En los años noventa
un joven filósofo valenciano llamado Enrique Ocaña (n. 1965) llamó la atención
con sus primeros libros. El Dionisios moderno y la farmacia utópica era
una buena investigación sobre la relación de varios escritores con las drogas. Más
allá del nihilismo y Duelo e historia fueron dos aproximaciones a la
obra de Ernst Jünger; el primero correcto y didáctico; el segundo, de una gran belleza
y profundidad, todavía es de mis lecturas de cabecera. El último libro que presentó
fue Sobre el dolor, la que se supone es su gran obra, pero que a mí me
parece sin embargo el típico mamotreto de aspirante a genio de la filosofía,
con su abundante exhibición de citas y enésima reinterpretación de los clásicos
desde una supuesta perspectiva innovadora.
Lo curioso es que cuando
parecía que Ocaña iba lanzado hacia la celebridad académica dejó de publicar y
no se supo más de él. Solo en el 2018 apareció Confesiones de un filósofo
desaparecido en combate, título harto expresivo, en el que cuenta sus
experiencias como “filósofo politoxicómano y bipolar”, con sus periplos por los
bajos fondos y sus frecuentes internamientos en psiquiátricos. Este libro, que
incluye la reproducción de los diagnósticos médicos y que a veces parece una
guía turística de todos los lugares de Valencia que el visitante tendría que
evitar si quiere conservar la salud, está escrito a la manera de diálogo
consigo mismo, o sea, con interpelaciones del “interlocutor más cruel” según
Elías Canetti, un autor fundamental para Ocaña.
Es un texto corto y
accesible. Tiene brochazos de autobiografía, crónica de una adicción y algunas
partes al final de ensayo sobre la filosofía. Ocaña cuenta cómo conoció a
Antonio Escohotado y éste le condujo hacia la investigación sobre las drogas;
aunque no hay reproches, el célebre filósofo no sale bien parado. También hay muchas
referencias al poeta Miguel Ángel Velasco, un amigo cuyo sorpresivo suicidio
desagarró al autor y le provocó una crisis terrible. Su mujer, Yolanda, aparece
intermitentemente y no llegamos a saber mucho de ella. Ocaña también recuerda
su infancia y juventud, solo alterada por la muerte de su padre. Pero sobre
todo escribe sobre su adultez yonki (empezó con las drogas pasados los
veintitantos) entre ambulancias, prostíbulos y tugurios donde conseguir heroína.
En lo referente a
sus reflexiones sobre la filosofía, implícitas en todo el texto y explícitas en
el epílogo, no sé si pudieran interesar a los que no son del gremio, pero
tienen perspicacia. Ocaña abomina de la filosofía académica y busca una “filosofía
de la experiencia” paralela a la “poesía de la experiencia” de su amigo
Velasco. Él se reconoce desaparecido en combate no solo por sus circunstancias personales,
también porque su desinterés por la filosofía académica, que no por la
filosofía en sí, le ha llevado a desvincularse del mundillo. Sin embargo llama
a todos los filósofos desaparecidos en combate como él a retomar las armas y
apuntar “contra el Poder”, lo que no deja de ser un poco un maximalismo
facilón, pero coherente con su posicionamiento libertario.
Ocaña afirma que su
ideario político se reduce a oponerse al Estado terapéutico que criminaliza las
drogas y condena a los menos solventes de sus consumidores al estatus de lumpen.
Pero eso ya es bastante ideario político. Cree que las drogas bien gestionadas pueden
ayudar a liberar subjetividades, y por eso el Estado se opone. Hace suya la tesis
de Burroughs, de que los estupefacientes son la excusa de los gobiernos para
limitar las libertades individuales.
Al margen de si se está
de acuerdo con él o no, lo cierto es que Enrique Ocaña es de esos filósofos que
viven en los márgenes de canon progre oficial, y que por ello dicen cosas
distintas y por lo tanto más interesantes que la monserga hegemónica. Su
marginalidad no les convierte automáticamente en buenos autores, pero por lo
menos sus propuestas filosóficas no saben a recalentados de microondas.