Charlie llama para avisarme de que se va a Albacete unos días a ver si
vende algún seguro allí. Le digo que si entonces puedo aprovechar que está
fuera para ir a dormir a su sótano, que con tanta felicidad doméstica como
tengo ahora empiezo a desorientarme, y necesito estar solo para recordar quién
soy, o sea, que quiero rumiar mis miserias para concluir que sigo odiando al
mundo, y no hay mejor sitio para ello que su sótano, que es lúgubre, sucio y
deprimente. Me responde que claro, que estupendo, que ya tengo las llaves y que
vaya cuando quiera.
Llego y me doy cuenta de que hacía años que no estaba allí sin Charlie.
Esa cueva ha sido su hogar desde hace más de dos décadas. Se lo compró cuando
era lo único que podía pagar, y sin embargo no se ha ido ahora que ya podría
permitirse algo mejor. Poca gente entiende que para él es un palacio del que se
siente rey. Charlie es un hombre de lealtades y ese sótano le regaló las
primeras noches de su vida sin gritos ni desprecios.
Los manuales de civismo indican en sus primeras páginas que cuando estás
de invitado en casa ajena no hay que fisgonear, pero el refranero popular
matiza que donde hay confianza da asco. Miro y toco a discreción.
El cuadro de la entrada, el único que hay realmente en toda la estancia,
es un paisaje nevado algo cursi y vintage (en el mal sentido del término), pero
es un regalo que le hizo su abuela, campesina heroica que sobrevivió a la gran
ciudad, a las lejías industriales, y a diez hijos y treinta y dos nietos, así
que allí se queda, en el pórtico, como escudo heráldico y orgullo de estirpe.
Entre los pocos libros que hay en la estantería encuentro un álbum de
fotos. Es antiguo, de cuando todavía se hacían albumes de fotos. Salen sobre
todo chicas; muchas chicas. Charlie ha vivido cubierto de chicas. Siempre le
admiré por ello. Hay varias fotos de él con Alba en Torremolinos. Recuerdo a
Alba y que tuve buena conexión con ella. Una vez me dijo que Charlie no era
especialmente guapo y le sobraban algunos kilos, pero que no seguía la
impostura y eso le hacía atractivo. No entendí muy bien a lo que se refería,
pero apunté la frase en mi cuaderno de notas.
Su ropa, que no es mucha, está guardada en cajas de cartón porque no hay
espacio para un armario. Es toda oscura y muchas prendas se repiten, para no
tener que pensar cada mañana en qué ponerse. Vista así, doblada y sin alma, la
ropa parece un objeto especialmente absurdo y feo.
En el baño todo rezuma ofertas y llévese tres por dos. Hay geles
repetidos y de marcas desprestiadoras, toallas ásperas y acartonadas, y las
cuchillas de afeitar tienen el sello de una cadena de hoteles. Sin embargo a un
lado del espejo, en un sitio privilegiado, hay varios enseres y perfumes de
chica elegante y onerosa, sin duda pertenecen a Raquel, que parece que tiene
todo como lo dejó por si algún día quisiera volver.
Debajo del lavabo encuentro una pesada caja metálica que en algún
momento albergó galletitas inglesas. La abro. Hay monedas de distintos países.
Son testimonio de sus viajes; él que no es muy dado a traerse souvenirs. Al
verlas pienso que Charlie ha tenido una buena vida, y puesto que yo le he
acompañado en la mayoría de sus periplos, la mía tampoco ha debido de estar mal
del todo.
Salgo del baño y me siento en el sofá, listo para iniciar mi periodo de
introspección biliar y abominar de todo y todos. Pero de repente me da pereza
abrir la herida para contemplar otra vez cómo sangra. Me siento liberadamente
mayor para ello. Decido volver a casa.
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