22.10.17

Aceleracionismo, de VV.AA.



Vivimos en los segundos previos a la ignición. No sabemos muy bien qué sucederá pero estamos seguros de que será una transformación radical, un cambio civilizatorio. El mundo mudará de piel y nuestros nietos ya no serán sapiens

Hay pensadores innovadores que tratan de cartografiar este mañana inminente. La mayor parte de textos que se producen en este campo son en inglés, pero de vez en cuando hay publicaciones en nuestro idioma. Muchas vienen por cierto desde la Argentina, donde la editorial Caja Negra, con su colección Futuros Próximos, parece empecinada en traducir y distribuir todos los libros que hoy por hoy están describiendo el futuro. 



Su última aportación es Aceleracionismo. Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo, una selección de dieciséis ensayos de distintos autores a cargo de los profesores Armen Avanessian y Mauro Reis.


El “aceleracionismo” es un término que al parecer surgió como un insulto, pero el filósofo Nick Land lo recogió y se lo colgó como una medalla. Él es pionero en su teorización inicial y a él se le deben dos de los capítulos más interesantes del libro. Luego Alex Williams y Nick Srnicek, siguiendo a Land pero rebelándose contra él, presentaron en el 2013 su Manifiesto por una política aceleracionista, que también aparece en este libro y que finalmente puso estas teorías en las pantallas de proyección de las universidades anglosajonas.


El aceleracionismo bebe, entre otros, de Marx. El Marx de los “Fragmentos sobre las máquinas” de los Grundisse  y el del Manifiesto comunista que ve a la modernidad capitalista burguesa como la gran fuerza que revoluciona las sociedades y acaba con fronteras y religiones.  

De fondo está siempre la “destrucción creativa” de la que hablaba Schumpeter, con el capitalismo moderno renovándose y renovando todo continuamente para seguir en marcha. Éste ha sido finalmente el gran motor del progreso; es una contradicción dinámica que ha salido de todo control. 

Para Land será a la larga el triunfo de una nueva ontología y el inicio de la singularidad tecnológica. Para sus detractores “de izquierda” -signifique esto lo que signifique- la posibilidad de superar el capitalismo con la renta mínima y la abolición del trabajo obligatorio. 

Coinciden todos en que caminamos hacia un mundo nuevo y de lo que se trata es de hacerlo más rápido, correr hacia él en vez de intentar escapar. Porque además no hay alternativa. No podemos regresar al mundo preindustrial y carecemos de un plan B en éste. Para esta corriente “no hay un afuera”; de hecho este motto se repite implícita o explícitamente en los diversos capítulos y casi podría haber sido un subtítulo más acertado del libro. 

Los mejores ensayos están, a nuestro parecer, al principio del libro, donde figuran los iniciadores del movimiento.


Nick Land aparece como un teórico fundamental sobre el que hay que investigar más. Por lo que leemos en internet se ha convertido en una adalid de cierto neo-tradicionalismo de esos que como fenómeno estético parece ideal para adolescentes seguidores de rock gótico, pero como planteamiento político provoca agitaciones estomacales. “Colapso” y la “Crítica del miserabilismo trascendental” son sin embargo dos pequeñas maravillas.


En el primero, y en la mejor tradición deleuziana de la que es reconocidamente deudor, propone nuevos términos para nuevas realidades. Por ejemplo, “hiperstición”, que sería una ficción tan bien construida que acaba formando una realidad; o “metrógago”, un parásito que interactúa y sofistica al cuerpo que succiona (“Las infecciones inteligentes cuidan de sus anfitriones”). 

En el segundo hace una lúcida radiografía del ambiente intelectual europeo; habla de aquellos filósofos que parecen niños enfadados con sus amigos, y que se cruzan de brazos y refunfuñan que no quieren jugar más. Para Land el mundo actual ofrece una gama de posibilidades infinitas. Pero hay filósofos que no quieren ver ninguna salida. Odian al capitalismo y como éste parece no tener alternativas se entristecen, y ponen su bilis y lágrimas por escrito. Sin embargo la vida sigue y ellos se la pierden.




El “Manifiesto por una política aceleracionista” está dando para mucho debate y desde luego amerita tanta atención. Plantea el rearme del discurso político desde los postulados aceleracionistas. Alex Williams y Nick Srnicek tienen talento para el panfleto, ya que consiguen convencer. Circula por internet con bastante profusión y además es breve, así que no hay excusa para no leerlo. Y hay que hacerlo lo antes posible, antes de que quede obsoleto, que será rápidamente si sus autores están en lo cierto. 



Otro de los referentes es Antonio Negri, que escribe aquí enmendándoles la plana a Williams y Srnicek por su extrañamente comunista a la par que elitista Manifiesto. Sin embargo está claro que Negri les respeta y siente que hablan el mismo idioma. Su Imperio tiene bastante de marco epistemológico para el aceleracionismo. El filósofo italiano tampoco ve un exterior a la globalización, no considera viable ningún regreso, y de lo que se trata ahora es de reorientarla para hacerla revolucionaria.



También hay un par de textos donde se intenta explicar que existe una estética aceleracionista, pero las referencias a la música tecno no acaban de convencer. Sí lo hace empero la idea de que pronto tendrán que surgir nuevas formas artísticas que exploren los potenciales tecnológicos.


Hay que decir que además algunos de los ensayos, pocos, son tan enrevesados que parecen una parodia del críptico lenguaje derridiano, como si fueran pequeños sabotajes a lo Alan Sokal con sus Imposturas intelectuales

Un libro irregular, en definitiva, pero con algunas partes que pronto serán clásicas. 









13.10.17

Diarios, de Iñaki Uriarte



Los dos primeros volúmenes de los Diarios de Iñaki Uriarte no han tenido mayor repercusión, pero a mí me parecen una lectura cordial e interesante. Más grata desde luego que las novelas lingüísticas, tan  prevalecientes hoy. El señor cuenta sus veleidades, poco heroicas, de rentista cincuentón aficionado a los libros y a las playas de Benidorm. Hay ingenio, liviandad y pasajes brillantes. Como única contraprestación, diría que a veces es demasiado evidente que los Dietarios de Pla se han utilizado de falsilla.  Esto nos lleva a las comparaciones que, cuando son con el más grande, dejan inevitablemente mullido. Pero bien, los dos libros se sobreponen.

Ahora se acaba de publicar el tercer volumen, pero me parece el más flojo. Creo que hay demasiadas citas de otros autores, que por muy bien elegidas que estén ahogan el texto propio. Además aquí se agota un poco la fórmula: Uriarte se repite demasiado. Me permito recomendar a los lectores que se limiten a los dos primeros. Y al propio Uriarte -si me oyera, y con el derecho que me da el ser entusiasta de las dos primeras entregas-, le imploraría que se esfuerce un poco más en el siguiente; o lo deje ya, antes de que la obra en su conjunto se le acabe descarrilando del todo.

Lo posthumano, de Rosi Braidotti



Los prestigios intelectuales suben y bajan, se desordenan, a veces se volatilizan y luego reaparecen cuando menos se los espera. Günter Anders, por ejemplo, nunca ha gozado de especial reconocimiento y su obra fue prácticamente desconocida hasta hace poco en el mundo hispánico. Sin  embargo su antropología para la era tecnológica está llena de ideas estimulantes y conceptos iluminadores. Murió en 1992 y no pudo reflexionar sobre muchas de las cuestiones específicas con las que lidiamos hoy en día, pero sin duda supo cartografiar lo que suponía vivir en una época donde el desarrollo tecnológico parece haberse desbocado sin que haya ya quien lo embride.


Una de las  muchas propuestas interesantes que presenta es la del “desfase prometeico”. Para Anders los seres humanos ya no tienen capacidad para entender lo que sucede. Exhiben una carencia cognitiva tal que no pueden si quiera imaginar y representarse las consecuencias de su abrumador poder tecnológico. Hoy por hoy no hay ciencia que pueda explicar la radicalidad de los cambios porque de hecho no hay habilidad corpórea, sensitiva, que pueda asimilarlos. No somos lo suficientemente inteligentes, o no estamos genéticamente preparados para ello. Nos mecemos en un progreso acelerado en el que somos realmente objetos, nunca ya sujetos.  



Este pesimismo, que por supuesto podría discutirse, viene a las mientes leyendo Lo posthumano de Rosi Braidotti (Gedisa Editorial).



Según la contraportada del libro la autora dirige el Centro para las Humanidades de la Universidad de Utrecht. Quizá esto explique algunas cosas. El libro pretende revelarnos  lo que es lo posthumano y lo que éste puede aportar sociopolíticamente al mundo actual, sin planearse que a éste le quedan dos telediarios.


La primera mitad del libro es una sucesión de referencias a pensadores y corrientes que todos los diletantes conocemos y que sabemos que hay que citar para prestigiar cualquier texto filosófico: que si Deleuze, que si teoría postcolonial, que si vainas por el estilo.


Establece de hecho un hilo entre el “antihumanismo” postestructuralista y el posthumanismo actual. Para ella “en el contexto histórico actual la noción modernista de inhumano se ha transformado en un conjunto de prácticas posthumanas y postantropocéntricas” (pág 131). Hay que tener un serio complejo de autoimportancia para pensar que cuatro filósofos de la French Theory hayan podido sentar las bases de la cosmovisión posthumana, obviando que ha llegado por unas transformaciones científicas sorpresivas, no por reflexiones en la academia.  


Braidotti habla de izquierda y derecha, neoliberalismo y cuestiones de género, y lo orienta todo hacia el futuro. Es decir, utiliza un lenguaje del siglo XX para descifrar algo que ya no tiene nada que ver con todo aquello y que seguramente carezca de sentido en el mundo por venir. Ella, como la profesora de humanidades que es, quiere construir un “relato” que mitigue el desconcierto; aspira a encontrar una explicación lenitiva para salir al paso, no entender científicamente, si acaso eso pudiera ser posible.


Pero nada cuadra. El posthumanismo no es un “significado vacío” a lo Laclau que podamos convertir en un arma del anticapitalismo o la socialdemocracia, no es panacea de nada; es la palabra que utilizamos para designar algo que difícilmente podemos descifrar y que sucederá en un mundo que apenas podemos intuir. El posthumanismo no puede ser feminista, por ejemplo, porque cuando llegue a su pleamar ya no habrá sexos (o eso es lo que promete hoy, al menos).



En la segunda mitad del libro la autora parece ser consciente de que va por un camino errado y empieza a referenciar científicos, pocos, pero en seguida desiste; parece claro que no sabe nada de nanotecnología o inteligencia artificial, y entonces vuelve a alimentarse del lastre epistemológico que es a menudo la jerigonza filosófica.


En el último capítulo se plantea el lugar de las humanidades en todo este asunto. Concluye que “Las ciencias humanas posthumanas (sic) pueden crear y desarrollar una nueva serie de narrativas sobre la dimensión planetaria de la humanidad globalizada” (pág 193) Lo que sin duda suena a derrota asumida. Se limita a reconocer que solo nos queda la lírica, el storytelling.




El “desfase prometico” del que hablamos al principio necesita de una nueva ciencia interdisciplinar que desde el principio renuncie a tener voluntad de ficción.  Crear nuevos  conceptos, nuevas epistemologías. Igual habría que recurrir a las máquinas para que nos ayuden a pensar, ya que sabemos que para comprender hay que dominar algoritmos y datos a una velocidad imposible para nosotros. O igual hay que asumir que no entenderemos jamás, quién sabe.


Lo que desde luego está claro es que para tantear al futuro necesitamos pensadores que hagan filosofía de la tecnología seria como Anders. Lo que nos sobra es nos hagan ideología.

12.10.17

Eros opresor




Es fácil ningunear las vigencias de los demás. Cuando una abuelita le enciende una vela a la virgen de la Candelaria pidiendo sanar la ciática, o cuando un campesino afirma poder vaticinar el clima venidero por los relinchos de su burra, ladeamos la cabeza condescendientes y se nos escapa la sonrisita de superioridad. Si nos pilla con el día militante sostendremos incluso que esas credulidades son una absurdez intolerable y querremos arrastrar a tales sujetos ignorantes hasta la biblioteca más cercana.



 
Porque demoler vigencias ajenas es todo un placer; así nos sentimos la pera limonera. Es la ilusión de liberación de la que nos advierte el psicoanálisis: buscamos un padre autoritario débil para matarlo con facilidad y así engañarnos pensando que nos estamos liberando. Obviamente el padre autoritario fuerte, el que cuesta una vida enterrar, no está fuera, está dentro; son nuestras propias vigencias, no las de los otros. Por eso hay que ser especialmente valiente o insensato para señalar las estupideces que nuestros iguales dan por hecho, o sea, las vigencias en las que nosotros estamos instalados.



 
Hay toda una serie de supersticiones y sumisiones que entran plácidamente por nuestras tragaderas con la pátina del moderneo. El problema es que intentar rebelarse conduce a la exclusión, exclusión de la verdadera, de la que duele, no de ese malditismo autosatisfecho de andar por casa que en el fondo nos hace más molones.



 
Se permite, por ejemplo, decir que las procesiones a Fátima son grotescas, que lo son, pero no que también lo es pasarse horas bajo la lluvia para entrar en el concierto de los Rolling al precio de media mensualidad, cuando no se es capaz de pedir un café con leche en inglés, y encima luego decir que es que te han cambiado la vida, tío, que son la caña.

 
Cada tiempo tiene sus heterodoxos; y las más de las veces no estamos entre ellos. Solo somos rupturistas si miramos hacia fuera o hacia atrás, hacia otros lares o hacia enemigos póstumos, todo así resulta más fácil. Somos así de dóciles.





Coral Herrera Gómez ha publicado un artículo recientemente que viene a desmontar la idea romántica de la pareja. Lo hace desde una perspectiva feminista, lo que está muy bien porque si lo hace servidor siempre podrá ser acusado de ser un falócrata gruñón. Ella da en el clavo. Nos movemos en una sociedad que vive pendiente de las cuestiones amatorias; todo el horizonte conversacional está cubierto de mermelada. Hay tecnología para poblar Marte y el gobierno no puede sacar adelante los presupuestos, pero de lo que hablamos es de echarse novia y de que mi primo no se decide a casarse. Nadie se indigna porque a estas alturas entremos en los bares como animalitos ansiosos que suplican ser mirados, que aguantemos humillaciones y sacrifiquemos nuestra libertad solo para que el superyó no nos penalice por carecer de una relación estable.



 
Pocos parecen plantearse estas cuestiones. Nuestra vigencia es que hay que ser dos para ser normales; es casi un dogma. Hay personas que se echan su primer ligue a los trece años y desde entonces practican una monogamia sucesiva, sin estar ni una semana desemparejados, o sea saltan de pareja en pareja, sin saber quiénes son ellos mismos realmente, porque para esto hay que vivir solo un tiempo y conocer otras prioridades afectivas. Y encima estos seres deficientes se permiten mirar por encima del hombro a los solteros, que aceptan las culpas como lo hace un inocente que ha interiorizado las injurias.



 
Los habitantes de las metrópolis occidentales deambulamos entre clichés y mentiras, así que tampoco es necesario ir de finolis con los foráneos. Sin ir más lejos, nos creemos el discurso amoroso, que es otra forma de sujetarnos, y que está enraizado en la estructura capitalista y amparado por la maquinaria estatal. De hecho es más biopoder y represión que monseñor, el coronel y el banquero juntos. Pero mientras que a estos poderes es posible no tomarlos en cuenta con más o menos facilidad, la vivencia de la soltería tiene algo de hechicería contemporánea vigilada por la inquisición social y feliz de hoy en día.