La
obra de Clément Rosset crece en espiral. Desde un centro nucleado en torno al
problema de lo real, sus reflexiones se plasman en libros breves que escribe regularmente para matizar un poco más lo dicho anteriormente; pero
siempre habla de lo mismo. Para este
filósofo francés, lo que llamamos “real” es una cosa idiota y cruel, o sea muy
poca cosa, y por eso inventamos “dobles” salvíficos que tratan de dar cierto sentido a
todo, y evitan así que veamos este puerco mundo tal cual es y queramos saltar debajo de un autobús.
Paradójicamente es un tipo muy divertido; a veces incluso hilarante.
Hay
muchos libros suyos recomendables, pero uno que es fácil de encontrar en las
librerías, que no pasa de las noventa páginas, y que no requiere conocimientos rossetianos previos es Lejos de mí.
Este
libro habla de la identidad personal. O sea, ese lugar común de la filosofía
que consiste en llevarse las manos a la cabeza, y con gesto compungido y
teatral preguntarse: “¿quién soy yo?”
Hay
una distinción socialmente aceptada entre identidad personal e identidad social.
Todos pensamos que tenemos un yo prístino y auténtico -la identidad personal-
que se haya coartado por la identidad social, que es que la que nos imponen los demás y que
por supuesto es menos verdadera. O sea, mi bella alma está por encima de lo que ponga
en mi documento de identidad, de mi actuación en la vida cotidiana, y de cómo
me vean mis vecinos y aun mi familia; porque nadie podrá conocer nunca este
caudal de promisión y luz que es mi verdadero yo.
Rosset
dice, claro, que todo eso es “doble” que encubre el hecho de que no existe tal
cosa como la identidad personal, ya que la identidad es necesariamente social
(la supuesta identidad personal sería en realidad una pre-identidad). Somos lo
que la sociedad y nuestro tiempo hace de nosotros desde el primer día; mamamos todo de fuera para
construirnos. No hay originalidad posible, en consecuencia somos solo un yo social. Yo no sería este yo si hubiera nacido en Burkina Faso o en el siglo XIX.
O como dice Montaigne en una cita que encontramos en este libro: “No estamos hechos más que de piezas añadidas”.
O como dice Montaigne en una cita que encontramos en este libro: “No estamos hechos más que de piezas añadidas”.
Incluso
si hubiera una identidad personal, afirma Rosset, ésta sería aburrida e
inalcanzable, ya que requeriría que nada cambiara, que el yo fuera inmodificable con
el pasar de los años. De hecho nadie se encuentra nunca a sí mismo. La
introspección es imposible porque el yo no puede analizar al yo al carecer de
distancia consigo mismo, no se puede ser sujeto y objeto de estudio. Los que
dicen “conocerse”, o “conocer bien” a alguien, simplemente han captado el carácter
repetitivo de una conducta y son capaces de prever un comportamiento. Nada más.
No han dado con ninguna hipotética fuente originaria porque tal cosa no existe.
Nuestra
personalidad es siempre prestada. Vivimos de la imitación, que es la que nos
permite constituirnos. Hay que asumirlo y copiar a discreción. Solo así se tendrá
algo que decir desde el yo. Necesitamos claramente de “tutores” en el sentido
más amplio, también siendo adultos porque la autocreación nunca cesa. Y cuando lo
hace es porque ya no existimos. Necesitamos imitar a nuestros tutores para
sobrevivir, así que más nos vale buscárnoslos buenos.
En
tiempos de interiorismo existencial y narcisismos varios, un tipo que dice que
necesitamos ser mirados aunque sea por nosotros mismos, y que por eso nos dedicamos
a indagar en nuestro ombligo buscando maná, resulta revitalizador. Desde luego,
después de leer Lejos de mí, se hace dificultoso reprimir la sonrisa cuando nos
topamos con viajeros en pos de su "verdadero yo".
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