17.9.16

Una ventana al mundo


Una ventana al mundo puede ser una oportunidad para evitar el destino de algunos organismos: la autofagia.
José Ferrater Mora

Los españoles se ahogan entre sus propios espumarajos, tal vez por costumbre. Siguen con pleitos decimonónicos en tiempos cuánticos. Hay mil sucesos locales y globales que podrían encarar, pero prefieren seguir resentidos y biliosos, acusando de sus miserias al vecino, que en la mayoría de los casos está tan vapuleado como ellos mismos. El Cotarro lleva cuarenta años emponzoñando a la ciudadanía convenciéndonos de que entre zurdos y diestros, centro y periferia, creyentes y no creyentes, la convivencia es imposible y el odio legítimo. Ahora que sabemos que todo era un circo para mangonear mejor, la rabia se reorienta hacia los que se beneficiaban de plantar cizaña. Es un buen primer paso, pero sigue sin superarse el abotargamiento de quien lleva demasiado tiempo encerrado en una casa con parientes que detesta.

¿Por qué no abrimos una ventana al mundo? Que entre aire. En lugar de regodearse en el olor a cerrado, en las paredes mohosas, echemos un ojo al paisaje exterior, y es más, salgamos. Individualmente desde luego funciona; no es lo mismo conversar con alguien que ha vivido en el extranjero y habla idiomas, que con quien no se ha movido de su barrio. El primero gana por lo menos en perspectiva. Y seguramente sucedería algo similar si a grandes capas de la población, que aunque físicamente no puedan viajar, se les mostraran con inteligencia las vivencias en otras latitudes.

En lugar de noticias tendenciosas sobre otras regiones o sensibilidades políticas nacionales, que se hablara en las televisiones de otras formas de convivir, mejores o peores, que se dan en otros países. Que la reforma educativa en Letonia sea más noticiosa que el último exabrupto de un político nacionalista, que la vida de los indígenas amazónicos ocupe el espacio antes destinado a descalificar a los votantes del partido político opositor.

Los medios de comunicación no son inocentes. Trabajan con ahínco para convertirnos en unos histéricos. Crean premeditadamente una narrativa de crispación y resentimiento que tratan de imponer como si fuera la realidad, luego lo injertan sobre el cuerpo social y a menudo fructifica. Pero nuestros vecinos, nuestros amigos, los compañeros de trabajo, no son en realidad como dice la televisión que son, no están sempiternamente encabronados. En general están a otras cosas, son felices o desdichados por cuestiones que nunca se reflejan en ningún programa televisivo.

Y viven en España sin estridencias, no la ven como un dilema metafísico o un desagarro permanente.

Si dejaran las matracas pesimistas y biliosas, y sobre eso de estar todo el día mirándose el ombligo nacional, las cosas mejorarían. España no es un tema tan sugestivo, mientras que lo que sucede fuera de sus fronteras a menudo lo es. O los avances de la ciencia, o los estrenos de los teatros, o la situación de las ballenas antárticas. Hay infinidad de cosas que podríamos mirar por las pantallas, que son las ventanas globales, y que nos interesarían.

3.9.16

Rajoy y el olvido del logos


Emilo Lledó explica que la palabra “razón” deriva de ratio, que es la manera que tuvo Cicerón de traducir el término griego logos. Pocos errores idiomáticos han empobrecido tanto a nuestra civilización. El logos para los griegos era una forma de sabiduría, y en su variante política designaba a la convivencia y a la virtud cívica (logos viene de legein, que significa escuchar, discurrir). Sin embargo con su sustitución por ratio, y tras el interludio religioso, se convirtió casi en estadística, en un tecnicismo sin alma moral; o sea la malhadada razón instrumental que padecemos hoy, donde todo es cálculo numérico de medios y fines, un imperio de las cifras.

Esto explica algo de la situación política que vivimos, ya que el hecho de que se considere que la razón –en este caso, razón política- tiene que ver más con la aritmética que con la ética es lo que lleva a los seguidores de Rajoy a considerar que este señor tiene legitimidad para ser presidente. Pero los griegos, que eran bastante más listos que nosotros, dirían que esto es un error, que la dignidad, el honor y el buen funcionamiento de la polis son más importantes que los números, y que hay que evitar que la democracia degenere en demagogia.

El líder del PP podría haber ganado las elecciones por el 99% de los votos e incluso así no debería ser presidente. La democracia no es la dictadura de la mayoría, es el imperio de la ley y la ejemplaridad pública. Si el número de votos se puede imponer sobre la decencia nacional y los valores ilustrados, entonces habría que castrar a los violadores o rechazar a los refugiados, ya que según las estadísticas la mayoría de los españoles son partidarios de estas medidas.

Un político que mandó mensajes a un tipo como Bárcenas diciéndole que no se preocupara y resistiera, que dio una rueda de prensa a través de una pantalla de plasma en momentos críticos para el país, y que ha malgastado una legislatura convirtiendo el gobierno en una satrapía casposa sencillamente no puede dirigir un país europeo occidental en pleno siglo XXI.  Y el ratio numérico puede decir misa.

En la competición por el puesto a peor presidente de las últimas décadas Rajoy y Zapatero andan a la par. Pero hay cuestiones de honorabilidad que trascienden las estadísticas, y que por mucho que un obtuso como don Mariano piensen que a nadie le importan, lo hacen, y dejan en mejor posición a Zapatero: éste al menos tuvo el coraje, o la vergüenza torera, de irse cuando se dio cuenta de que era un estorbo para el país.  Tuvo un comportamiento, finalmente, a la altura de las circunstancias.

Ya que nuestro ínclito presidente en funciones no llega ni a eso, solo nos queda respaldar a los que se oponen a su nombramiento, a los que resisten estoicamente  a las presiones para que claudiquen y se abstengan.  El logos, o si se prefiere el sentido común, les avalan. De momento ayer volvieron a salvar el honor de España. Desde aquí nuestro agradecimiento.