14.5.22

Pedir lo imposible, de Slavoy Zizek

Slavoy Zizek (Liubliana, 1949) es un filósofo carismático. Su particular forma de exponer sus teorías, a veces con chistes o basándose en películas, le ha ayudado a llegar a audiencias más amplias de lo que se espera de un autor de cierta complejidad. Sin embargo le ha cerrado también las puertas de las salas vips de la intelectualidad europea. Le leen gentes más o menos cultas, pero citarle no unge especialmente en el selecto mundo de la alta filosofía.

El personaje que representa en los medios de comunicación parece corresponderse con su obra escrita. En las conferencias que imparte se presenta como un torbellino verboso que no parece callarse ni para reponer aliento. Como autor es de una prolijidad fluvial; ha publicado más de cincuenta libros y cada poco tiempo hay algo nuevo de él en las librerías. Aunque sus textos presentan distintos niveles de dificultad, por lo general sus argumentaciones son caóticas y repetitivas; no es fácil seguirle el hilo, comprender su sistema. Aunque, afortunadamente, el filósofo abunda en los ejemplos y opiniones epatantes que agilizan la lectura y la hacen, hasta cierto punto, entretenida.

A este respecto Antón Ferndández, en su Slavoj Zizek, una introducción, explica que hay un “núcleo de ilegibilidad” de la obra del filósofo esloveno. Sus ideas están dispersas en sus libros, se contradicen, y hay que estar continuamente remitiéndose a otros textos suyos, hilar como podamos sus argumentaciones. No es fácil decir de qué habla Zizek.

Resumiendo, diríamos que se trata de un filósofo marxista, muy influido por el idealismo alemán y por el psicoanálisis lacaniano, para el que el mayor enemigo de la izquierda ha sido la postmodernidad y las luchas identitarias de las últimas décadas, ejemplificadas en aquél “lo personal es político” del feminismo.  Para Zizek hay un capitalismo explotador al que hay que resistir desde una nueva conciencia de clase, no desde grupos étnicos, de género u orientación sexual, que no hacen más que seguirle el juego a la multiplicación de identidades de la sociedad postindustrial.

Con estos principios son con los que reivindica volver a Lenin, o incluso a Stalin, mitad provocando, mitad en serio; anhelando como hicieran ellos crear un pensamiento fuerte y colectivo que haga frente a la totalidad del poder económico global, y que no se limite a negociar pequeñas concesiones.

En nuestro idioma ha tenido bastante fortuna editorial y es fácil encontrar sus libros. La mayoría aparecen en la editorial Akal. Allí, en su celebérrima colección roja, se encuentran los grandes trabajos teóricos zizekianos, como Repetir Lenin o Menos que nada, entre otros. Y también en esta editorial, pero en la edición de bolsillo que reservan para textos más circunstanciales o con menos vocación de permanecer, se hallan otros de menos densidad filosófica, como El año en que soñamos peligrosamente o este Pedir lo imposible, que ahora nos ocupa.

 

Publicado en su primera edición inglesa en el 2013, y en español un año después, se trata de un libro que recoge las respuestas de Zizek a preguntas que le hicieron unos estudiantes en Corea del Sur. Los capítulos son breves y directos, empiezan con la pregunta que le hacen y siguen dos o tres páginas de respuesta. El contexto histórico está muy presente, sobre todo las rebeliones en Egipto y los populismos latinoamericanos. Corea del Norte también tiene su espacio pero no le ve mucho futuro.  Zizek no defrauda en su uso de chistes y en su polémica con el izquierdismo biempensante europeo. Se emparenta con Badiou y Agamben, y polemiza con Negri; extrañamente nos ahorra su habitual jerigonza lacaniana. No es un libro que sorprenderá o aportará nada a los lectores habituales del filósofo, pero sí es una buena manera de entrar en su obra, una primera toma de contacto recomendable. Las ideas que expone están en otros libros, aquí no dispara ninguna bala nueva, pero está bien contado todo.

Hay una anécdota que ilustra muy bien, por ejemplo, su visión de la religiosidad. Zizek pertenece al minoritario sector de la intelectualidad marxista que no se deja llevar por el anticlericalismo simplón. Entiende que los pueblos son religiosos, que nunca ha habido sociedad sin religión, y que las declamaciones anticristianas solo sirven para enajenarse el apoyo de las mayorías; es un pensador que desde el ateísmo entiende que hay que cohabitar con las creencias religiosas. Aquí cuenta que en Nueva York, en una performance que imaginamos muy hípster, un artista echó un crucifijo a un urinario. Zizek, lejos de aplaudir la provocación, le afeó el supuesto gesto subversivo al artista.  Para él hay que posicionarse con la mayoría moral, no convertirse en una pandilla de heterodoxos sistemáticamente enfrentados con todo el mundo. Hay una diferencia entre el bien y el mal, y es pueril y contraproducente pretender posicionarse todavía hoy en un infantil y nietzscheniano más allá de las categorías morales, en una subjetividad dueña de su propia moral (o amoralidad).

También es muy interesante su rechazo del populismo latinoamericano. A Chávez lo tacha de loco directamente, y sin citarlo polemiza con Ernesto Laclau. Su enfrentamiento, por cierto, con el pensador argentino, con el que al principio se consideraba afín, está muy bien relatado en Revoluciones sin sujeto de Santiago Castro Gómez, también en Akal.

Zizek rechaza el indigenismo en Pedir lo imposible por ser una forma identitaria de las que tanto abomina. Le parece que en general las estrategias de autoorganización fomentadas desde el Estado derivan en una forma de violencia populista, como en Venezuela. Se hace eco también de la teoría de que el chavismo fue indulgente con la violencia criminal para librarse de la refractaria clase media nacional, forzada a emigrar para salvaguardar su propia seguridad. Para Zizek, hasta Lenin entendió que hacía falta una clase media ilustrada, y la desaparición de ésta en el país sudamericano le parece un drama; no ve un futuro a la revolución bolivariana sin contar con gentes preparadas académicamente. Frente al modelo chavista, el filósofo simpatiza con Lula en Brasil, que le parece mucho más inteligente ya que logró grandes avances sin necesidad de crispar a importantes sectores de su propia población o a mandatarios de otros países.

Sin embargo no quiere profetizar nada, no cree en los milagros políticos, no sabe muy bien qué programa plantear para la resistencia. Su pensamiento, como es sabido, está muy influido por la teoría del acontecimiento de su amigo Badiou. Un concepto heideggeriano, como casi todos los que se enuncian hoy en Francia, que propone la llegada de un cambio radical en el horizonte existencial. No se sabe muy bien cómo llegará y qué características tendrá. Solo nos queda esperar. La fatalidad mesiánica en el planteamiento es evidente (como bien vio Donoso Cortés, no hay manera de despegarse de la religión cuando hablamos de política). Para Badiou no hay mucho que hacer a la espera del acontecimiento, que viene de la exterioridad; Zizek es más optimista y cree que mientras esperamos al menos tenemos libertad de no ser cómplices de las narrativas de poder vigentes.

Al menos somos libres para querernos y cuidarnos los unos a los otros, y además vivir todo lo que podamos al margen del poder, con dignidad y coherencia. Hasta que vengan tiempos mejores.

Éste es el mensaje que subyace en Pedir lo imposible.