El
diccionario de la RAE define “monserga” como: 1. Lenguaje confuso y embrollado
2. Exposición o petición fastidiosa o pesada.
Entonces,
según esto, la inmensa mayoría de las argumentaciones que se hacen en el mundo
de las humanidades europeas son monsergas. No hay libro o conferencia, lección
universitaria o conversación cultureta, en la que no se recurra a jerigonza
críptica y a salmodias catastrofistas. Todo está fatal, nos dicen, vamos al
abismo, y donde antes había cordialidad y amor, hoy solo hay individualismo y
consumismo.
(No
hace falta ser Freud para entender que estos alarmistas se refieren a su
biografía personal trasvasada, cuando sus mamás les acunaban y les miraban solo
a ellos -¡qué importante es esto último!-, porque para decir que la vida colectiva
se ha deteriorado recientemente, que hace veinticinco o cincuenta años
estábamos mejor y éramos más libres y solidarios que ahora, hay que tener
serios problemas para discernir la realidad de los delirios. Es, sin duda,
sintomático de un destete traumático, de añorar la suavidad de los polvos de
talco en los ardorosos roces del pañal y el siempre tranquilizante olor de
Nenuco sobre nuestras cabecitas.)
Fernando
Savater los llama “enmendadores del
mundo”; proyectan sobre el horizonte común las grisuras de su ánima y todo se
les antoja digno de imputación . Elías Canetti habla de la persona “malaventura”,
que desestima a los hombres y siempre busca pruebas que los incriminen; nunca
es tan feliz como en las desgracias colectivas, que certifican por todo lo
grande su pesimismo antropológico.
Por
supuesto, si todo está perdido de antemano, la coartada para la inacción está
garantizada (o como dicen más estilosamente los postmodernos, “no hay
escapatoria”).
Es
el pensamiento de la posición fetal. En la cama, encogido, protegiéndose la
cabeza con la manos, lloran y exclaman con gritos casi dadaístas que qué actualidad
tan horrible, que si el neoliberalismo malvado, que si, a lo Foucault, mi
vecino es mi carcelero y la modernidad una inquisición con zapatillas de marca.
Y
así encontramos la multiplicación exponencial de la monserga. Está en todas
partes, infiltrada en todo texto, en toda frase, en cada sílaba. Una
moralización inhabilitante que no ofrece alternativas, sólo reproche (Es sin
embargo bueno para la conciencia; permite quejarse y anatemizar sin despeinarse).
Como
tanta bilis acaba oliendo, la monserga retuerce su sintaxis para disimular; se
cubre con un caparazón de lenguaje entre poético y técnico, así como teología
paganizada. Los tomistas frailunos que prometían el cielo y advertían sobre el
infierno ahora tienen cátedras de sociología y escriben en Le monde. Siguen resentidos, siguen ininteligibles. Cuando rascas,
eso sí, tras su escolástica materialista no hay nada. Son fieles a sus
prejuicios, no a la realidad.
La
monserga solo es resentimiento y banalidad envueltas en palabras tan estériles
como absurdamente prestigiadas. Por eso,
lastimosamente, para entender el presente y las posibilidades de liberación que
éste ofrece es inútil recurrir a sus dominios. Por eso acabamos leyendo a sociólogos
o divulgadores científicos norteamericanos, que ciertamente carecen de la retórica
metafísica de los humanistas europeos, pero tienen al menos el detalle de
hablarnos de lo que sucede en el mundo, no se limitan a mostrarnos sus pañales
sucios.
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