24.9.19

El imperio del Bien, de Philippe Muray


Philippe Muray (1945-2006) fue un autor francés que adquirió cierto renombre en su país tras su muerte. Michel Houellebecq sostiene que es uno de sus maestros. Escribió bastante, pero se ha traducido poco de él a nuestro idioma; aquí permanece desconocido. Recientemente ha aparecido El imperio del Bien, uno de sus libros más celebrados. Sin embargo, tal vez porque ha llegado por una editorial pequeña, o por su contenido conservador, no parece que haya causado especial impacto. También podría ser que el estar escrito en un estilo “puntillista” a lo Céline (Muray biografió a este escritor) haya mermado su recepción.
El imperio del Bien es un panfleto contra el chantaje humanitario y buenista al que vivimos sometidos en la actualidad. Teniendo en cuenta que apareció en 1991, está claro que tuvo bastante de profético. Por supuesto Muray no se opone a las causas justas en sí, que considera que “forman parte de lo obvio”, sino a su utilización abyecta con fines políticos. Indignarse por “la pobreza, el aparheid o los incendios forestales” es lo normal, nos dice, pero no hay necesidad de estar todo el día exhibiendo esa indignación. Son los aspavientos moralistas, convertidos en totalitarios e incontestables, contra lo que se rebela. Para Muray hay un “Bien” con mayúsculas, que es mezquino y con vocación de linchamiento (“Bajo las cruzadas filántrópicas, se esconde, lo repito una vez más, la inoculación homeopática de un terrible veneno: la pasión por la persecución”), y otro “bien” con minúsculas que es el cotidiano, el de la gente corriente, y que paradójicamente está más amenazado por el “Bien” politizado que por el mal ontológico de toda la vida.
Las frases que va disparando son certeras y pétreas. Pocos textos son tan citables como éste. Podríamos sacar docenas de sentencias o párrafos con los que salpimentar cualquier artículo. Da para una cuenta de twitter por sí solo. En sus doce capítulos va desgranando a este enemigo difuso, y por ello temible, que nos rodea y como un nuevo culto viene a sustituir a la religión, ya que nos obliga a creer en él sin pensar por nosotros mismos (“El Bien es la respuesta anticipada a todas las preguntas que no nos hacemos”).
La influencia de la Internacional Situacionista de Guy Debord es evidente y reconocida en continuas referencias. Muray habla del Espectáculo en el sentido que le daba Debord: una realidad creada por los medios de comunicación gracias a la acumulación de capital y que ha venido a suplantar a la realidad objetiva, es la consolidación de la más formidable maquinaria de alienación jamás creada. 
El Bien, añade Muray, sería el contenido que tiene ahora el Espectáculo, similar a una especie de hegemonía de las “almas bellas” que tanto aborrecía Hegel.
El Bien, al no tener correspondencia con la realidad “real”, no necesita demostrarse. Es mera sentimentalidad (“cordicópolis: la dictadura del corazón”). Se trata de un idealismo filosófico absoluto alérgico a cualquier inmanencia. En el Bien nos movemos exclusivamente en el mundo de las nobles aspiraciones. No se le puede juzgar por sus acciones, que pueden ser terribles, solo por sus intenciones benefactoras. Hay que vivir continuamente descubriendo la “luna de las Buenas Obras”.
Por supuesto el Bien adora el pasado. Allí encuentra un mal, ya teatral, que necesita para “proseguir con su larga batalla de evidencias, su epopeya del pleonasmo” . Y lo busca en el pasado porque “es tranquilizador revivir problemas que ya están solucionados”. Para ello “mantiene vivas, como fuego de campamento, las hogueras del conflicto”. Ondea siempre un “mal ficticio” para evitar así que le surja un adversario real contra el que seguramente no tendría nada que hacer.
En la construcción del imperio del Bien juega un papel fundamental la “nostalgia de lo penal”. El Bien exige muchas leyes, infinitas leyes, para cambiar las costumbres. Hay que obligar al ciudadano de a pie a ser benefactor.

El Imperio del Bien es, en suma, un libro es inagotable; merecería un estudio más exhaustivo. Aquí solo podemos reseñarlo a matacaballo. Vivimos tiempos complicados en los que el poder se presenta sonriendo por el colmillo izquierdo y envuelto en una forma “pastoral” que, como sostenía el Foucault de la última etapa, no se contenta con someternos, sino que además quiere que se lo agradezcamos.
Como respuesta a esto Philippe Muray señala, protesta y grita enseñando el dedo medio.  

10.9.19

Las aventuras de la vanguardia, de Juan José Sebreli

Juan José Sebreli es un prolífico autor argentino de distribución un tanto irregular en España; varios de sus libros no han llegado aquí. Los que sí están son los tres que conforman su trilogía en defensa de la modernidad: El asedio a la Modernidad, volumen inaugural que se centra en la política, El asalto a la razón, sobre la filosofía anti-moderna, y Las aventuras de la vanguardia, que estudia a las vanguardias alzadas contra lo que paradójicamente las han hecho posibles. Hay un cuarto libro, independiente pero que también sigue el hilo, llamado Dios en el laberinto, en el que cartografía la situación de la religión en nuestro tiempo.

Las aventuras de la vanguardia es la única de estas obras que lastimosamente no ha tenido reediciones en papel desde su aparición, ya en el 2002, pero se puede encontrar en versiones digitales. Es un libro extenso y erudito en el que Sebreli demuestra su buen hacer y su compromiso con la modernidad liberadora promulgada por Jürgen Habermas y otros filósofos afines, una modernidad que esté enraizada en la Ilustración y sea refractaria a los irracionalismos tanto antiguos como postmodernos.
En las primeras páginas ya encontramos el tema del libro. La modernidad no encuentra un arte que la respalde en las vanguardias artísticas, éstas más bien son una impugnación sistemática de todos los valores que representa, como el individualismo, el laicismo, la ciencia...Ya desde el romanticismo alemán, antesala de las vanguardias del siglo XX, pensadores acomplejados por la Ilustración francesa como Shelling se dedicaron a exaltar un arte que se fusionaba con la vida, erigiendo a un supuesto genio artístico como sumo sacerdote de la nueva religión de arte como fin en sí mismo.
A partir de ahí se abre una senda en la historia occidental que minusvalora la ciencia y la razón en favor de fuerzas telúricas y pasionales que vindican el pasado, y que miran al Oriente para inspirarse e idealizan la locura y las drogas... y así llegamos a la postmodernidad que hasta ayer mismo imperaba incontestada en nuestras vidas.
El repaso que hace Sebreli desmitifica unas corrientes y unos creadores a los que nos han enseñado a venerar como si fueran transgresión social cuando con demasiada frecuencia han tenido el apoyo de los  poderosos. La Bauhaus, por ejemplo, fue realmente una secta esotérica de pirados alemanes subvencionados que le pusieron empaque al capitalismo norteamericano. Le Corbussier fue un arquitecto y urbanista cuyas escasas construcciones fueron un fracaso total y que solo ha logrado posteridad por sus trabajos teóricos. Andy Warhol un pretencioso que consideraba un mérito aburrir a sus espectadores. Los naturalistas británicos unos cursis que abominaban de la ciudad para reflejar una naturaleza que no era real sino mística...
Quizá el único reproche que se le puede hacer al libro es que desmonta todas las vanguardias con buenos argumentos (irracionalismo, elitismo aristocratizante, mercantilización de la subversión...) pero tampoco presenta una alternativa. En las últimas páginas parece que va a esbozar una teoría estética en favor del clasicismo, pero se queda en el esbozo. No tenemos claro si Sebreli cree ya en la viabilidad del arte. Los teóricos del arte actuales, gente especialmente denostada aquí, han propugnado su fin, y tal vez Sebreli les de por una vez la razón y crea que no hay nada que lamentar.
Por ejemplo, una de las pocas referencias positivas que hace de un artista es de Edward Hopper, porque refleja individualidades que luchan por seguir viviendo, pero su obra es ya de hace bastantes décadas.

De cualquier manera, Las aventuras de la vanguardia es un libro esencial que busca desenmascarar a los enemigos de la modernidad. Estos trabajan desde distintas disciplinas. Aquí los vemos utilizando el arte y sus plataformas para crear un arte que vuelva a “reencantar en mundo”, afirma Sebreli invirtiendo la fórmula weberiana. Para ello no dudan en volver a misticismos y pedanterías, alejar al pueblo del arte, coaligarse con totalitarismos y crear espacios literalmente inhabitables.
Ahora se trata de ser conscientes de ello y no dejarnos amilanar por estos farsantes. 

1.9.19

Cartago, de Emilio Tejero Puente

La sombra de Cartago ha sollozado así para que los hombres tuviesen conocimiento de la posibilidad de ese exterminio total. Cartago es el océano; aparición tan sólo, nube solamente.
El libro de Cartago. Juan Eduardo Cirlot

De Cartago recordamos que estaba en el norte de África, que luchó contra Roma en las guerras púnicas, y que uno de sus generales más celebres, Aníbal, atravesó los Alpes con un ejército en el que había muchos elefantes, pero que finalmente fue derrotado por Escipión el Africano y al verse vencido se suicidó. Unos años después de esa batalla los romanos decidieron acabar de una vez por todas con sus eternos enemigos, y arrasaron aquella ciudad comercial completamente, y cubrieron de sal las ruinas para que nada creciera allí nunca más.  
Pero realmente se sabe poco de ella, ya que los romanos destruyeron la ciudad pero también toda la memoria que había de ella. Lo que por supuesto ha convertido a esta república púnica en un símbolo. Para el gran poeta Juan Eduardo Cirlot, por ejemplo, Cartago simboliza toda existencia aniquilada. En toda su obra poética Cartago aparece y reaparece representada en una mujer de tez morena que le recrimina ser hijo de Roma, la gran exterminadora.
Plantearnos qué hubiera sucedido si se hubiera impuesto Cartago y nuestro mundo fuera cartaginés y no romano es un divertimento baladí, como toda ucronía, pero no deja ser revelador de cierta insatisfacción por el presente. A Cirlot, solitario y melancólico  -“Cartago se parece a mi tristeza”-, le lleva a concebirse como un exiliado milenario, arrancado de su verdadera patria y arrojado a estos epígonos romanos.

Cartago. El imperio de los dioses de Emilio Tejero Puente es una novela histórica de mucha menor potencia lírica que los poemarios cirlotianos, pero se pueden entender ambas lecturas como complementarias.
La novela de Tejero Puente arranca poco antes de la devastación final. Cartago está muy vigilada por el imperio romano, que no quiere que vuelva a alzarse como potencia antagónica, y los cartagineses han aprovechado sus limitaciones militares para volcarse en desarrollar una red comercial fabulosa, florecer como civilización y consagrarse al arte y la buena vida. El estoico y muy pelmazo Catón llega como embajador de Roma, y al ver tanto esplendor, vuelve horrorizado a casa. Además, los cabildos de empresarios romanos, incapaces de competir por las rutas comerciales con los cartagineses, le animan a que promueva una guerra de aniquilación.
Hay un pasaje glorioso de la novela, y que sucedió realmente, en la que Catón exhibe en el senado un apetitoso higo cartaginés, y afirma con vehemencia que un pueblo capaz de cultivar y exportar tales manjares es peligrosísimo para la paz mundial. Y termina su arenga exhortando a destruir Cartago.
En general los romanos son descritos por el autor como campesinos brutos pero tenaces, enemigos de la cultura y del mercado; una potencia continental, en suma, militarista y saqueadora. Por el contrario los cartagineses aparecen como una civilización marítima dionisíaca, negociante y laboriosa. Cartago tuvo sacerdotes e iglesias, pero no se sabe mucho de su religión; Tejero Puente aprovecha para dar a entender que ésta no tuvo peso. Y como forma de gobierno pasó de monarquía a ser una república controlada por los sufetes, una especie de aristocracia comercial, que aquí se describe como fácilmente corrompible, pero aun así no autoritaria.

Cartago es una novela libertaria, tal vez involuntariamente. La dicotomía Roma o Cartago aquí tiene ropajes políticos. Es la república mercantil contra el imperio extractivo. Con Cirlot nos quedamos con Cartago como una civilización mediterránea que fue destruida por Roma, y sus recuerdos nos atormentan ya que somos cómplices de alguna manera por ser hijos del Imperio.
Pero ahora le añadimos la perspectiva socioeconómica; los cartagineses eran mejores y más prósperos. Cartago es tristeza porque era promisoria, bella y marítima, y fue destruida por los mismos ineptos para lo económico que describe Antonio Escohotado en su primer volumen de Los enemigos del comercio; esto es, unos estoicos pobristas, que solo concebían hacer dinero mediante la rapiña y los impuestos. 
Roma o Cartago. De ahí venimos y aquí seguimos. 

(Coda: La novela está narrada desde el presente por no se sabe bien qué narrador. Esto permite citar a Borges o hablar de que el malo tiene un "piercing". Supongo que esto acerca al lector actual, pero lastimosamente también alejará al crítico que mañana tenga que decir si esta libro pinta algo o no en la historia de la literatura española.)