24.4.20

Confesiones de un filósofo desparecido en combate, de Enrique Ocaña


En los años noventa un joven filósofo valenciano llamado Enrique Ocaña (n. 1965) llamó la atención con sus primeros libros. El Dionisios moderno y la farmacia utópica era una buena investigación sobre la relación de varios escritores con las drogas. Más allá del nihilismo y Duelo e historia fueron dos aproximaciones a la obra de Ernst Jünger; el primero correcto y didáctico; el segundo, de una gran belleza y profundidad, todavía es de mis lecturas de cabecera. El último libro que presentó fue Sobre el dolor, la que se supone es su gran obra, pero que a mí me parece sin embargo el típico mamotreto de aspirante a genio de la filosofía, con su abundante exhibición de citas y enésima reinterpretación de los clásicos desde una supuesta perspectiva innovadora. 
Lo curioso es que cuando parecía que Ocaña iba lanzado hacia la celebridad académica dejó de publicar y no se supo más de él. Solo en el 2018 apareció Confesiones de un filósofo desaparecido en combate, título harto expresivo, en el que cuenta sus experiencias como “filósofo politoxicómano y bipolar”, con sus periplos por los bajos fondos y sus frecuentes internamientos en psiquiátricos. Este libro, que incluye la reproducción de los diagnósticos médicos y que a veces parece una guía turística de todos los lugares de Valencia que el visitante tendría que evitar si quiere conservar la salud, está escrito a la manera de diálogo consigo mismo, o sea, con interpelaciones del “interlocutor más cruel” según Elías Canetti, un autor fundamental para Ocaña.
Es un texto corto y accesible. Tiene brochazos de autobiografía, crónica de una adicción y algunas partes al final de ensayo sobre la filosofía. Ocaña cuenta cómo conoció a Antonio Escohotado y éste le condujo hacia la investigación sobre las drogas; aunque no hay reproches, el célebre filósofo no sale bien parado. También hay muchas referencias al poeta Miguel Ángel Velasco, un amigo cuyo sorpresivo suicidio desagarró al autor y le provocó una crisis terrible. Su mujer, Yolanda, aparece intermitentemente y no llegamos a saber mucho de ella. Ocaña también recuerda su infancia y juventud, solo alterada por la muerte de su padre. Pero sobre todo escribe sobre su adultez yonki (empezó con las drogas pasados los veintitantos) entre ambulancias, prostíbulos y tugurios donde conseguir heroína.
En lo referente a sus reflexiones sobre la filosofía, implícitas en todo el texto y explícitas en el epílogo, no sé si pudieran interesar a los que no son del gremio, pero tienen perspicacia. Ocaña abomina de la filosofía académica y busca una “filosofía de la experiencia” paralela a la “poesía de la experiencia” de su amigo Velasco. Él se reconoce desaparecido en combate no solo por sus circunstancias personales, también porque su desinterés por la filosofía académica, que no por la filosofía en sí, le ha llevado a desvincularse del mundillo. Sin embargo llama a todos los filósofos desaparecidos en combate como él a retomar las armas y apuntar “contra el Poder”, lo que no deja de ser un poco un maximalismo facilón, pero coherente con su posicionamiento libertario.
Ocaña afirma que su ideario político se reduce a oponerse al Estado terapéutico que criminaliza las drogas y condena a los menos solventes de sus consumidores al estatus de lumpen. Pero eso ya es bastante ideario político. Cree que las drogas bien gestionadas pueden ayudar a liberar subjetividades, y por eso el Estado se opone. Hace suya la tesis de Burroughs, de que los estupefacientes son la excusa de los gobiernos para limitar las libertades individuales.
Al margen de si se está de acuerdo con él o no, lo cierto es que Enrique Ocaña es de esos filósofos que viven en los márgenes de canon progre oficial, y que por ello dicen cosas distintas y por lo tanto más interesantes que la monserga hegemónica. Su marginalidad no les convierte automáticamente en buenos autores, pero por lo menos sus propuestas filosóficas no saben a recalentados de microondas.   

20.4.20

La Historia de los Estados Unidos, de André Maurois


Hay una escena en Las invasiones bárbaras en la que los protagonistas, un grupo de culturetas canadienses maduritos, defienden que la inteligencia es un fenómeno colectivo y circunstancial, no algo individual, y citan tres momentos históricos en los que ésta apareció con fuerza: la Atenas clásica, la Florencia del Renacimiento, y la Filadelfia de 1776. En cada caso citan a los hombres más sobresalientes del momento, y cuando llegan a los padres fundadores de los Estados Unidos (Adams, Franklin, Jefferson, Washington, Hamilton, y Madison), uno de los protagonistas apostilla: “ningún otro país ha tenido tanta suerte”.
La frase contradice todas las corrientes académicas que minusvaloran las contribuciones individuales a los hechos históricos para resaltar que son siempre las cuestiones económicas o geográficas las determinantes. Pero la verdad es que leyendo libros como La Historia de los Estados Unidos de André Maurois uno no deja de repetirse como un mantra: “ningún otro país ha tenido tanta suerte”. 
Todas estas personalidades históricas contribuyeron a impulsar la constitución republicana más exitosa de la historia. Pero además individualmente eran hombres excelsos. Washington ganó un poder militar inmerso en la guerra para renunciar a él en la paz, y a cualquier título o prebenda, y dejar la presidencia cuando consideró que ya no era el hombre adecuado para el cargo. Jefferson tenía una de las mejores cabezas de su generación y un proyecto de país que todavía hoy persiste. Hamilton superó los recelos de las trece colonias para sentar las bases de la prosperidad económica…
La historiografía actual se centra en lo perverso de aquella época, desprecia a estos “varones blancos” que fundaron una nación, y priva de todo valor a sus gestas históricas. Por eso este libro, escrito en 1957 y previo por ello a modas postmodernas, resulta tan revitalizante. Aunque describe sobre todo la creación y consolidación posterior de la República, abarca desde la llegada de los europeos al nuevo mundo hasta la Primera Guerra Mundial; y si bien no oculta que hubo masacres y esclavitud, no impugna por ello sistemáticamente el desarrollo de la primera democracia de la modernidad.
Por supuesto está muy bien escrito -no olvidemos que André Maurois era también un excelente novelista-, y los grandes debates ideológicos que se desarrollaron entonces (federalistas y anti federalistas, o la creación de los partidos republicano y demócrata, por ejemplo) están explicados para profanos en ciencia política.
Sobre esta manía postmoderna de colocar lo periférico y negativo en el centro, habría que investigar si no se trata también de un interés político por enterrar un proyecto liberador y ejemplar para el resto de la humanidad. Hubo esclavitud y otros horrores, sí, pero también anti esclavistas, y finalmente una generación entera se sacrificó en una espantosa guerra para erradicarla.
No hay nada positivo en reducir la epopeya estadounidense a un repertorio de barbaridades. Fue mucho más que eso. Fue de hecho una independencia para establecer contrapesos al poder mismo, casi como una refutación de la “ley del hierro de la oligarquía”. 
Visto desde hoy, cuando la política parece una dialéctica entre los que quieren el poder y los que quieren la libertad, parece que hay que encontrar los orígenes de ambas tendencias respectivamente en la revolución francesa, que fundó un poder más absoluto que el que derrocó, y la revolución estadounidense, que se constituyó en una red de contrapoderes que garantiza las libertades políticas.
Para los que creemos en la libertad individual por encima de los estatismos de raigambre más o menos jacobina, en la primacía de la legalidad constitucional por encima de los llamamientos del colectivismo, o en la república de las personalidades frente al imperio de las identidades, la revolución americana y la inteligencia de los padres fundadores sigue siendo un faro encendido en la tempestad.
Y por eso agradecemos un libro como La Historia de los Estados Unidos de André Maurois, un libro que llegó pronto y se salvó gracias a ello de ser cínico.



14.4.20

Dos libros de Escohotado para la cuarentena


wikipedia
Antonio Escohotado cae bien porque es notoria su indiferencia hacia el canon progre. En sus libros, o en sus múltiples entrevistas y conferencias, defiende lo que cree que es la verdad sin que le importe por ello ser excluido de esa buena moralidad izquierdista que lo acapara todo, que lo juzga todo, y que finalmente lo constriñe todo. En su ya larga vida ha podido estudiar mucho y escribir sobre distintos ámbitos, como las drogas, la física y la economía; siempre desde una perspectiva más o menos libertaria. Es uno de los pocos intelectuales españoles que no es intercambiable; nadie dice lo mismo que él ni de la misma manera, y cualquier de sus páginas es reconocible por su estilo y temática.
Todavía no existe un manual introductorio a su pensamiento, ni que se sepa una tesis doctoral de libre acceso en internet. Una pena. Si bien es una obra que el lector medio puede afrontar, siempre está bien que alguien docto que ha navegado más hondo en un autor oriente un poco nuestra lectura de profanos.
Escohotado tiene libros espesos, como Realidad y sustancia, pero en general es bastante comprensible. Sin embargo peca, creo yo, de un exceso de erudición. Esa metodología suya de arrojar datos y más datos en sus grandes investigaciones para que el lector saque sus propias conclusiones, si bien tiene una intencionalidad loable, a veces desconcierta.
Aunque sus libros de artículos, o sus ensayos más breves, vienen más ligeros que sus manuales. Precisamente en la última antología de artículos suyos que ha aparecido, Frente al miedo, encontramos lo más parecido a una autobiografía intelectual y alguna entrevista bastante ilustrativa. En una de ellas empareja, años después de su publicación, dos de sus libros, Majestades, crímenes y víctimas, de 1987, y El espíritu de la comedia, de 1991. Ambos, nos dice, son una sociología del poder político; el primero del poder legislativo y el segundo del poder ejecutivo. Leídos ahora sí que se pueden entender como complementarios; y en estos días de pandemia y postliberalismo, además, como una referente contra al colectivismo total que se nos anuncia.

Majestades es una selección de artículos de periódico y de revistas científicas, pero tiene cierta unidad temática. Es una crítica al derecho esgrimido por los estados para inmiscuirse en las vidas de los adultos. Hace un repaso histórico desde la aparición de las religiones y su paulatina sustitución por políticos y jueces como garantes de una especie de moralidad militante que no es más que una sociología del terror, que lo mismo persigue brujas que a drogadictos; siempre en busca del chivo expiatorio sobre el que sustentar su dominio.
Escohotado sostiene que no hay que reeducar al delincuente que no hace daño a nadie, salvo a sí mismo si acaso, sino a la propia ley que se empeña en juzgar los llamados “crímenes sin víctimas”, que a diferencia de los crímenes reales contra la vida o la propiedad, solo se manifiestan en forma de escándalo para quien tenga ganas de escandalizarse. Pornografía, anticlericalismo y el tema de las drogas son los ejemplos.
De esto último Escohotado ha escrito mucho y aquí es el tema principal, pero centrándose en las consecuencias del prohibicionismo, que desde que se ha convertido en un campo de batalla para los gobiernos, han creado un problema que antes no existía y ha dado origen a la “era del sucedáneo”, que es realmente de dónde vienen las calamidades de las drogas, no de ellas en sí. Lo que mata de la droga es lo que le añaden las mafias; nadie moría cuando se podían comprar normalmente en una farmacia.   

El Espíritu de la comedia fue premio Anagrama de ensayo en 1991. Se le supone estar escrito desde el principio como una unidad, aunque tiene dos capítulos un tanto autónomos, uno dedicado a Carlos Castaneda y otro a Ernst Jünger, pensador alemán de gran influencia en Escohotado.
Este libro sigue por la senda libertaria, pero centrándose en el poder ejecutivo. De hecho utiliza el término “casta” para referirse a la clase política, algo que tanto se ha popularizado luego. También analiza mucho la parte más obscenamente represora de los estados, con sus “traficantes de seguridad” que tienen “seis policías por cada delincuente” (delincuentes que crea la propia ley con la prohibición, claro).
Escohotado insiste mucho en que las sociedades mantienen su vitalidad siguiendo ciertos ritos autónomos, y que de hecho en ellas hay un respeto hacia el otro y una convivencia saludable que las más de las veces no necesita arbitrio estatal. Es más, es el Estado el que suele causar los desajustes. Y desde luego en él el que bombardea desde su maquinaria propagandística con “historias bien distintas de Fuenteovejuna”, en el que el vecino es el enemigo y solo cuando aparece el comisario vuelve la paz.
Como ya hiciera en Majestades, cita bastante y con pertinencia a Thomas Jefferson, al que ha estudiado mucho y cuya impronta en él es evidente. Como toda la Revolución Americana, que frente a la Francesa, sí considera un ejemplo de virtud y de descentralización del poder.
Los dos últimos capítulos son los del apéndice, que en la introducción Escohotado dice que han quedado relegados al final por ser más estrictamente filosóficos. La verdad es que versan sobre Heidegger, pero desde luego no son el trabalenguas habitual en estos casos y se entienden con facilidad. El segundo además es una aproximación a este filósofo alemán desde la crítica que le hace Savater, que como siempre es claro y desprejuiciado.

Majestades, crímenes y víctimas, y El espíritu de la comedia son dos libros complementarios que exponen una “filosofía de la libertad”, que es la etiqueta con la que se puede resumir la obra completa de Escohotado, según él mismo dice. Además, leídos en tiempos de cuarentena y pandemias, con una casta política que sigue envenenando la convivencia desde sus medios propagandísticos, se nos antojan más reales que la información que nos llega por vía televisiva. Llevamos cuatro semanas de estado de emergencia y la sociedad cumple, no hay incidentes y reina la concordia; únicamente el Estado inepto no ha cumplido sus cometidos. Solo le queda enfrentarnos entre nosotros para sobrevivir él.

10.4.20

García Viñó, otro malbaratado

El escritor y crítico literario Manuel García Viñó (1928-2013) adquirió cierta resonancia mediática cuando le propinó un puñetazo al también escritor Vicente Molina Foix tras un impetuoso debate en el programa televisivo Negro sobre blanco. Aunque la agresión sucedió fuera de cámaras, Joaquín Sabina, que era el siguiente invitado y ya estaba esperando en el plató, se lo comentó con gracejo a Fernando Sánchez Dragó, que presentaba aquello, y así los espectadores nos enteramos de que la trifulca previa que sí vimos había llegado luego a las manos. Como suele pasar en estos casos, la anécdota reduce y caricaturiza al protagonista, que para mucha gente es ya conocido solo por esto, y opaca una obra que desde luego tiene interés al margen del chascarrillo pugilístico.
García Viñó escribió más de cincuenta libros y lideró La Fiera Literaria, una publicación itinerante en la que se criticaba inmisericordemente a los grandes popes de la novelística española actual. Pero ni él es hoy especialmente valorado, ni La Fiera le ha sobrevivido y ahora es solo una web varada en el ciberespacio. Tal silencio se explica sin duda por cuestiones políticas y económicas, ya que es normal que a alguien tan a contracorriente se le cierren los grandes canales de difusión, pero no es disparatado pensar que también hay una cierta ineptitud social por su parte que le puso las cosas muy fáciles a sus adversarios.  
De lo poco que he leído de su extensa producción puedo decir que Teoría de la novela es un buen manual de introducción a la literatura, claro y divulgativo, y que sus argumentos parecen bien desarrollados, al menos para un lego como yo en la materia. Distingue “relato”, en el que se cuentan cosas, de “novela”, que además tiene un contenido intelectual, crea un mundo autónomo “novelizando la realidad”, y tiene sus propias reglas estéticas. 
Otros libros suyos que he leído son El País: la cultura como negocio y La novela española desde 1939. Ambos son un ataque a las estrellas del panorama literario nacional, cuyos best-sellers desmenuza desde la “crítica acompasada”, una crítica considerada por él científica, y que consiste en resaltar todas las faltas gramaticales y evidenciar la pobreza de las elucubraciones que hay en los textos.
Para este autor un novelista “no debe tener solo vida y obra sino también pensamiento”, más o menos filosófico, y que eso transpire en sus libros. Pone de ejemplo a Albert Camus, cuyo existencialismo le influyó hondamente, y que era capaz de escribir ficción y ensayo con la misma maestría. Además, por supuesto, un novelista también tiene que escribir bien, sin errores gramaticales ni razonamientos infantiles.
Las críticas que hace desde estos postulados a Almudena Grandes, Javier Marías, Muñoz Molina, y demás, son demoledoras. De hecho no creo que nadie pueda mantener honestamente que son buenos escritores tras leer estos análisis. García Viñó pone incontables ejemplos sacados de las obras más prestigiadas de estos autores en los que queda clara la banalidad ideológica y la ineptitud narrativa. Rastrea página por página entresacando frases que producen sonrojo y que prueban que estas celebridades son solo producto de una buena mercadotecnia de las filiares del Grupo Prisa, pero nada más.
El problema es que el propio García Viñó acaba resultando insoportable; es constantemente faltoso. Llama a Javier Marías "retrasado mental", por ejemplo, lo que es gratuito y además contraproducente, ya que un tono igual de certero pero respetuoso hubiera sido más digno. Es ingrato para el lector leer cientos de páginas de desprecio permanente, por mucha razón de fondo que tenga. Los datos y ejemplos que aporta son incontestables, pero tanta bilis y resentimiento acaban por hartar.
La aportación crítica más constructiva que hace este autor es que reivindica también a otros escritores desconocidos a los que sin su mediación, al menos yo, nunca habría llegado. Le debo la lectura de Eduardo Tijeras, Andrés Bosch y Miguel Espinosa, además de otras docenas de novelistas que cita y que todavía no he leído, pero que seguramente son tan buenos como él asegura. Hay un canon alternativo en la historia de la literatura española del siglo XX que se podría escribir con nombres nuevos y sin bajar de calidad, o incluso mejorando al hegemónico, y que permanece injustamente relegado.
García Viñó tiene razón al indignarse porque hay escritores cuyas novelas son sublimes y que nadie conoce, por mala distribución, falta de promoción en los suplementos culturales, o lo que sea, mientras que tenemos a tremendos bodrios encumbrados y ganando premios. Tiene razón, pero la pierde al escribir como un histérico ulceroso.

Estamos ante un autor que podría haber dejado un legado importante y colaboradores que revitalizaran La Fiera Literaria, pero hay algo que no supo hacer por ineptitud social. Los de la “inmensa minoría” tendríamos que estar ahora comentando sus aportaciones, redescubriendo autores orillados, y demandando reediciones de los nuevos clásicos de la literatura española.  Sin embargo no buscó aliados y no moderó sus anatemas, se quedó orgullosamente al margen de todo. Igual tendría que haber dejado de ser como el “alma bella” denunciada por Hegel, eremita en su propia alta moralidad, y pactar con la circunstancia. Entrar entonces en la Universidad, o que entrara algún discípulo abriendo brecha. O en alguna escuela de escritores, de las que hay muchas en Madrid, e influir a generaciones venideras. O vincularse a algún medio de comunicación valiente, que los hay. O cualquiera de los mil caminos posibles.  Desde luego lo de liarse a puñetazos en la tele no es lo más recomendable.

(El País: la cultura como negocio viene con prólogo de García Trevijano, un señor del que ya hemos hablado. Parece que García Viñó y él fueron amigos. Eran de la quinta y seguramente les hermanaba una común inhabilidad para bajar el volumen del yo, y ser así capaces de crear grupos de trabajo y construir proyectos con gente que eventualmente fuera a hacerle sombra.
Coaligados, cada uno en su ámbito, podrían haber creado algo importante. Con un poco de mano izquierda podrían haber reinado en el Ateneo de Madrid, por ejemplo, o en alguna universidad o fundación.
En cuanto al prólogo en cuestión, se nota que la literatura no es la especialidad del gran jurista granadino. Lamenta que no haya un Balzac o un Stendhal de la Transición española, lo que es un poco causa perdida, ya que sería extraña una literatura decimonónica en los años setenta. Sí hubo, aunque Trevijano lo ignore, mucha y muy buena literatura en los márgenes, como bien se explica en el propio libro que prologa y que parece no haber leído en este punto.
También reduce implícitamente el mundo cultural en español o lo que sucede a este lado del Atlántico, lo que es grave, y peor todavía es que partícipe de cierta hispanofobia ambiental al sostener que desde el siglo XVII no hubo grandes pensadores españoles, justificando tal astracanada por el hecho de que no se cita a ninguno en las bibliografías foráneas.
Como el texto es del 2006, asumimos que no conoció muchas de las investigaciones actuales que hacen de este prólogo lo más flojo de todo lo que publicó el gran pensador del republicanismo español contemporáneo).

2.4.20

Contra las identidades



En los últimos años parece que hemos perdido de vista que las personas tenemos personalidad, no identidad. Somos todos de nuestra madre y nuestro padre, con nuestros sueños, miedos y deseos. Nos movemos en una amplia gama de grises cada uno con su tonalidad propia; somos más o menos creativos o aburridos, más o menos confiables o mezquinos, más o menos familiares o solitarios...Tenemos una idiosincrasia que nos define y singulariza, nos hace irremplazables. No hay individuo igual que otro individuo. De hecho, si ya es muy difícil hablar de caracteres homogéneos entre dos personas, es imposible hacerlo referida a multitudes.

La identidad empero es algo abstracto que tenemos como especie, pero no individualmente, y siempre está en relación dialéctica con otras especies u objetos; somos humanos porque no somos ni elefantes ni sillas. O incluso aceptando el uso judicial del término, identidad es un número que la burocracia estampa en nuestro pasaporte, pero que obviamente no nos define; en ningún caso somos sólo una serie numérica. 

El Estado está obligado a amparar el libre desarrollo de nuestra personalidad. Se podría decir que es su primer y más importante función: conseguir que la persona tenga libertad para dar lo mejor de sí mismo dentro de un marco social y ético razonablemente articulado. Proteger ante todo la libertad y seguridad individual para llegar a ser quienes realmente somos. Y todo esto lo hace sobre todo mediante un sistema educativo y sanitario públicos. Para prosperar nos hace falta preparación y así poder alcanzar nuestras metas, y nadie debería preocuparse por el pago de su asistencia médica o sus estudios. Las personas colaboramos gustosas en ayudar a los que de entre nosotros han perdido su empleo, o su salud, o ya han trabajado bastante y merecen descansar. Lo hacemos por conciencia y porque sabemos que algún día transitaremos nosotros mismos por esas sendas.

Como dice la Constitución norteamericana, hay que garantizar la libertad para buscar la felicidad, aunque nadie puede prometernos que vayamos a encontrarla, claro. El Estado debe asegurarse de que si quiero ser cómico, zapatero o teósofo, lo pueda hacer sin dificultades innecesarias, pero obviamente no puede obligar a nadie a reírse de mis chistes, comprarme los zapatos o aplaudir mis delirios espirituales. Tengo derecho a intentarlo libremente, pero no a exigir responsabilidades si no lo consigo. Ni el Estado es una entidad omnipotente, ni la sociedad en la que me desenvuelvo está obligada a secundarme por obligación.

La personalidad es pues la manera que tiene nuestra individualidad de tratar con nuestros coetáneos, vistos como un todo, en un ordenamiento determinado. Para regular esta relación hay pequeños sacrificios que tenemos que hacer, y el más evidente es pagar impuestos. Damos parte de nuestro dinero al Estado para que nuestra personalidad se desenvuelva libremente sin agresiones injustificadas. Este trato es una contrapartida aceptable y basada en el sentido común.

Si nuestras expectativas son razonables, y nuestros comportamientos considerados morales, el contexto resulta favorable y la convivencia social medianamente sana, es difícil no salir adelante con mayor o menor fortuna, y no encontrar cierto acomodo entre nuestros conciudadanos.  

Hay que subrayar que el contrato social funciona bastante bien. Somos millones de personas habitando a veces en unos pocos kilómetros cuadrados y conseguimos conllevarnos sin grandes violencias personales.


Sin embargo en las últimas décadas existen movimientos políticos que supeditan la personalidad individual a la identidad colectiva. Ya no somos personas singulares sino sujetos adscritos a grupos enfrentados en una foucaultiana lucha por el poder. Entienden la sociedad como perpetua contienda civil. No hay ya concordia entre personas sino guerra entre colectivos.

Guerra y victimismo, sobre todo mucho victimismo en las identidades colectivas, siempre un victimismo perpetuo y ofendido. La identidad colectiva es una herida sedienta de excusas para sangrar.  

La mayoría de estas nuevas identidades colectivas están basadas en “hechos reales”, por decirlo cinematográficamente, pero no siempre. Si no hay una identidad colectiva en la que fácilmente podamos ser etiquetados, da igual, el carácter ficcional de la misma hace muy fácil inventarse una. Gender-vender, transhumanista o nacionalista segoviano, cualquier relato vale siempre que tenga cierto respaldo económico y propagandístico.  

Las identidades colectivas son narraciones de poder en las que una minoría se otorga la representatividad de todos sus adscritos, ya sea con o sin su consentimiento. Y desde ahí negocian con un Estado al que afirman combatir pero sin el que no existiría tal identidad. Las identidades colectivas son parasitarias del Estado y solo se entienden dentro de él.

Cuando docenas de feministas dicen ser la voz de millones de mujeres, o un universitario de color nacionalizado y burgués habla por todos los inmigrantes sin papeles, o habitantes de urbanizaciones de lujo levantan la bandera de los pauperizados, lo que hacen es privilegiar una posición propia de poder. Buscan convertirse en poderes intermedios en la relación entre la persona y el Estado. Devienen así en una nueva aristocracia que hay que mantener con el diezmo de los ciudadanos.

Porque paradójicamente, estas identidades colectivas que juran ser categorías ontológicas preestatales, no existirían sin subvenciones estatales. Hace falta mucho dinero y muchos medios modernos de propaganda para construir una identidad milenaria.

Esta nueva oleada de recursos estatales desviados a la manutención de las identidades colectivas es algo reciente. Nos preguntamos por qué. No vemos claro que tengamos que dar dinero a los nacionalistas segovianos para que reescriban su historia a placer, si nosotros somos de Toledo. Nos desorienta que si en el día a día entre los sexos solo vemos cooperación y afecto mutuo tengamos que pagarle el sueldo a quienes dicen que solo ambicionamos el sometimiento de los otros. No entendemos por qué si nuestros amigos oriundos de otras latitudes nos quieren tanto como nosotros a ellos habremos de escuchar constantemente a quienes pontifican que un odio visceral recíproco anida entre los diversos.

Quizá habría que empezar a defender que las identidades colectivas salen muy caras al bolsillo del contribuyente. Y que éste no tiene motivos para hacer ese sacrificio. Las nuevas aristocracias quieren ser poderes intermedios, y además quieren vivir en palacios y que les financiemos sus cuchipandas. Pues va a ser que no. Tendrían que quedar al margen de la hacienda pública. Estar privatizados, como todos los servicios que no son sistémicos o de primera necesidad. Quien quiera una identidad que se la pague de su bolsillo.

El Estado está para proteger nuestra vida y libertad, nuestra personalidad en suma, pero no nuestros sentimientos, y mucho menos nuestro pase vip por ser de una identidad colectiva. Las identidades colectivas deberían quedar al margen de los presupuestos gubernamentales. Que se las financien sus acólitos. No son prioritarios, ni esenciales; el Estado no les debe nada. Los ciudadanos no les debemos nada.