29.6.18

the spanish truman show




Los últimos cinco minutos del metraje de El show de Truman son brillantes. El protagonista, atrapado en una serie televisiva que durante treinta y tantos años ha tenido en vilo a la audiencia, decide rebelarse contra su dios-productor, y ante el júbilo de los telespectadores elige dejar en directo el programa. La banda sonora subraya la intensidad de una escena de gran clímax emocional. Sin embargo, tras el subidón épico, viene el ultimísimo plano antes del fundido en negro; ése en el que tras el corte de la retrasmisión uno de los hasta entonces fiel espectador de las aventuras de Truman se limita a preguntar apático: “¿Qué hay en otro canal?”.
Un indolente “¿Qué hay en otro canal?” tras más de tres décadas de estar pegado a un único serial televisivo es un poco la clave de todo.
Aquí llevamos también treinta y tantos años de un único show nacional: el de la España sin remedio, el del cainismo y un pesimismo generalizado que han acabado por convertirse en una actitud vital. Todos los medios de comunicación parecen sintonizados en este canal monopolístico, uno cuyo único objetivo parece ser la intoxicar a la sociedad.
Hemos crecido, como los espectadores de El show de Truman, pegados a un discurso monocorde.
Hay una visión hegemónica, ya convertida en “sentido común”, que viene a certificar que no hay escapatoria y que España será siempre la pelea a garrotazos de Goya. Mejor no intentarlo, nos susurran; mejor dejar que los que dirigen el cotarro sigan haciéndolo, que el cambio puede ser a peor porque llevamos la ira en las venas.
Barra libre, pues, para políticos abyectos, empresarios sibilinos, y sobre todo los secuaces de ambos, esos miles de profesionales de la opinadera que se dedican a “sembrar vinagre en los periódicos de la mañana”, que diría Julián Marías.
Este último gremio es especialmente dañino. Los profetas de tremendismo utilizan su poder en los medios para imposibilitar la concordia. Agota verlos, siempre con lo mal que está todo y lo maléficos que son los de la bancada de enfrente y qué país éste donde habita gente que no está de acuerdo en todo con uno.
La cuestión es que si alguien decidiera saltarse el guión y terminar con el monotema seguramente no pasaría nada, como en la película, en la que parece que va a acontecer un cataclismo cuando cortan la conexión tras el abandono de Truman, y luego no pasa realmente nada.
Si de repente las ideas que nos transmiten los medios de comunicación dejaran de ser sobre lo insufrible que es la vida española, igual nos limitaríamos a buscar otro canal tan tranquilos. Uno que hable de lo estupendos que son en Portugal y que por qué no nos confederamos, o que importante es la ciencia, que vamos a invertir más en ella.
Solo hace falta que alguien inicie la desconexión.

22.6.18

Pana umbraliana



Hay un libro de 1981 de Fernando Márquez alias “el Zurdo” llamado Música Moderna que no es especialmente bueno ni extenso, pero que tiene la virtud de ser una obra de primera mano sobre aquello que se llamó “La Movida”, ya que está escrito por uno de sus principales protagonistas y en plena efervescencia del fenómeno.

Para su reedición del 2014 José Manuel Costa escribió una introducción que contiene un párrafo muy representativo de cierta nostalgia de aquella autenticidad pretérita: “[En este libro] hay una palabra que brilla (casi) por su ausencia: “La Movida” (…) es un libro escrito antes de que nadie se le ocurriera lanzar semejante expresión para disfrute de taxonomistas. En realidad Música Moderna es una recapitulación realizada justo cuando teóricamente habría comenzado la susodicha Movida. Esto es, antes de la contaminación de la pana umbraliana. Algo que, por supuesto, lo hace infinitamente interesante.” 

Francisco Umbral, junto con muchos otros intelectuales, consagró gran parte de su genio en convertir a la Movida en un “relato” de la España constitucional. Hacía falta un nuevo imaginario tras cuarenta años de nacional-catolicismo, y los nuevos mandarines socialdemócratas decidieron que los artistas andróginos y noctívagos que querían ser un bote de Colón podrían ser un buen referente para rehabilitar la imagen de España en el extranjero, así como un medio para encauzar de paso a la ciudadanía patria hacia cierto europeísmo liviano y consumista.

Desde las instituciones políticas, la televisión pública y la prensa hicieron todo lo posible para encumbrar este fenómeno minoritario como sinónimo de democracia y modernidad.

Así que hablar de la contaminación de la “pana umbraliana” es todo un hallazgo. La pana es el símbolo indumentario de la izquierda y Umbral era un excelente constructor de relatos, componentes todos de una forma de hegemonía que fue arrolladoramente triunfante desde 1982 hasta la crisis del 2008, y que por las fechas en que se escribió el libro todavía se estaba configurando.  

La Transición política y la Movida se solapan, y en algunos aspectos se confunden en un zeitgeist de libertad y autodeterminación de las identidades individuales. Desde principios de los años setenta hasta la mayoría absoluta felipista hubo una vivencia de libertad propia tiempos constituyentes. No tanto una libertad jurídica, que seguramente fue más real posteriormente, sino libertad de narrativas asignadas. Aquellos españoles sentían que estaban construyendo su propia historia individual y colectiva en unos años en los que la hegemonía hasta entonces vigente se desvanecía  y todavía no había llegado otra igual de potente que la sustituyera.  

Cuando la imagología joseantoniana ya no estaba, y antes de que para pintar algo en Madrid hubiera que estar a sueldo del grupo Prisa y tener carnet del PSOE (valga de la redundancia), o que en Barcelona hubiera que exhibir catalanidad en algún grado para no ser estigmatizado de faccioso; o sea, antes de que la nueva hegemonía decidiera quién era cada uno y qué hacía, hubo una sensación de autenticidad y libertad, de vivir sin textos impuestos, que seguramente es lo que extrañan las personas como José Manuel Costa.

Pero una vez que el período constituyente se cerró, y llegó un nuevo gobierno poderosísimo formado por gente que había leído a Gramsci y que tenían una agenda clara, lo de la libre creación de las individualidades y hacer lo que cada uno de le da gana ya no tenía mucho recorrido.

La “pana umbraliana” vino a fagocitar un fenómeno contracultural para darle una utilidad política determinada. Pero la Movida surgió en una coyuntura determinada, o sea que pilló con la guardia baja, y luego resultó que estaba en el momento justo en el lugar adecuado. Dejó de ser, en efecto, interesante, pero tampoco es que los momentos de autenticidad prístina duren para siempre.

En fin, que relativicemos las melancolías.   

16.6.18

El año del pensamiento mágico, de Joan Didion


En el documental de Netflix sobre Joan Didion hay un momento que es entre abyecto y glorioso, ése en el que le preguntan que qué pensó cuando vio a un niño de seis años adicto al crack y ella contesta que pensó que ahí había material para un gran artículo. Tras esa respuesta epatante hay una coherencia de alguna manera admirable. Didion tiene alma de reportera que sabe no implicarse, y esa misma frialdad aparente la vuelca contra sí misma en El año del pensamiento mágico, donde describe lo que le sucedió en el 2004, año en que con muy pocos días de diferencia su hija fue hospitalizada de urgencia (moriría poco después) y su marido falleció de un infarto delante ella.

Hay un texto de Julián Marías ya anciano en el que dice que llega un punto en la vida en el que “en el nosotros hay más muertos que vivos”. En el libro de Didion se podría añadir un “súbitamente” al principio de la frase. No solo se queda viuda  y su hija muere (por supuesto, es ya un tópico decir que no hay nombre para cuando los padres pierden al hijo), sino que todo sucede muy rápido. Ella es la superviviente azarosa de cuarenta años de matrimonio y treinta y nueve de maternidad.

Didion lo cuenta todo con una supuesta distancia, pero siempre tenemos la sensación de que solo está intentando objetivarse en el reportaje sobre su dolor, porque de hecho habla al borde del llanto. El libro tiene algo del convencionalismo del luto; ahuyentamos el dolor mediante rituales y lugares comunes. Aquí es una escritora que se agarra a lo que mejor sabe hacer: escribir. De hecho en una entrevista de El País reconoce que contarlo todo tuvo algo de terapéutico.    

En uno de los capítulos afirma que no hay mucho escrito sobre el proceso del duelo, sobre lo que significa la muerte de un allegado, y que eso fue un acicate. Didion consigue con creces un libro importante, uno de esos que acompañan y se quedan en el recuerdo del lector. Si hubiera querido hacer algo más lírico y con más vocación de “gran literatura” se hubiera perdido su veracidad. Aquí usa a veces un tono periodístico y nos habla de estudios científicos, de sus propias investigaciones y de sus archivos de Word. Hay anécdotas que cuenta en las que es imposible no reconocerse, como cuando no quiere guardar los zapatos de su marido muerto por si los necesita más adelante, o cómo no quiere mirar a los lados en la calle para no ver restaurantes y tiendas que le recuerden las excursiones familiares. Las descripciones que hace de las sensaciones fisiológicas de una persona que acaba de perder a un ser querido también son inolvidables.

En el libro no explica exactamente el porqué del título, pero en la entrevista mencionada del El País dice que tiene que ver con estudios de antropología que explican que en algunas culturas se considera que se puede cambiar el rumbo de los acontecimientos con la mente, algo que ella se plantea a lo largo del libro, si hubiera podido hacer algo para evitar tanta calamidad. También se puede referir a la suspensión de la racionalidad que ella demuestra y la mayoría de los que han perdido a alguien, que se muestran incapaces digerirlo usando el sentido común.

Además, por cierto, del estudio que hace de la viudez, también tiene párrafos muy acertados sobre lo que implica el matrimonio, en concreto uno como éste que fue larguísimo y parecía bien avenido y además con profesiones en común (él era el escritor John Dunne). Habla de las “jornadas enteras pobladas con la voz del otro”; afirma que “el matrimonio es memoria” y por eso es tan difícil volver a casarse, así como otras reflexiones y recuerdos de tiempos felices que son ráfagas de vida compensando el relato principal.   

11.6.18

Adiós América, adiós, de Rafael Herrera Guillén



Rafael Herrera Guillén es profesor de la Facultad de Filosofía de la UNED. Autor de varios libros de filosofía política y temas hispánicos, se ha especializado en el liberalismo español. Adiós América, adiós. Antecedentes hispánicos de un mundo poscolonial (1687-1897) es su último libro.


En él trata de rebatir la idea que tanto prevalece en el mundo académico de que la independencia de la América hispana se hizo ante la indiferencia total de la metrópolis. Para ello hace, en la primera mitad del libro, un repaso de las obras de destacados españoles (Floridablanca, Jovellanos,…) que desde el siglo XVII ya venían advirtiendo de la insostenibilidad a corto y medio plazo de esa forma de dominación, y proponiendo en consecuencia una institucionalidad alternativa que pudiera permitir que los territorios de ultramar no se separaran, o que si lo hicieran fuera de la forma menos dramática posible. Luego, en la segunda mitad de la obra, analiza las propuestas de autores como Valera o Ganivet, que ya en el siglo XIX dan por perdido el imperio pero quieren reubicar a España dentro del cosmos hispánico.


Adiós América, adiós se abre con una cita del gran filósofo mexicano Leopoldo Zea: “Y si esto no es Filosofía, peor para la Filosofía”, que es sin duda el motto que mueve a Herrera a empezar su labor evidenciando ciertos estigmas que han impedido que existiera una visión ponderada de la presencia de España en América, y que además han favorecido el desprecio general a la filosofía hecha en español. La leyenda negra es claramente uno de esos estigmas, y aunque aquí no se niega su origen en abyectos hechos probados, sí se sostiene que ha sido utilizada por los colonialismos posteriores para justificarse como filantrópicos frente a la barbarie española. En lugar de reconocer las contribuciones de España a la modernidad, con todo lo que tanto de bueno como de abyecto pueda tener el término, se ha optado por arrojarla a un estadio medieval y tenebroso, y legitimar los imperialismos europeos posteriores como respuestas “humanitarias”.


Sobre la supuesta mediocridad de la inteligencia española, Herrera estudia a nueve pensadores que a lo largo de tres siglos supieron no solo prever cómo iban a desmembrarse los virreinatos, sino que se adelantaron a proyectar y plantear un nuevo orden postcolonial, lo que les otorga una gran capacidad de anticipación y les hace bastante acordes con las inquietudes actuales. Son nueve autores con obras en las que se reflexiona sobre el poder y sus legitimidades, algo muy propio del pensamiento español, y que se encuadran dentro de la tradición también española de la impugnación del imperio desde dentro; unas cuestiones que la modernidad filosófica europea ha preferido orillar para centrarse en cuestiones del teoría del conocimiento.  


El libro de Herrera es en resumen desafiante e imprescindible, además de ser un referente impagable para iniciarse en autores referenciados poco conocidos, como Flórez Estrada; también profundiza y reordena los conocimientos que creíamos tener sobre otros más célebres como Jovellanos o Blanco White.  

3.6.18

Milan Kundera y el totalitarismo kitsch, de Ivan Vicente Padilla Chasing




Milan Kundera es un escritor paradigmático del buen hacer. En El arte de la novela afirma cultivar el “ensayo específicamente novelesco”, y en sus ficciones abundan las digresiones ensayísticas explícitas. Al final estos injertos dan un estilo propio a sus novelas, muy del gusto de su legión de lectores leales, y las enriquecen.

Desde luego para quien no tiene tiempo para leer libros menores -seguramente porque hace cosas heroicas como trabajar o sacar adelante una familia-, y necesita recomendaciones literarias certeras, este autor checo es la mejor garantía, ya que casi todos sus libros son de gran calidad literaria y buena sazón intelectual.

No existen, que sepamos, grandes estudios en nuestro idioma sobre el aspecto ensayístico de Kundera. Por eso saludamos Milan Kundera y el totalitarismo kitsch. Dictadura de conciencias y demagogia de sentimientos de Iván Vicente Padilla Chasing, libro a priori inaudible, ya que fue publicado por la Universidad Nacional de Colombia en el 2010 y su destino parecía ser no salir de ese hábitat, pero que sin embargo está teniendo una vida más larga gracias a internet.

Son 170 páginas en los que se estudian los conceptos y reflexiones que lanza Kundera en sus libros, especialmente en los tres más reseñados aquí: el mencionado El arte de la novela, La inmortalidad y La insoportable levedad del ser.

El eje central del estudio de Padilla es el concepto de “kitsch”, que como nos recuerda el profesor colombiano empezó siendo un término para designar lo cursi o excesivo en el arte, y que fue derivando y creciendo en espiral ampliando sus significados y connotaciones, y que finalmente en Kundera adquiere un sentido político y sociológico de gran perspicacia y hondura. Está desarrollado en los distintos libros, pero sobre todo en La insoportable levedad del ser. El kitsch es ese imperativo que nos obliga a conmovernos de una manera determinada, a marchar con la multitud con los ojos acuosos y finalmente a reverenciar al que manda. Tiene que ver con la huida del miedo a la muerte y la desorientación vital. “El kitsch es incompatible con la mierda”; supone “mirarse en el espejo del engaño embellecedor y reconocerse en él con emocionada satisfacción”. Es lo que nos hace gesticuladores autosatisfechos, lo que nos impulsa a darnos palmaditas en la espalda porque pensamos que estamos más vivos cuando caminamos por sendas trilladas.

Es kitsch el nacionalista que se emociona porque ve su bandera, y además se emociona de nuevo luego por haberse emocionado en el primer momento; considera que tanta emoción demuestra su natural autenticidad. Es kitsch la pareja que juega a discutir dentro de un bar para luego poder reconciliarse en la calle, en la noche y bajo la lluvia, felices porque actúan como en las películas románticas. Es kitsch el cuñado que pontifica a favor de la causa política de moda ante sus amigos, y mientras habla se contempla a sí mismo orgulloso, situado a la altura de los tiempos…     

Además existe toda una constelación de conceptos que giran en torno a este principio axial, como, entre muchos otros, “homo sentimentalis”, “infantocracia”, ”imagología” o ”levedad”. 

Para Kundera la civilización postindustrial ha conseguido producir en serie toda clase de objetos y bienes de consumo, pero también ha conseguido serializar los sentimientos, a los que ha convertido en derechos inviolables para el hombre europeo. La Ilustración quiso poner a los sentimientos, por naturaleza irracionales, bajo vigilancia; los poderes actuales han descubierto que pueden crear esos sentimientos primero, difundirlos en su manera más obscena (“kitsch”) después, y terminar por convertirse en sus adalides ante el “homo sentimentalis”, el ciudadano de la nueva “infantocracia”, que defiende sus emociones prefabricadas con pataletas y llantos.

Kundera creció bajo el comunismo. Le llamaba la atención su poderío estético y esa capacidad de movilizar incluso a los que no estaban a favor. La explicación que encuentra es que la ideología había sido sustituida por la “imagología”, que no busca tanto convencer como crear un idioma que haya que hablar necesariamente. Como dice en La inmortalidad, donde desarrolla el concepto, las ideologías sucumben a la realidad, pero la “imagología” no, porque ella misma crea la realidad. La propaganda soviética es hoy equivalente a la publicidad capitalista. Tenemos un “sistema imagológico” que controla los medios y decide que anhelamos y quiénes queremos ser. Desde unos despachos en algún sitio lejano, alguien con una corbata cara decide que este año vamos a suspirar por las pelirrojas, que nos sentiremos más nosotros mismos con ropas de colores cálidos, y que ya no queremos tener un coche en propiedad porque nos hemos vuelto muy ecológicos.   

Y de fondo, “la levedad”, una vida cruda y cruel que no nos promete nada, que nos es hostil. Vamos a morir y a poca gente le importará. Los personajes de Kundera buscan desnudarse ante los otros para que las miradas les atrapen y ser así inmortales –“Todos necesitamos alguien que nos mire”-, pero siempre vuelve la certeza de que nada importa nada. Los otros no nos salvarán. El socorrido amor tampoco parece ser la solución, ya que aparece siempre mediatizado por el kitsch.

Solo nos queda contarnos historias para seguir adelante; lástima que las de ahora estén tan trilladas…