25.5.18

Signo de los tiempos, de Iñaki Domínguez


Iñaki Domínguez ha hecho algo a contracorriente. Su exitoso libro de debut, Sociología del moderneo, está escrito con frescura y descaro, y presenta tesis originales sobre las vigencias sociales en la España contemporánea. Es un texto de esos que se llaman “fuente primaria”, o sea, una obra sobre la que se harán estudios y que se incluirá en pomposas bibliografías, ya que muestra puntos de vistas innovadores en fondo y forma. Toda una gesta. Es algo a contracorriente, decimos, porque este tipo de libros suelen aparecer al final de una vida dedicada al estudio, no como carta de presentación en la ciudad letrada cuando apenas le está saliendo a uno el bigote de académico.

También es raro que el segundo libro sea totalmente opuesto al anterior, o sea, divulgativo, militantemente “fuente secundaria”, y de estructura clásica. Signo de los tiempos (así, sin determinante, hasta en eso es anglosajón) son dieciséis breves ensayos sobre “Visionarios, locos y criminales del siglo XX”, como reza el subtítulo,  la mayoría norteamericanos, ninguno español, de desigual interés y extensión. Ideal como enciclopedia en la que consultar información biográfica sobre gente como Charles Manson o Phil Inspector, no aporta seguramente gran cosa como conjunto.

Y las tesis que da por hecho son más que discutibles. Chirría especialmente que considere la “cultura pop” (casi por definición norteamericana) como global y una referencia vivida igualmente en distintos países. Como si un joven de Antequera y otro de Memphis se relacionaran igual con Elvis Prestley. Es lo mismo que hacía José Luis Pardo en Esto no es música con The Beatles, diciendo que son “cultura pop” y estudiándolas como tal ¡desde Madrid!, donde nadie escucha y entiende a este grupo inglés fuera de reducidísimos grupos elitistas; y sin embargo pretendía encontrar en ellos respuestas que explicaran la antropología social circundante; así tal cual, como vamos a entender los hábitos de ligoteo de los habitantes de Carabanchel gracias al yellow submarine.

Signo de los tiempos sigue esta senda errada. Es sencillamente imposible tratar de meter con calzador que Woodstock pertenece a nuestra memoria colectiva como sociedad, o que la marcha de Selma de Luther King nos educó políticamente. Mantener esas patrañas solo denotan inautenticidad en el sentido más heideggeriano del término. A todos nos hubiera gustado vivir en California en años setenta, pero nos tocó nacer españoles hastiados antes del desguace final; sin duda un destino menos estiloso, pero que por lo menos es realmente nuestra circunstancia, la única de la que podemos hablar desde lo personal supurando honestidad.

Porque queda claro que ni Domínguez ni Pardo dicen hacer sencillamente historia, como obviamente se puede hacer historia de la Grecia Clásica veinticinco siglos después y sin haber pisado jamás tan hermoso país. Ellos dicen hacer una historia de la educación sentimental en primera persona del singular y del plural. Como si con ello hablaran desde sus propias vivencias, como si nuestra formación generacional hubiera sido igual que la gringa. 

Domínguez sostiene en la introducción que los personajes que presenta son signos de un zeitgeist (“espíritu del tiempo”) en el que estamos inmersos -sí, nosotros, aquí y ahora, y que “nos nutrimos simbólicamente [de la cosmovisión pop] para entender el mundo”. Alarmado he bajado corriendo a la calle y le he preguntado al portero, a mi panadera y al de Telepizza si alguno consideraba que personajes aquí referenciados, como Jay Adams, creador del skate, Stanley “Tookie” Williams, líder de una peligrosa banda callejera en Los Ángeles, o John Holmes, primer gran estrella masculina del porno, han sido parte importante en su desarrollo personal y creen que simbolizan algo para ellos. La respuesta ha sido unánimemente que no; salvo el de Telepizza que al principio parecía que de John Holmes sabía algo, por lo del porno, pero luego resultó que lo confundía con Torbe.

Este afán por impostarse recuerdos foráneos y soliviantarse socialmente con temas distantes tiene que ver seguramente con el encanto de escribir sobre lo que no nos duele, sumado al relajo que supone leer sobre lo que no nos hiere (Puedo ver, querido lector, su gesto de indignación ante este comentario y cómo, sacando pecho, afirma y reafirma sentirse muy compungido por la segregación racial en la Alabama de los años cincuenta. Menos lobos. A menos de cinco kilómetros de distancia de su casa hay un centro de internamiento para extranjeros, tragedia sangrante y actual a la que usted pretende ignorar soberanamente, porque claro, con ésta sí le toca jugarse el tipo de verdad, no es meramente terreno para declamaciones kitsch).

Otra de las tesis rebatibles de este libro es su identificación -desde la barrera, claro- por el mal. Evidentemente que a pesar de las críticas que hace el autor hay fascinación por los asesinos en serie, como Ed Gein, que se comía a la gente pero, según se nos informa, tenía una gran cultura. O Charles Manson, que hizo que rebanaran a una embarazada de ocho meses, pero al fin y al cabo es un icono pop que mola mazo.

Sin embargo la figura del outlaw es, una vez más, un fenómeno estadounidense que tiene que ver con su tradición individualista; y en su lado más brutal, como ensalzar a los asesinos en serie, es un poco el reverso del movimiento hippie. En España de eso no se da nada; puede haber casos concretos de personas que tengan secretamente a escoria como Manson en el pastoral, pero desde luego no hay equivalentes colectivos de simpatía por los asesinos psicópatas. Los bandoleros españoles, como ejemplo que presentaría más similitudes, son queridos siempre que no hagan barrabasadas y tengan algo de defensores más o menos de la justicia social, o que sean hijos del pueblo con fondo bondadoso; el Lute fue posible, por ejemplo, porque queremos creer que la niña que murió en su famoso tiroteo cayó por una bala policial, no por disparo suyo. Aquí no hay ni el más mínimo atisbo de fascinación abierta por los asesinos de las niñas de Alcaser, por ejemplo. En Estados Unidos tendrían clubs de fans, se harían tours por el pueblo, y películas underground relamiéndose en aquellos horribles eventos.

Y terminamos nuestra diatriba no premeditada contra este libro con la puesta en duda del propio sentido de malditismo que defiende. Todos, absolutamente todos, los personajes descritos han sido configurados por lo que Guy Debord llamaría “la sociedad del Espectáculo”. La mayoría vivieron cubiertos de sexo y billetes, y su leyenda posterior se debe a que se hicieron películas, protagonizaron grandes titulares en prensa o super éxitos pop les cantaron sus glorias. Aquí no hay nada de investigación en los márgenes ni excavación en archivos olvidados. Son gente famosa porque alguien con poder y la American Express Gold ha querido que fueran famosos. No hubiera venido mal un poco de marxismo de la vieja escuela, de ese que no se creía que había un zeitgesit flotando que tomaba decisiones aleatoriamente, como aquí parece sugerirse, si no que consideraba que siempre había un interés oculto en la emergencia de fenómenos culturales.

Para su autor, Signo de los tiempos es un paso atrás, podríamos decir, esperemos que para coger impulso. Paradójicamente es un libro que solo gustará a los “modernos” tan bien descritos en su libro anterior.

21.5.18

El amanecer de los derechos del hombre, de Jean Dumont



Si nos fiáramos de los libros de historia concluiríamos que debemos todos los avances que ha habido desde las cavernas a los estadounidenses y a los europeos (del norte, claro). El resto de las gentes oscilamos entre el oscurantismo y el subdesarrollo patológico. Según esta visión mainstream de la historia, los españoles, como los chinos o los egipcios, no existen realmente, o si existen es solo como espejo exótico y negativo de los valores civilizatorios. 

Los españoles son definidos sistemáticamente como seres extraños refractarios a la modernidad, que atravesaron el Océano sedientos de sangre y oro, con mentalidad todavía de la Edad Media, y con el demonio de la Inquisición corriendo por sus venas. El Descubrimiento de América fue según esta visión, por supuesto, una barbarie sin matices (y de hecho fue una barbarie, pero habría mucho que matizar). 

La realidad es que el siglo XVI español fue una oscilación entre la ignominia y la grandeza. Unos centenares de desheredados con paludismo conquistaron en poco tiempo una extensión de territorio sobrecogedora. Además sus libros de crónicas son un legado impagable a humanidad, ya que nunca había sido descrito con tal profundidad y maestría la aparición del Otro. 

Y por primera vez un imperio invencible dialogaba sistemáticamente con letrados humanistas que desde la metrópoli impugnaban cada una de sus victorias. Este último aspecto es especialmente silenciado; si bien no redime los crímenes y el horror causado, es de un interés mayúsculo. El amanecer de los derechos del hombre. La controversia de Valladolid de Jean Dumont cuenta este hecho sorprendente. 

La mejor síntesis del libro está en la cita introductoria, sacada de Lewis Hanke: “Fue en 1550, el mismo año que el español había alcanzado el cenit de su gloria. Probablemente nunca, ni antes ni después, ordenó como entonces un poderoso emperador la suspensión de sus conquistas para que se decidieran si eran justas”. La obra de Dumont es de historia; rigurosa y académica. Sin embargo se lee con la emoción de un novela. Nos presenta el escenario, Valladolid, donde Carlos V ha decidido que quiere plantearse si la Conquista es moral (también le preocupa, claro, que los conquistadores se conviertan en una nueva aristocracia ingobernable) y convoca a los hombres más sabios del Reino para que debatan. 

Luego el autor introduce a los dos protagonistas principales del drama, que caminan despacio a un fatal duelo dialéctico que puede cambiar, literalmente, el mundo. Uno es Bartolomé de las Casas, dominico, de formación intelectual poco sólida, pero apasionado y prolífico escritor; su idea es devolver América a los indios, que los españoles abandonen ese territorio por las buenas. El otro es Ginés de Sepúlveda, brillante aristotélico, el primer moderno de Europa; privilegia la razón de Estado frente a las cuestiones éticas, convencido de la inferioridad de los no cristianos, cree que hay que hacer guerras humanitarias para civilizarlos. 

También hay personajes secundarios, como Francisco de Vitoria o Domingo de Soto, que aportan sus teorías sobre los derechos individuales, la política internacional y sus ordenamientos jurídicos, las relaciones entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer…es decir, sientan las bases teóricas del mundo actual. 

Le suceden unas jornadas apasionantes en las que los contendientes se disparan argumentos. Hay giros de guion, pequeñas victorias, y una radicalización que se mezcla con cierta empatía entre ambos. Como ocurre a menudo, Ginés Sepúlveda ganó la batalla y la Conquista prosiguió, pero fue Bartolomé de las Casas el que se convirtió en leyenda; es al que hoy se considera el héroe de la tragedia. 

La lectura de este libro desbarata los prejuicios ideológicos en los que se mueve la mentalidad europea actual. Es magnífico, pero adolece de cierta inocencia al no ver las dobles intenciones y los frecuentes intereses cínicos de sus protagonistas. Si se complementa con el más maquiavélico ¿Qué imperio? de José Luis Villacañas, por ejemplo, que habla de los usos propagandísticos que hacía Carlos V de los hombres de letras que merodeaban por la corte, hegemonizando un día a los erasmistas, otro a los belicistas, a veces a Casas, otras a Sepúlveda, siempre según su agenda política y en interés de su reinado, se le priva a la historia de aureola épica, pero se gana en profundidad. 

Pero esa decisión se la dejamos al gusto del lector.

16.5.18

Contra la democracia, de Jason Brennan


Hay libros que no son especialmente buenos, pero tienen a su favor que conectan con lo que se murmura en las calles. Contra la democracia del norteamericano Jason Brennan sirve como ejemplo. Escrito antes del triunfo de Trump o del Brexit, pero con la percepción de que algo funcionaba mal desde hacía tiempo en los sistemas democráticos, estos resultados electorales inesperados lo convirtieron en un fenómeno sociológico en los países anglosajones.
Acaba de ser traducido y publicado en nuestro país.
El libro carece de argumentos sólidos y una bibliografía potente; tiene algo de panfleto que realmente no se toma en serio a sí mismo, pero sin duda es desafiante y desordena muchos tropismos ideológicos. Sabe cómo ser polémico; aunque menos de lo que esperaba el autor, que confiesa en el prólogo que hace cinco años este libro no hubiera despertado interés.
La tesis se puede resumir diciendo que para Brennan la democracia es un sistema que solo funciona en la teoría, en la ficción, es decir, como conjunto de “argumentos semióticos”:  simboliza cosas como la libertad, la posibilidad de elegir al gobierno, la moralidad de la polis,… pero en la realidad el individuo no tiene capacidad de decisión alguna, las gentes votan irracionalmente y sin estar informados, la política de tan baja calidad provoca el enfrentamiento entre conciudadanos, y por supuesto los políticos están poco preparados y además son oligarcas elegidos mediante unos procesos tramposos. Al final de tanto dislate inevitablemente la sociedad se dota de unas leyes y unos programas de acción ineficaces y contrarios al interés general.
Gran parte del libro se dedica al estudio de los votantes, en este caso norteamericanos, pero las conclusiones son extrapolables a cualquier país donde se vote a los que dan las órdenes y medran con el presupuesto público.
Brennan sostiene que hay tres tipos de ciudadanos según su forma de comportarse en la esfera política: los primeros serían los “hobbits”, que como en la novela de Tolkien son unos paisanos a los que les gusta vivir en la comarca, beber vino y hacer fiestas, ligar con la vecina, y que les molesten lo menos posible con las cosas de la política; los hobbits no votan en las elecciones de la Tierra Media y les importa bastante poco quién sea rey y por qué; es más, hay que obligarles a implicarse desde fuera, cuando lo mejor sería dejarles en paz.
Luego están los “hooligans” que son gente que algo entiende de política, pero siempre de manera sesgada; eligen informarse solo por medios afines y militan contra los del otro bando sin tener muy claro si quiera lo que propone el suyo; caen en actos inmorales con facilidad debido a lo obtusos que son políticamente, si bien pueden ser unas personas magníficas en su vida privada.
Y finalmente encontramos a los “vulcanianos”, analíticos como Spock, que tratan de formarse en ciencias sociales, de elegir siempre ponderadamente y rechazando lo abyecto, vigilantes de que los políticos no se la cuelen por mucho que sean de su cuerda ideológica, y dispuestos a fomentar la prosperidad y el entendimiento. Por supuesto esta última clase de votantes son una minoría ínfima, y el hecho de que su voto cuente tanto como el de los hooligans -los hobbits por lo menos no votan- es una coacción contra su libertad y en consecuencia no hay nada defendible en ello.
El autor aboga por una “epistocracia”, un gobierno de los sabios. No pretende que se prive de votos a priori a los hooligans o los hobbits, aunque tampoco le hace ascos a ello, más bien sugiere que los vulcanianos puedan votar más veces, que se les pida su opinión en temas concretos y según sus capacidades, que tendrían que demostrar en exámenes o pruebas parecidas.
El libro no convence, pero sí alerta. Y es muy diciente del nivel de descomposición que estamos alcanzando el que sus tesis sean temas de debate hoy en Estados Unidos.
Hay que esperar para ver cómo se lee aquí.

14.5.18

Leopoldo Zea (Con Ortega al fondo)



Leopoldo Zea

El filósofo mexicano Leopoldo Zea nació en 1912 y murió noventa y dos años después. Más de cincuenta de ellos estuvo publicando y siendo uno de los pensadores más reputados de su país. De orígenes humildes, trabajaba en la compañía de telégrafos hasta que el presidente Cárdenas, Gaos y otros profesores le promovieron dentro de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde permanecería siempre. Pertenece a la generación de autores mexicanos nacidos después de la Revolución, como Octavio Paz y Carlos Fuentes, y que vendrían a sustituir a Vasconcelos o Ramos como popes culturales nacionales.

Sus libros se cuentan por docenas; sin embargo, por los que hemos podido consultar, tampoco hay mucha variedad temática en ellos: Leopoldo Zea es el padre de los Estudios Latinoamericanos, y este continente, su unidad y liberación, es el principal y casi único objeto de estudio.

A él se le debe la revista Latinoamérica. Revista de Estudios Latinoamericanos. Además, creó muchos centros de estudios latinoamericanistas en distintos países. Por ejemplo, en 1948 constituyó en México el grupo filosófico “Hiperión”, donde junto a Luis Villoro y otros importantes intelectuales se dedica a estudiar lo mexicano.

Tras estar becado en Estados Unidos, viajó por toda América Latina, y se entrevistó con muchas personalidades políticas e intelectuales del momento. En Argentina pudo contemplar in situ el ascenso del peronismo.

Su pensamiento no se reconoce como nacionalista, pero algo de eso tiene. Insiste mucho en estudiar lo universal desde lo regional, lo general desde lo particular, el mundo desde México. Refractario a ser etiquetado de marxista, abiertamente hostil a Estados Unidos, sus libros proponen una hermandad antiimperialista de las regiones del Sur (Asia, Iberoamérica y África) con el apoyo de los dos países europeos periféricos, España y Rusia, de los que escribirá también mucho.  

8.5.18

Mi tío Eduardo ya no vota al PP



Cuando yo era adolescente mi tío Eduardo me resultaba antipático. Nunca me hizo nada malo; es más, insistía en ser afectuoso conmigo a pesar de mis descarados vilipendios, porque como él era católico y conservador, o sea, un carca aburrido, yo no creía que mereciera mi respeto. Alguna vez le hice algún desprecio personal de los que me arrepentiré el resto de mis días. Porque por supuesto, con el tiempo, cuando me bajó el pavo y me subió la madurez, empecé a entender que hay muchísima gente muchísimo más en la onda que mi tío Eduardo, pero también comprendí que raramente se conoce a seres tan generosos y buenos como él.   


Mi tío Eduardo creció sin su padre porque unos milicianos se lo llevaron de paseo cuando la guerra. Según parece había dado cobijo a unos rebeldes, y cuando se supo se lo hicieron pagar. La madre se encargó de sacar adelante ella sola a la prole, seis hijos, y jamás quiso casarse de nuevo. Cuentan que hasta el final tenía un retrato inmenso del marido gobernando en el hogar. 


Mi tío Eduardo es franquista emocional; recuerda aquellos años con cariño, y piensa que fue una buena época y que se salvó a España de acabar como Albania, pero considera que ahora los jóvenes tienen más oportunidades y que en general se está mejor en democracia. Le gusta el nuevo Rey -no la nueva Reina-, se alegra cuando la Selección gana partidos, y es ante todo un votante irreducible del Partido Popular, que identifica con la prosperidad y la seguridad, los valores que considera más importantes.


Cuando se pudo votar por primera vez él no dudó en hacerlo por aquella Alianza Popular de la Transición. Fraga se convirtió en su referente. Recuerdo de niño verle llorar el día que este histriónico líder montó el teatro aquél de romperle la carta de dimisión a Aznar, que pasó a convertirse en su nuevo héroe. 

El día que mataron a Gregorio Ordoñez fue hasta San Sebastián para manifestarse, y en los años sucesivos subió varias veces más  para apoyar a los concejales que estaban amenazados.


Para mi tío Eduardo ser del Partido Popular es como para otros ser de un equipo de fútbol, o vegetarianos, o seguidores del heavy metal, es su identidad, no se concibe a sí mismo sin contar con ello. Es algo entrañable en un sentido literal, va con sus entrañas; no podría dejar de serlo sin dejar de ser él mismo.  


En los últimos años ha insistido en votar por este partido, aunque ya algo más críticamente. Sigue diciendo que es del PP, pero ya no pone exclamaciones en la frase. Está dolido como lo estaría con un amigo de toda la vida que le hubiera fallado. Esta última legislatura está siendo especialmente triste para él. Ya ni siquiera defiende al Presidente, como siempre ha hecho, cuando alguno de sus sobrinos echamos pestes de él en las comidas familiares.


El otro día estaba especialmente desesperanzado. Nos congregábamos casi toda la familia ante la televisión, y cuando salió el vídeo de Cristina Cifuentes robando en un supermercado, se giró hacia nosotros y con los ojos acuosos mustió que había que dejar de votarles para que pasaran  a la oposición y se regenerara así el Partido. 


Para mí, y para el resto de mi familia, aquello fue como presenciar un fin de ciclo histórico en el comedor de la casa, entre croquetas y trinaranjus. Si ya ni el tío Eduardo va a votar al PP es que algo ha cambiado profundamente en la sociedad. 

Y además parece que ésta es la única solución posible, que los votantes acérrimos entiendan que no hay nada contra ellos y sus convicciones, pero que por el bien del país y del propio PP lo mejor es que dejen de apoyarles por lo menos una vez. Y si se les atraganta la idea de votar por otro partido, como mínimo que se queden en casa y no voten por nadie.   


Realmente no hay mucho más que hacer. Hay millones de tíos Eduardos en España y tenemos que convivir con ellos, no queda otra. Son personas que por biografía y principios tienen una posición política que nunca cambiará, pero al menos se puede templar. Y si dejaran de dañar con sus votos el futuro de sus hijos y sus nietos, por mí todo bien, nada que reprocharles.


Salí de la reunión familiar tranquilo, optimista. Había luz al final del túnel. Si un millón de votantes hacían como mi tío Eduardo teníamos posibilidades de cambio.



Claro que luego pensé en lo fácil que será movilizar de nuevo a los tíos Eduardos descarriados y que voten de nuevo al PP. Solo hay que esperar a que Pablo Iglesias abra la boca; así, sin más, que vean su jeta de chulito cínico y que con su sonrisita de superioridad moral declare algo hiriente para la mitad de la población española. O que alguna pijaprogre de su órbita le meta el dedo en el ojo a los creyentes con alguna provocación anticlerical innecesaria. O que Alberto Garzón salga en La Sexta cantando las glorias del comunismo…En fin, cualquiera de esas chorradas contraproducentes que no favorecen que ni un solo nuevo ciudadano vote morado, pero que sí enerva a los que les temen y detestan, como mi tío Eduardo, y hace que acudan de nuevo en masa, como un solo hombre, a respaldar al mal menor, o sea, al PP, el único partido político que creen que puede parale los pies a esos mequetrefes impertinentes.  







5.5.18

Construir y habitar





James Howard Kunstler es un escritor neoyorquino que aun sin ser experto en la materia tiene libros imprescindibles sobre urbanismo.
El mejor es The Geography of Nowhere, donde pulveriza el paisaje americano, o sea, la vida en los suburbios, con su dependencia del coche, sus aparcamientos infinitos y sus carreteras cercadas por restaurantes basura.
Dice que América merece más, que hay que construir espacios para que los vecinos puedan encontrarse, lugares que merezca la pena cuidar y que fomenten una vida sana y plena. Pero sobre todo, lo que mejor describe es cómo la actual dispersión urbana y la fealdad militante de sus edificios degrada a los habitantes de su país.
Kunstler habla de Estados Unidos y los problemas que tenemos en España son distintos. Diametralmente distintos, de hecho: allí el problema es la dispersión, aquí la concentración; allí la madera, aquí el ladrillo; allí la falta de planificación, aquí el monopolio... Pero el fondo de lo que cuenta, el malestar existencial que el urbanismo moderno provoca, es el mismo-sin duda, lo peor de la modernidad occidental ha sido su destrucción de la ciudad.
Si bien Kunstler no es un orador brillante, hay partes de esta conferencia que son gloriosas. Como cuando en el minuto 6:45 dice que no hay prozac suficiente para reponerse de pasear cerca de un edificio horrible que encima estaba premiado (que es lo mismo que pienso cada vez que paseo por las barriadas madrileñas y veo muchas de sus construcciones), cuando habla de la estética totalitaria del mismo edificio (7:45) o cuando muestra la fotografía de un instituto en zona marginal que parece una cárcel (15:00).

2.5.18

El mito de la historia

Es desconcertante cómo los nacionalistas apelan sistemáticamente a la “cultura” como legitimador político; están todo el día ondeándola, como una verdad demostrable en sí misma. Sin embargo, los antropólogos, que se dedican a esto, no son capaces de encontrar una definición de lo que es “cultura”; usan el término con cuidado, como pidiendo perdón por ello, y sin darle mucha credibilidad.

¿Hasta qué punto es legítimo que en política se abuse de términos que en la academia nadie es capaz de delimitar conceptualmente? Porque con “nación”, “democracia”, “derecho”, “libertad” y otros pasa un poco lo mismo.  Y ya la cuestión histórica es nauseabunda. Los políticos, y sobre todo los nacionalistas, usan un enfoque decimonónico que le chirría hasta a un estudiante agraz. Y ahí siguen, como si nada, dando la matraca con las “historias patrias”.

La postmodernidad, hay que reconocerlo, no siempre es mala; con su obsesión por desentrañar el fondo lingüístico de las ideologías ha dejado sin fundamento estas narraciones épicas nacionales. Hayden White y compañía han demostrado que las “historias patrias” se escriben utilizando tropos y narrativas propias de la ficción, que dan un sentido -o cierre argumental- al relato para legitimar el presente.

(O sea, cuando alguien nos cuenta la historia de un país o una región irredenta, no es baladí que lo haga de tal manera que suena a un episodio de Star Wars: años de opresión, buenos contra malos, líder mesiánico, caída, sacrifico, redención, confeti y nueva testa coronada).

La manipulación conceptual e histórica parece la base de todo discurso político. Y lo que debemos de preguntarnos finalmente es por qué conceder el más mínimo crédito a quienes viven de intoxicarnos con falsedades inaceptables para quien conoce un poco los temas.