1)El parque del barrio siempre había sido territorio
comanche. Dominio de la tribu de las mamis y sus risueñas camadas, los solteros
y solitarios nunca éramos bienvenidos, despertábamos sospechas.
Por ejemplo, un día, al avistarme, la mamá del niño
pelirrojo, centinela en la entrada, lanzó una mirada en morse de alarma a la
mamá de las gemelas, que desde la fuente, la replicó sobre el grupo principal y
más abundante de las otras mamis que intercambiaban consejos sobre guarderías
donde los columpios. Para cuando ya llegué el centro del parque, la red de
comunicaciones había funcionado a la perfección, y todas las mamis me miraban
desafiantes y anteponían sus cuerpos entre las camadas y yo.
Salí de allí cauteloso y en silencio, como en la escena
final de Los Pájaros.
Huelga decir que no volví a intentar pasear por unas
tierras tan hostiles.
Pero como a un nuevo rico al que de repente le permiten
entrar en un selecto club privado del que siempre ha sido rechazado, ahora la
posesión de un bebé, que encima es especialmente mono, me permite entrar hasta
en la zona vip del parque, la de los bancos de madera, e incluso sentarme de
igual a igual entre las mamis de más abolengo.
Es un mundo curioso que estoy descubriendo. Los ritos de
sociabilidad son un poco complejos, pero poco a poco los voy descrifrando. Por
ejemplo, hay que agradecer siempre las sugerencias de las mamis cuyos hijos
tienen como mínimo un mes más que el propio, porque son fuente de sabiduría, y
hay que asentir admirativamente ante las exhibiciones de sacrificio que hacen
las mamis, por muy livianas o falsas que sean. También hay que entender que los
papis somos la minoría en el parque, y eso nos obliga es ser discretos y humildes.
Pero sobre todo, y subrayemos el sobre todo, hay que
abandonar el parque antes de las siete de la tarde, porque con el ocaso las
camadas vuelven a sus cunas, y entonces las mamis se quitan la piel de mamis y
vuelven a ser mujeres.
2) Tengo un martilleo en mi cabeza y la boca me sabe a
vómito. Oigo al Charlie roncar en el pasillo, pero no le veo. No hay luz.
Durante unos segundos temo haberme quedado ciego, pero me agarro al móvil, que
tiene batería, y éste me deslumbra. No estoy ciego, sencillamente he vuelto a
beber. Me doy asco, estoy especialmente deteriorado. Me intento levantar, pero me
mareo y vomito. Unos minutos después, o tal vez unas horas después, consigo
arrastrarme hasta donde resopla el Charlie. Le sacudo un poco y le pregunto que
por qué no hay luz.
-La cortaron la semana pasada pero tengo una linterna en
el cajón de la entrada- murmura.
Con la pantalla del móvil anunciando que queda poco, muy
poco, para perder esa leve fuente de luz, llego hasta la entrada. Súbitamente
la pantalla del móvil se ennegrece. Pero como ya estoy delante del cajón, no me
resulta difícil abrirlo y con el tacto puedo encontrar la linterna. Es un
aparato grande y con muchos botones. La identifico, recuerdo que es una
linterna militar que el Charlie se trajo de la mili.
Al azar presiono un botón que resulta ser el de señal de
alarma. La habitación de tiñe de rojo y restalla una sirena. Me asusto, y desde
la nada una voz femenina que me grita que apague eso de una maldita vez.
Me desconcierta oír una voz femenina en el sótano del
Charlie.
Ya en silencio, y con la luz blanca y frontal, apunto con
la linterna hacia donde vino la voz, y veo tumbada en el sofá, con las manos
cubriéndose los ojos, desnuda de cintura para abajo, a la madre de las gemelas.
Trago saliva, pero mi saliva es más bien vómito rezagado
y hediondo, y me dan arcadas. Me tambaleo, toso con fuerza, y finalmente vomito
de nuevo.
-¡Puto asco!
A mis pies escucho otra voz femenina. En el suelo,
cubierta solo por mi vómito, está la madre el niño pelirrojo. Con mueca de
absoluta repugnancia empieza a quitarse el vómito. Me mira con tanto odio que
instintivamente aparto el foco y la dejo en tinieblas.
Huyendo de allí, tropiezo y se me cae la linterna, que se
apaga, y tras dos pasos mal dados, finalmente pierdo el equilibrio y también
acabo en el suelo.
Allí me doy cuenta, por la forma y el olor, que mi cabeza
está sobre la cama de felpa del gato, que seguramente está escondido bajo la
cama de Charlie, como suele hacer cuando hay visitas. Por primera vez desde que
amanecí me siento cómodo. Buen invento lo de la felpa, pienso. Mis párpados se
cierran. Mi último pensamiento es el deseo de que cuando despierte, las dos
mamis se hayan ido.
3) Bukowski impera en el bar con su porte displicente. Inclinado
sobre la barra, su espalda es un símbolo de desprecio hacia todo y todos. Me
siento a su lado, y pido whisky on the rocks, aunque no tengo muy claro qué es
eso.
Sin mirarme, y después de dar un sorbo a su bebida, me
dice:
-Chaval, tu texto de antes es una mierda.
-Pero señor Bukowski -me justifico-, intenté escribir
como usted. Hasta vomité…
Entonces se incorporó, evidenciando la enormidad de su
cuerpo. Me miró con desprecio y gritó:
-¿Alguna vez he vomitado dos veces en alguno de mis
relatos? ¡Una vez es realismo sucio, dos es solo sucio!¡Una guarrada, vamos!¡Y
sobre la madre del niño pelirrojo, nada menos, con la cruz que tiene la pobre!¡Vete
de aquí, me das asco!
Cabizbajo y triste, salgo del bar, consciente de que si
hasta he asqueado al señor Bukoswki, algo he tenido que hacer muy mal, muy mal.
1 comentario:
Me he divertido mucho, siguiendo tus fantasias que comparto, ¿que pasa con esos sacos de cursileria rodente cuando los niños se duermen?.¿ Son alumnas de Bukoski?pajilleras domesticas, o perpetradoras de fritos.Sea lo que sea recuperaran su ser anterior al parto y a la deificacion a la que se entregan.Es estupendo que te entretenga la entrada en ese club de sabiduria impostada y caquitas,que lo prefieras a las vomitonas etilicas y que disfrutes el despertar de tus sueños sado.Entre la barra y el banco,la biblioteca.
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