13.11.17

Saberes de andar por casa





Hay pensadores que no hace falta haber leído para saber más o menos qué dicen, ya que sus ideas se han convertido en parte de la cultura o incluso se consideran una forma de “sentido común” y su conocimiento se da siempre por supuesto. 


Cuando hablamos con alguien que no parece conocer nada de estos autores juzgamos necesariamente que estamos ante alguien poco inteligente o de muy mala formación.


Sigmund Freud sería un buen ejemplo. Él fue el primero que conceptualizó el subconsciente; nos enseñó que lo que sabemos de nosotros mismos es solo la punta del iceberg, que hay pulsiones y recuerdos reprimidos que dirigen nuestras vidas sin que lo sepamos, que las palabras pueden delatarnos aun cuando creemos que nos protegen, y que tenemos una relación con los padres cuanto menos que enfermiza.


En el día a día vemos mil ejemplos de sus teorías, que pueden no ser ciertas pero desde luego tienen fuerza, y de alguna manera nos mantenemos alerta para no ser demasiado obvios. El tema más claro es el sexual. Gracias a Freud sabemos que somos profundamente libidinosos aunque pensemos lo contrario. Por ello tenemos cuidado con este tema, ya que fingiendo recato a veces solo explicitamos avideces.


Por ejemplo, ayer en el metro entró un chica con poquísima ropa, y un señor vetusto y revenido se puso a maldecir por ello. Ella llevaba un escote abisal y al carecer de sujetador prácticamente se le veían los pechos, además su falda era tan corta que cuando se bamboleaba un poco descollaba un tanga de hilo que por la popa era imperceptible. Sin embargo este señor decía que era una descarada…¡Porque se le veía el ombligo! Que si fresca, que si mira ese ombligo, que si cómo se atreve, que si va con el ombligo al aire. Ella, que seguramente no hablaba el idioma, se mantuvo muy digna, impertérrita. Sin embargo un chico que se sentaba cerca de la escena le dijo al avinagrado viajero: “Tío, tus fetichismos son muy obvios”. A lo que el aludido respondió, tras dudar un par de segundos: “Claro que sí, es que fui educado con valores”.


Si este señor hubiera sabido algo de Freud habría sido más cínico, si se quiere decir así. O sea, se hubiera callado o redirigido su rabia de una manera que no le dejara en evidencia. Y desde luego, ante el comentario del chico, hubiera entendido de qué le estaban hablando. No fue así, y más que puritano, dio la sensación de que era un pobre tonto.




Otro autor que hay que conocer para no ir haciendo el ridículo por la vida es Antonio Gramsci. Sus Cuadernos de la cárcel son un tributo a la somnolencia, pero desde luego para ser cívicamente adulto hay que saber que no es lo mismo ser hegemónico que ser mayoritario, y que todo cambio en política tiene que ir avalado por una penetración cultural, lo que hoy llamaríamos un “relato”, y de ahí que el papel de los intelectuales y artistas en la propagación de las ideas sea tan esencial.


La izquierda lo entendió hace tiempo, prácticamente es el sentido de su existencia, por eso ganan todas las batallas ideológicas; son hegemónicos. También han asimilado estas certidumbres los nacionalismos periféricos, que han hecho de la vía gramsciana su paradójico camino hacia el poder y han convertido en facineroso per se a todo el que ose encararles.


Los que parecen vivir en la inopia en cuanto a esto son las gentes conservadoras. Por supuesto, una vez que descubren que Gramsci no es el nuevo delantero argentino del Barça, sino un filósofo marxista, se les erizan los vellos y ya no tienen interés en saber nada más. Lo que no sería grave si por lo menos aprehendieran en algún grado sus teorías, que es algo básico para prevalecer en política.


Pero no, esas excentricidades les parecen superfluas, y siguen con la matraca del imperio de ley y prosperidad económica, como si la sociedad fuera tan simple como ellos se figuran.


Por muy desprejuiciados que seamos, cuando intentamos dialogar con alguien al que Gramsci no le entra en la mollera, consideramos que estamos ante alguien políticamente tan tonto como el pobre señor del metro. Desgraciadamente son muchos nuestros conciudadanos de estas características, o sea, cortitos de miras. Son de hecho tantos que han podido elegir a un líder perfecto para ellos, uno que ni entiende ni quiere entender de estas cuestiones básicas que ya son parte del acervo sociopolítico de Occidente.      

22.10.17

Aceleracionismo, de VV.AA.



Vivimos en los segundos previos a la ignición. No sabemos muy bien qué sucederá pero estamos seguros de que será una transformación radical, un cambio civilizatorio. El mundo mudará de piel y nuestros nietos ya no serán sapiens

Hay pensadores innovadores que tratan de cartografiar este mañana inminente. La mayor parte de textos que se producen en este campo son en inglés, pero de vez en cuando hay publicaciones en nuestro idioma. Muchas vienen por cierto desde la Argentina, donde la editorial Caja Negra, con su colección Futuros Próximos, parece empecinada en traducir y distribuir todos los libros que hoy por hoy están describiendo el futuro. 



Su última aportación es Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo, una selección de dieciséis ensayos de distintos autores a cargo de los profesores Armen Avanessian y Mauro Reis.


El “aceleracionismo” es un término que al parecer surgió como un insulto, pero el filósofo Nick Land lo recogió y se lo colgó como una medalla. Él es pionero en su teorización inicial y a él se le deben dos de los capítulos más interesantes del libro. Luego Alex Williams y Nick Srnicek, siguiendo a Land pero rebelándose contra él, presentaron en el 2013 su Manifiesto por una política aceleracionista, que también aparece en este libro y que finalmente puso estas teorías en las pantallas de proyección de las universidades anglosajonas.


El aceleracionismo bebe, entre otros, de Marx. El Marx de los “Fragmentos sobre las máquinas” de los Grundisse  y el del Manifiesto comunista que ve a la modernidad capitalista burguesa como la gran fuerza que revoluciona las sociedades y acaba con fronteras y religiones.  

De fondo está siempre la “destrucción creativa” de la que hablaba Schumpeter, con el capitalismo moderno renovándose y renovando todo continuamente para seguir en marcha. Éste ha sido finalmente el gran motor del progreso; es una contradicción dinámica que ha salido de todo control. 

Para Land será a la larga el triunfo de una nueva ontología y el inicio de la singularidad tecnológica. Para sus detractores “de izquierda” -signifique esto lo que signifique- la posibilidad de superar el capitalismo con la renta mínima y la abolición del trabajo obligatorio. 

Coinciden todos en que caminamos hacia un mundo nuevo y de lo que se trata es de hacerlo más rápido, correr hacia él en vez de intentar escapar. Porque además no hay alternativa. No podemos regresar al mundo preindustrial y carecemos de un plan B en éste. Para esta corriente “no hay un afuera”; de hecho este motto se repite implícita o explícitamente en los diversos capítulos y casi podría haber sido un subtítulo más acertado del libro. 

Los mejores ensayos están, a nuestro parecer, al principio del libro, donde figuran los iniciadores del movimiento.


Nick Land aparece como un teórico fundamental sobre el que hay que investigar más. Por lo que leemos en internet se ha convertido en una adalid de cierto neo-tradicionalismo de esos que como fenómeno estético parece ideal para adolescentes seguidores de rock gótico, pero como planteamiento político provoca agitaciones estomacales. “Colapso” y la “Crítica del miserabilismo trascendental” son sin embargo dos pequeñas maravillas.


En el primero, y en la mejor tradición deleuziana de la que es reconocidamente deudor, propone nuevos términos para nuevas realidades. Por ejemplo, “hiperstición”, que sería una ficción tan bien construida que acaba formando una realidad; o “metrógago”, un parásito que interactúa y sofistica al cuerpo que succiona (“Las infecciones inteligentes cuidan de sus anfitriones”). 

En el segundo hace una lúcida radiografía del ambiente intelectual europeo; habla de aquellos filósofos que parecen niños enfadados con sus amigos, y que se cruzan de brazos y refunfuñan que no quieren jugar más. Para Land el mundo actual ofrece una gama de posibilidades infinitas. Pero hay filósofos que no quieren ver ninguna salida. Odian al capitalismo y como éste parece no tener alternativas se entristecen, y ponen su bilis y lágrimas por escrito. Sin embargo la vida sigue y ellos se la pierden.




El “Manifiesto por una política aceleracionista” está dando para mucho debate y desde luego amerita tanta atención. Plantea el rearme del discurso político desde los postulados aceleracionistas. Alex Williams y Nick Srnicek tienen talento para el panfleto, ya que consiguen convencer. Circula por internet con bastante profusión y además es breve, así que no hay excusa para no leerlo. Y hay que hacerlo lo antes posible, antes de que quede obsoleto, que será rápidamente si sus autores están en lo cierto. 



Otro de los referentes es Antonio Negri, que escribe aquí enmendándoles la plana a Williams y Srnicek por su extrañamente comunista a la par que elitista Manifiesto. Sin embargo está claro que Negri les respeta y siente que hablan el mismo idioma. Su Imperio tiene bastante de marco epistemológico para el aceleracionismo. El filósofo italiano tampoco ve un exterior a la globalización, no considera viable ningún regreso, y de lo que se trata ahora es de reorientarla para hacerla revolucionaria.



También hay un par de textos donde se intenta explicar que existe una estética aceleracionista, pero las referencias a la música tecno no acaban de convencer. Sí lo hace empero la idea de que pronto tendrán que surgir nuevas formas artísticas que exploren los potenciales tecnológicos.


Hay que decir que además algunos de los ensayos, pocos, son tan enrevesados que parecen una parodia del críptico lenguaje derridiano, como si fueran pequeños sabotajes a lo Alan Sokal con sus Imposturas intelectuales

Un libro irregular, en definitiva, pero con algunas partes que pronto serán clásicas. 









13.10.17

Diarios, de Iñaki Uriarte



Los dos primeros volúmenes de los Diarios de Iñaki Uriarte no han tenido mayor repercusión, pero a mí me parecen una lectura cordial e interesante. Más grata desde luego que las novelas lingüísticas, tan  prevalecientes hoy. El señor cuenta sus veleidades, poco heroicas, de rentista cincuentón aficionado a los libros y a las playas de Benidorm. Hay ingenio, liviandad y pasajes brillantes. Como única contraprestación, diría que a veces es demasiado evidente que los Dietarios de Pla se han utilizado de falsilla.  Esto nos lleva a las comparaciones que, cuando son con el más grande, dejan inevitablemente mullido. Pero bien, los dos libros se sobreponen.

Ahora se acaba de publicar el tercer volumen, pero me parece el más flojo. Creo que hay demasiadas citas de otros autores, que por muy bien elegidas que estén ahogan el texto propio. Además aquí se agota un poco la fórmula: Uriarte se repite demasiado. Me permito recomendar a los lectores que se limiten a los dos primeros. Y al propio Uriarte -si me oyera, y con el derecho que me da el ser entusiasta de las dos primeras entregas-, le imploraría que se esfuerce un poco más en el siguiente; o lo deje ya, antes de que la obra en su conjunto se le acabe descarrilando del todo.

Lo posthumano, de Rosi Braidotti



Los prestigios intelectuales suben y bajan, se desordenan, a veces se volatilizan y luego reaparecen cuando menos se los espera. Günter Anders, por ejemplo, nunca ha gozado de especial reconocimiento y su obra fue prácticamente desconocida hasta hace poco en el mundo hispánico. Sin  embargo su antropología para la era tecnológica está llena de ideas estimulantes y conceptos iluminadores. Murió en 1992 y no pudo reflexionar sobre muchas de las cuestiones específicas con las que lidiamos hoy en día, pero sin duda supo cartografiar lo que suponía vivir en una época donde el desarrollo tecnológico parece haberse desbocado sin que haya ya quien lo embride.


Una de las  muchas propuestas interesantes que presenta es la del “desfase prometeico”. Para Anders los seres humanos ya no tienen capacidad para entender lo que sucede. Exhiben una carencia cognitiva tal que no pueden si quiera imaginar y representarse las consecuencias de su abrumador poder tecnológico. Hoy por hoy no hay ciencia que pueda explicar la radicalidad de los cambios porque de hecho no hay habilidad corpórea, sensitiva, que pueda asimilarlos. No somos lo suficientemente inteligentes, o no estamos genéticamente preparados para ello. Nos mecemos en un progreso acelerado en el que somos realmente objetos, nunca ya sujetos.  



Este pesimismo, que por supuesto podría discutirse, viene a las mientes leyendo Lo posthumano de Rosi Braidotti (Gedisa Editorial).



Según la contraportada del libro la autora dirige el Centro para las Humanidades de la Universidad de Utrecht. Quizá esto explique algunas cosas. El libro pretende revelarnos  lo que es lo posthumano y lo que éste puede aportar sociopolíticamente al mundo actual, sin planearse que a éste le quedan dos telediarios.


La primera mitad del libro es una sucesión de referencias a pensadores y corrientes que todos los diletantes conocemos y que sabemos que hay que citar para prestigiar cualquier texto filosófico: que si Deleuze, que si teoría postcolonial, que si vainas por el estilo.


Establece de hecho un hilo entre el “antihumanismo” postestructuralista y el posthumanismo actual. Para ella “en el contexto histórico actual la noción modernista de inhumano se ha transformado en un conjunto de prácticas posthumanas y postantropocéntricas” (pág 131). Hay que tener un serio complejo de autoimportancia para pensar que cuatro filósofos de la French Theory hayan podido sentar las bases de la cosmovisión posthumana, obviando que ha llegado por unas transformaciones científicas sorpresivas, no por reflexiones en la academia.  


Braidotti habla de izquierda y derecha, neoliberalismo y cuestiones de género, y lo orienta todo hacia el futuro. Es decir, utiliza un lenguaje del siglo XX para descifrar algo que ya no tiene nada que ver con todo aquello y que seguramente carezca de sentido en el mundo por venir. Ella, como la profesora de humanidades que es, quiere construir un “relato” que mitigue el desconcierto; aspira a encontrar una explicación lenitiva para salir al paso, no entender científicamente, si acaso eso pudiera ser posible.


Pero nada cuadra. El posthumanismo no es un “significado vacío” a lo Laclau que podamos convertir en un arma del anticapitalismo o la socialdemocracia, no es panacea de nada; es la palabra que utilizamos para designar algo que difícilmente podemos descifrar y que sucederá en un mundo que apenas podemos intuir. El posthumanismo no puede ser feminista, por ejemplo, porque cuando llegue a su pleamar ya no habrá sexos (o eso es lo que promete hoy, al menos).



En la segunda mitad del libro la autora parece ser consciente de que va por un camino errado y empieza a referenciar científicos, pocos, pero en seguida desiste; parece claro que no sabe nada de nanotecnología o inteligencia artificial, y entonces vuelve a alimentarse del lastre epistemológico que es a menudo la jerigonza filosófica.


En el último capítulo se plantea el lugar de las humanidades en todo este asunto. Concluye que “Las ciencias humanas posthumanas (sic) pueden crear y desarrollar una nueva serie de narrativas sobre la dimensión planetaria de la humanidad globalizada” (pág 193) Lo que sin duda suena a derrota asumida. Se limita a reconocer que solo nos queda la lírica, el storytelling.




El “desfase prometico” del que hablamos al principio necesita de una nueva ciencia interdisciplinar que desde el principio renuncie a tener voluntad de ficción.  Crear nuevos  conceptos, nuevas epistemologías. Igual habría que recurrir a las máquinas para que nos ayuden a pensar, ya que sabemos que para comprender hay que dominar algoritmos y datos a una velocidad imposible para nosotros. O igual hay que asumir que no entenderemos jamás, quién sabe.


Lo que desde luego está claro es que para tantear al futuro necesitamos pensadores que hagan filosofía de la tecnología seria como Anders. Lo que nos sobra es nos hagan ideología.