25.3.21

El filósofo es de un material humano muy malo

 


La filosofía no es buena de por sí, ni superior a ningún otro saber técnico. Podría serlo, pero casi nunca lo es. Una facultad de filosofía donde los temas que se estudian son “la teoría queer frente al neoliberalismo”, o “el humanismo como narración opresora occidental”, bien podría cerrarse, ahorrar así una buena suma a los contribuyentes, y convertirse por ejemplo en una dignísima escuela de mecánica automovilística.

Subrayemos que la filosofía debe ser útil; lo contario es una proposición peligrosa. Tiene que servir a algo superior a sí misma, como al bonun comune tomista. Los filósofos que miran por la ventana y con gesto afligido nos dicen que la realidad les desmerece no nos interesan; aquellos que construyen sistemas idealistas con los que pretenden impugnar el mundo son un gasto de tiempo.

Los espumarajos de resentimiento, aunque vengan envueltos en lenguaje metafísico, siguen siendo espumarajos.

Todo filósofo es de un material humano muy malo. Son personajillos que llegan a la filosofía porque no saben hacer nada más importante; también suelen tener deficientes habilidades sociales y piensan que entre otros inadaptados encontrarán aduladores. No hay que desestimar tampoco a las legiones de filósofos que llegan a esta rama del saber como última oportunidad para que una mujer les encuentre “interesantes”; corrientes enteras de la filosofía del siglo XX vienen de allí. (Lo mismo aplica para las filósofas, obviamente).

Partiendo de este origen embarrado, luego sí hay filósofos dignos que se sienten en deuda con la sociedad, que les ha regalado al fin y al cabo tiempo para estudiar mientras otros cargaban ladrillos, y crean teorías éticas que buscan facilitar la convivencia, o reconstruyen teorías que fortifican la dignidad humana, o vigilan celosos los atropellos de la ciencia.   

Hay filósofos de bien que sirven al bien común, y son los que justifican la existencia de la disciplina. Los otros filósofos, los ideológicos, los retorcidos, los palabreros, perfectamente podrían perderse en los basureros de la historia, como ya hicieran los sacerdotes aztecas o los alquimistas, y poco habría que lamentar.    

La filosofía solo merece existir, en efecto, cuando es libre y se sale de la rueda mecánica del totalitarismo laboral. Pero no cuando se olvida de que la rueda mecánica de hecho existe, y que muchas personas siguen ahí atrapadas.    

16.3.21

El ocio y la vida intelectual, de Josef Pieper

Josef Pieper (1904-1997) fue un célebre catedrático de antropología filosófica de la Universidad de Münster. Escribió varios libros, entre ellos este El ocio y la vida intelectual que Rialp publica en nuestro idioma. La obra tiene cuatro partes de distinta extensión que mantienen cierta autonomía, pero les vertebra la unidad temática que se desvela en el título.

Aunque lo que nos interesa es en concreto el principio de la segunda parte, titulada “¿Qué significa filosofar?”, creemos que hay que hacer mención a unas referencias que Pieper hace en la primera parte a Ernst Jünger, ya que las conceptualizaciones de este autor alemán van a estar rebatidas en el resto del libro, incluido el capítulo mencionado.

Tanto Jünger como Ernst Niekisch, que también aparece específicamente citado, vivieron en la Alemania de entre guerras, cuando parecía inminente la llegada de un totalitarismo (término que Jünger acuñó, o cuanto menos popularizó) de signo todavía indefinido. Niekisch, que acabó siendo un marxista ortodoxo, defendió la causa nacional/bolchevique, que no tuvo mayor recorrido, pero en la que era esencial la figura del Trabajador. Jünger no se posicionó tan claramente como su amigo Niekisch, y desarrolló una obra tan potente como ambigua en la que consideraba ya inevitable el imperio del totalitarismo, sin importar que fuera rojo o pardo, y lo que se trataba era de salvar ciertas esferas de individualidad dentro del mismo.

Jünger cuenta que escribió El Trabajador escuchando a comunistas y nazis en los bares de Berlín. Este libro propone, junto con otros suyos menores de la época como La movilización total o Sobre el dolor, un nuevo tipo de hombre cuya plenitud es adherirse a las dos figuras o tipos humanos que resumen el siglo, el Soldado o el Trabajador, dependiendo de la situación bélica del momento. La figura del Soldado aparece en otros libros, incluidas sus memorias de la Gran Guerra. Y la tercera figura, la de Emboscado es posterior a la IIGM.

10.3.21

Partitocracia y sanidad pública

 

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La partitocracia denunciada por Antonio García Trevijano se ha delatado en el asunto del Rubius. Este youtuber se ha ido a Andorra porque dice que aquí el fisco se lleva la mitad de lo que gana. Desde entonces los voceros de la oligarquía de partidos no han dejado de advertirnos de que el sistema sanitario puede quebrar por gente como él. O sea, que si Hacienda ingresa menos dinero en impuestos, la solución inmediata de los políticos será reducir el presupuesto de la seguridad social.

De esta pasta están hechos nuestros dirigentes: están dispuestos a quitar camas de los hospitales antes que prescindir de coches oficiales.

Es lo que ellos mismos dicen. Ante la remota posibilidad de que cundiera el ejemplo del youtuber y de que mermaran entonces los fondos de las arcas públicas, no se han movilizado para declarar el sistema de salud público intocable, un baluarte innegociable, la última línea roja que puede caer antes de que el sistema salte por los aires. No han jurado que harán cualquier sacrificio personal para evitar el más mínimo perjuicio en la atención médica. No se han reunido para promulgar unas leyes que prohíban recortes en la sanidad pública mientras se puedan hacer en departamentos más prescindibles.     

No. Al contrario. Nos amenazan precisamente con meter la tijera en la sanidad como primera medida. Harán esto en lugar de racionalizar la administración pública, suprimir las diputaciones, o dejar de subvencionar a fundaciones apesebradas.

Partamos de que no tenemos una sanidad pública, tenemos diecisiete. La descentralización ha triplicado, lógicamente, el gasto.  Lo más básico que podrían hacer para garantizar los servicios médicos para todos los españoles es reunificar el sistema sanitario. Así ahorrarían costos. Pero eso ni se lo plantean. Hay demasiado poder caciquil en juego. Nos han dejado claro que sus chiringuitos no se tocan.

Quien no quiera ni considerar la tarjeta única como una prioridad nos deja claro que no defiende la sanidad pública sino las redes de poder actuales.

La falta de libertad política nos condena a estar a merced de una casta incontrolable. Podríamos ver cómo sacan a los enfermos a la calle, culparían al Rubius, y sólo nos quedaría acatar cabizbajos. 

(publicado previamente en https://www.diariorc.com)

8.3.21

lunes

La hegemonía es gritar muy alto, subir mucho el volumen del amplificador, y estar dando la tabarra todo el día. Lo malo es que tanto ruido no permite escuchar las voces de hartazgo de los vecinos. 

La hegemonía es gritar fuerte y creer que tus ecos son aclamaciones de respaldo popular.

La hegemonía es una red de altavoces tan atronadores que impiden percatarse precisamente de que no se tiene la hegemonía.

La hegemonía es un selfie del poder.

La hegemonía es un autoengaño tal que sólo se revela su mentira cuando el enemigo ha destruido las murallas y está a degüello en la ciudadela. 

La hegemonía es lo que te oculta que no tienes la hegemonía. 

La hegemonía es oquedad.

La hegemonía habla, pero no escucha.

La hegemonía es un monstruo tonto: sus rugidos asustan, pero es débil porque no puede aprender. 

La hegemonía no es inasible como el agua, es dura como el hielo y por ello se puede romper. 

La hegemonía no está en la potencia de la voz, que es un tema secundario, sino en el altavoz que la hace retumbar. O sea, que para conseguirla basta con tener dinero para comprar un determinado aparato tecnológico. 

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Leo la Trilogía de Los sonámbulos de Herman Broch. No dudo de su calidad narrativa y la profundidad de sus propuestas. El autor habla con un estilo insuperable de cómo la modernidad ha descolocado al europeo medio, que hasta hace no tanto vivía entre los algodones de la tradición. 

Y sin embargo sigo pensando que Isaac Asimov describe mejor nuestro mundo. Obviamente es peor escritor, mucho peor, pero sus preocupaciones son en las que chapoteamos hoy en día. Broch habla de húsares descolocados porque la caballería ya no es esencial en los ejércitos europeos. Asimov de gente indignada porque los robots les quitan el puesto de trabajo.

Venimos de Broch, pero ya estamos en Asimov.

2.3.21

Pasión de cancelar

   

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Antes de irse al cielo mi abuelita me dijo dos cosas que jamás olvidaré. La primera es que la clave para hacer un buen gazpacho es no pasarse con el ajo. La segunda que la gente bien nacida no participa en los linchamientos. Huelga decir que gracias a ella mis gazpachos son de aúpa. Y aunque mi abuelita no se refería con lo segundo a las redes sociales, aplico su mandamiento a estos tiempos ciberespaciales y no me uno a las turbas que hacen escarnio de cualquier infeliz que dijo o hizo algo supuestamente inapropiado.

Mi abuelita, eterna campesina en la ciudad, no tenía mucha letra y hablaba desde un sentido de la dignidad humana que sencillamente se tiene o no se tiene, pero que desde luego no se puede improvisar. Un sentido innato de la dignidad que también poseía Antonio García Trevijano, y que le llevaba a decir lo mismo que mi abuelita -lo de no unirse a los linchadores- con más y mejores palabras, pero con un mismo sentido moral.

En concreto, el gran pensador granadino escribió una especie de tratado sobre los vicios y virtudes del ciudadano español en el cambio de siglo titulado Pasiones de servidumbre, que hoy sigue siendo un magnifico oráculo que se puede consultar para engrasar de vez en cuando nuestra conciencia ética.

Cuando se publicó en el año 2000 internet todavía estaba empezando y las redes sociales actuales no existían, por lo que no trata algunas de las taras más recientes de nuestra sociedad, pero creemos poder asegurar que si don Antonio viviera hoy incluiría la “pasión de cancelar” como una de las tristísimas pasiones de servidumbre reseñadas.   

La cancel culture que nos llega de Estados Unidos consiste en marginalizar a cualquiera que no se adapte voluntaria o involuntariamente a lo que desde no se sabe bien qué altas instancias se considera aceptable.

Recientemente en España le ha tocado a Miguel Bosé. Como artista ni me va ni me viene y reconozco que tributaba el mayor de los desconocimientos hacia su carrera, pero ver cómo desde los medios de comunicación, o sea, desde los tentáculos del poder, se abrió la veda y cómo las redes se han cebado con él me produce desesperanza. Nunca deberíamos de acostumbrarnos al olor de la sangre.

El planteamiento de Bosé que le ha condenado a la cancelación era de lo más razonable. Él dice que está bien llevar mascarilla, pero que por salud es mejor quitársela cuando estemos solos y sea posible. Yo no sé si tiene razón o no, y me da igual, pero es evidente que Moncloa necesitaba un malo-medio-loco al que colgarle la etiqueta de “negacionista”, ese rótulo bajo el que amalgaman tanto a los que creen que el virus no existe como a los que sensatamente plantean medidas para combatirlo distintas de las del gobierno. 

En caso es que en poco más de un mes, un cantante querido por millones de personas pasó a ser un peligro público, un monigote del que burlarse y al que dar todos los golpes.

Creo que la ética de repúblico que aprendí leyendo a Trevijano y el comportamiento moral que me inculcó mi abuelita han hecho que me repugne el acoso que sufren muchas personas en la esfera pública. Todos hemos visto mil veces cómo en cuanto la partitocracia necesita un cabeza de turco para crear unanimidades tocan el silbato y una jauría de descerebrados corren raudos a despedazar a quien le hayan indicado.

No es extraño que un poder sistémicamente corrupto funcione así, pero es triste que muchos de nuestros conciudadanos caigan en la trampa. Sencillamente la buena gente no apaliza a nadie en grupo, ni física ni virtualmente.  

Los repúblicos no caemos en esas bajezas. No necesitamos estar acuerdo con lo que dice alguien para entender que las reglas del juego pasan porque cada uno pueda decir lo que quiera, y sin que se manipulen sus palabras.

Las pasiones de servidumbre requieren de chivos expiatorios, porque la gran mentira necesita combustible, pero la libertad política no. Ésta se defiende sola.

(publicado previamente en https://www.diariorc.com/)