De entrada hay que decir que está muy bien
escrito y documentado; la lectura es grata. Además en el prólogo las autoras
invitan cortésmente a disentir con ellas, “sin moralina, ni red”.
Eso voy a hacer.
Lo que
esconde el agujero
tiene cinco capítulos donde se revisa la historia, evolución y naturaleza de la
pornografía, para terminar en “los tiempos obscenos” actuales en los que hay una
generación de “pornonativos”, los millenials, que han nacido con internet en casa y cuya educación sexual se debe a este
género cinematográfico.
Todo muy sugestivo; pero a la vez hay un
subtexto de prejuicios que acaba resultando bastante irritante.
Las autoras no hablan casi de pornografía para
gays y lesbianas. Se centran exclusivamente en el porno heterosexual, y más
concretamente en su variante más misógina y agresiva. Para ser unas señoras que
aborrecen este material, hay que decir que tienen una particular facilidad para
encontrar en la red películas extremas, con violaciones reales y hasta supuestos snuffs.
Confunden estas aberraciones e ilegalidades con el grueso del género, en el que
hay mal gusto y misoginia, sin duda, pero también muchas mujeres manejando el
cotarro, historias creativas y, sobre todo, una indudable liberación de deseos.
O como dice Hakim Bey, la pornografía “es capaz
de cambiar nuestras vidas al descubrir verdaderos deseos”.
Ante las imágenes pornográficas descubrimos
quiénes somos. Vemos escenas que deberían excitarnos y nos dejan fríos, y luego
un detalle secundario, como un gesto fuera de foco, es el que nos encandila. El
porno nos ayuda a entender qué deseamos. Y al contrario de lo que sostienen las
autoras, no impone esos deseos como haría la publicidad, sino que despierta los
que ya estaban en el subconsciente.
Por supuesto, allí, en el subconsciente
-masculino en este caso- no habitan solo anhelos de aniquilación contra las
mujeres, o si están se quedan en meras fantasías. Porque como el reverso de la
fantasía de la violación de las mujeres, que todos entendemos que no significan
que realmente ellas quieran sufrir ese horror, que a un hombre le guste ver
cómo se interpreta -muy notoriamente de metirijillas, por cierto- un abuso
sexual, no significa que se vaya a unir
a la Manada en los San Fermines, como se dice textualmente en este libro.
Por otro lado, Iglesias y Zein sufren de lo que
Clément Rosset llamaba la “mística de la autenticidad”: para ellas la
pornografía es un imperio de la falsedad que ha invadido nuestras vidas
íntimas. Quieren liberarnos, ya que sin él seremos libres, prístinos, más
auténticos. De hecho, en su glosario final definen el porno como: “Epidemia que
se desató en Estados Unidos, en la década de los setenta (…) Daño que se ha
expandido en forma intensa e indiscriminada entre la población mundial,
afectando especialmente a los nacidos en los últimos 30 años”.
Lo que nos lleva a preguntarnos qué había antes
de la mentada epidemia. Por lo general, todos estos místicos que creen que
vivimos en el peor de los mundos posibles, que en otras calendas todo era
autenticidad y promisión, no son capaces de describir qué había antes de tan
abismal decadencia.
Estas autoras datan en treinta años el inicio
de la plaga y localizan al paciente cero en Estados Unidos. Perfecto, ¿acaso
eran más sanos hace medio siglo, cuando una chica que aleatoriamente era
etiquetada como “puta” en su pueblo ya quedaba condenada para siempre, o ahora,
en que cualquiera puede subir a la red sus selfies en pelota sin que le pase
nada?¿La gente es más libre en China, donde internet está capado por el
gobierno y es imposible ver porno, o en Estados Unidos, donde es de libre
producción y visionado? ¿Tras miles de años de represión sexual los
“pornonativos” no son la primera generación que ha podido elegir con quién y cómo
tiene relaciones sexuales?¿Cuándo ha habido en la historia de la humanidad,
desde las cavernas, y en cualquier rincón del globo, una sociedad más libre
sexualmente hablando que hoy en Occidente?
Es muy frívolo, creo yo, estar siempre con la
matraca de que cualquier tiempo pasado fue mejor, o con eso de que el
neoliberalismo, continuamente evocado en este libro, es el origen de todo mal.
Se podría argumentar que nuestras autoras
llevan el paraíso no tanto al pasado, sino sobre todo a un futuro inconcreto.
Lo que ellas proponen es -spoiler alert- ¡un horizonte en el que triunfe el amor como sanador de todos los males de la
pornografía! Esto nos lleva a pensar que
puede que el porno manipule nuestros deseos, pero desde luego Corín Tellado
también ha hecho estragos en el imaginario de muchas personas.
No creo que haya muchos consumidores de porno
en el planeta a los que si le dan elegir entre pajearse ante una pantalla o
experimentar sexo afectuoso con un ser humano prefieran lo primero. Es evidente
que el porno suple de alguna manera las carencias afectivas (aunque como
hemos dicho también puede ser alegre, formativo y compartido con amor) y desde luego poca gente lo tendrá como su primera opción.
Además las autoras reducen el amor al ámbito
sexual, como si fuera el único donde puede haberlo, obviando cualquier otra
forma de relación. Hablan de vincularnos con “hilos”, de ayudarnos a curarnos
las heridas con la pareja. La cuestión es si eso no lo hacemos ya, solo que
fuera de la relación sexual, donde el porno no tiene nada que decir. Este
género se refiere exclusivamente al sexo, nada más. Y el sexo se da solo con un
fragmento muy reducido de nuestros semejantes. El porno, de pervertir, solo lo
haría con una forma de amor, dejando intactos las demás. Hay que saber separar
esferas. Distinguir realidad y ficción. Controlar, saber dónde y cómo amar.
Ser, en suma, adulto.
Igual el problema de las autoras es que esperan
demasiado del Otro salvífico.
CODA
Fui adolescente en la época del éxito Historias del Kronen. En la televisión
los viejos hablaban de cómo la juventud se perdía entre tanto sexo casual y
compulsivo. Yo, que como todos mis amigos estaba perpetuamente a dos velas,
solo podía pensar que ojalá eso fuera cierto. En Lo que esconde el agujero las autoras hacen referencia, escandalizadísimas,
a un juego llamado “el muelle”, en que se supone que las chicas y los chicos
actuales mantienen relaciones sexuales todos con todos, a la vez y en una misma
sala. No sé si será cierto, pero supongo que se tratará de algo minoritario, y
que la mayoría de los jóvenes actuales que lean el libro mirarán ávidos si en
la bibliografía indican dónde suceden tales bacanales, más que nada para correr
a apuntarse. Y si lo es, si esos juegos son reales y generalizados, pues
brindemos por ello; la participación es libre. Bien por la muchachada, que lo
disfruten. Y alabado sea el porno, si es lo ha hecho posible, como se malician
estas autoras, representantes de una nueva hornada dentro de la ya vieja
estirpe de los metomentodo.
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