23.3.17

Andrés Caicedo contra McOndo

wikipedia

Andrés Caicedo es el primer enemigo de Macondo.
Alberto Fuguet
Mi amigo Jairo asegura que tiene un primo en Bucaramanga que disfrutó con El coronel no tiene quien le escriba. No veo el momento de ir allá para fotografiar a tan singular criatura: sería el primer colombiano que conozco al que le gusta algo de Gabriel García Márquez.
Si bien mis conocimientos de literatura colombiana del siglo XX tienen sus limitaciones, aseguraría que el premio nobel es una rareza dentro del panorama literario nacional. Allí priman los textos en los que se hace crónica descarnada de la vida campesina o relatos de supervivencia en ciudades sepultadas por la polución. Es decir, los escritores colombianos dibujan la realidad de su país sin florituras, y ése es el tipo de libros que leen sus compatriotas.
En toda América Latina hay una revuelta, consciente o no, contra el realismo mágico y las estrecheces a las que ha condenado a lo latinoamericano. El chileno Alberto Fuguet, en su prólogo de McOndo, escrito junto a Sergio Gómez, expone bastante bien el hecho. Y no es baladí que Fuguet también sea el responsable de Mi cuerpo es una celda, compilación de textos de Andrés Caicedo, prócer de esta insurrección en su variante colombiana.
La revista cultural colombiana Arcaida tiene un especial sobre la lectura queer de Andrés Caicedo. Esto es. Colombia hoy tiene más que ver con jóvenes urbanos de sexualidad ambigua, rock y pauperización que con viejos generales que levitan al beber té y otras huevonadas por estilo.
Si alguna vez hubo una Colombia como la que retrata García Márquez, ya no existe. Y si la hubo, basta leer el clásico de los sesenta La violencia en Colombia o cualquier libro de Alfredo Molano para ver todo el horror e injusticia que originaron la visión “mágica” de la realidad. De ahí creo que no es difícil concluir que Cien años de soledad y demás serían consideradas afrentas hacía Colombia si las hubiera escrito un extranjero, no se verían más que como coartadas imperialistas de la opresión.
Sin embargo, Andrés Caicedo sigue resplandeciendo, en vida y obra, como grito de la Colombia que no quiere ser exótica porque sabe bien que ese exotismo es muerte y subdesarrollo. Andrés Caicedo es la América Latina que realmente existe hoy, pobre pero moderna.
Y por supuesto, como no cabe en los clichés foráneos sobre la región, es totalmente desconocido en los países de allí arriba.

22.3.17

La España vacía, de Sergio del Molino


Decía Julián Marías que en España nunca se dice lo que pasa, pasa lo que se dice. Es algo que vemos a diario: los medios de comunicación arrojan sobre la audiencia temas que igual no son importantes ni aun si quiera verdaderos, y sin embargo se convierten en las preocupaciones de la ciudadanía. Y en el envés de estos temas suceden cosas reales que sí son sustanciales y afectan nuestra vida diaria pero que sin embargo nadie advierte. Muchas veces el mundo intelectual actúa como epígono de esta carencia, y dedica sus esfuerzos a desentrañar los temas identitarios y demás storytellings del poder, en vez de dedicarse a buscar el meollo de las cosas para ampliar los horizontes de la convivencia común.

Cuando se habla de nuestro país se recurre casi siempre a un lenguaje metafísico, muy en la onda noventayochista, donde los autores del centro y la periferia sobrevuelan la realidad sin atinar en las cuestiones cruciales o cuanto menos sugestivas. Una particularidad de los españoles es que viven pendientes de su país, en unas alturas que en apariencia son elevadísimas aunque realmente no sirven para nada. Se habla con obsesión patológica de la Historia, pero no del presente y de las posibilidades futuras; se debaten si existen o no la nación o naciones, pero no se analiza cómo vive el español de a pie; se acentúa constantemente una supuesta “excepcionalidad” nacional, cuando de hecho lo interesante sería relativizar lo propio y situarlo dentro de la globalidad.

Como hartazgo ante esta mixtificación carpetovetónica, ya sea en sus variantes optimista o pesimista, surge otra anomalía también muy española e igual de nociva: el intento por obviar todo enraizamiento y hablar desde aquí como si no hubiera un aquí, como si  estuviéramos en París o Nueva York. Esto origina una sensación de superficialidad que cuando se plasma por escrito produce libros banales.

Hay que asumir que este es nuestro país y que no es el más elegante ni el más avanzado, pero es en el que nos ha tocado salir adelante y el que debemos entender con más urgencia.

La España vacía de Sergio del Molino (Madrid, 1979) se suma desde el sosiego al intento por analizar la realidad española. Empieza reutilizando la idea de las dos Españas para referirse a la demografía: dice que hay una España llena, la que hay en las costas y en las grandes ciudades; y otra, la España vacía, que está en Castilla principalmente y que es “un mar de arena” con unos índices de densidad poblacional extremadamente bajos. Estas dos Españas se miran con recelo y se narran desde la nostalgia y el desconocimiento. Los de la España llena tienen memoria de que no hace muchas generaciones atrás ellos eran de campo e idealizan el mundo de sus abuelos; los de la España vacía ven a las ciudades como nuevas babilonias narcisistas. Tal vez para algunos lectores con muchos kilómetros hechos por la Península este planteamiento sea una obviedad, pero los capítulos que crecen concéntricos a este tema son interesantes y eruditos sin ser plomizos.

Desde lo que el autor llama el Gran Trauma, la migración masiva del campo a la ciudad en los años 50 hasta nuestros días, con un país convertido en abrumadoramente urbano, se nos habla de literatura, sociología, geografía e historia. Hay planteamientos reveladores y alguna anécdota curiosa. La lectura es grata, accesible, e inevitablemente aportará puntos de vista nuevos (Solo cabe reprocharle un dato que aporta que es erróneo: en su capítulo sobre el carlismo atribuye a Donoso Cortés haber sido uno de los portavoces de este movimiento, cuando el pensador extremeño fue leal a la causa isabelina).

El libro está escrito desde una perspectiva bien ajustada, ajena tanto a la obsesión nacional como a su negación, explicando determinadas características de nuestro país sin caer en alarmismos ni gesticulaciones. El autor conoce otros rincones del mundo y cuando le parece necesario hace comparaciones, en lo bueno y en lo malo. Si cree que El Quijote ha sido perjudicial en algún aspecto, lo dice tranquilamente sin escupir bilis ni aparentar que profana un templo. Tiene buenos conocimientos de literatura e historia española, pero cuando los expone habla de realidades, no parece que esté divagando sobre teología. Su preocupación es sencillamente España y lo demuestra analizando pragmáticamente su situación, sin hacer grandes discursos ni darlo todo por perdido. Podríamos concluir diciendo que este libro es un ejemplo de lo que más falta hace en estos momentos: una equilibrada conciencia nacional inteligente.

6.3.17

Algo de cine español




Veo dos películas españolas casi seguidas y no puedo evitar encontrar ciertas similitudes.

Una es Al sur de Granada, basada en la novela de Gerald Bernan. No he leído el libro, en teoría autobiográfico, pero desde luego la película es curiosa. Trata de un inglés erudito y civilizado que llega a una aldea de la España profunda, allí se amista con un lugareño bondadoso al que decepcionará para luego reconciliarse, luego tiene una relación con una moza pasional y bella que simboliza la autenticidad de una tierra ajena a la Modernidad. Tras superar el choque cultural se acaba integrando como un más entre los pintorescos habitantes, y finalmente vuelve a la civilización un poco más sabio y tolerante con los pueblos no desarrollados.
Es decir, la historia sigue uno por uno todos los clichés de la narrativa colonial.
Lo curioso es que es una película española, no británica. Es decir está hecha por españoles -los nativos “orientalizados” que diría Edward Said- pero desde el punto de vista del occidental superior. Está contada para que nos identifiquemos con el inglés y veamos como exóticos a los españoles. Al final acaba con un extrañísimo agradecimiento al señor Brenan por su paciencia a la hora de entendernos, ya que, se supone, los ibéricos damos mucha guerra con nuestras subdesarrollidades.
Dudo, por otro lado, que los ingleses hagan un día una película en la que el protagonista es un español ilustrado que viaja a una barriada industrial británica feísta y gris, acaba congeniando con sus etílicos y brutos hooligans, les enseña las virtudes de la poesía del 27 y a no pegar a sus mujeres, y que los títulos de crédito finales terminen dando las gracias al español “por ser tolerante con la cultura popular británica”.

La otra película es Magical Girl.
Está dirigida por Carlos Vermut y es dura de ver, ingrata, pero tiene calado y merece la pena. En todo momento sabemos sin que se explicite que nos está hablando de la actualidad de nuestro país. Y sin embargo hay un pegote a mitad de metraje en la que un personaje, secundario pero fundamental, diserta sobre España ¡hablando del toreo como epifenómeno nacional!
El problema de España ha obsesionado a los intelectuales patrios desde hace siglos. Hay pocos países que hayan sido tan autoanalizados, y con tanta aptitud, como el nuestro. Sin embargo, en lugar de tirar de las cientos de perspectivas interesantes y potentes de las que podría haber hecho uso, Vermut se marca un diálogo propio de un turista gringo que todo lo que sabe del país es lo que ha leído en el Lonley Plantet.
¿De verdad un español puede recurrir al símil de torero para hablar de la realidad circundante?¿Por qué ve el país siguiendo topicazos que sabe de sobra que son falsos?
La respuestas se me escapan.

4.3.17

El fin del trabajo




A principios de siglo XX el filósofo Ortega y Gasset y el escritor Pío Baroja se enfrascaron en una polémica muy interesante. El primero, en su empeño por poner a España a la “altura de los tiempos”, exigió que se redujera la jornada laboral a cuarenta horas semanales para que así los obreros tuvieran tiempo para leer a los clásicos y comprometerse en los vaivenes políticos del país. Baroja, empero, más cínico y sempiternamente resentido por un incidente que tuvo con sus empleados en la panadería familiar, respondía que si los obreros tuvieran tiempo libre lo malgastarían emborrachándose en los casinos de los pueblos.

Los argumentos de ambos autores son bastante representativos de las posiciones que surgen hoy entre la ciudadanía ante las propuestas de renta mínima o de abolición del trabajo obligatorio. Hay quienes piensan que sin forzar a la gente a sudar por su salario todo se irá al traste y nos dedicaremos a engordar en el sofá animalizados y depresivos; otros consideran que la liberación humana exige que no estemos obligados a cumplir con trabajos que no nos sean gratos, que para eso están ya las máquinas.

La primera posición es la de los que tienen una visión negativa del ser humano, al que consideran incapaz de funcionar sin palo o zanahoria. Los segundos son más optimistas y ven en el desarrollo tecnológico la posibilidad de dedicarse al cultivo de la felicidad, algo así como Aristóteles cuando defendía que existieran esclavos para que sus propietarios pudieran dedicarse a la filosofía en lugar de mancharse las manos con los arados y las calderas. Nuestros esclavos serían de silicio y metal.

La cuestión es que los partidarios de que trabajen las máquinas son a los que el devenir histórico está dando la razón. Objetivamente sobra mano de obra y ahí están las estadísticas del paro para probarlo. Y la mecanización hace innecesario tanto empleo que se tiene que crear artificialmente, torpedeando la sustitución de hombres por máquinas e inventándose ciclos de producción y consumo que no existen por demanda real. Ya hay, por ejemplo, una nueva generación de microchips que son capaces de comunicarse entre sí y hacer funcionar solos cadenas de montaje o incluso cafeterías. En cuanto se comercialicen, millones de habitantes del globo perderán su trabajo. Esto puede ser una tragedia que se intente subsanar como siempre, es decir, sacándose de la chistera nuevos, caros e innecesarios puesto laborales, o verlo como una oportunidad para que estos desempleados reciban una renta y se dediquen a vivir con tranquilidad y sosiego.

Inevitablemente, antes o después se llegará a la conclusión de que es más rentable y sostenible pensar una sociedad en la que el trabajo sea voluntario y de pocas horas, y que las personas dediquen casi todo su tiempo de vigilia al desarrollo de sus aficiones.

Luis Racionero publicó un libro en los años ochenta llamado Del paro al ocio que no ha perdido vigencia. Ahí dice que el gran reto de los académicos e intelectuales es pensar esa sociedad del ocio. Por supuesto que si paramos de trabajar de golpe la sociedad no aguantará; habrá que hacerlo gradualmente. Racionero propone regresar a los valores clásicos en lugar de la ética puritana industrial de los países del norte, aunque quizá esto tiene algo de idealización de su amado Mediterráneo más que propuesta real. Pero hace otras sugerencias con más o menos fortuna, como la creación de “eco-regiones” altamente tecnificadas o que el viajar y estudiar a cualquier edad sean derechos constitucionalmente reconocidos. Pero sobre todo –y esta es la idea más interesante del libro- exhorta a pensar el mundo que inevitablemente viene, con sus nuevas formas de relacionarse, de hacer arte o habitar ciudades.

Los cambios ya se dan y si no lo hacen con más gravedad es porque hay poderes que evitan que suceda. Porque medios y dinero hay para que no tengamos que trabajar. Lo único que nos detiene es que estamos hablando de crear una nueva civilización, y eso asusta y conmueve los cimientos de nuestra existencia. Sin embargo hay que empezar a reflexionar. Es momento de que académicos e intelectuales justifiquen su sueldo y analicen cómo sería ese cambio civilizatorio y lo preparen, sobre todo para que el fin del trabajo obligatorio siga una vía orteguiana, con nuevas e ilusionantes posibilidades para el ser humano, nuevas formas de cultura y libertad. La alternativa es que el escepticismo burlesco de don Pío sea el que triunfe, o sea que descarrilemos en una especie de distopía de holgazanes insustanciales.

3.3.17

Contra el Rock and Roll, de Jordi Sierra i Fabra



Leo La Era Rock (1953-2003) de Jordi Sierra i Fabra. El libro tiene algo de manual definitivo que se agradece. Curioso y útil para conocer las historias de todos los figurantes a los que las masas han tributado adoración en los últimos cincuenta años, no consigue empero que el profano consiga entender cómo una música tan estandarizada y mediocre pueda todavía hoy conmover a nadie. Es más, contraviniendo el afán laudatorio con que está escrito, cuando se termina su lectura nos embarga cierto sentimiento spengleriano, pero no ya de decadencia de Occidente, sino de cataclismo inminente: una civilización que venera a cenutrios como Mick Jagger está condenada a la extinción.

Tuvo su gracia al principio, suponemos, esto del rock, con su osadía decibélica y la mezcla de estilos; pero medio siglo con la misma matraca es demasiado tiempo. Es un género agotado e inerte, producido en serie y con un mensaje de rebeldía sencillamente pueril.

Además, trasladado fuera de los países anglosajones no es más que un pegote aséptico, incapaz de transformar nada puesto que nadie lo entiende. Un ejemplo más de imperialismo cultural, pero a diferencia de otros campos, aquí adquiere una dimensión grotesca: esperemos que algún día alguien consiga descifrar cómo es posible que en un país como el nuestro donde nadie sabe ni pedir la hora en inglés se considere normal eso de decir que David Bowie es un referente generacional o que Los Beatles son cultura popular. Se supone que la música es parte fundamental de la educación sentimental de las personas y los pueblos; que la manera que hayamos aprendido a explicitar nuestros sentimientos sea algo así como guachu guachu bor in de yu e sei, guachu guachu can lif güiz aut yu guachu guachu … da medida del grado de madurez psicológica de nuestra sociedad.

(Y desde luego lo absurdas que son las letras es capítulo aparte; casi mejor no entender esos mensajes histéricos de amor, de no puedo vivir sin ti o no me dejes y demás, que si alguien las dijera en la vida real haría que el aludido o aludida llamara a la policía para denunciar el acoso de un perturbado.)

Por supuesto la hegemonía del rock no es casualidad. Es su magnífico libro El ruido eterno Alex Ross recorre musicalmente todo el siglo XX analizando cómo las estructuras sociopolíticas determinan qué se escucha en la superficie: desde las vanguardias hasta el último "hit" del verano, no hay en la música nada atemporal ni ajeno al contexto. La música no es inocente; nunca. Los acordes, la tonalidad, las voces,...todo en la música responde a una intencionalidad. En el caso de las pieza totalitarias a lo Carl Orff está claro. En otros casos, como esa oda a la banalidad llamada rock, no es tan evidente o no queremos verlo, pero está ahí. Con sus acordes simplones, menos complejos que cualquier balada medieval, los temas que nos fuerzan a oír en el metro o en la calle han sido fabricados por máquinas y tienen como finalidad nuestra comunión con el mundo postindustrial, una satisfacción inmediata para que no veamos lo alienadas que están nuestras vidas.

Desde el principio el rock surgió para los jóvenes solventes de las sociedades postindustriales. O sea, siempre fue negocio y como tal sobrevive. Surgirán más bandas y se seguirá escuchando muchos años más, pero su validez y consistencia artística, si alguna vez la tuvo, está extinta. Es hora de transmutarlo o finiquitarlo, y buscar otros medios de expresión genuinos e innovadores. El rock es una costra que impide que haya otras formas artísticas, incluso en el terreno musical. Por una cuestión de salubridad generacional debería de arrojarse al baúl de los recuerdos.