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Slavoj
Zizek es lo que sucede cuando se hace filosofía tras inyectarse Red Bull en
vena: algunos momentos auténticamente lúcidos, mucho balbuceo inconexo, y
cierta perplejidad depresiva al final.
En
Lacrimae Rerum. Ensayos sobre el cine moderno y ciberespacio pasa algo
así. Concretamente tiene un capítulo largo, de unas ochenta páginas, titulado
“La teología materialista de Krzysztof Kieslowski”,
en el que encontramos ideas clarificadoras sobre la obra del cineasta polaco. Lastimosamente
ametralla el texto con divagaciones sobre otras películas, con sus inevitables
citas de Lacan y con cierta puerilidad de determinadas afirmaciones,
malbaratando así lo que podría haber sido un estudio canónico sobre Kieslowski.
Pero
si recogemos los fragmentos dispersos de su prosa histérica y rota, y los
cosemos con paciencia, vemos que hay cierta profundidad en sus análisis.
Empezamos
por lo menos acertado que dice. Aunque al final rechaza la idea, da pábulo a la
acusación de que Kieslowski ¡es un autor new age! No parece que una obra
claramente católica pueda banalizarse así. La teología subyacente en el Decálogo
no es una espiritualidad facilona de consumo tipo-próxima-entrega-ya-en-tu-kiosko.
Que tan siquiera lo considere le resta puntos.
Pero
hay otras cuestiones que plantea que sí son nutritivas. Dice que el Decálogo
se refiere más al Antiguo Testamento, y que en la Trilogía de los tres colores
habla del Nuevo Testamento. En el primer caso hay un Dios que castiga cuando
tercia; en el segundo el cristianismo humaniza la convivencia terrenal: la
libertad sólo es posible desde la caridad, la igualdad desde la esperanza, y la
fraternidad desde la confianza.
También
señala que el Decálogo es esencialmente masculino, con protagonistas
varones, y la Trilogía es femenina, orbitando en torno a actrices de
gran talento y carisma.
O
también interpreta en el primer capítulo la aparición del ordenador (y de la
ciencia) como un falso dios, como un “objeto maligno digno casi de Stephen
King”, que se equivoca haciendo cuentas y hace posible la tragedia. Zizek
explica que esto pueda entenderse como la maldición bíblica que castiga los
pecados de los padres en los hijos es un ejemplo de que el Decálogo tiene
más que ver con el Antiguo Testamento que con el Nuevo.
Al
final, la escena de la pintura en la imagen de la Virgen nos indica que Dios
siempre responde, pero a alguien desesperado y desgarrado por una pérdida
terrible. No está tan claro pues que el Dios reflejado por Kieslowski sea tan
benévolo como el que luego conoceremos a través de Jesús, y que de alguna
manera es el de Azul, Blanco y Rojo.
Es
interesante compararlo éste con otros capítulos del Decálogo. Zizek dice
que el primero es singular, porque trata de la irrupción del absurdo real en la
vida cotidiana, mientras que los demás capítulos son historias más corrientes
que nos hablan del tránsito de la moral hacia la ética.
El
filósofo esloveno no menciona, por otro lado, la lectura política que se puede
hacer del Decálogo. Es un ejemplo, creemos, de obra que está diciendo
entre líneas que nada funciona en el Estado polaco de la época (La frase del
director del colegio afirmando orgulloso que ha solucionado el problema de los
niños tirando la leche asquerosa por el retrete cerrando los baños es una
impugnación directa del sistema educativo, y por extensión del Régimen).
Si
dejamos de opinar siguiendo a Zizek de falsilla, lo que podemos decir es que el
primer capítulo del Decálogo es lento y triste, condensa demasiado en
demasiado poco tiempo, sin dejar metraje para escenas de transición o historias
secundarias que aligeren un tema tan espeso. Hay imágenes muy poderosas, como
la de la cruz reinando en un desierto de hielo. También diálogos conmovedores y
un final lo suficientemente abierto como para que el espectador decida lo que
quiere ver en él. O sea, que es una película valiente que trata como adultos a
los que la visionan. Pero en nuestra vida acelerada se nos hace pesado seguir
narraciones tan poco elípticas.
Uno
puede imaginarse viendo esta película cuando se emitió en la Polonia todavía
comunista, e imagina su mérito e impacto.
En
parte hago mías las cuestiones que plantea Zizek, pero él lo hace con acento
esloveno y queda más interesante…
La
película es excelente porque no da respuestas mascaditas al espectador. No hay
buenos y malos, ni respuestas kitsch para irse a la cama sintiéndose la pera
limonera.
La
escena final, la del cuadro, que sin duda es la más impresionante, puede
significar que: a) Dios siempre responde, o que b) cuando estamos desesperados
cualquier casualidad la interpretamos como que Dios siempre responde. En
cualquier caso, el hombre no puede vivir sin respuestas últimas y la religión
es por ello ineludible, que eso la convierta en verdadera es ya cuestión de ser
creyente o no.
Aquí
Kieslowski impugna el ateísmo tipo Michel Onfray, que en su Tratado de
ateología propone emanciparnos radicalmente de cualquier idea trascendental,
pero por nuestra propia naturaleza esto es imposible. No podemos vivir sin
creer, pero insisto, eso no convierte a nuestra creencia en verdadera.
La
saña que le tienen al director polaco, y a la que hace referencia Zizek,
acusándole de ser el Paulo Coelho del cine creo que va por ahí, en que en
ningún caso su cine pueda tener una lectura simplonamente atea.
Manuel
Fraijó dice que Dios llora junto al hombre cuando éste sufre (no recuerdo la
cita literal). Es lo más parecido a una respuesta que conozco ante la pregunta
por el silencio de Dios ante el dolor humano, o sea, que de hecho no hay tal
silencio.
Entiendo
que si Dios castiga al protagonista de la película porque ha metido un falso
dios en casa -el ordenador- matando a su hijo, estamos ante un Dios vengativo.
Si con todo su dolor no pudo salvar al niño porque no puede intervenir tan
abiertamente en este mundo, pero sí habrá salvación en el otro, la cosa cambia.
Ya
lo comprenderemos todo algún día.
Coda
Este
director era respetado por la crítica, pero no necesariamente tuvo grandes
éxitos de taquilla (si bien no exageremos su marginalidad: en su Polonia natal
pudo rodar para la televisión estatal con gran libertad, como se puede
comprobar con su Decálogo, y sus películas posteriores tuvieron una
difusión y publicidad que ya desearían otros directores minoritarios para sí).
Hay
muchos análisis sobre esta película, pero lo que a nosotros nos ha llamado la
atención es precisamente un detalle aparentemente menor.
En
la secuencia final, en la que con breves pinceladas se nos cuenta el futuro de
los personajes, vemos al chico que al principio de la película contempló el
accidente. Se nos presentó entonces con un monopatín, simbolizando la inmadurez,
en medio de la nada, como si no tuviera algo provechoso que hacer. Pero ahora madruga;
le vemos apagando el despertador, seguramente para ir a trabajar (se ha hecho
responsable, ha madurado) y se aferra al collar de la hija de Juliette Binoche
(Por el único otro momento en que aparece en la película sabemos que lo robó
del lugar del accidente, y que la protagonista luego le dio permiso para
quedárselo).
Los
espectadores interpretamos que contemplar la muerte de un padre y una hija, y conocer
a esta mujer extraña aparentemente ajena a su mundo, le ha descolocado, le ha
hecho crecer. El collar de la niña es un símbolo de eso y por ello le
acompañará siempre.
El
detalle más curioso es que la idea está reforzada con el cartel que aparece a
su espalda, más claramente visible además cuando se aferra al collar: es el de
la película Wedlock, aquí traducida por Peligrosamente Unidos. Es una película de ciencia ficción de los
años noventa, ni de gran presupuesto ni éxito, protagonizada por Rutger Hauer (la
cara en cartel es la suya). Cuenta la historia de una cárcel del futuro donde a
cada convicto le ponen un collar electrónico que contiene un dispositivo
conectado al collar de otro preso. Si alguno intenta escapar, o se separa del
compañero asignado más de 100 metros, ambos collares explotarán.
Es
absurdo pensar que un director tan perfeccionista como Kieslowski pudo meter un
detalle así por equivocación, sin saber lo que hacía, y es demasiado evidente
que hay conexión entre el tema de Wedlock y la escena mencionada como
para considerarlo una casualidad. Kieslowski nos quiere decir que este chico ha
quedado unido a la familia de Binoche de por vida, que la muerte de la niña fue
una advertencia para que se hiciera con el control de su existencia antes de
que fuera demasiado tarde, y que el collar es la garantía de que no escapará
del recuerdo y de lo que vivió en ese momento de su vida.
Sin
duda lo más interesante es que Kieslowski elige para contárnoslo la imagen de una
película sin prestigio alguno. Mete como metanarrativa, en una obra de las más
altas cúspides cinematográficas, una referencia que ni siquiera es kitsch, ni
coartada demagógica, ni realmente una referencia popular o populista que pueda
ser comprendida por el gran público. Tampoco es fácil leerlo como guiño para la
academia postmoderna; no da pie a mucho postureo intelectualoide.
Por
eso es brillante.
Introducir
sin ironía, como refuerzo narrativo legítimo, el cartel de una película de
serie b en una obra maestra destinada a ganar el León de Oro del Festival de
Venecia es algo que únicamente puede hacer alguien que vive en paz con su
propia genialidad.
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