Cuando yo era adolescente mi
tío Eduardo me resultaba antipático. Nunca me hizo nada malo; es más, insistía
en ser afectuoso conmigo a pesar de mis descarados vilipendios, porque como él
era católico y conservador, o sea, un carca aburrido, yo no creía que mereciera
mi respeto. Alguna vez le hice algún desprecio personal de los que me
arrepentiré el resto de mis días. Porque por supuesto, con el tiempo, cuando me
bajó el pavo y me subió la madurez, empecé a entender que hay muchísima gente
muchísimo más en la onda que mi tío Eduardo, pero también comprendí que raramente
se conoce a seres tan generosos y buenos como él.
Mi tío Eduardo creció sin su padre porque unos milicianos se lo llevaron de paseo cuando la guerra. Según parece había dado cobijo a unos rebeldes, y cuando se supo se lo hicieron pagar. La madre se encargó de sacar adelante ella sola a la prole, seis hijos, y jamás quiso casarse de nuevo. Cuentan que hasta el final tenía un retrato inmenso del marido gobernando en el hogar.
Mi tío Eduardo es franquista
emocional; recuerda aquellos años con cariño, y piensa que fue una buena época
y que se salvó a España de acabar como Albania, pero considera que ahora los
jóvenes tienen más oportunidades y que en general se está mejor en democracia.
Le gusta el nuevo Rey -no la nueva Reina-, se alegra cuando la Selección gana
partidos, y es ante todo un votante irreducible del Partido Popular, que
identifica con la prosperidad y la seguridad, los valores que considera más
importantes.
Cuando se pudo votar por
primera vez él no dudó en hacerlo por aquella Alianza Popular de la Transición.
Fraga se convirtió en su referente. Recuerdo de niño verle llorar el día que este
histriónico líder montó el teatro aquél de romperle la carta de dimisión a
Aznar, que pasó a convertirse en su nuevo héroe.
El día que mataron a Gregorio Ordoñez fue hasta San Sebastián para manifestarse, y en los años sucesivos subió varias veces más para apoyar a los concejales que estaban amenazados.
El día que mataron a Gregorio Ordoñez fue hasta San Sebastián para manifestarse, y en los años sucesivos subió varias veces más para apoyar a los concejales que estaban amenazados.
Para mi tío Eduardo ser del
Partido Popular es como para otros ser de un equipo de fútbol, o vegetarianos,
o seguidores del heavy metal, es su identidad, no se concibe a sí mismo sin
contar con ello. Es algo entrañable en un sentido literal, va con sus entrañas;
no podría dejar de serlo sin dejar de ser él mismo.
En los últimos años ha
insistido en votar por este partido, aunque ya algo más críticamente. Sigue
diciendo que es del PP, pero ya no pone exclamaciones en la frase. Está dolido
como lo estaría con un amigo de toda la vida que le hubiera fallado. Esta
última legislatura está siendo especialmente triste para él. Ya ni siquiera
defiende al Presidente, como siempre ha hecho, cuando alguno de sus sobrinos echamos pestes de él en las comidas familiares.
El otro día estaba
especialmente desesperanzado. Nos congregábamos casi toda la familia ante la televisión,
y cuando salió el vídeo de Cristina Cifuentes robando en un supermercado, se
giró hacia nosotros y con los ojos acuosos mustió que había que dejar de
votarles para que pasaran a la oposición
y se regenerara así el Partido.
Para mí, y para el resto de
mi familia, aquello fue como presenciar un fin de ciclo histórico en el comedor
de la casa, entre croquetas y trinaranjus. Si ya ni el tío Eduardo va a votar
al PP es que algo ha cambiado profundamente en la sociedad.
Y además parece que
ésta es la única solución posible, que los votantes acérrimos entiendan que no
hay nada contra ellos y sus convicciones, pero que por el bien del país y del
propio PP lo mejor es que dejen de apoyarles por lo menos una vez. Y si se les
atraganta la idea de votar por otro partido, como mínimo que se queden en casa
y no voten por nadie.
Realmente no hay mucho más
que hacer. Hay millones de tíos Eduardos en España y tenemos que convivir con ellos,
no queda otra. Son personas que por biografía y principios tienen una posición
política que nunca cambiará, pero al menos se puede templar. Y si dejaran de dañar con sus votos el futuro de sus hijos y sus nietos, por mí todo bien, nada que
reprocharles.
Salí de la reunión familiar
tranquilo, optimista. Había luz al final del túnel. Si un millón de votantes
hacían como mi tío Eduardo teníamos posibilidades de cambio.
Claro que luego pensé en lo fácil que será movilizar de nuevo a los tíos Eduardos descarriados y que voten de nuevo al PP. Solo hay que esperar a que Pablo Iglesias abra la boca; así, sin más, que vean su jeta de chulito cínico y que con su sonrisita de superioridad moral declare algo hiriente para la mitad de la población española. O que alguna pijaprogre de su órbita le meta el dedo en el ojo a los creyentes con alguna provocación anticlerical innecesaria. O que Alberto Garzón salga en La Sexta cantando las glorias del comunismo…En fin, cualquiera de esas chorradas contraproducentes que no favorecen que ni un solo nuevo ciudadano vote morado, pero que sí enerva a los que les temen y detestan, como mi tío Eduardo, y hace que acudan de nuevo en masa, como un solo hombre, a respaldar al mal menor, o sea, al PP, el único partido político que creen que puede parale los pies a esos mequetrefes impertinentes.
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