En el documental
de Netflix sobre Joan Didion hay un momento que es entre abyecto y glorioso,
ése en el que le preguntan que qué pensó cuando vio a un niño de seis años
adicto al crack y ella contesta que pensó que ahí había material para un gran
artículo. Tras esa respuesta epatante hay una coherencia de alguna manera
admirable. Didion tiene alma de reportera que sabe no implicarse, y esa misma
frialdad aparente la vuelca contra sí misma en El año del pensamiento mágico, donde describe lo que le sucedió en
el 2004, año en que con muy pocos días de diferencia su hija fue hospitalizada
de urgencia (moriría poco después) y su marido falleció de un infarto delante
ella.
Hay un texto de
Julián Marías ya anciano en el que dice que llega un punto en la vida en el que
“en el nosotros hay más muertos que vivos”. En el libro de Didion se podría
añadir un “súbitamente” al principio de la frase. No solo se queda viuda y su hija muere (por supuesto, es ya un
tópico decir que no hay nombre para cuando los padres pierden al hijo), sino
que todo sucede muy rápido. Ella es la superviviente azarosa de cuarenta años
de matrimonio y treinta y nueve de maternidad.
Didion lo cuenta
todo con una supuesta distancia, pero siempre tenemos la sensación de que solo
está intentando objetivarse en el reportaje sobre su dolor, porque de hecho habla
al borde del llanto. El libro tiene algo del convencionalismo del luto;
ahuyentamos el dolor mediante rituales y lugares comunes. Aquí es una escritora
que se agarra a lo que mejor sabe hacer: escribir. De hecho en una entrevista
de El País reconoce que contarlo todo tuvo algo de terapéutico.
En uno de los
capítulos afirma que no hay mucho escrito sobre el proceso del duelo, sobre lo
que significa la muerte de un allegado, y que eso fue un acicate. Didion consigue
con creces un libro importante, uno de esos que acompañan y se quedan en el
recuerdo del lector. Si hubiera querido hacer algo más lírico y con más
vocación de “gran literatura” se hubiera perdido su veracidad. Aquí usa a veces
un tono periodístico y nos habla de estudios científicos, de sus propias
investigaciones y de sus archivos de Word. Hay anécdotas que cuenta en las que
es imposible no reconocerse, como cuando no quiere guardar los zapatos de su marido
muerto por si los necesita más adelante, o cómo no quiere mirar a los lados en
la calle para no ver restaurantes y tiendas que le recuerden las excursiones familiares.
Las descripciones que hace de las sensaciones fisiológicas de una persona que
acaba de perder a un ser querido también son inolvidables.
En el libro no
explica exactamente el porqué del título, pero en la entrevista mencionada del
El País dice que tiene que ver con estudios de antropología que explican que en
algunas culturas se considera que se puede cambiar el rumbo de los acontecimientos
con la mente, algo que ella se plantea a lo largo del libro, si hubiera podido
hacer algo para evitar tanta calamidad. También se puede referir a la
suspensión de la racionalidad que ella demuestra y la mayoría de los que han perdido
a alguien, que se muestran incapaces digerirlo usando el sentido común.
Además, por
cierto, del estudio que hace de la viudez, también tiene párrafos muy acertados
sobre lo que implica el matrimonio, en concreto uno como éste que fue larguísimo
y parecía bien avenido y además con profesiones en común (él era el escritor
John Dunne). Habla de las “jornadas enteras pobladas con la voz del otro”;
afirma que “el matrimonio es memoria” y por eso es tan difícil volver a
casarse, así como otras reflexiones y recuerdos de tiempos felices que son
ráfagas de vida compensando el relato principal.
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