un abrazo. Así que hablemos de él y su tiempo sin flagelaciones ni pontificaciones, dejemos las condenas y espumarajos para quien los amerite.

5.9.17

Libertad fatal, de Thomas Szasz


Thomas Szasz (1920-2012) fue un psiquiatra libertario que se opuso siempre a las intromisiones del Estado y a las coacciones médicas en la vida del individuo. Para él nadie, salvo el propio interesado, tenía derecho a decidir si podía o no consumir drogas, recibir o no cualquier tipo de tratamiento psiquiátrico, o suicididarse o no por decisión propia cuando se estime oportuno.

Sobre este último tema, el del suicidio, escribió un libro, Libertad fatal, cuya lectura todavía hoy incita al debate.

El suicidio se ha interpretado durante siglos como un "autoasesinato", o sea el suicida como un asesino de sí mismo, y como tal ha sido criminalizado y perseguido. Pero para Szasz la voluntad por parte del poder religioso, luego estatal, de controlar el uso de esta "libertad fatal" es una injerencia intolerable.

Lo ilustra contando, entre otras, la historia de un señor que intentó rebanarse el cuello, pero no le salió bien, sobrevivó y fue curado...para ser condenado a la horca por haberse intentado suicidar. El médico advirtió que la herida en el cuello se podría reabrir pero le ignoraron. Al colgarle en el cadalso, el tajo efectivamente se rasgó de nuevo, y el reo empezó a respirar por él. Los verdugos tuvieron que bajarle, subir la cuerda por encima de la hendidura, y volver a ahorcarle. Todo un suplicio para un hombre cuyo delito solo había sido tratar de quitarse la vida sin molestar a nadie. También un ejemplo de cómo se las gasta este biopoder al que llamamos Estado y de lo celoso que es salvaguardando sus atribuciones.

La cuestión que queda clara, y que se repite como un mantra a lo largo del libro, es que el suicidio es una decisión individual, un derecho.  Ni el policía, ni el juez, ni el médico pueden impedirle a alguien que desea hacerlo que lo haga. Su libro fácilmente puede leerse como una vindicación del suicidio como forma de resistencia política antiestatal.  De hecho así se ha hecho.

Pero Szasz no busca orígenes ni lenitivos, casi parece que hasta tratar de disuadir al desdichado que está a punto de saltar desde una azotea sea un acto liberticida. 

¿Pero no habría que borrarle las exclamaciones de furor libertario a la idea de que el suicidio es un derecho individual inviolable? Lo es sin duda, si alguien lo tiene claro, pues adelante, nada que alegar, pero también es un fracaso colectivo, y precisamente una forma de resistencia es cuidarnos entre nosotros y tratar de que los que peor digieren las miserias no se rindan antes de tiempo.

Y sobre todo, ¿en qué le quita el sueño a los que manejan el Cotarro que unos cuantos infelices se corten las venas? Es como ese "escuadrón de suicidio" que aparece al final de La Vida de Brian, cuando unos hebreos deciden absurdamente clavarse sus espadas al grito de "¡así aprenderán esos romanos!" frente la mirada perpleja de los crucificados.