18.3.19

lunes

Sabemos que ya no podemos pensar con Hegel que la historia avanza dialéctica e inexorablemente hacia una reconciliación final del mundo con la libertad. No hay un progreso gradual ni mucho menos un happy end garantizado. Aparentemente las cosas mejoran y hay innovación, pero todo se puede ir al garete con una mala decisión presidencial o un virus informático; nada está escrito y nuestra estabilidad pende de un hilo. La condición humana es  riesgo y al reactualización permanente.
Sin embargo sí hay argumentos de Hegel que siguen vigentes, notoriamente vigentes. El filósofo prusiano hablaba sarcásticamente de la “ley del corazón” a la que tantos hombres consagran sus vidas. Básicamente consiste en que hombres sentimentales eligen causas perdidas para ser sus adalides. Predican contra la época en la que moran; todo les parece indigno de ellos, anhelan y creen merecer otra vida; cualquier mundo que no sea el real les parece mejor que el aburrimiento circundante. Su ideal refractario a la contemporaneidad; su tiempo ya pasó o nunca llegará.
Cuando estos hombres tan elevados se dan cuenta de lo que hacen es golpearse contra una pared deciden movilizarse y se coaligan con sus pares para crear el “partido de la virtud”. Con la condición innegociable de no tocar nunca poder y atrincherarse en el discurso moralista permanente y sin responsabilidad alguna, se dedican a anatemizar juntos. El mundo cambia y la sociedad evoluciona, pero ellos se satisfacen quejándose y predicando contra cada nuevo amanecer.
Los desarrollos tecnológicos, las revoluciones médicas y el fin de las fronteras geográficas debería ser motivo de curiosidad, sin embargo los afiliados del “partido de la virtud” que tan bien describió Hegel siguen con sus quejas. Podrían plantear modelos alternativos, construir ciudades de economías ecológicas o cosas por el estilo, pero nada. Es más cómodo llorar como un niño destetado.

No elegimos las fechas ni el lugar de nuestro nacimiento; pero es nuestro deber aceptarlas para saber a qué atenernos. Y quien no quiera hacerlo que por lo menos trate de dar unas justificaciones interesantes. Y si no que se calle.


10.3.19

Hollywood, de Charles Bukowski

Charles Bukowski (1920-1994) publicó seis novelas. Cinco de ellas son de un subgénero que hoy llamaríamos autoficción, protagonizadas por su alter ego, el escritor bebedor y algo lumpen Henry Chinaski. En cuanto a la sexta novela, Pulp, es una especie de divertimento metaliterario menor que desentona en su obra y que hoy vamos a obviar.
Cartero, Factótum, La senda del perdedor, Mujeres y Hollywood son una especie de magnífico opus autobiográfico. Las tres primeras describen el tiempo en que el autor sobrevivía con trabajos inframundanos y se bebía su sueldo en bares con neones estertorantes. Las dos últimas ya cuentan su vida de triunfador, con las complacientes lectoras haciendo fila y los cheques llegando a raudales.
Hollywood en concreto tiene de fondo el rodaje de la película Barfly, cuyo guión había escrito el propio Bukowski, aquí Chinaski. Todo un cénit en su carrera como escritor. Por su puesto sostiene que lo hizo sólo dinero, que todo le resbalaba y que despreció todo aquello del cine. Nosotros leemos entre líneas lo contrario, que amó el proyecto, que le preocupaba que saliera bien, y que de alguna manera quedó orgulloso.
Barfly es una película de 1987 que por algún azar incognoscible no es un clásico reciente de la historia del cine. Sin embargo es bellísima, sublime; además de todo un ejemplo de amor por unos personajes vencidos y sublimes. 
Cuenta la historia de un escritor alcohólico, bonachón y sin patrimonio alguno que en un momento de incipiente éxito literario tiene que elegir entre una acaudalada editora  y una borracha ajada que “parece una diosa afligida”. Hay personajes secundarios inolvidables y la ciudad de Los Ángeles aparece como un paisaje apático que excluye a sus moradores más sufrientes.  
Aunque la idea inicial era que la protagonizara Sean Penn y la dirigiera Denis Hopper, fueron Mickey Rourke y Barbet Schoreder los que ocuparon respectivamente esos puestos. Mickey Rourke está genial, pocas veces se habrá podido ver una interpretación más brillante.  Bukowski  reconoce en Hollywood que le conmovió el actor; que viéndole ve a un borracho, que ve a Chinaski. De Faye Danway, que interpreta a Wanda, la ajada dama alcoholizada, en cambio no habla tan bien, dice que se nota que es una actriz haciendo de borracha. La diferencia que menciona, muy sutil, está clara en la película. Los dos actores no se dejan la piel con la misma vehemencia.
Hay una escena, la más floja tal vez, en la que Wanda enseña sus piernas y presume de ellas. Este pegote, según parece, fue imposición de la actriz, que exigió poder lucir cuerpo para que nadie se olvidara de que ella no era realmente Wanda. Mickey Rourke, en cambio, no pareció temer por su estatus de sex symbol ochentero; hasta parece que huele mal de lo bien que lo hace.
La película está gratis en youtube y el libro se compra en edición de bolsillo en cualquier librería por poco dinero. Una manera de perfecta de pasar la tarde de viernes.   

3.3.19

Rastros de carmín, de Greil Marcus



El nuevo mes nos trae la buena noticia de que Anagrama reedita Rastros de Carmín de Greil Marcus. Esta obra apareció en 1989 y desde entonces han sido multitud de libros los que han seguido su estela, casi se puede decir que ha inaugurado un género. El subtítulo reza Una historia secreta del siglo XX, lo que resulta poco explícito, como seguramente era la intención. En realidad se trata de una genealogía, por supuesto parcial, de la contracultura occidental del siglo pasado.   
Empieza con dadaísmo, sigue con el situacionismo y finiquita con el punk; alrededor orbitan otras trasgresiones y rebeldías. Marcus recibió críticas por cierta falta de consistencia académica, pero se sobrepone sin problemas por su coherencia: nadie puede esperar que un  autor que exalta a Johnny Rotten como uno de los grandes virtuosos de nuestra época se atenga a una exquisita epistemología.
Entre una erudición y talento expositivo abrumador, se intercalan referencias elogiosas a Loca academia de policía 2 o se establece un paralelismo entre el Minima Moralia de Theodor Adorno y las letras de los Sex Pistols. Y todo funciona. Rastros de carmín es un gran gesto de desprecio con el dedo medio a la alta cultura. Sus propuestas estéticas quedan claras; los artistas subterráneos salen a la luz y ya nunca los olvidaremos.
Leído de joven puede muy bien convertirse en un libro amigo; una lectura vigorizante que encauza hacia un interés por la cultura bastante loable. Pero igual siendo ya más creciditos y menos vehementes vemos ciertos puntos flacos que no nos acaban de convencer. Marcus habla del nihilismo y de la imposibilidad de encontrarle salida. Ninguna de las corrientes que expone logran crear un sentido alternativo o superar de alguna manera la modernidad; se quedan en el grito. Y gritar mucho acaba agotando.    

Juan José Sebreli es un filósofo argentino del que hemos hablado aquí. Tiene una serie de libros en los que sostiene que la modernidad ha sido liberadora y la defiende de los ataques que se le hacen desde la política, la filosofía o la religión. En uno de los libros, Las aventuras de la vanguardia (2002), se centra en radiografiar con gran tino las vanguardias artísticas que abominan de nuestra era sin ser capaces de ofrecer otra cosa que irracionalidad, desesperación y totalitarismos. No consta que leyera a Marcus, pero pareciera que ambos discuten. Sebreli también habla de explosiones de creatividad que surgen desde la modernidad para anatemizar su líquido amniótico. Sin embargo, acierta más al subrayar que el arte abstracto, la música atonal, o el rock industrial serían imposibles en cualquier otro momento y lugar.
La protesta entra en bucle y nos lleva a destinos peores que los puntos de partida. El arte que vive a la contra permanente tampoco acaba de convencer, o peor, convence de infamias. Estaría bien exigirle más responsabilidad a la hora de disparar sus armas.
O quizá, claro, es que sencillamente nos hemos hecho mayores y ya no nos gustan los ruidos innecesarios.