Philippe
Muray (1945-2006) fue un autor francés que adquirió cierto renombre en su país
tras su muerte. Michel Houellebecq sostiene que es uno de sus maestros.
Escribió bastante, pero se ha traducido poco de él a nuestro idioma; aquí
permanece desconocido. Recientemente ha aparecido El imperio del Bien, uno de
sus libros más celebrados. Sin embargo, tal vez porque ha llegado por una
editorial pequeña, o por su contenido conservador, no parece que haya causado
especial impacto. También podría ser que el estar escrito en un estilo
“puntillista” a lo Céline (Muray biografió a este escritor) haya mermado su recepción.
El
imperio del Bien
es un panfleto contra el chantaje humanitario y buenista al que vivimos
sometidos en la actualidad. Teniendo en cuenta que apareció en 1991, está claro
que tuvo bastante de profético. Por supuesto Muray no se opone a las causas
justas en sí, que considera que “forman parte de lo obvio”, sino a su
utilización abyecta con fines políticos. Indignarse por “la pobreza, el
aparheid o los incendios forestales” es lo normal, nos dice, pero no hay
necesidad de estar todo el día exhibiendo esa indignación. Son los aspavientos
moralistas, convertidos en totalitarios e incontestables, contra lo que se
rebela. Para Muray hay un “Bien” con mayúsculas, que es mezquino y con vocación
de linchamiento (“Bajo las cruzadas filántrópicas, se esconde, lo repito una
vez más, la inoculación homeopática de un terrible veneno: la pasión por la
persecución”), y otro “bien” con minúsculas que es el cotidiano, el de la gente
corriente, y que paradójicamente está más amenazado por el “Bien” politizado
que por el mal ontológico de toda la vida.
Las
frases que va disparando son certeras y pétreas. Pocos textos son tan citables
como éste. Podríamos sacar docenas de sentencias o párrafos con los que
salpimentar cualquier artículo. Da para una cuenta de twitter por sí solo. En
sus doce capítulos va desgranando a este enemigo difuso, y por ello temible,
que nos rodea y como un nuevo culto viene a sustituir a la religión, ya que nos
obliga a creer en él sin pensar por nosotros mismos (“El Bien es la respuesta
anticipada a todas las preguntas que no nos hacemos”).
La
influencia de la Internacional Situacionista de Guy Debord es evidente y
reconocida en continuas referencias. Muray habla del Espectáculo en el sentido
que le daba Debord: una realidad creada por los medios de comunicación gracias
a la acumulación de capital y que ha venido a suplantar a la realidad objetiva, es la consolidación de la más formidable maquinaria de alienación jamás creada.
El Bien, añade Muray, sería el contenido que tiene ahora el Espectáculo, similar a una especie de hegemonía de las “almas bellas” que tanto aborrecía Hegel.
El Bien, añade Muray, sería el contenido que tiene ahora el Espectáculo, similar a una especie de hegemonía de las “almas bellas” que tanto aborrecía Hegel.
El
Bien, al no tener correspondencia con la realidad “real”, no necesita
demostrarse. Es mera sentimentalidad (“cordicópolis: la dictadura del
corazón”). Se trata de un idealismo filosófico absoluto alérgico a cualquier
inmanencia. En el Bien nos movemos exclusivamente en el mundo de las nobles
aspiraciones. No se le puede juzgar por sus acciones, que pueden ser terribles,
solo por sus intenciones benefactoras. Hay que vivir continuamente descubriendo la “luna de las Buenas Obras”.
Por
supuesto el Bien adora el pasado. Allí encuentra un mal, ya teatral, que
necesita para “proseguir con su larga batalla de evidencias, su epopeya del
pleonasmo” . Y lo busca en el pasado porque “es tranquilizador revivir
problemas que ya están solucionados”. Para ello “mantiene vivas, como fuego de
campamento, las hogueras del conflicto”. Ondea siempre un “mal ficticio” para
evitar así que le surja un adversario real contra el que seguramente no tendría nada que hacer.
En
la construcción del imperio del Bien juega un papel fundamental la “nostalgia
de lo penal”. El Bien exige muchas leyes, infinitas leyes, para cambiar las
costumbres. Hay que obligar al ciudadano de a pie a ser benefactor.
El Imperio del Bien es, en suma, un libro es inagotable; merecería un estudio más exhaustivo. Aquí solo podemos reseñarlo a matacaballo. Vivimos tiempos complicados en los que el poder se presenta sonriendo por el colmillo izquierdo y envuelto en una forma “pastoral” que, como sostenía el Foucault de la última etapa, no se contenta con someternos, sino que además quiere que se lo agradezcamos.
Como
respuesta a esto Philippe Muray señala, protesta y grita enseñando el dedo
medio.